NUEVE

Una mano me tapó los ojos. Sabía que era él porque los invitados acababan de irse. Su mano dio paso a un pañuelo, de seda tal vez, no lo sé seguro.

—Esta noche has sido un chico muy, muy malo —me susurró sugerentemente al oído.

—¿Ah, sí? —pregunté haciéndome el inocente.

—Sí. Te he visto coquetear con todos los hombres que había en la fiesta.

—Así que me has visto… ¿Y vas a castigarme?

—¿Debería hacerlo?

—Pero si todos eran unos viejos —me sorprendí a mi mismo en una ruidosa carcajada.

—¿Qué pasa, que no te han gustado? —preguntó una vez más.

—No. Solo tengo ojos para ti.

—Pues parece ser que tu a ellos sí que les has gustado.

—¿Te lo han dicho? —pregunté.

—¿Y si así fuera?

—Y si así fuera ¿qué? —contesté empezando a estar molesto—, vamos déjame, no me está gustando este jueguecito tuyo.

—No me repliques, no creo que tenga que recordarte quién es el jefe aquí.

—El jefe eres tú, por supuesto.

—Pues no lo olvides, no quisiera tener que volver a repetírtelo.

—Suéltame, me haces daño. ¡Qué me sueltes!

Una mano grande y bien abierta se estampó en mi cara haciéndome perder el equilibrio y caer al suelo. Una vez allí intenté deshacer el nudo que me tenía ciego pero fue imposible porque Mustafá me agarró y me besó apasionadamente. Su lengua violó mi boca buscando la reacción de la mía.

—¿Ves lo que me haces hacer?

—Pero…

—Shhhhh, no te preocupes, te perdono. Sé que no ha sido tu intención alzar la voz, son los nervios por este cambio de vida —me decía al oído mientras me abrazaba sin permitirme articular palabra—. Tengo una sorpresa para ti.

—¿Una sorpresa? —pregunté sin saber qué pretendía.

—Una sorpresa que te va a encantar. Es un lugar de la casa que todavía no conoces así que, para que la sorpresa sea mayor, no te quitaré la venda de los ojos hasta que hayamos llegado.

Guiado por sus instrucciones y totalmente a ciegas emprendí el camino que me propuso. Mis manos tomaban la delantera para asegurarme no chocar con nada. Una bisagra vieja tocó su antigua sonata mientras bajábamos unas escaleras que llevaban hasta algún recóndito e inhóspito lugar.

Era un sitio frío, aunque a la vez hacía calor. A lo lejos podía oír los crujidos del fuego. Tal vez por ésto la antítesis. Olía a humedad, a moho, costaba respirar… El aire estaba cargado y viciado, se notaba que no había mucha ventilación en aquel sitio.

—Hemos llegado.

—¿Puedo quitarme ya la venda? —pregunté.

—No, todo a su debido tiempo.

Nervioso por la sorpresa intenté tantear su boca totalmente a ciegas, pero lo único que me encontré fue la palma de su mano totalmente abierta, que me separaba de él violentamente. A punto estuve de volver a caer al suelo, pero pude mantener el equilibrio finalmente. Unos pasos por mi espalda marcaban su proximidad. Me cogió de la camiseta y, sin apenas hacer esfuerzo, me la rompió. Arrancó la camiseta de mi cuerpo como si fuera de papel. Tragué saliva y contuve el miedo todo lo que pude. Era una sensación ambigua donde se mezclaban el miedo y el morbo. Una hoja fría empezó a recorrer mi torso. Primero la nuez, luego el cuello, el abdomen… Estaba claro que era la hoja de un cuchillo y sentí tanto miedo que apunto estuve de echarme a llorar.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté con el llanto casi en la garganta.

—¿Te he dado permiso para hablar?

Mis ojos comenzaron a mojar aquel pañuelo. Por mi cara corría la prueba de mi miedo. Dos enormes lágrimas hacían carrera por ver quién llegaba primero. Sin poder evitarlo y mientras tenía la punta de aquel cuchillo estimulándome los pezones con su extremo punzante, comencé a mearme en los pantalones, como un niño pequeño. Todo lo que había bebido en la fiesta comenzó a caer pierna abajo. Cuando Mustafá pisó aquel charquito con mis meados y escuchó el chapoteo de sus botas se enfadó aun más.

—Vaya, el mariconcito se ha meado por las patas abajo. Pero bueno, el morito de mierda está cagado de miedo —me bufó cerca de la cara donde pude notar cómo escupía de forma violenta al hablarme.

La hoja de su cuchillo penetró en la zona del pubis sin desabrochar el pantalón y, con ella hizo una carrera como si de una fina media se tratase. Inmediatamente me quedé solo con los calzoncillos, las botas y los calcetines. Mi sorpresa fue cuando sentí la lengua de mi tío recorrer mis piernas meadas. Estaba limpiando todo lo que yo acababa de expulsar. La pasaba despacio, lamiendo mi piel, los pelos de mis piernas… El puto cuchillo acompañaba en cada lamida. Primero sentía la fría y dura hoja amenazante y luego la caliente y suave lengua, curándome el miedo. Cuando llegó a mi ropa interior pasó la lengua por la tela de la misma forma que lo había hecho por las piernas, pero ahí se entretuvo en sorber lodos los restos que empapaban la tela. Cuando se cansó rompió el calzoncillo de la misma forma que lo hizo con mi camiseta y ahí fue cuando me sorprendí porque, al saltar mi rabo al aire, fui consciente de que estaba duro y de que toda aquella situación me había puesto enormemente cachondo.

Lo lógico hubiese sido, o al menos lo que yo esperaba, era sentir la boca de mi tío sobre mi rabo como tantas otras veces, pero lo único que sentí fue el borde punzante de aquel arma blanca. Con su punta recorrió mi nardo, dibujó mis venitas hinchadas y lo introdujo suavemente en la punta, por donde unos segundos antes me había meado vivo. Una lengua intentó abrirse camino en ese agujero. Chupó y sorbió todo lo que pudo. Yo estaba totalmente entregado y cada vez más relajado porque me daba cuenta que todo era un juego, aunque no estuviese acostumbrado a jugar de esta forma.

—Valiente desperdicio. ¡Por tu bien espero que sea la última vez! —me dijo mientras otra bofetada me reventaba el labio y me ponía la cabeza del revés—. Pareces memo, todo tengo que enseñártelo yo y me estoy cansando —me gritó muy alterado—. ¡Siéntate aquí!

Intenté quitarme la venda antes de levantarme pero otra mano se estampó en mi cara. Estaba tan asustado que me quedé inmóvil. No sabía muy bien a qué estábamos jugando ni si me gustaba aquel juego.

—¡Que te sientes te he dicho! —volvió a gritar.

Tanteé con la mano pero, antes de encontrar la silla, me agarró alguien del cuello y me arrojó contra ella. Me senté justo donde él me empujó. Parecía una vieja silla, no era especialmente cómoda, pero tampoco era lo que más me preocupaba en ese momento. Con sus manos abrió mis piernas, de las que tampoco obtuvo mucha resistencia. Abierto en flor, se encontró con mi enorme capullo, que estaba duro y mirando al frente, tal vez desafiando el tamaño de aquel cuchillo. Comencé a sentir un cosquilleo en el pubis, como si una brocha me estuviese acariciando.

—Yo que tú ahora sí que no me movería o lo lamentaremos los dos toda nuestra vida —advirtió aquel hombre.

El filo del cuchillo acariciando mi piel y un leve crujido acompañaron la acción. Sentía aquel filo desnudando mi más oculta intimidad. Los pelos caían al suelo y, en mi pubis, cada vez más desnudo, sentía el aliento caliente, propio de la satisfacción del que se siente vencedor. Una mano agarró mi polla firmemente y comenzó a pasar aquel filo por su base. Sentí miedo. Recé cuanto pude para que no le diese un arrebato y me la cortara. No me había ido de mi país para morir desangrado en un tugurio. No es lo que había soñado, la verdad. A cada pasada, un nuevo crujido. En la punta de mi miembro limpiaba aquella herramienta de tortura, primero un lado de la hoja, luego el otro. Al llegar a mis cojones, la hoja penetró más de lo que debía y me cortó. Un par de gotas de sangre chorrearon por la empuñadura de aquel pincho. Pude sentirlo.

—Vaya, te dije que no te movieses —dijo mientras pasaba la lengua por la hoja para limpiar las gotas se sangre.

Era rara la sensación de no tener pelo en esa zona, incluso agradable, diría yo, porque cuando alguno de los dedos de aquel psicópata pasaba por mi piel para apreciar su nuevo tacto, me recorría un escalofrío por todas las zonas bajas. Mi corazón palpitaba frenéticamente en mi glande. Una mano me cogió del pelo y me ordenó levantar. Violentamente me tiró contra una pared de tierra de la que se desprendió algo con mi impacto. Tal vez fuese arena, arcilla seca o algo así, con los ojos tapados no podía saberlo. Cuando intentaba recobrarme del golpe un chorro de agua muy fría a presión me hizo espabilar sin miramientos. Mi tío me estaba regando con una manguera, pero el agua salía con tanta presión que me hacía daño. Enfocaba a mis pezones, a mis genitales… Intentaba darme la vuelta para que no me doliese pero así era peor, porque el agua puede meterse por cualquier rendija por muy escondida que esté y sentía cómo era capaz de traspasar de forma agresiva todas las barreras que imponían mis esfínteres. Tan grande era el dolor que empecé a llorar de nuevo. El agua helada se volvió fuego y ahora, además de daño, sentía arder todo el cuerpo. Sin más, cesó. Igual que todo empezó, acabó. Caí de rodillas manchándome del barro que se había formado con aquel baño.

—Ahora voy a salir —dijo mi tío—, no debes quitarte la venda hasta que no escuches de nuevo la puerta, entonces podrás hacerlo. Sólo entonces. ¿Has entendido? Tardaré un rato, espero que estés preparado para cuando vuelva.

Y sin más se fue. Hice caso a sus órdenes porque no quería que me pegase y hasta que no escuché aquella vieja bisagra, no me quité la venda. No sabía dónde estaba, era como una especie de sótano, una caldera o algo así. El terreno era arenoso, y ahora, con el agua se había convertido en una asquerosa ciénaga. Tanto fue así que casi sentí que me empezaba a hundir en arenas movedizas. Al fondo había fuego, controlado, calentando unas gigantescas marmitas. También vi algo moverse. Después de un rato, cuando mis ojos se acostumbraron a aquella luz, casi penumbra, me di cuenta de que eran ratas. Grandes como camellos, las condenadas. Una se acercó y la aparté de una patada en la boca. Afortunadamente mi tío me había dejado las botas. Al golpearla caí de culo sobre aquel barro, manchándome entero. Mis manos, mi cara, mi cuerpo, todo estaba además de dolorido por la presión y la temperatura del agua, cubierto de barro. Uno de los pezones me dolía y es que el hijo de puta me había hecho sangre con el cuchillo. Igual que en mis huevos, que ahora se veían mucho más grandes porque la oscura selva rizada que los protegía, a ellos y a mi nabo, había desaparecido. El corte no era muy profundo, pero lo suficiente para sentir un leve escozor. Mi polla comenzó a bajar lentamente, el barro goteaba de su punta.

No sé cuanto rato estuve allí, no tengo ni idea. Para mi desgracia tuve la ocurrencia de acercarme al fuego para calentarme un poco porque, entre el baño, el barro y la humedad de aquel sitio estaba congelado. Pronto surtió efecto y el barro empezó a secarse, con el conveniente cuarteamiento de todo mi cuerpo. Los poquitos pelos de mi pecho tiraban hacia un lado y hacia otro, como si de una competición se tratase. En mis sobacos también. Una vez más, me oí a mi mismo entonar una cancioncilla que había oído miles y miles de veces por boca de mi padre. En aquellos momentos de incertidumbre era lo único que podía aliviarme.

Cerca del fuego había algo así como una mesa de operaciones. Había cadenas para las extremidades y una enorme bombilla justo encima. Un nuevo escalofrío me recorrió, pensé que esa noche iba a morir. Era muy sencillo, después mi tío diría que me había escapado y nadie me tendría en cuenta. Era un moro, estaba en un país que no era el mío. Fue en ese momento cuando empecé a ser consciente del lío en el que estaba. La puerta volvió a abrirse con su horrible crujido. Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas y, aunque intenté gritar, fue imposible. La voz no salía de mi cuerpo, era como si mi garganta se hubiese cuarteado con aquel barro.

—Vaya, veo que ya conoces la mesa —oí de los labios de un hombre que venía cubierto totalmente de cuero. Los pantalones, un chaleco, las muñequeras, las botas, la máscara de la cabeza… Aunque no pude verle la cara, porque la máscara no dejaba rastro de sus rasgos, la voz era inconfundible—. Túmbate.

—Por favor… no me hagas daño, no me mates —le supliqué—, si tú quieres me iré.

—Si quisiese que te fueses no te habría traído y si quisiese matarte, créeme que ya lo habría hecho.

—¿Entonces qué quieres? —pregunté asustado.

—Quiero jugar, así que túmbate.

Obedecí. Obedecí siendo consciente de que aquel era el fin, era mi último día en la tierra y, aunque pedí a Alá que me protegiese, supuse que ese era el castigo que debía pagar por todos mis pecados. Las muñecas y los tobillos atados, las cadenas eran fuertes, irrompibles, no había escapatoria.

—Veo que has estado jugando con el barro —dijo mi tío—, me gusta. Pero ¿qué tenemos aquí?

Cogió el cuchillo y me arrancó una especie de sanguijuela que tenía en el costado.

—Vaya, veo que atraes a todo tipo de especies —dijo mientras sentía cómo aquel bicho casi me arranca un trozo de piel.

Acto seguido, y sin esperarlo, me desabrochó las botas y me olió los calcetines. Aspiró su aroma tan profundamente como si le fuese la vida en ello. Yo no entendía muy bien qué hacía, pero me dejaba hacer. Tampoco tenía muchas más opciones. Me quitó uno de los calcetines y empezó a lamerme el pie. Primero la planta, lo olía, lo restregaba por su cara y podía sentir en mi piel los pinchazos de su inminente barba. La sensación era extraña pero incluso agradable. Cuando empezó a chuparme el dedo gordo, creí morir… de placer. A cada lengüetazo mi polla se ponía un poco más dura. Limpiaba entre mis dedos con sus labios, recorría el borde de mis uñas con su lengua y mi polla crecía y crecía. Nunca pensé que el hecho de chuparte un pie pudiese ser tan delicioso. Mi tío era una caja de sorpresas, eso estaba claro. Como claro estaba que le quedaban muchos ases en la manga y a mí muchas sorpresas más por descubrir.

—Vaya, ya veo que te ha gustado. Se te ha puesto el rabo bien duro —observó.

Yo no hablaba en ningún momento por miedo a que me pegase de nuevo.

—¿Qué pasa? ¿Se te comió la lengua el gato? —preguntó simpático mientras le dio un golpe a mi miembro que nos hizo retorcernos, a él en el aire, a mí de dolor.

—¿Qué quieres que te diga? —contesté.

—¡¿Qué quieres que te diga señor?! —mandó.

—¿Qué?

—Que ahora yo soy el amo y tu el esclavo y, como yo mando, cuando te dirijas a mi tienes que llamarme señor —me gritó en la cara y una vez más su saliva me golpeó mientras hablaba—. ¿Está claro?

—Sí —respondí.

—Sí ¿qué?

—Sí, señor —contesté sometido.

—Muy bien, creo que vamos a entendernos muy bien.

Abrió uno de los cajones que había debajo de la mesa, de donde sacó una pequeña cadenita con unas pinzas. Cada una de las pinzas fue a sostener fuertemente uno de mis pezones. El herido comenzó a sangrar de nuevo, levemente. Pero ambos se pusieron erectos como mi nardo, que seguía apuntando al cielo. Las pinzas pellizcaban con tenacidad y mi tío daba pequeños tirones a la cadena, que hacían así aumentar las sensaciones. Creí que me los iba a arrancar. Pasó su lengua y limpió mi sangre. Es una cosa que no puedo explicar porque era una mezcla de dolor y placer simultáneo. Por un lado deseaba que parase, pero por otro, ansiaba que fuese más y más lejos, mucho más. Con una mano masajeó mi cuerpo y con la otra lo hacía en el suyo. Pasaba la palma suavemente, acariciando todo mi cuerpo, que aún seguía sensible por las quemaduras pero sin rozar nunca mis genitales. Cuando lo creía conveniente, detenía su caricia para darme un golpe con la palma de la mano bien abierta. Así lo hizo varias veces, en varias zonas. Luego, una vez más, abrió el cajón de los juguetes y sacó de allí una pequeña fusta.

—Creo que alguien ha sido malo —sugirió y golpeó mi torso con la fusta.

—¡Aaaah! —exclamé.

Sólo los silbidos de aquella fusta de cuero cortando el aire antes de golpearme acompañaban a mis leves grititos. Primero fueron de sorpresa, luego de dolor y más tarde de placer. En el momento en el que me observé a mí mismo, revolviéndome en aquella mesa a la que estaba atado, preso del dolor que me producían aquellos latigazos, sentí que no podría haber nada mejor en el mundo. Era un dolor insoportable pero de mi boca sólo salían frases pidiendo más y suplicando que no parase. En ese momento me di cuenta de que era un verdadero desconocido y de que no sabía nada sobre mí mismo porque, aunque estaba rabiando de dolor, también estaba disfrutando como un enano. Bien, es cierto que siempre había fantaseado con alguna bofetada o alguna cosa de éstas, pero nunca me había imaginado a mí mismo gozando mientras me destrozaban el cuerpo a latigazos. La fusta fue sustituida por otra con una forma muy peculiar. Era como una especie de látigo pero en la punta, en vez de un extremo, tenía muchos. No sé muy bien explicarlo pero era como si fuese una fregona de cuero. Con las extensiones de aquel arma comenzó haciéndome cosquillas en mis genitales. Lo movía suavemente y la sensación era agradable, como si una enorme cantidad de flecos me estuviesen recorriendo. La velocidad se fue acelerando, y la intensidad. Pronto pude sentir cómo el cabrón de mi tío me estaba moliendo a palos mientras mi polla, morada a golpes, no paraba de expulsar líquido preseminal.

Yo no podía tocarle a él porque seguía atado pero ganas no me faltaban. En su pantalón de cuero podía apreciar un bulto bastante sospechoso con el que me hubiese encantado deleitarme, pero no era posible. Una vez más, el cuchillo volvió a hacer aparición en escena. Suavemente recorría mi cuerpo: mis piernas, mi cintura, mi abdomen, mi pecho, que seguía siendo castigado con aquellas pinzas. Con aquel filo pretendía despegar el barro de mi cuerpo. Unas veces lo conseguía, porque aquella especie de arcilla seca saltaba fácilmente, pero otras resbalaba penetrando en mi piel y haciéndome sangrar. En esos momentos en los que mi sangre resbalaba por aquella mesa de tortura no podía sentir más placer. Si hubiese sido cristiano, me habría sentido mártir, como San Sebastián.

—Abre la boca —ordenó, y me echó el escupitajo más gordo y sonoro del que yo haya tenido consciencia en mi vida. Luego me introdujo tres dedos en la boca asegurándose de que los lubricaba en condiciones para, una vez hecho, clavármelos de golpe y sin ningún tipo de miramiento en el culo, abriéndomelo hasta el infinito y más allá. La sensación fue horrible. Sentí que me acaba de partir el culo en dos y un enorme calambre me inmovilizó desde el esfínter hasta el cuello. Cuando mi adorado violador apreció el resultado de su acción, me aconsejó que me relajase muy dulcemente. Lo hice y estuvo follándome el culo con tres dedos hasta que se aburrió. Una vez más, hurgó en el cajón y lo que de allí sacó me dejó sin habla. Era un consolador negro de forma alargada. No tenía forma fálica pero sus dimensiones me alertaron. Una vez más lo clavó de golpe, sin miramientos, sin lubricantes, sin saliva, sin nada… El dolor por el dolor es el único camino que te hace llegar al placer por el placer. Mi culo, reventado en mil, y mi polla, palpitando a cada embestida. Aquella masa negra entraba y salía de mi culo al antojo de mi tío, que era quien lo dirigía. Por mi parte, agradecimiento, porque el placer que me estaba regalando aquella noche no lo había experimentado nunca anteriormente ni en todos mis polvos juntos.

—Señor, como siga así me voy a correr —le grité.

—¿Vas a correrte? ¿Sin que te toque la polla siquiera? —preguntó con la voz más libidinosa que oí en mi vida.

—No sé cuánto más podré aguantar.

—No sé cuánto más podré aguantar… ¡Señor!

—Lo siento señor —le contesté entre gemidos— no puedo más, me voy a correr.

—Muy bien, pues córrete pedazo de cabrón.

Dicho y hecho. Me corrí con tal intensidad que pensé que iba a perder el conocimiento. El grito que di fue tan intenso que por un momento temí que Chadia lo hubiese escuchado. Los primeros chorros salieron disparados de mi rabo, el resto simplemente resbaló por él. Mi tío, después de ver cómo me corría, me dejó con aquel enorme consolador dilatándome el culo y se puso de pie en la mesa. Dio libertad a su bulto. Aquel enorme rabo saltó al vacío como si de un kamikaze se tratase. Me quitó las pinzas de los pezones, dejándolos respirar un poco y se las puso él. Con una mano tiraba de la cadenita por lo que sus pezones se contraían y expandían al ritmo que él marcaba. Con la otra, empezó a sacudirse el rabo. Lo hacía muy despacio, tanto que tuve tiempo de recrearme viendo cómo acariciaba cada uno de los centímetros que lo componían. Cuando se iba a correr, me ordenó abrir la boca y, en caída libre, recogí todo lo que pude. Fue lluvia pero de verdad, porque tal fue la cantidad de leche que salió de aquellos huevos, que me fue imposible retenerla toda teniendo que expulsar parte de ella y chorreando así por mis labios y mi cuello. Mustafá sudaba. Su polla empezó a bajar lentamente. Su tamaño iba descendiendo, pero cuando aun estaba morcillona empezó a expulsar otro líquido. Una agüita amarilla empezó a brotar del agujero por donde acababa de salir su leche. Sin esperarlo y sin replicar volví a abrir la boca. Estaba claro que quería que disfrutase de aquella meada como a él le hubiese gustado hacerlo antes de la mía, y es lo que hice. Con su mano dirigió aquel chorro por mi cara, mi boca, mis pezones doloridos y mi rabo medio cansado. Cuando terminó, sonrió y bajó de la mesa y, con la misma poca delicadeza con la que me había metido aquel consolador, me lo sacó.

—Espero que hayas aprendido la lección —me dijo.