DOCE

El sonido del timbre me devolvió a la realidad. Salí de la bañera y comencé a arreglarme. En mi cabeza seguía dándole vueltas a la enorme pelea que había tenido con Mustafá. Pequeñas vocecillas empezaron a ofrecerme la posibilidad de volver con mi familia pero luego, otras, que también habitaban mi cabeza, me decían que tendría que explicarles por qué había vuelto, qué había pasado con mi tío, el tipo de relación que teníamos, mi afición por los hombres, y no sabía si estaba preparado para hacer todo esto. En el fondo tuve miedo, sin más. No sé si a dar la cara o a perder todo este lujo del que ahora me veía rodeado. Fui un cobarde y de los cobardes nunca se escribió nada. Hoy pienso que tenía que haber actuado de otra forma pero no me arrepiento de cómo lo hice, porque todo esto me llevó a ser quien soy.

—Adelante —respondí a unos golpecitos en la puerta.

—Los invitados ya están aquí —dijo Chadia.

—Gracias. ¡Chadia!

—¿Sí? —preguntó extrañada.

—Quería pedirte disculpas.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Ahora entiendo lo que querías decirme cuando discutimos en la cocina —dije mientras, sin poder evitarlo, dos enormes lágrimas bañaban mi cara.

—¡Ay, no! Señorito no se deje vencer de esa forma.

—¿Qué puedo hacer?

—Usted es fuerte, luche. Luche con todas sus fuerzas. Ahorre todo el dinero que pueda y vuelva con los suyos.

—No podría volver a mi casa —le respondí.

—¿Por qué no?

—¿Cómo iba a explicar a mis padres lo que he estado haciendo aquí? Además no tengo dinero ni acceso al dinero de mi tío. ¿Cómo iba a hacerlo?

—Ellos lo entenderían.

—No lo creo.

—Entonces tampoco tienen por qué saberlo —sentenció.

—No sé qué hacer.

—Khaló, las madres nos damos cuenta de todas las cosas, no somos tontas.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que a una madre no hay que confesarle secretos, porque ella los ha compartido contigo desde su silencio. Silencio no siempre significa ignorancia.

—No sabía que tuvieses hijos.

—Tuve uno.

—¿Y dónde está?

—Se fue para siempre.

—¿Y qué pasó? ¿Por qué se fue? —pregunté curioso.

—Murió.

—Lo siento mucho, no quería…

—Murió en extrañas circunstancias.

—¿Qué?

—Lo habían desgarrado por dentro de una forma salvaje, tanto que se desangró —confesó con un llanto sumiso. Los llantos sumisos son los que se reprimen toda la vida pero que, cuando estallan, arrastran todo lo que encuentra a su paso.

—¡Dios! ¿Quién hizo semejante salvajada?

—La policía nunca lo supo, aunque yo tengo mis sospechas…

—¿En serio?

—Sí.

—¿Y por qué no lo denunciaste a la policía?

—Lo hice pero normalmente a los hombres con falta de principios morales y sentimientos les sobra dinero.

—¿Me estas diciendo que compró a la policía? —pregunté exaltado.

—Así es…

—¿Y quién es ese hombre?

—Te estás acostando con él.

«Te estás acostando con él… desgarro… compró a la policía… te estás acostando con él…». Esta pesadilla rondaba mi cabeza una y otra vez mientras bajaba la escalera que tenía acceso al salón donde me esperaban mi tío y sus invitados. Bajaba por la escalera como si fuese una estrella a la que todos pretendían admirar y, aunque en mi cara intentaba reflejar una sonrisa, la tensión y el peso de aquella desagradable canción en mi cabeza me hicieron flaquear y perdí el conocimiento, rodando escaleras abajo. Rápidamente todos se acercaron hacia mí, preocupados. Al despertarme, una mujer tremendamente maquillada y con unas uñas largas como de bruja me estaba dando aire.

—Ya vuelve en sí —dijo ella.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—¿Estás bien? Vaya susto nos has dado —dijo mi tío mientras me abrazaba.

—Sí, estoy bien, creo… ¿Quienes son ellos? —volví a preguntar librándome de aquel abrazo que sentí falso.

—Son nuestros invitados, ¿recuerdas que íbamos a cenar con ellos? —preguntó Mustafá.

—Me duele un poco la cabeza —dije incorporándome en el sillón donde me habían tumbado.

—Es normal, vaya golpe te has dado —comentó Rachid.

Miré a mi alrededor y sentí miedo. La figura de Mustafá estaba desvirtuada, ya no le podía ver como aquel hombre dulce y amable del que me había enamorado. Al fondo Chadia observaba la escena con el semblante serio, como de costumbre, pero me preguntaba si lo que me había contado hacía unos segundos era para advertirme de algo. Aunque si fuese cierto, por qué iba a darle trabajo mi tío después de haberle denunciado. No era muy lógico. ¿Por taparle la boca? No entendía nada. ¿Y quién era ese Rachid? ¿Y esa mujer que lo acompañaba?

Cuando mi amo y señor me dijo que cenaríamos con Rachid y su pareja, di por supuesto que sería un hombre. Igual porque desde que vivía en esta burbuja llena de lujos y decoración euromozárabe las únicas mujeres que habían hecho acto de presencia eran las criadas. De alguna forma me alegró volver a un clima y una relación normal. No es que moverse en ambientes homosexuales únicamente no lo sea, sino que tampoco es lo real. Quiero decir que, aunque haya muchos homosexuales, también los hay que no lo son, y tratar de obviarlos es encerrarte en un microcosmos rosa que tampoco refleja la realidad de la sociedad. Pero bueno, no quiero irme por las ramas.

Aquella señora cuyo nombre no recuerdo tenía algo que me daba grima, no sé si era lo excesivamente maquillada que iba o su firme empeño por demostrar su feminidad. Ambas me acababan cansando. Su risa era estúpida y exagerada y sus comentarios, como de mujer florero. Físicamente era muy guapa, eso no se lo quitaba nadie. Tenía el cabello negro, ondulado y le llegaba casi hasta la cintura. Era muy delgada y con unos pechos más que generosos, igual que su escote, que dejaba intuir un sugerente canalillo, acompañado de unos pezones que se marcaban a través de la tela, igual que el tanga que se transparentaba bajo aquel vestido largo de gasa. Su novio, o su amante o su marido, nunca lo tuve claro, parecía permanecer en un segundo plano. Tendría unos cuarenta y pocos años. Ella era mucho más joven pero se notaba que era la que mandaba.

Durante la cena hablamos de muchas cosas. Yo estuve un poco despistado, tal vez por el golpe o por los secretos que me había revelado Chadia. Política, religión, los problemas del mundo árabe, Oriente y Occidente fueron algunos de los temas que se trataron aquella noche en la que yo sólo estaba de cuerpo presente porque mi cabeza estaba en otros parajes.

—Estás muy callado, Khaló —apreció la mujer sin nombre.

—Os ruego mil perdones pero es que la caída me ha dejado un poco… —me disculpé.

—No te preocupes —respondió Rachid.

—Yo no creo que sea por la caída —dijo aquella arpía.

—¿Ah no? —preguntó mi tío algo molesto.

—Lo que ocurre es que vosotros os ponéis a hablar de política como dos viejos chochos y no os dais cuenta de que en el sector joven de la mesa nos aburrimos —dijo entre risas.

—Vaya, creo que tiene razón —objetó Rachid.

Yo simplemente sonreí.

—Yo creo que deberíamos hacer algo más emocionante —sugirió aquella máscara de carnaval mientras colocaba uno de sus pies en mi entrepierna. Para mí aquello fue tan inesperado que comencé a toser atragantándome con la comida.

—Se le ha ido el cerdo por otro lado —dijo el acompañante de aquella mujer.

—¿Cerdo? —pregunté yo mientras escupía todo lo que tenía en la boca.

—¿No te gusta el cerdo? —preguntó ella divertida al ver cómo echaba en el plato aquella masa masticada.

—¡Khaló! —me regañó mi tío—. ¡Compórtate!

—¿Cómo me pides que me comporte cuando me das de comer cerdo? —le pregunté.

—¿Qué ocurre? No entiendo nada —dijo aquel pasmarote cuya acompañante me estaba poniendo el rabo duro de tanto sobármelo con el pie.

—Mi religión me prohibe comer cerdo —objeté.

—¡Ah! es eso —dijo él, quitándole importancia a mis preocupaciones.

—Cariño, las normas están para incumplirlas —dijo ella mientras su pie seguía donde no debía.

—Os ruego disculpéis a mi sobrino, todavía tiene que acostumbrarse a muchas de las costumbres europeas —dijo mi tío en tono de broma.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —dije.

—Pues a mí me parece que la conversación se está animando. Bueno, no sólo la conversación… —dijo la malvada bruja del Este mientras me echaba una sonrisa picarona y se relamía los labios.

—Khaló basta ya, te lo ordeno —increpó Mustafá.

—Pero…

—Ni peros ni leches. Con el vino no tuviste tanto recato —remató—, así que a comer y a callar. ¿Qué van a pensar nuestros invitados?

Otra puñalada. Ya eran tantas que había perdido la cuenta, todo estaba perfectamente preparado. Todo lo había preparado él mismo. Después de esto debía abrir los ojos y admitirlo. A punto estuve de levantarme de aquella mesa y subir corriendo a mi cuarto pero, por miedo a la posterior reacción que podía tener mi tío, no lo hice.

—Estoy un poco fatigada. Khaló, ¿me permitirías reposar un rato en tu habitación? —preguntó la mal pintada.

—Por supuesto —intervino mi tío— acompáñala. Haz que se sienta cómoda en nuestra casa.

—Sí, ¿cómo no?

Aquellas palabras hicieron que un enorme escalofrío recorriese mi cuerpo y me recordase las palabras de mi tío en su carta. «Haz que se sienta cómoda en nuestra casa». Me puse de pie con aquella polla, más que morcillona, firme, y cogido del brazo de esta señorita me dispuse a subir las escaleras. Ella movía sus caderas de un lado a otro. Teatro, lo suyo era puro teatro, todo el tiempo. Era como si estuviese representando un personaje. Al entrar en la habitación no se preocupó ni de cerrar la puerta. Directamente, su mano fue a mi polla, y me preguntó qué era lo que escondía bajo ese bulto. Yo me sentí intimidado. Nunca había estado con una mujer y no sabía si estaba preparado para ello. Mientras me seguía magreando el paquete, colocó mis manos en sus tetas.

Estaban duras. No sé si mucho o poco porque nunca antes había tocado ninguna. Estaban duras como los músculos de mi tío. Con un leve gesto, bajó los tirantes de su vestido y la tela quedó sostenida únicamente por sus pezones, que eran marrones oscuros y largos. Largos como colillas. Con sus manos obligó a mi cabeza a comérselos. Y es lo que hice. Lamí y mordisqueé esos pequeños artefactos que estaban preparados para la guerra. Sus manos arrancaron mi camiseta, me abrazaba restregando mi cuerpo contra el suyo y en mis tetillas podía sentir la presión de las suyas, su dureza, su fulgor. Con sus largas uñas me arañaba la espalda reavivando las heridas que tiempo atrás me provocó Mustafá.

En el marco de la puerta estaban observándonos Rachid y mi tío. Rachid fingió estar enfadado por no haberlo esperado y me abrazó por la espalda, dejándome en el centro de un sándwich de carne. Yo estaba asombrado porque, una vez más, me había visto envuelto en otra de las jugarretas de mi tío quien, con toda la tranquilidad del mundo, cerró la puerta. En cada oído tenía a uno de mis improvisados amantes diciéndome todo tipo de guarradas pero el ruido que hizo la llave al girar, dejándome encerrado con aquellos dos esperpentos, fue la que encendió mi furia. Los aparté y me fui corriendo hacia la puerta intentando abrirla.

—Déjame salir de aquí —gritaba mientas golpeaba la maldita puerta.

—Khaló, pensé que querías jugar con nosotros —dijo la de los pezones grandes.

—Ábreme. Mustafá te lo ruego, no me obligues —le supliqué.

—Los tratos hay que cumplirlos y ellos han pagado por adelantado —escuché que decía mi tío desde el otro lado del muro que nos separaba—. Intenta divertirte pero, sobre todo, hazlos disfrutar a ellos.

—Ya lo has oído —dijo Rachid, que estaba desabrochándose el pantalón.

Una vez más me habían vendido al mejor postor. Mi tío se llevaba las ganancias y yo era la mercancía que alquilaba. Quien me quisiera, sólo tenía que pagar el precio que él me había puesto. No sé cual sería. Tampoco me importaba porque lo que estaba feo era el gesto en sí. Lo que me hacía daño era ser una pieza de subasta. El precio era algo insignificante. En mi cabeza empezaron a tomar forma las palabras de Chadia. Entendí lo que había pasado y es que tal vez mi tío o cualquiera de los tipos a los que probablemente les entregó a su hijo hicieron cualquier cosa que lo llevó a la muerte. Luego se asustaron y decidieron hacer desaparecer el cadáver.

La mujer se acercó a mí y me secó los ojos, luego me dio un beso en la boca. Sus labios eran generosos y, al sentir el carmín en mis propios labios volví a excitarme. La miré fijamente y decidí entregarme. Pensé en oponerme pero, cuanto antes lo hiciera, antes acabaría todo y podría volver a descansar. Me abrazaron como al principio y mi boca se fue turnando con las suyas. Rachid besaba peor, segregaba demasiada saliva y me daba un poco de asco, pero tenía que aguantarme. Ella, sin embargo, era como un ser divino. No sé explicarlo pero sus besos me hacían ver el séptimo cielo. Me besaba el cuello, me mordisqueaba el lóbulo de la oreja, me introducía su lengua y yo cerraba los ojos y me dejaba hacer. Cuando me quise dar cuenta, estaba desnudo. Ambos se habían tumbado en el suelo y me obligaron a que me sentara sobre sus caras. Así fue como dos lenguas a la vez me empezaron a saborear el trasero. Si una lengua era maravillosa, dos era una sensación que no había experimentado nunca. En ese momento sí agradecí las secreciones masivas de saliva de aquel hombre. Se morreaban dentro de mi culo y sus lenguas danzaban dentro de mi ojete estimulando todo lo que encontraban a su paso. Cuando se cansaron, me hicieron poner a cuatro patas. Mis ojos en blanco volvieron a la normalidad en cuestión de segundos. Rachid me obligó a chuparle el rabo. No era gran cosa, pero sí muy venosa. Tenía tantas venas que daba un poco de grima, además su piel era tan tirante que costaba hacer que mis manos resbalasen libremente a lo largo de ella. Mientras yo estaba come que te come, sentí cómo algo afilado me abría en canal. Era uno de los dedos de esta mujer. Aquellas uñas me hicieron tanto daño que di un brinco. Disculpándose, volvió a escupir dentro de mí, dejándome más mojado y resbaladizo de lo que ya estaba y, ahí sí, sin compromisos ni miramientos, introdujo de golpe tres dedos. Sentí que me habían partido en dos. Era como si un hierro al rojo vivo me estuviese traspasando. Pero el dolor duró poco tiempo y enseguida fui sintiendo ese cosquilleo que precede al placer y, cuando me vine a dar cuenta, volvía a tener los ojos en blanco.

Me hicieron tumbar boca arriba en la cama. Mi polla mirando al techo y encima de mi cara el rabo de aquel monigote, que no era más que la sombra de ella. Aquella señora tenía el torso desnudo y el vestido más o menos a la altura de la cintura. Aprovechó y pasó aquellas tetas con sus enormes pezones por mi agujerito. Sus pezones me follaban juguetonamente mientras yo tenía la garganta empalada por aquel pequeño mástil. De nuevo los tres dedos hicieron acto de presencia, pero mi agujero ya no se resintió. Sentía la presión en mis paredes interiores, aquellos dedos se contraían y se abrían dentro de mí. Estaba tan cachondo que hasta recuerdo la sensación de que empecé a lubricar. Introdujo un cuarto dedo. Los metía y los sacaba regalándome la follada más salvaje que me habían dado nunca. Yo, con la boca llena, como podía, pedía más y más. Tanto fue así que lo intentó con el dedo que aún tenía fuera. Meter el dedo gordo de la mano es lo más difícil pero una vez que la mano ha entrado hasta donde comienzan los dedos, que es la zona más ancha, fácilmente entra hasta la muñeca. Convirtiéndose así la parte más ancha en un tope que impide que se escape. En ese momento quedé inmóvil y sin palabras. Sentir la tensión y la presión de aquel puño me hizo volverme loco. Movía la mano muy despacio, probablemente para no reventarme y, mientras seguía con aquel puño dentro de mí, ambos empezaron a chuparme la polla. Lo hacían muy despacio. La recorrían con sus lenguas, cada uno a un lado, para enroscarlas de vez en cuando en un buen morreo, con mi polla como único testigo.

Cuando me vi encerrado con aquella mujer en la habitación pensé que me la tendría que follar yo a ella y ese fue mi principal miedo, ya que nunca lo había hecho. Pero cuál fue mi sorpresa al descubrir que era ella la que me estaba follando a mí, y con su puño, ni más ni menos.

—Como sigáis así me voy a correr —grité.

—No, aún no —dijo ella.

Ambos pararon de chuparme la polla y ella, muy despacio, sacó el puño que me estaba destrozando las entrañas. La estimulación que sentí al sacar aquella mano de mi interior casi hizo que me corriese. Tanto fue así que tuve que aguantarme la polla y estrujarla fuertemente para no dejar salir la leche y esperar un poco hasta que se me pasasen las ganas. Yo rodeaba el tronco de mi polla con mi mano firmemente, haciendo presión para que ningún fluido pudiese escapar. Mi glande comenzó a ponerse morado y los latidos de mi corazón hacían que se tambalease entre mis dedos con pequeñas convulsiones.

—Ahora sí que lo vas a flipar —dijo Rachid.

Dicho y hecho. Aquella folladora de culos se terminó de quitar el vestido. Cual fue mi asombro al descubrir que bajo ese tanga se escondía un cacho de carne del tamaño de mi brazo. Era una polla gigantesca. Mucho más que la de su marido. Más que larga era gorda, inmensamente gorda. Yo me quedé sin palabras porque para mí aquello era un fallo de la naturaleza. Sabía de la existencia de hombres y mujeres pero esto era una especie de engendro. ¿Cómo se me iba a ocurrir que aquella mujer tenía una polla casi tan gorda como su puño? Estas cosas ni siquiera pasan en las películas. Más tarde aprendería el significado de la palabra transexual, pero en ese momento me dejó totalmente petrificado.

—¿Qué te ha parecido la sorpresa? —quiso saber Rachid.

—Vaya, nunca había visto nada igual —respondí.

—De eso estoy segura. A él le duele cuando intento follármelo pero tu culo es perfecto para albergar todo esto dentro —me contaba ella.

—¿Estás segura?

—Nunca lo he estado más en toda mi vida.

El agujero de mi culo se había dilatado tanto que no necesité ni que volviesen a lamérmelo. Las enormes manos de su marido levantaban mis piernas en el aire mientras yo le comía aquel aparato y su mujer comenzó a follarme con la misma fuerza que lo hubiese hecho Mustafá en otras ocasiones. Mi culo estaba tan dilatado que aquella enorme tranca entraba y salía sin ningún tipo de problemas. Sus cojones, que eran pequeños y pegados al culo, como de perro, contrastaban enormemente en tamaño con su poderosa arma, pero al sentirlos chocar contra mí en cada embestida, me empecé a poner más y más cachondo. Sentía cómo aquel glande me estaba dilatando por dentro. Lo sentía cada vez más profundo, como si pretendiese alcanzar el mismo centro de mi cuerpo.

—Rachid, ven aquí —ordenó mi castigadora—. Este tiene el culo tan abierto que no noto nada. Me baila la polla dentro.

—No puede ser —dijo él.

—Vamos, ven.

Oír aquellas palabras me hizo preocuparme un poco porque, si aquel enorme pedazo de carne bailaba dentro de mi, ¿qué pasaría cuando volviese a follarme una polla normal? Hay una ley que dice que todo lo que sube, tiene que bajar. Con mi ojete pasó lo mismo. Todo lo que se dilata, vuelve a su tamaño original. Me hicieron levantar y fue Rachid el que se tumbó en la cama. Yo a cuatro patas sobre él y aquella diosa del sexo de pie, detrás de mí. La sorpresa fue cuando sentí la presión de las dos pollas intentando entrar a la vez en mi culo. Costó un poco pero no hay nada que la paciencia y la concentración no consigan. Yo estaba quieto y aquellos dos seres intentaban castigarme. Mi polla bailaba en el aire con tanto ajetreo. Mi piel se estiró como si fuese de plastilina. Mi agujero cedió y aquellos dos invasores arrasaron con todo lo que encontraron a su paso, dejándome el culo roto, rojo y destrozado. Cuando se cansaron, salieron de mí y, a la vez, se me corrieron los dos en la boca. Yo sobre mi mano. Intenté tragar toda aquella leche pero era imposible porque, a pesar de que el gran rabo lo tenía aquella mujer, la sorpresa fue que la pichita de Rachid al correrse se convirtió en una fuente y durante un buen rato estuvo ofreciendo un espectáculo de fuegos artificiales. Cuando hube tragado todo aquello, lamí lo que yo mismo había derramado sobre mi mano para tragarlo también. Mi cara quedó echa un cuadro. Mi culo también. Con mi lengua intentaba recoger los restos de aquella noche porque, al tragarlos, sería el único recuerdo que guardaría de ellos, el llevarlos dentro. Los recuerdos se borran de la mente, del paladar no.

Cuando acabaron se vistieron y avisaron a mi tío para que les abriese la puerta. Yo estaba tan cansado que no pude hacer otra cosa más que quedarme tumbado en la cama, viendo desde ahí mi reflejo en el espejo, donde se veía lo rojo de mi culo. Me habían abierto en canal, como a los cerdos, por cerdo. No sabía si al día siguiente podría sentarme. Desde el quicio de la entrada la sonrisa de satisfacción de Mustafá me hizo olvidar lo bien que acababa de pasarlo, haciendo de nuevo que me sintiese sucio por todo lo que acababa de hacer. Me sentí un juguete roto, y nunca mejor dicho.