DIECINUEVE

Un día, mientras me dirigía a la cocina a mi turno diario caí en la clave de todo: Chadia. Ella era la pieza que no encajaba en el puzzle. Estaba deseando que llegase la hora de la visita de Fernando para decirle que la buscase, que ella testificaría a mi favor. Oír al cocinero una y otra vez decirme que olía mal, me transportó al día en el que discutí con ella que me dijo que olía a curry. Ahí estaba la clave.

Cuando llegué el cocinero estaba de mala leche, como era costumbre. Se notaba a leguas que no le caía bien. Estaba harto de tener que aguantar sus comentarios racistas, pero no me quedaba otra. Mientras estuviese allí encerrado, tendría que aguantarme.

—¿Qué vamos a hacer hoy de comer?

—Filetes de cerdo y patatas a lo pobre —respondió el Cateto.

—¿Filetes de cerdo?

—Sí, ¿algún problema?

—Sabes perfectamente que los árabes no podemos comer cerdo.

—¿Al niño no le gusta el menú? —preguntó malhumorado.

—No es que no me guste el menú, es que te repito una vez más que mi religión no me lo permite.

—Pues lo siento. Seguro que tu religión también te prohíbe matar, y aquí estas.

—Yo no he matado a nadie.

—Bueno, eso cuéntaselo al juez que a mí no me interesa.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué? —volvió a preguntar el cocinero, mirándome con cara de asco.

—¿Vas a poner el cerdo?

—Claro que sí.

—Pero…

—Ni peros ni manzanas. Aquí se come lo que yo diga y si no, pues no comas, menos cagas —gruñó.

—Te aprovechas de tu puesto para humillarme.

—¿Yo?

—Sí.

—Venga ya, no digas tonterías, y pela más rápido las patatas que hay mucho que hacer.

—Estoy harto de ti —le dije.

—Pues lárgate, nadie te obliga a estar aquí. Además, así me haces un favor, que no aguanto la peste que echas.

—¿Que yo huelo mal? ¿Te has parado a olerte tú? Hueles a cebolla podrida.

—¿A cebolla podrida? —volvió a preguntar.

Mi jefe se quitó la camiseta que llevaba y, cogiéndome de la cabeza, me obligó a olerle el sobaco. Metió mi cara bajo su brazo. Los pelos largos y sudados me hacían cosquillas en la nariz y, aunque la primera impresión fue de arcada, no sé qué cojones pasó dentro de mí que empecé a lamerle la zona que desprendía aquel aroma lúgubre y maloliente. Mi polla se empezó a poner dura y la suya, al contacto con mi mano, que la estaba sobando, también. Le bajé los pantalones y comencé a chupársela. Olía a sudor, a meados mal lavados, tal vez a semen, no lo sé, pero algo se trastocó dentro de mí e hizo que aquella peste me pusiese cachondísimo. Al meterla en la boca comprendí porqué le llamaban el Cateto. No era precisamente porque fuese de pueblo, no, sino porque aquel centollo que tenía entre las patas era tan ancho como los bastones que usan los pastores para subir a la montaña: gigantesco… Superior a todo lo que había catado hasta entonces. Estaba circuncidado y un enorme capullo coronaba aquella masa tronchona. Las venas eran bastas como las raíces de los árboles y es que ese tamaño sobrepasaba cualquier suposición. Con una mano intentaba agarrarle las pelotas y con la otra la base de aquel tronco porque su dueño era tan salvaje que me iba a rajar la garganta. Lo más curioso de aquella escena es que mientras se la chupaba y ponía todo mi empeño en que lo disfrutase al máximo, él, con la palma de la mano abierta, daba golpes a los dientes de ajo que había sobre aquella mesa para quitarles la piel y comérselos. Yo estaba devorando una salchicha mientras él se daba un atracón de ajo. Me cogió del pelo y me hizo subir. Me dio un beso largo y pausado. Luego me escupió en la cara mis propias babas.

—Yo no huelo a cebolla —me dijo—, huelo a ajo, porque los españoles olemos a ajo. —No sé qué era peor, si su aliento o chupar su axila, pero yo seguía burro y quería ir más allá, así que me dejé hacer. Me tumbó sobre la mesa y empezó a juguetear con mi culo. Un dedo, dos… Algo me estaba introduciendo pero no sabía que era. Apreté para expulsarlo y se enfadó muchísimo.

—¿Qué cojones estás haciendo? —me gritó—, ¿me vas a cagar los ajos? Te voy a meter ajos por el culo hasta que la boca te sepa a ajo. ¿No quieres que te trate como español? Pues empieza por oler como nosotros.

Uno, dos, tres, cuatro y así uno tras otro. Cada vez que introducía uno nuevo, me daba una buena cachetada. Siempre estuve a favor del spanking pero en esta sesión podía intuirse en el ambiente el odio y el rencor, y es muy peligroso dejar que te pegue alguien que no te quiere bien. Después de haberme metido no sé cuantas cabezas de ajo, comenzó a comerme el culo.

—Qué culazo tienes morito. ¡Qué rico que está! ¡Y qué abierto, se nota que no es la primera vez que te lo hacen! —me gritaba justo en la entrada, poniéndome más cachondo con el aire y los escupitajos que salían de su boca—. Ahora sí que sabe a ajo, te he metido tanto que podrías matar a un vampiro hablándole.

Cuando alguien te come el culo te pones verraco, al menos yo, que ya estaba deseando ser insertado por aquel arpón gigantesco que tenía este hombre entre las piernas pero, en vez de eso, se fue a una esquina de la cocina y cogió uno de los chorizos que allí colgaban.

—¿No decías que no podías comer cerdo?, ¿que te lo prohibía tu religión? —me preguntaba con los ojos inyectados en malicia—, pues mira por donde me paso yo tu religión, ¡por el forro de los cojones!

Efectivamente, tal y como me temía, aquel chorizo fue a parar a mi ojete. De una vez, de golpe, casi entero. La grasilla del chorizo actuaba como lubricante. Aquel mazo en mi interior hacía el efecto de un mortero, hasta el punto que me imaginé que cuando expulsase los ajos estarían machacados. Me follaba con el embutido como si fuese lo más normal del mundo. De vez en cuando lo sacaba y me obligaba a lamerlo. Quería que lo chupase para que aprendiese a disfrutar del cerdo. Estaba tan caliente, que no dudé en morder aquella barra cárnica que me acababa de sacar del culo y me ofrecía ahora para saborear. El cocinero, al ver que había mordido el chorizo, me metió la lengua en la boca. Pensé que quería darme un muerdo pero en realidad lo que hizo fue buscar el trozo que me estaba intentando comer para poder saborearlo él. Lo masticó despacio, lo llevaba de un lado a otro, degustándolo. Cuando lo tragó me dijo que ya sabía a ajo, que ya estaba preparado, así que se puso detrás de mí y me metió de golpe aquel bate de béisbol que la naturaleza le había otorgado. Explicar el daño que me hizo es imposible. Tanto fue lo que me dolió que se me bajó la erección. Pero como uno a esas alturas ya era un experto en artes amatorias, me concentré relajando el esfínter al máximo y conseguí, no sólo que me dejase de doler, sino empezar a disfrutar de la follada. El cocinero follaba tan rápido como los conejos pero con la fuerza de un oso. Con cada embestida sentía los ajos clavarse más y más dentro de mí. No sé si es verdad eso que dicen de que el hombre tiene el punto G en el culo, pero el orgasmo que tuve ese día sin tan sólo tocarme, no lo he tenido nunca más. Cuando el Cateto vio sobre la mesa de la cocina los restos de mi leche, empezó a culear más fuerte y no tardó en terminar. Lo hizo dentro mí. Pude sentir su leche caliente bañando mi gruta, llena de olores y sabores nuevos.

—Ahora tienes que cagar los ajos —me ordenó.

Y empujando como había aprendido a hacer el día de las frutas, empezaron a salir una a una todas aquellas cabezas de ajo, bañadas en una salsa blanca y espesa: la leche de aquel jodido racista. Bajo mi culo y con la boca abierta, me esperaba impaciente. Aquel amante del ajo saboreó todos y cada uno de los pedazos que salieron de mi interior. Comía aquellos manjares mientras no paraba de sobarse el enorme rabo, a pesar que ya se había corrido. Después del polvo me dio la mañana libre y además, a medio día, no tuve que comer cerdo.