—¿No piensa levantarse el bello durmiente? —oí a mi tío que decía mientras me besaba los hombros desnudos y la cara.
—¿Qué hora es? —pregunté medio dormido.
—Las tres de la tarde.
—¿Las tres? Vaya, no pensé que fuese tan tarde.
—Ya veo que estabas cansado.
—Mucho —contesté de forma seca—. ¿Qué tal tu viaje?
—Muy bien, ¿y tu almuerzo?
—También muy bien.
—¿Te divertiste?
—Yusef no apareció —respondí.
—¿Seguro?
—Sí.
—Pero si he hablado con…
—Vale, sí vino. ¿Estás contento?
—Estoy contento si tú lo estas —me dijo mientras me miraba a los ojos de la misma forma que lo hizo la primera vez que follé con él bajo la luna.
—No seas zalamero.
—No puedo creer que estés enfadado —dijo riéndose.
—¿Quién ha dicho que lo esté?
—Tus ojos, tus gestos, el tono de tu voz, tu cara… Anda dame un beso.
—No.
—¿Por qué?
—Porque me acabo de despertar y seguro que la boca me huele a cloaca.
—No seas estúpido —y me besó como en las películas. Fue un beso de esos que te dejan sin respiración y que, cuando se acaba, te hace abrir los ojos y sentirte como si te hubiesen dejado abandonado al borde de un precipicio.
—Si crees que con esto se me va a pasar el enfado…
—¿Y con esto? —me preguntó antes de darme otro beso igual o mejor que el anterior.
—Tal vez se me empiece a pasar… ¿Dónde te fuiste de viaje?
—Al norte, tenía que cerrar unos negocios.
—¿Y por qué no me avisaste?
—Fue algo inesperado, no estaba planeado.
—Y lo de Yusef, ¿estaba planeado? —pregunté con mala cara.
—Creí que te habías divertido.
—No me gusta que jueguen conmigo.
—Nadie ha jugado contigo.
—Lo teníais todo preparado —le dije.
—¿De qué estas hablando?
—Tenía que haber escuchado a Chadia cuando me advirtió sobre ti.
—¿Qué te dijo esa?
—Nada.
—Algo te diría cuando estás así.
—Pues que yo no era el primero que pasaba por aquí y que tampoco sería el último.
—Y es cierto. De todas formas, no entiendo qué haces cuchicheando con la criada.
—Entiendo que no haya sido el primero pero pensaba que estábamos juntos.
—Y lo estamos.
—¿Entonces por qué me obligaste a acostarme con él?
—¿Obligarte?
—Sí, me obligaste —repliqué.
—Perdona, pero dime cuándo he dicho yo que te acuestes con Yusef.
—En tu carta.
—En la carta decía que lo tratases bien.
—Decías que me desviviese en colmarlo de atenciones.
—¿Y eso significa que te folles al primero que se te insinúe? —me preguntó Mustafá, al tiempo que le di una bofetada que él me devolvió al instante.
—Que sea la última vez —le dije.
—¿La ultima vez? Mira mocoso, una cosa voy a dejarte muy clarita: Aquí las normas las pongo yo —dijo en un tono que muy poco se parecía a con el que me había despertado—, y espero que sea la última vez que me tocas la cara o me levantas la mano porque, como has visto, mi respuesta es rápida, mi mano mucho más grande y mi fuerza bastante superior a la tuya. Una cosa es follar con dolor, que me encanta, pero si a lo que quieres que juguemos es a putear, a joder al otro, te aseguro que en eso también soy bastante bueno y, por supuesto, ganaré yo.
—¿Me estás amenazando? —pregunté.
—Yo no amenazo, advierto.
—¿Por qué me tratas así?
—¿Así cómo?
—Como si fuese tu juguete —le dije.
—Te saco de un país de mierda, de una casa de mierda con una familia de mierda, te colmo de ropas caras, de lujos, te traigo a vivir a mi mansión donde todo el servicio es musulmán para que no eches de menos tus raíces y así me lo pagas…
—Nunca te he pedido nada.
—De agradecidos está el mundo lleno.
—Claro que te estoy agradecido.
—Pues nadie lo diría.
—Es que yo…
—¿Qué?
—Pensé que todo sería diferente.
—¿Diferente? —preguntó.
—Pensaba que estaríamos juntos.
—Y lo estamos, ya te lo he dicho, pero si pretendes que seamos como un marido y una mujer y vayamos juntos de la mano por la calle, entonces estás muy equivocado.
—Lo siento —respondí.
—Y además, si ayer invité a Yusef era para que no estuvieses solo en mi ausencia, porque sabía que con él disfrutarías mucho, ¿o no lo hiciste?
—Sí, supongo que sí. Pero yo solo quiero estar contigo.
—Mientras estés conmigo no seas tonto y diviértete todo lo que puedas, que eso es lo que se llevará tu cuerpo. Yo estaré ahí, siempre. Pero si otros también quieren estar, ¿por qué cerrarles las puertas?
—Es muy generoso por tu parte pero no sé si eso es lo que quiero.
—Querrás, ya verás como querrás. Tal vez no al principio pero con el tiempo lo desearás, créeme. Sólo tienes que quitarte ciertos prejuicios…
—No sé…
—Te he traído un regalo —dijo mi tío en un tono de eterno enamorado.
—¿Un regalo?
—Sí, ¿tanto te extraña?
—No, bueno sí, es que no me lo esperaba. ¿Y qué es?
—¡Ábrelo!
Khaló abrió cuidadoso el paquete. En el interior había un colgante.
—No sé si puedo aceptarlo. Es precioso.
—Mira, lleva tu nombre, para que no me olvides nunca. ¡Póntelo!
—Nunca había tenido un colgante como este.
—Es de oro.
—A eso me refiero, debe de costar una fortuna.
—Tú te lo mereces. ¿Sigues enfadado?
—¿Cómo voy a estar enfadado contigo?
—Eres muy especial, Khaló, y juntos formamos un gran equipo.
—Estoy de acuerdo.
—Anda, báñate y arréglate que esta noche tenemos una cena.
—¿Otra cena?
—Sí.
—¿Quién viene? ¿Yusef?
—No, Rachid con su pareja.
—No me apetece nada.
—Hazlo por mí —me pidió Mustafá, y después me dio otro de esos besos que sólo él sabe dar—. Te he traído el desayuno a la cama, lo tienes ahí en la mesita, como no bajabas…
—Gracias.
—Estaré en mi despacho.
Cuando Mustafá salió de la habitación salté de la cama para mirar en el espejo cómo me quedaba el colgante de oro que me había regalado. Estaba desnudo y, al levantarme, una de las heridas del costado me molestó un poco pero, afortunadamente, estaban cicatrizando muy bien y no me dejarían marca. Mi labio apenas lucía hinchado y mi pómulo también había vuelto a la normalidad. «Debió ser la mascarilla de frutas», pensé, y me reí para mis adentros. Mi reflejo irradiaba felicidad. Mis ojos brillaban y el colgante era realmente maravilloso. Parecía una competición para ver cuál de los dos era más intenso. Nunca antes había tenido nada de oro. Bueno, ni de oro ni de nada porque mi familia era tan pobre que no nos lo podíamos permitir. Siempre había heredado la ropa de mi hermano mayor. Cuando a él se le quedaban pequeñas se guardaban para cuando yo creciese y él, a su vez, las había heredado de la gente que se la regalaba a mi madre. Nunca había estrenado nada por mí mismo y, de repente, verme en aquella casa, con aquel dormitorio, aquel baño con esa bañera, que más bien parecía una piscina, y aquella cadena de oro que simbolizaba el amor que mi tío me tenía… Fui feliz. Supongo que tanto lujo me deslumbró y confundí poder con felicidad. Por primera vez en mi vida fui consciente de lo afortunado que era y de que era feliz. Pero la felicidad no es eterna y se compone de pequeños momentos. Es como una recopilación y todavía era muy joven para darme cuenta de lo poco que me iba a durar. La felicidad es efímera y a veces no llega nunca. Imagino que habrá gente que nunca la habrá sentido llamar a su puerta. A la mía lo hizo alguna vez, más bien pocas, pero lo hizo. Ensimismado en mi pensamiento comencé a tararear una musiquilla que, inevitablemente, me recordó a mi familia. Me pregunté cómo estarían, si me echaban de menos. Me hubiese encantado tener noticias de Ahmed, saber cómo le iba la vida, si me había hecho tío. Me preguntaba si mi padre habría aceptado el dinero que mi tío me dijo que le había enviado. Me preguntaba si mi madre sería feliz o si, por el contrario, la ausencia de sus hijos la había convertido en una mujer desgraciada. En Marruecos la mujer está para cuidar la casa y criar los hijos, nada más. Si tus hijos salen de tu vida, ¿ésta no pierde un poco el sentido? Me hubiese encantado que viniesen a visitarme, había sitio de sobra y a ellos les hubiera encantado todo esto.
—Khaló —me llamó mi tío desde el marco de la puerta de mi habitación.
—¿Sí?
—Estaba pensando que no me has entregado el dinero que te pagó Yusef.
—¿Cómo?
—Después de follar, te dio un dinero, ¿dónde está?
—¿Cómo sabes que me dio dinero?
—¿Pensabas que iba a dejar que te follase gratis? —me preguntó perplejo.
—¿Cómo?
—No te asombres, es muy fácil, te lo explico. Yo tengo una cosa que él quiere, como si fuese un coche, por ejemplo. Si quieres utilizarlo, pues lo alquilas. Pagas la tarifa y asunto resuelto.
—No tengo palabras —respondí totalmente asombrado.
—No hagas una montaña de un grano de arena. Hace un rato estabas conforme con pasártelo bien.
—Hace un rato no me habías hecho sentir como una puta.
—¿Pensabas que iba a dejarte que te follases lo que se te antojase a tu libre albedrío? Tú eres mío y el que te quiera tiene que pagar el precio.
—Me resistía a creerlo pero ahora me doy cuenta lo poco que valgo para ti.
—No digas eso, te he comprado un collar.
—Métete tu collar por donde te quepa —le dije arrancándomelo del cuello y tirándoselo a la cara.
—No seas necio.
—No voy a permitir que me humilles de esta forma —le advertí.
—Mientras estés en mi casa las normas las pongo yo. Si no te gusta vivir aquí, ya sabes, puedes irte cuando quieras, la puerta está abierta. Pero… ¿donde va a ir un puto moro menor de edad y sin papeles? Creo que con eso no contabas ¿no? —preguntó Mustafá amenazante.
—Pues me quedaré el dinero.
—Claro, en eso estaba yo pensando. Esa bandeja con comida que no has tocado tiene un precio. Esa cama de príncipe también tiene un precio, igual que esos baños de espuma que te gusta darte en la bañera gigante de tu habitación Todo tiene un precio. Así que, mientras estés aquí, digo yo que tendrás que colaborar de alguna forma ¿no?
—¿Este es el verdadero Mustafá? —le pregunté con lágrimas en los ojos.
—¿Pensabas que todo era gratis? ¡Qué gracioso! ¿Entonces qué coño gano yo manteniéndote en mi casa?
—Pensaba que estaba aquí porque me querías —dije.
—Tanta cursilería me empieza a dar asco, así que deja de llorar como si fueses una niña.
—Está en el segundo cajón.
—¿Qué?
—¿No me has oído? —le grité—. ¡El dinero está en el segundo cajón!
—Así está mejor. Toma, es justo que te quedes una parte. Esto para ti —me dijo arrojando un par de billetes sobre la cama.
—No quiero tu dinero.
—Es tuyo, te lo has ganado, te pertenece.
—Muy bien, ahora sal de mi habitación, déjame sólo.
—Está bien, pero piensa que pronto nos reiremos juntos de esta pataleta infantil que estás teniendo.
Cuando mi tío salió del cuarto, cogí ios billetes que dejó sobre la cama y descargué toda mi furia contra ellos. Los arrugué hasta casi convertirlos en puré. Luego cogí el vaso que había en la bandeja y lo estampé contra la pared. Estaba rabioso, me sentía humillado. La impotencia que sentía sólo me dejaba repetirme una y otra vez lo estúpido que había sido por venirme con él y dejar a los míos. No podía hacer nada. Estaba encerrado en una cárcel de lujo de donde no podría escapar. Me había encandilado para luego aprovecharse de lo que sentía. Del amor al odio sólo hay un paso, una delgada línea los separa. Ese día comencé a caminar hacia el otro extremo. Una persona tan vil, rastrera e hipócrita se merecía como mínimo que le pagasen con la misma moneda. Si hubiese sabido que mi tío me traía a España para obligarme a prostituirme no habría venido. Estaba claro que le debía mucho porque con él había aprendido todo lo que sabía, pero había precios que yo creía que no estaba dispuesto a pagar. Creía. Estaba tan enfadado que me hubiese gustado ahogarlo con mis propias manos.