QUINCE

Después de varios días en la calle ya había aprendido a sobrevivir. Para subsistir trabajaba de chapero, principalmente con viejos babosos que son los que se dejan el dinero en estas cosas. Tuve que chupar pollas asquerosas y hacer cosas de las que no estoy nada orgulloso pero, al menos, pude sacar algo de dinero para comer y comprarme algo de ropa y zapatos. Explicarles a los primeros clientes por qué no llevaba zapatos tampoco fue necesario. Muchos me elegían porque sabían que no estaba en condiciones de decir que no a nada. Me hacía falta el dinero. Ganaba lo justo para poder comer diariamente. Como no tenía dinero para alquilar una habitación, dormía en un hospicio para indigentes. Durante el día dormía y paseaba por la ciudad. Por la noche me exhibía en las calles del barrio gay, donde a veces, la diosa Fortuna venía a visitarme y alguien contrataba mis servicios. Estar en la calle siempre es duro y más cuando no tienes papeles porque tienes que estar escondiéndote de la policía, que cada noche hace su ronda. Me ocultaba como un burdo criminal.

Los fines de semana era cuando más gente había por la calle y, por lo tanto, cuando más trabajo tenía. Una noche, estando apoyando en un portal, vi como dos chicos discutían. A lo lejos parecían novios, pues venían agarrados pero, a medida que se fueron acercando, se fueron separando. Sus voces se alzaron en mitad de la mundanal noche. Por la distancia que nos separa no podía ver muy claro lo que estaba pasando pero ambos gesticulaban violentamente, hasta el punto que uno de ellos empezó a pegarle al otro. Ver cómo pegaban a ese chico indefenso me trajo tan malos recuerdos que no pude evitar acercarme y separarlos para impedir que le siguiesen pegando. En un principio me planteé mirar para otro lado y hacer la vista gorda. No debía meterme en problemas puesto que no tenía papeles pero aquella situación fue superior a mí. Ver cómo pegaban a ese chaval me hizo revivir una serie de cosas que todavía no tenía superadas y que me parecían tan injustas, que no fui capaz de permitir que otro pasase por lo mismo, aunque para ello me tuviese que enfrentar con aquel tipo. Salió a la luz mi odio y un puñetazo de fuerza inusitada bastó para que se fuese corriendo y nos dejara allí. Sinceramente, no sé donde tenía escondida tanta rabia. Todo lo que no se saca se queda dentro de uno, se pudre y acaba oliendo mal. Eso es lo que me había pasado a mí con Mustafá pero, con ese golpe, de cuya fuerza yo fui el primer sorprendido, conseguí sacarme una espina que tenía clavada en lo más profundo de mi persona. Nunca más iba a permitir que nadie me convirtiese en la sombra de mí mismo como me pasó una vez.

—¿Estas bien? —le pregunté al chico.

—Sí, no es nada.

—Pues creo que, para no ser nada, ese ojo se te va a poner un poco morado.

—Gracias, —me dijo, y me miró a los ojos de la misma forma que lo hizo Mustafá aquella noche bajo la luz de la luna. Yo no pude evitar bajar la mirada.

—No ha sido nada.

—¿Cómo que no? iba a darme una paliza.

—¿Es tu novio?

—Mi ex, pero a veces seguimos viéndonos.

—Pues yo que tú dejaría de verlo.

—Sí, está claro. Esta ha sido la última. Nunca me había pegado.

—Pues no permitas que haya una segunda.

—No lo haré, te lo prometo. Me llamo David.

—Perdona, yo me llamo Khaló.

—¿Khaló? qué nombre tan raro.

—Es árabe —le expliqué.

—¿Eres musulmán?

—Sí, ¿algún problema?

—No, tranquilo forastero, que yo estoy de tu parte. Siempre he deseado conocer Marruecos.

—Te encantaría, aunque no se parece mucho a esto —mientras decía eso, divisé las luces de un coche de policía y me agaché para esconderme. David me siguió.

—¿Por qué nos escondemos?

—No tengo papeles. No quiero que me pille la poli.

—Vivo aquí al lado, si quieres vamos a casa y te escondes allí un rato.

—¿Tienes algo de comer?

—Algo habrá.

—Hace dos días que no pruebo bocado.

—Anda vamos.

—¿No te da miedo meter a un desconocido en casa?

—Sí, pero me daría más miedo si no me acabases de salvar la vida. Además, siempre confié en la bondad de los desconocidos.

Nos miramos y sonreí. Medio en cuclillas, nos escapamos agazapados entre los coches hasta que llegamos al portal que me indicó. La escalera indicaba el abandono lamentable en el que se encontraba el edificio. La casa de David era un pequeño apartamento. Se veía que era muy viejo y, aunque estaba algo desordenado, era muy coqueto.

—Perdona el desorden, no esperaba invitados.

—Tranquilo. No estás hablando con el rey del orden, así que no te preocupes.

—Bueno, pues esta es mi choza.

—Me gusta. La verdad es que me encanta, es muy acogedora. ¿La has decorado tú?

—Sí claro. Cogiendo un mueble de aquí, comprando otro allá… No está mal, a mí me gusta, que es lo importante.

—Es muy confortable.

—Ponte cómodo, voy a preparar una copa —dijo David.

—Yo, más que una copa, te agradecería algo sólido.

—Es cierto, perdona, se me había olvidado. Vente a la cocina, vamos a ver qué hay.

—¿Qué edad tienes, David?

—Veintiocho, ¿por?

—Curiosidad.

—Se ve que tú tienes muchos menos, pero casi mejor no te pregunto para no sentirme viejo.

—Ja ja ja… Está bien. ¿A qué te dedicas?

—Oye, ¿no serás policía con tanta pregunta? Esto parece un interrogatorio —observó David entre risas.

—Lo siento, soy un metomentodo.

—Tranquilo estaba bromeando. Soy pastelero.

—¿Pastelero? Me encantan los dulces.

—Pues creo que tengo un pedazo de tarta por aquí.

—¡Sería fantástico!

—Vale tranquilo, se nota que tienes hambre. ¿A qué te dedicas tú? ¿Haces la calle?

—Me temo que sí —respondí mientras devoraba un trozo de tarta.

—¿Y cuánto cobras? —me preguntó untándome de nata la nariz.

—¿Quién hace ahora el interrogatorio?

—Perdona.

—No me gusta hablar de dinero, no es cosa de caballeros.

—Hombre, creo que lo justo es que te pague un servicio —me dijo.

—¿Qué?

—Estoy seguro de que mi bronca te ha espantado algún cliente, me gustaría recompensarte de alguna forma —sugirió mientras se acercaba tanto a mi cara que podía sentir su respiración sobre mí. Me puse nervioso.

—Esta tarta es una buena recompensa ¿no te parece?

—Yo creo que no. Conozco otra mejor.

David me besó apasionadamente. Su lengua buscó la mía que, todavía llena de nata, salió a recibirle. Me puse de pie y dimos vueltas besándonos por la habitación. La camisa por allí, la camiseta por allá, un zapato volando… En menos que canta un gallo estábamos desnudos sobre su cama. David me pedía que le mirase mientras lo besaba y en sus ojos veía una mezcla de miedo, poder, necesidad y, sobre todo, de querer que lo quisieran que, al fin y al cabo, es lo que buscamos todos pero no siempre encontramos. Tenía los ojos más azules que he visto nunca y la sonrisa más perfecta que se pueda desear. Con sus labios atrapaba mis pezones poniéndoles trampas. Yo hacía lo mismo. Estaba delgado, no en exceso. Era perfecto. Su polla estaba esperándome, dura y firme, pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que no era como la mía. Una fina piel cubría su glande y, aunque con mi mano podía descapullarlo perfectamente, me llamó mucho la atención. Fue la primera vez que vi un rabo sin circuncidar y, a partir de ese momento, quedé totalmente fascinado. Tengo que decir que el miembro de David era el más bonito que había visto nunca. Tenía la forma, el tamaño, el color y el olor perfectos. Era realmente inimitable. Introduje mi lengua entre el capullo y aquella nueva piel. Gemía de una forma especial, intensa, me daba mucho morbo. Me sacaba su nabo de la boca y me daba golpecitos en la cara y en la lengua. Con mis labios le descapullaba una y otra vez y a él parecía encantarle. Daba mordisquitos en su frenillo y tiraba suavemente. Le levanté las piernas y clavé mi lengua en su culo, recorriendo antes sus pelotas, también de un tamaño perfecto. Mi lengua penetró aquella gruta sin ningún tipo de pudor. David tenía los ojos cerrados y gemía. Yo lo seguía mirando tal y como me había pedido al principio. Me gustaba ver su cara de placer, de deseo. Desde que hacía la calle, los clientes solían pedir siempre lo mismo, que les chupase la polla o que me dejara follar. Normalmente no había precalentamiento, ni cariño y la mayoría de las veces ni siquiera había morbo, al menos por mi cuenta. Por eso estar con David despertó una parte de mí que hacía mucho que no salía, que casi tenía olvidada. El olor de ese niño, su sabor, me daban tanto morbo que no podía más que recorrer con la lengua todos y cada uno de sus oscuros recovecos. Me comí ese culo con verdadera gula. No quería dejar nada en el plato, se notaba que estaba pasando hambre. Una vez más, florecieron en aquel polvo todas y cada una de mis carencias, empezando por el cariño y acabando por mi recién recuperada autoestima.

Se mordía el labio, se estiraba en la cama. Unas veces se agarraba con los brazos al cabecero, otras apoyaba sus manos en mi cabeza para empujarla. Cuando creyó conveniente se dio la vuelta y comenzó a chuparme la polla, ofreciéndome a su vez, la suya. Hicimos un perfecto sesenta y nueve y, por primera vez, estuvimos los dos, uno dentro del otro, a la vez. Después me dio la vuelta y me ofreció dos de sus dedos para que se los lamiese. Después de lamerlos yo, lo hizo él. Los mismos dedos, de la misma forma. La saliva de mi boca a la suya. Los dedos de nuestras bocas a mi culo. Me penetró suavemente, muy despacio. Mi culo no opuso resistencia. Después de recorrer mis entrañas le pedí por favor que me follase con aquella magnífica herramienta amatoria que acababa de descubrir. Una vez más, me penetró muy despacio, los dos tumbados sobre la cama, uno sobre el otro. Intentaba apretar el esfínter para asfixiar su rabo dentro de mí, tal y como me había enseñado mi amante de las frutas. Quería que disfrutase tanto que apunto estuve de estrujárselo. Sus huevos estimulaban mi entrada con sus golpecitos mientras David, recostado sobre mí, me besaba por todas partes. Yo giraba mi cabeza para intentar buscar su boca y, una vez más, nuestras lenguas se enzarzaban en la danza del sexo.

Mi nuevo amante me hizo ahora tumbar boca arriba y, echándose sobre mí, agarró los dos miembros y empezó a moverlos al tiempo. Sus manos agarraban nuestro deseo, que subía y bajaba al ritmo que él marcaba. Mis ojos no se cerraron en ningún momento. No quería perder detalle, quería grabar todas y cada una de las caras de placer del hombre al que hacía un rato había salvado la vida y me había regalado un trozo de tarta como recompensa. Nos corrimos a la vez, lo que hacía mucho tiempo que no me pasaba. Cuando follaba con mis clientes no me corría nunca porque no sabía si inmediatamente después iba a aparecer otro cliente y debía estar preparado. Siempre tuve facilidad para mantener la polla dura durante el polvo pero había veces en las que tenía que estar realmente concentrado porque el individuo que me había contratado era justo la antítesis de lo que me gustaba.

Su leche y la mía se mezclaron sobre mi estómago mientras nos besábamos. Luego, con la mano, la extendió por todo mi cuerpo.

Nos metimos en la ducha y repetimos. Sentir cómo me follaba mientras caía el agua caliente sobre mi piel fue una gozada. Después me lavó de forma cariñosa, como suelen hacer las parejas. Me enjabonó y me enjuagó, pero sin parar de darme besos. Yo estaba encantado, nunca había recibido tanto afecto de una persona, ni siquiera de Mustafá en su primera época. Estábamos faltos de cariño y eso nos unió.

—Aquí tienes el dinero —me dijo.

—No lo quiero.

—¿Por qué no? Es tuyo, te lo has ganado.

—Te repito que no lo quiero.

—Pero es lo justo.

—Yo con mis clientes follo, contigo he hecho el amor —le dije. David se puso rojo y me volvió a besar.

—Me encantaría que pasases la noche aquí —me susurró al oído.

Nos acostamos desnudos en su cama, abrazados, hasta que él se quedó dormido, y yo, permanecí ahí, mirándolo.