Un bache en la carretera hizo que el autobús se agitase. Aquel vaivén me despertó de nuevo justo cuando acababa de conciliar el sueño. Todavía era de noche, tal vez fuesen las cuatro o las cinco de la madrugada. Estaba en medio de alguna carretera secundaria destino a ninguna parte. Mirando la calle por el cristal me preguntaba si sería capaz de dejar atrás todo lo que había vivido. Esperaba no tener que volver con el rabo entre las piernas aunque, siendo sincero, lo tenía muy difícil. Era extranjero, no tenía dinero ni papeles, no era nadie. Atrás quedaba un nuevo mundo lleno de lujosos golpes y palizas millonarias. Atrás quedaba todo. Chadia lo tenía todo previsto y me había preparado una bolsa con ropa y algo de dinero. Decía que ya había visto morir a un hijo y que ahora no podía permanecer impasible ante lo que me pudiese pasar a mí, porque me quería como a ese hijo que, sin saberlo, dejó morir. En aquel autobús vi pasar la vida ante mis ojos como si fuesen unos rápidos fotogramas. Una vez más me sorprendí tarareando entre dientes esa puta canción que me acompañaba desde mi niñez.
He de reconocer que siempre me gustó el sufrimiento.
Siempre tuve un puntito masoquista pero esa no es razón para vivir de la forma que yo lo hacía. Siempre he creído que para conseguir las cosas hay que luchar, si no, no se les da el valor que tienen. Lo que no cuesta sudor y lágrimas por lo general no se valora. De todas formas, no es razón para aguantar un maltrato diario y una humillación constante. En la vida todo tiene su porqué y tal vez este fuese el castigo por la relación incestuosa que mantuve con mi hermano o por las fantasías que tuve con mi padre. Eso nunca podré saberlo, lo único que sé es que he sufrido como un perro y tampoco lo merecía. No le deseo lo que he vivido ni a mi peor enemigo. Estas cosas te marcan, a veces te hunden y otras te vuelven más fuerte. Yo he vivido los dos extremos porque durante mucho tiempo paseé como alma en pena hasta el punto de querer morirme. Ahora me encuentro fuerte, curado o en proceso. Quiero comerme el mundo. Ponérmelo por montera. Y afortunadamente, hoy he empezado una nueva vida.
El autobús paró y sus ocupantes se apearon. Parecía que habíamos llegado a la estación de destino. Ahí empezaba lo verdaderamente duro. Recuerdo que llovía a mares. Se había desatado una verdadera tormenta, no sé si como preludio de lo que se avecinaba. Tal vez fuese un aviso de que no era el día escogido. Unas veces se gana y otras se pierde. Los granizos golpeaban las puertas de cristal de la estación y los relámpagos se anticipaban a los atronadores rayos que, sin pedir permiso, partían el cielo en dos.
Entré en la estación y busqué un baño. Tantas dudas, tantos miedos y tantas preguntas me habían revuelto las tripas. Vomité, dos veces, pero al tirar de la cisterna no se fueron mis miedos por el desagüe, como pretendía. Los miedos nos acompañan hasta el final de nuestros días, esté cerca o lejos. Me enjuagué la cara en el lavabo y vi cómo un señor mayor me enseñaba una polla que parecía estar dura y esperándome. Me aseguré de que no nos veía nadie y me arrodillé a quitarme el hambre. Chupé con ganas. Era como una venganza. Era la primera polla que me comía sin que lo preparase Mustafá previamente. Más bien fue un aperitivo, no me supo a mucho. Tardé poco porque tardó poco. Se subió la cremallera y se lavó las manos. Yo me quedé ahí parado con cara de memo.
—¿Dónde crees que vas? —le pregunté.
—A mi puta casa, ¿te parece? —me dijo el señor.
—¿No se te olvida algo?
—Creo que no.
—¿Cómo que no?
—Oye, si te piensas que por haberme mamado el rabo voy a casarme contigo, vas listo —me contestó.
—No, lo que quiero es que me pagues.
—Venga ya, no me jodas.
—No pretendo, lo que quiero es mi dinero —le exigí.
—Yo no voy con chaperos.
—No soy chapero.
—¿Entonces qué coño haces pidiéndome dinero?
—Tu querías algo y yo te lo he dado. Es lo justo, ahora tienes que pagarme —le expliqué.
—He dicho que no voy a pagarte. Déjame en paz que me estás tocando ya mucho los huevos.
—Habértelo pensado antes.
—Haberlo especificado tú. No pienso pagarte.
—Pero…
—Mira, moro de mierda, como vuelvas a insistir aviso a seguridad y les digo que has intentado robarme, ¿queda claro? —dijo secándose las manos con un papel que luego me arrojó a la cara. Se largó.
—Clarísimo —dije yo, ya solo.
Bienvenido a la realidad. Esto es España, aquí no soy nadie. Eché de menos a los míos. Cuando eres pequeño estás deseando abandonar el nido, pero cuando te haces mayor te das cuenta de que lo que antes suponía un problema realmente era una tontería de crios y que los que se te presentan ahora son los importantes. Hubiese dado todo lo que llevaba en ese momento encima, que realmente era muy poco, por haber podido permanecer bajo las faldas de mi madre toda mi vida. Tal vez no tuviésemos para comer, puede que el techo de nuestra chabola fuese una mierda, pero nunca nos faltó el cariño, cosa de la que yo hacía mucho tiempo que estaba careciendo. Empezaba a necesitarlo. Sólo quería que alguien me quisiese, por mí, por nada más.
En casa de mi tío yo era el manjar que todos querían comerse. Era el juguete exótico que mi tío había traído de otro país pero aquí era uno más. Allí era el símbolo de un país que ellos habían abandonado para encontrar algo mejor y algunos lo habían hecho, pero necesitaban follar conmigo para no perder sus raíces. A veces me sentí como el eslabón que los unía con su patria, con sus recuerdos. Tal vez eso fue lo mejor que sentí junto a ellos.
Aquí era un moro de mierda. Fuera de esa burbuja donde yo vivía existía el racismo y la delincuencia. Mientras yo iba, ellos ya habían vuelto. La experiencia es un grado y eso es justo lo que a mí me faltaba. A pesar de todo una capa de ingenuidad me envolvía y no me dejaba respirar. Acababa de darme mi primera hostia. Aunque había vivido mucho en mi vida y había sido bastante intensa, sobre todo en los últimos tiempos, mis experiencias habían sido encerradas en aquel palacete, por lo que tampoco había tenido mucho contacto con el mundo real. Ahora estaba en la capital solo, sin ningún sitio adonde ir, llovía a mares, no tenía un duro y, para colmo de males, apareció el de seguridad:
—Oye muchacho, vamos a cerrar la estación, tienes que largarte.
Caminé bajo la lluvia no sé cuánto rato. Estaba empapado. Mi cuerpo todavía seguía dolorido por los golpes. Estaba débil y seguro que el gripazo que iba a coger después de esa noche no me iba a venir muy bien. Me senté en un portal y allí, esperando a que escampase, me quedé dormido. La primera noche de mi nueva vida había pasado. Cuando me desperté al día siguiente, me habían robado el bolso con la ropa, la cartera con el poco dinero que tenía y los zapatos.