La cárcel ha sido una de las experiencias más traumáticas que he vivido nunca. Mucho más que convivir con Mustafá. En las dos ocasiones estaba privado de libertad pero en ésta última, además, estaba rodeado de toda la escoria de la que el mundo pretendía deshacerse encerrándola junto a mí. Me habían arrestado por un asesinato que yo no había cometido y tenía que luchar con uñas y dientes por demostrarlo. Los que estaban allí habían demostrado su culpabilidad, no podían meternos a todos en el mismo saco, no era justo.
Los primeros días fueron los peores. Es terrible compartir litera con alguien que puede ser un atracador, un asesino en serie o haber matado a su mujer y a sus cuatro hijos. También podía ser un psicópata racista y liarse a puñaladas conmigo mientras dormía. Allí dentro podías ser cualquier cosa. Con el paso del tiempo descubrí que la gente exageraba sus miserias para así parecer más duros y que los demás les temiesen. Probablemente, cuando entraron estaban tan asustados como yo, pero el tiempo te hace ser fuerte, si no, no sobrevives.
Las dos primeras noches no fui capaz de dormir. Miguel, que era como se llamaba mi acompañante, roncaba como un cerdo, pero cuando yo cerraba los ojos fruto del cansancio, le imaginaba en mi cabeza haciéndose el dormido para sacar después un cuchillo y rebanarme el cuello como a una gallina. Estaba encerrado por asesinato y temía que realmente alguien quisiese matarme. Dicen que la peor tortura que existe es la de la gota. No estoy de acuerdo. No dejar dormir a una persona puede acabar volviéndola totalmente loca y eso es lo que me pasó a mí la primera semana. Estaba irascible, me preocupaba por cualquier cosa, si alguien me hablaba en el comedor pensaba que quería hacerme daño, si alguien me rozaba furtivamente en alguna de las colas suponía que era una señal que mandaba a otro para que acabase conmigo. Fueron unos días agotadores, por eso debía tranquilizarme.
Para pasar las horas me apuntaba a todo lo que podía. Iba a clases de español para perfeccionar mi acento. El padre Humberto era quien impartía las lecciones, aunque era tan mayor que se le iba bastante la cabeza, hasta el punto de que muchos días no recordaba qué hacía allí, o empezaba a hablar de una forma extraña que, gracias a mis compañeros, descubrí que se llamaba latín. El padre Humberto estaba chocheando. Lo tenían allí por pena, o sencillamente para no molestarse en buscar a otra persona.
Hacía falta alguien para ayudar en la cocina y me ofrecí como voluntario. El Cateto era el cocinero oficial a quien debía ayudar. Mi trabajo consistía en pelar patatas, picar verduras… cosas fáciles, pero él parecía que nunca estaba contento. Me miraba de reojo en todo momento. Cada vez que acababa mi turno me registraban por si había intentado llevarme algún cuchillo u otro objeto punzante para intentar escapar. El registro era común para todos los presos con trabajo. Algo bastante lógico porque, si hubiese tenido la mínima oportunidad, habría intentado escapar.
Mi jefe era bastante desagradable. Olía a un sudor fuerte, espeso, como cuando abres una cebolla que empieza a estar pocha. Aún así no paraba de hacer comentarios sobre mi olor. Que si los moros huelen mal, que si los negros y los moros vienen a España para delinquir, que si le quitamos el trabajo a los españoles… Y de ese tipo eran todas las lindezas que me regalaba. Cuando le respondía que yo no era así, me preguntaba que entonces qué cojones hacía en la cárcel. Como realmente no lo sabía, tenía que bajar la cabeza y callarme. Nuestra relación fue tensa desde el principio hasta el fin. El Cateto era un verdadero hijo de puta que apestaba a racismo, homofobia y represión.
El séptimo día, por fin me visitó un abogado de oficio porque, lógicamente, yo no podía pagarme ninguno. Era un chico joven, probablemente acababa de sacarse la carrera y lo destinaban a casos como el mío por los que no hacía falta luchar mucho, puesto que todas las premisas indicaban que iban a condenarme. Era bastante guapo, se llamaba Fernando y sus ojos azules me recordaron a los de David. Tenían el mismo color pero no el mismo brillo. Llevaba siete días enjaulado y todavía no había tenido noticias de David. Lo llamaba y no cogía el teléfono. No había forma humana de poderle decir cómo me sentía. No me dio la oportunidad. No me lo puso nada fácil porque, por más que yo intenté darle una explicación, él nunca estaba disponible, cosa que creo que no es justa, pero tampoco es momento ahora para hablar de eso. El caso es que la única persona en la que confiaba en ese momento y por la que habría dado mi vida desapareció de la noche a la mañana. Quizás fue por cobardía o por miedo a no soportar que realmente me condenasen por asesinato. Supongo que para enfrentarse a esto hay que estar preparado, pero en una relación hay que estar en las duras y las maduras.
—¿Khaló Alí?
—Sí, soy yo —respondí estrechándole la mano.
—Soy Fernando de Juan, el abogado que te han asignado.
—Por fin. ¿Se puede saber por qué estoy aquí? —pregunté—. Esto es inhumano, yo no he hecho nada.
—Para eso estamos aquí, para demostrar tu inocencia.
—¿Demostrar? ¿A quién? ¿Por qué me han encerrado? Yo era feliz con David —gemí derrumbándome como no lo había hecho en esos siete días.
—Vamos a ver, ¿no te han dicho por qué te han arrestado?
—Creo que me culpan del asesinato de mi tío.
—Así es, eres el principal sospechoso de la muerte de Mustafá Alí.
—Pero eso no puede ser, cuando yo me fui de su casa él estaba durmiendo plácidamente.
—Khaló tu tío fue envenenado. Apareció muerto dos días después de tu huida —me explicó.
—Estoy seguro de que cuando salí de aquella casa estaba vivo.
—¿Tienes alguna prueba? ¿Puedes demostrarlo?
—Cuando me fui lo besé en los labios y estaban calientes. Estoy seguro de que estaba vivo. Alguien le envenenó después.
—Ya, pero eso no convencerá a un juez. Necesitamos algo más, necesitaría que me abrieses algún camino por donde poder investigar. Algún recuerdo, no sé…
—No recuerdo nada, hace tanto… Lo que puedo asegurarte es que lo hizo otro, no yo.
—¿Quién?
—No lo sé.
—¿Tu tío tenía algún enemigo? —preguntó el abogado.
—No, que yo sepa. De todas formas ha pasado mucho tiempo.
—Sí, según tengo entendido la policía tardó año y pico en dar contigo, hay muchas cosas que no cuadran en los informes.
—¿Qué me va a pasar?
—Pues que si no conseguimos demostrar tu inocencia irás a la cárcel, y veinte o treinta años no te los quita nadie. Tal vez te rebajen alguno por buena conducta. Pero aun así, vas a pegarte una buena temporadita.
—¡Esto es una pesadilla! —comencé a llorar.
—Tranquilízate. Cuéntame como era tu relación con él.
—Al principio muy bien, éramos como una pareja, pero poco a poco se fue volviendo más y más arisco. Me alquilaba a sus amigos.
—¿Te alquilaba?
—Sí, me obligaba a prostituirme, me decía que con ese dinero ayudaría a mi familia, pero nunca lo hizo.
—¿Y tu familia?
—Está en Marruecos. Hace años que no sé nada de ellos. Cuando me vine a España les perdí la pista. No sé si se desentendieron de mí o si el cabrón de mi tío rompió los lazos que nos unían.
—Khaló, te seré sincero. Este caso pinta muy mal, las tienes todas contra ti. Ahora tengo que marcharme pero necesito que me escribas en estos folios que te voy a dejar todo lo que recuerdes. Absolutamente todo. Cualquier cosa que pienses que no es importante puede ser una pista definitiva. ¿Entiendes?
—Sí.
—Quiero que me apuntes también el nombre de cualquier persona que pudiese odiar a tu tío tanto como para querer asesinarlo. Medítalo, vendré a visitarte de nuevo en dos días. Es fundamental que recuerdes el tipo relación que tenía con cada uno de los que lo rodeaban.
—Está bien —le respondí.
—Otra cosa, intenta vomitar toda la rabia que sientas por este hombre en esos folios, porque el día del juicio no nos vendrá nada bien que el juez note que le guardas rencor. Si lo hace, entonces será muy fácil adjudicarte el crimen y habremos perdido.
—Pero es que no sabes las cosas que me llegó a hacer y decir…
—Khaló, tendrás que hacerme caso y confiar en mí. Ahora mismo soy el único que puede ayudarte y, si no me haces caso, tienes pocas posibilidades de salir indemne.
—No me gusta cómo suena esto —critiqué.
—Suena a la verdad. Volveré en dos días.
Pasé toda la noche dándole vueltas, intentando recordar pero fue casi imposible. La caja de Pandora la cerré el día que salí por aquella puerta, y volverla a abrir ahora suponía revivir cosas que me había jurado no volver a recordar. Por la boca muere el pez. Cerraba los ojos e intentaba trasladarme a aquel lujoso caserón donde me había instalado. Me alojé de nuevo en mi habitación, me volví a bañar entre esos lujos pero todas estas imágenes se borraban cuando mi tío me daba una paliza o me decía lo poca cosa que era. Aquellos días habían sido un maltrato constante y recordarlo me producía arcadas. Vomité, varias veces. Tantas como pude, tantas como aguantó mi cuerpo. Tantas como las palizas que volví a sufrir aquella noche en mi cabeza.
La sirena nos despertó a las siete de la mañana. En la cárcel nunca hay nada que hacer, no entiendo por qué te despiertan tan temprano. Había estado toda la noche casi sin dormir y estaba tan cansado que me hice un poco el remolón en la cama, quedándome de los últimos para ducharme. Mi compañero de celda dio los buenos días, terco y seco, como siempre, y desapareció por los pasillos guiado por los vigilantes. Me levanté y me dirigí también hacia allí. Cuando entré apenas quedaba nadie, tal vez un grupo de seis u ocho personas. El baño era bastante grande, con una hilera de unas veinte duchas, los lavabos y los retretes. No había separación entre ducha y ducha, por lo que era muy habitual que los presos nos viésemos desnudos. Normalmente acababa muy rápido. Me daba un poco de miedo permanecer allí entre tanto delincuente porque, aunque a vista de todos yo era uno de ellos, yo no me sentía así. El baño estaba plagado de tatuajes: tribales, símbolos nazis, nombres de mujer… El Manteca era el preso que más tatuajes llevaba en el cuerpo, lo tenía casi lleno y le encantaba recordar que cada uno de ellos simbolizaba a una persona que se había cargado. A mí, estar cerca de ese hombre me ponía los pelos de punta. Había otros que tenían el cuerpo lleno de cicatrices y, aunque no eran tan morbosas como los tatuajes, también tenían su punto. La vida te deja marcas, ya estés dentro o fuera de la cárcel, eso es indiferente, porque, si una cosa aprendí allí, es que la vida es larga y dura y cada vez que tenga la más mínima oportunidad de joderte, no dudes que va a hacerlo. Siempre hay que estar preparado.
No sé si fue por la poca gente que había o por lo cansado que estaba pero mi ducha, que no solía durar ni cinco minutos, se alargó un poco más de la cuenta. Me enjabonaba muy despacio, masajeando la piel, para intentar combatir la tensión. Tanto jabón y tanta tensión hicieron que comenzase a empalmarme. Estaba tan metido en mi mundo que no fui consciente hasta que no vi cómo el reducido grupo de tíos empezaba a rodearme.
—Vaya, ¿qué tenemos aquí? —preguntó el Manteca—, pero si es el morito cocinero.
—Y parece que está pidiendo guerra —observó uno.
—Fíjate cómo se le ha puesto la polla al puto moro de mierda.
—Es que los maricones como él es lo que tienen, que les gusta mirar —dijo otro.
—¿Te gusta mirar, morito? —interrogó el Manteca.
—Me llamó Khaló —dije enfrentándome a él, pero cagado de miedo y con la voz temblorosa.
—Así que la pequeña princesa del Sahara tiene nombre —ironizó el hombre más tatuado de la prisión.
—Pues para ser una pequeña princesa vaya rabo que tiene el hijo puta —comentó otro de los que me tenía rodeado.
—La cosa es muy fácil. Tienes dos caminos: por las buenas o por las malas. Depende de ti —me explicó el Manteca.
El agua caliente seguía cayendo sobre mi cabeza. Había entendido perfectamente a qué se refería y, por supuesto, prefería hacerlo fácil, así que me arrodillé. El círculo se hizo más pequeño. Todos se acercaron ofreciéndome su polla pero, sin dudarlo un segundo, empecé con la de aquel hombre que me daba tanto miedo y morbo a la vez. Tenía la polla bastante grande, no sé si por el peso del piercing que llevaba en el glande o porque realmente la tenía así, el caso es que cuando me la metí en la boca y empezó a crecer adquirió unas medidas descomunales. El hombre que tenía dibujada la piel me agarró por la cabeza y me iba guiando. Le gustaba que se la chupase despacio. Mientras lo hacía mantenía los ojos bien abiertos para intentar descifrar el jeroglífico que tenía dibujado en su piel. Frases, caras, dibujos… Había de todo. El resto de nabos pronto empezó a crecer y, aunque sus propias manos comenzaron calmando el ardor del momento, pronto exigieron la presencia de mi boca. Estar rodeado de siete pollas es algo con lo que nunca había soñado pero, si lo hubiese hecho, probablemente habría sido de esa forma. Ninguno de aquellos rabos era igual, todos eran distintos. Unos circuncidados, otros no, unos venosos, otros no tanto. Algunos eran pequeños y cabezones, otros largos y delgados como salchichas. A veces mi boca albergaba dos, mientras el resto me daba golpes en la cara, el cuello, los hombros. Nunca podré olvidar el día en que siete maravillosos falos me dieron una paliza. Suena a broma pero fue tan real como que me llamo Khaló Alí y soy árabe.
La pose de machos cabríos que tenían me daba muchísimo morbo. Nunca soporté a los maricones que parecen mujeres porque, si quisiese follar con alguien femenino, lo haría con una mujer. Estos no tenían nada de pluma. La virilidad, sumada al escenario de la obra, envolvía aquella situación en un halo de perversión que me estaba poniendo verraco. Sentirme sucio mientras no paraba de caer agua tibia sobre mi piel es una de las mejores antítesis que he podido protagonizar. No hay nada más cerdo que mantenerte totalmente sumiso ante siete hijos de puta, que tan sólo ellos saben qué cojones han hecho en la vida para estar allí, con sus pollones metidos por turnos en tu boca, sin preguntar, por la fuerza. Hay pollas pringosas que lubrican mucho pero la de el Manteca era perfecta. Desde que la sentí dura clavándose en mi garganta, empecé a desear que me partiese el culo y me di cuenta de que estaba a punto de conseguirlo cuando dos de sus dedos se hundieron en mi túnel, ansioso de cariño. Ver cómo aquellos dedos tatuados con aquellas uñas negras se perdían en mi interior me hizo ver las estrellas. El resto de los tíos no se tocaban entre ellos. Me pareció muy curioso. Se masturbaban únicamente a sí mismos. En la cárcel puedes tener contacto con otros hombres pero si dejas que te follen estás perdido. Automáticamente te conviertes en la putita del módulo y todos van a buscarte para saciarse. A mí nunca me preocupó eso, al contrario, después de ese día deseé que lo hiciesen frenéticamente. Tanto que mi idea sobre las duchas cambió. Aquellos dos dedos se habían multiplicado por dos. Me sentía abierto, dilatado, tenso… pero con ganas de más. Le pregunté a qué estaba esperando para meter el que faltaba y todos fliparon ante mi petición. No la esperaban. Fue a partir de ese momento cuando se dieron cuenta de que el que más estaba disfrutando era un servidor.
—¿Quieres más? ¿Quieres que te meta el puño? —preguntó el Manteca.
—Sí, lo estoy deseando. Rómpeme el culo cabrón.
—Vamos, este maricón quiere que te lo folles con el puño.
—Te vas a enterar de lo que es bueno —decía otro.
Mientras aquella mano se acomodaba en mi interior yo seguía saboreando y degustando todos y cada uno de los manjares que colgaban de entre las piernas de aquellos hombres. Sentir un puño abriéndose paso dentro de mí, me hizo girarme y descubrí que su dueño llevaba tatuado en el brazo algo que parecía una cinta métrica. A medida que me iba penetrando se iban perdiendo más y más centímetros dentro de mí, lo que hizo que me corriese en el acto. Cuando el hombre que me estaba haciendo aquel fist vio que me había corrido, me sacó el puño de la garganta, que es donde yo sentía que me estaba llegando, y me empezó a taladrar con su enorme rabo. El roce de aquella argolla que tenía en la punta de la polla hizo que la mía no pudiese bajar. El roce de ese metal frío dentro de mi interior desgarrado me puso tan verraco que la polla no sólo no me bajó, sino que siguió dura todo el rato mientras me estaban follando. Uno a uno, todos jugaron en mi culo. Todos. A veces me follaban dos a la vez. El Manteca y el Richi, que eran los que tenían el tema más grande y gordo me la empezaron a clavar a la vez. Acababan de hacerme un puño y, aún así, costó que aquellos dos glandes se abriesen paso por mi ojete, que estaba totalmente dilatado y sin muchas fuerzas para resistirse. Un buen escupitajo y todo resbaló hacia dentro como debía ser. Mientras vivía aquella doble penetración, otras dos pollas comenzaron a follarme la boca. Yo estaba a cuatro patas en el suelo, con cuatro cipotes dentro. Mi cuerpo era su gozo, su gozo era el mío. Mientras el agua seguía saliendo de aquella ducha, mi cuerpo se bamboleaba con el movimiento que me exigían aquellos hombres. Gemían, cada uno de una forma, pero todos los hacían. En mi boca se iban turnando pero en el culo tenía siempre los mismos, hasta que uno dijo que iba a correrse. Vaciaron todos mis agujeros y me obligaron a ponerme en cuclillas. Uno a uno fueron depositando toda su leche sobre mi cara. Yo abría la boca pero era imposible respirar con tanto semen saliendo de aquellas mangueras. Parecía que no hubiesen eyaculado en un mes. Los gruñidos de placer que acompañaban a aquellos lefazos que me salpicaban debían de oírse incluso fuera de la prisión, pero a ninguno de ellos pareció preocuparles, así que mucho menos me iba a preocupar a mí, que me lo estaba pasando pipa. Después de la lluvia blanca, las trancas empezaron a relajarse. Mi cara estaba realmente asquerosa. Con mi lengua había limpiado toda la leche que había podido abarcar pero tenía todo el pelo, la frente, la nariz, los mofletes, llenos de lefa. La sorpresa de la mañana la volvió a traer El Manteca cuando, con la polla todavía morcillona, empezó a mearse en mi cara. El chorro amarillo salía con tanta fuerza que sentí despegarse algunos de los churretes de esperma que tenía en la cara. El resto, viendo aquello, se pusieron a hacer lo mismo. Siete hombres me estaban meando encima, «limpiándome» la cara de la sustancia pegajosa. Yo me casqué una de las mejores pajas de mi vida, volviéndome a correr con la misma intensidad que lo había hecho cuando me estaban violando con el brazo. Acabada la micción, unas leves sacudidas y todos a sus celdas, como si no hubiese pasado nada. Yo volví a ducharme para eliminar los restos que me quedaban. Mis ojos me escocían, irritados al contacto con el líquido seminal. La mandíbula la tenía desencajada y las entrañas casi colgando de la súper follada que me habían metido.