CUATRO

Pasó más de un año desde la última vez que mantuve algún tipo de contacto sexual con Ahmed. De vez en cuando mi querido hermano dejaba que le sobase un poco la polla. Si estaba fumado o se hacía el dormido nunca lo tuve realmente claro, se la mamaba hasta que acababa corriéndose en mi boca. Me seguía el juego únicamente cuando estaba caliente, pero esto ocurría cada vez con menos frecuencia, sobre todo desde que se echó novia. El día que Ahmed me dijo que estaba con Fátima sentí un peso tan grande sobre mis hombros que a punto estuve de desmayarme. Nunca antes había sentido una pena tan profunda. Sentía como si a mi corazón le hubiesen dado la vuelta, como cuando enrollas un calcetín con su pareja para guardarlos en el cajón. Así me sentí, como si me hubiesen dado la vuelta y me hubiesen dejado abandonado, solo, porque no tenía pareja, me la habían quitado. Mejor dicho, se había ido, porque nunca fue mío y menos mi pareja. Me habían tratado como a un trapo.

Tenía quince años y nunca había pensado en el amor. ¿Qué es el amor? Todavía no lo tengo muy claro. El amor es sentir necesidad de alguien, creer que tu vida no tiene sentido si no es compartiéndolo todo con esa persona. Amor es sentir, compartir, vivir, querer… Amor es lo que me di cuenta que sentía y que no era correspondido. Recuerdo perfectamente el día que me di cuenta de que eso que sentía era únicamente cosa mía. Fue uno de los peores de mi vida. Hasta ese momento me bastaba con que mi hermano me dejase que le hiciese una paja un par de veces por semana. Me bastaba con besarle en los labios tímidamente cuando dormía, rozándolos apenas… me conformaba con muy poco, claro que tampoco conocía más y para mí ya era suficiente, me hacía sentir completo. Aquella llama que no sé si llamar amor, pasión o simplemente calentura de preadolescente surgió sin esperarlo y, de la misma forma, se apagó. Igual que vino se fue. Sin buscarlo. Mi primer amor nació del pecado, porque amar a un hermano es incesto y el amor entre dos hombres algo sucio. Pero yo no amaba a Ahmed porque fuese mi hermano sino porque era carne de mi carne, sangre de mi sangre… era alguien con quien había compartido mi intimidad, a quien le había regalado mis dedicaciones, alguien que me hizo estrellarme contra el muro sin llevar puesto el casco de seguridad. Para mí el amor entre dos hombres no podía ser sucio. La conexión que existió entre nosotros no podía ser mala, pero el día que me acerqué a mi hermano y me sujetó la mano firmemente en forma de negativa, fue el peor día de mi vida. Su mirada de reproche me quemó la cara clavándome la culpabilidad de los dos sobre la espalda. El maricón no se hace, nace y él estaba claro que no lo era. Pero eso no lo aprendería hasta más tarde y yo no podía cargar con el peso de aquellos puñales que me había clavado, era demasiado para mí. Ese sentimiento maravilloso que yo había experimentado, para él no había sido más que un desahogo continuado. Mi primer amor nació de un drama, el drama de no poder ser correspondido. Entre otras cosas porque a mi hermano no le gustaban los hombres. Fue también la primera vez que tuve conciencia de que me gustaban los hombres. No era cosa de un extraño affaire con aquel pariente. Después de verlo desnudo a él, me fijaba en todos los chicos, en la playa, en el zoco, en la calle… Mi primer amor nació de una mentira, la que me creé yo en mi cabeza. Yo imaginé las promesas, yo imaginé la música de violines, yo imaginé los pajarillos a nuestro alrededor. Sólo yo. Nadie mintió. A veces pienso que nunca estuve realmente enamorado de Ahmed, sino de la imagen sobrevalorada que yo había creado en mi cabeza. El día que me dijo que nunca más podría repetirse aquello, se cayó del pedestal y aquella maravillosa estatua de bronce que yo había esculpido con mis propias manos se rompió en mil millones de pedazos al chocar contra el suelo. Un amor de mentira, un amor hecho añicos. Para él fue romper una sugerente monotonía, para mí fue la sensación de desarraigo y abandono más fuerte que he experimentado en mi vida. Me pasé días vagando como un zombie por la casa, sin hablar, sin comer… Sólo lloraba. Una y otra vez, lo hacía por lo que había sido y ya no sería, una y otra vez, sin parar. Al caer la noche sentía como me asfixiaba, me faltaba el aire. Eso que él llamaba respirar a mí me ahogaba. Así hasta que caí enfermo. Enfermo de amor con ganas de muerte, porque nadie podía hacer nada por animarme. Quería quererlo eternamente, refugiarme en su recuerdo, sentirlo cerca, pero ya no era posible. Lo quería para mí, pero fue entonces cuando me di cuenta que nunca había sido mío.

Dicen que el tiempo todo lo cura, y es cierto. De la misma forma que vino se fue. Y un día me levanté y estaba curado, pero para eso tuvieron que pasar muchos días, muchos meses. Muchos días con sus noches, con sus lunas y sus puestas de sol. Muchas lágrimas ahogadas en la almohada. Muchas humillaciones y muchas faltas de respeto contra mí mismo, cada vez que volvía a intentar algo con Ahmed y éste me decía que era un enfermo, que era un cerdo, que era un salido, que era un vicioso, que era un maricón. Él no era nada de eso porque tenía novia y, claro, con ella también se saciaba a gusto. Cuando yo tenía quince años, y él apenas sobrepasaba la veintena, se casó con aquella novia cabrona que me lo había arrebatado. El día de la boda deseaba de todo corazón que cayese un rayo y la partiese por la mitad. No sólo a ella, a los dos, tal vez porque empezaba a abrir los ojos y a darme cuenta de lo mal que me habían tratado. Se habían reído de mí. Y lo digo en plural porque pronto pude descubrir que Fátima era una hija de puta de las que ya no nacen. Cuando la vi maquillada, con esos trajes pomposos, celebrando la fiesta creí que me moriría, pero no lo hice y aquí sigo, porque nadie se muere de amor. Duele mucho, se sufre mucho, pero no se muere. El amor es una enfermedad que acaba contigo lentamente para, en el último atisbo de vida, cuando ya has pasado todo lo que no le desearías ni a tu peor enemigo, poner luego a alguien en medio de tu camino que le quita la venda de los ojos, sin que te des cuenta. El amor es un cabrón y la vida es una puta mierda. Como dice uno que conozco, una mierda con un falso perfume.

Un día me levanté y todo había acabado, al menos físicamente. Mi hermano se había casado y se había mudado. Los padres de su esposa le habían regalado unas tierras que tenían al sur de Marruecos, así que se fueron allí a vivir. El día de la boda sería el último día que vi la cara de Ahmed. Me acerqué, le besé en la mejilla y le deseé que fuese muy feliz pero que, por favor, nunca me olvidase. No sé si cumplió mi promesa porque nunca jamás he vuelto a saber de él. Vivíamos cada uno en una punta de Marruecos. Nosotros, mis padres y yo, en la zona pobre. Él en una mucho más adinerada. A partir de ese día dejé de compartir habitación. Lo único que gané fue intimidad porque desde ese día podía hacer lo que me diera la gana sin sentir su mirada cuestionándome. Podía dormir desnudo, podía tocarme la polla cuando me apeteciese, podía hacer lo que realmente quisiera. Nuestra última conversación fue breve. Él se limpió el beso que le había dado en la mejilla con la manga de su traje y no dijo más. Jamás.

Una noche me encontraba mirándome desnudo delante del espejo de mi habitación, explorando los placeres de tener un cuarto para mí solo. Me gustaba apreciar los cambios que estaba dando mi cuerpo. Además del estirón que era obvio había dado, los rasgos de mi cara se habían endurecido, se habían embrutecido. Cuando era pequeño, mi madre siempre me decía que si me hubiese dejado el pelo largo habría parecido una niña. Yo odiaba ese tipo de comentarios porque no quería parecerlo. Ahora me veía mucho más guapo, más hombre, más viril. Mi nariz se había ensanchado, mis labios eran más carnosos y una sombra de pelo me rodeaba la cara. Mis tetillas se habían convertido en pectorales y, rodeando mis pezones oscuros pero pequeños, me adornaban unos pelitos rizados. Por mi ombligo bajaba el mismo sendero peludo que le bajaba a Ahmed. Mi polla, ahora mucho más grande y gorda, colgaba llena de venas. El tono de mi piel era clarito. Mi piel siempre fue como la de mi madre; Ahmed, en cambio, salió tan oscuro como mi padre. Mis huevos colgaban como si estuviesen cargados de algún tipo de alimento y, rodeando mis pelotas, se veía una suave capa de pelo, no muy densa pero sí muy rizada. Mi olor se había hecho más fuerte, más espeso y mis sobacos eran oscuros como el alma. Me gustaba observar los cambios. Ya no era aquel niño miedoso que una vez se excitó viendo a su hermano desnudo. Ahora era un hombre que se excitaba viéndose a sí mismo en el espejo. Vamos, como en el mito de Narciso, pero más cerdo, sin tanto romanticismo de por medio. A veces creía ver a Ahmed en aquella imagen, otras sólo un recuerdo de lo que compartimos. Me encantaba mi nuevo olor, me ponía muy cachondo. Me gustaba cómo olía mi rabo y mis axilas, tanto que más de una vez me sorprendí a mí mismo lamiéndomelas en pleno éxtasis. A cuatro patas, sobre la cama, apreciaba cómo era el agujero de mi culo, que era absolutamente lampiño. Una entrada rosita, llena de pequeñas arrugas taponaba aquel oscuro agujero. Lo miraba y lo apretaba, me gustaba ver en el espejo el reflejo del músculo abriéndose y cerrándose. Pasaba los dedos suavemente y mi polla se ponía súper dura, me encantaba la sensación que experimentaba al sentir aquellos dedos cerca de la zona prohibida.

Aquella noche andaba absorto frente al espejo. De repente, algo llamó mi atención. Algo así como unos gritos, unos gemidos, unos susurros ahogados… Apagué la luz de la mesilla de noche y me metí en la cama asustado. Alguien había entrado en casa a robar. ¿Qué coño iban a robar en una casa que tenía hecho el tejado con trozos de madera recogidos de la basura? Envalentonado por lo absurdo de la idea me puse en pie de nuevo. Afinando el oído creí reconocer la voz de mi madre, algo le ocurría. Salí de puntillas sin hacer ningún tipo de ruido, quería saber qué demonios estaba ocurriendo. Al llegar al salón, pude ver a mis padres follando sobre un viejo catre, que hacía las veces de sofá. Él estaba tumbado y ella sentada sobre él, saltando rítmicamente. Mi padre la tenía cogida por la cintura y con sus manos le ayudaba en aquel vaivén sexual. Mi madre, a la que por primera vez veía sin chilaba y peor aún, también por primera vez veía desnuda, tenía la cabeza echada hacia atrás sobre los hombros, con una larga melena morena. Mi madre tenía unas tetazas enormemente grandes que le colgaban hasta la barriga. Sus pezones eran enormes también, como si se tratasen de una tortita con un grumito de chocolate, convertido en un pezón largo y oscuro. Tengo que reconocer que para su edad se conservaba bien. Después de dos partos y dos abortos seguía conservando una bonita figura y se ve que mi padre pensaba lo mismo, porque era evidente que estaba disfrutando con aquella cabalgata. Con tanto salto, la polla de mi padre se salió de aquel sitio donde estuviese metido. Mi madre gimió como si le hubiesen arrebatado su juguete favorito. Él gruñía como un león en celo. Ante mis ojos apareció su polla. Nunca jamás en mi vida he vuelto a ver una polla como esa, y mira que he visto pollas, pero ninguna como esa. Era mucho más grande que la de Ahmed. Estaba brillante, mojada, la cabeza era más gorda que mi puño y, justo entonces, entendí por qué mi madre gritaba de esa forma. Cualquier persona con eso dentro de su cuerpo se volvería medio loca… Ella se agachó sobre él y pude ver sus labios rosados, también húmedos. Tenía el coño totalmente depilado y eso me excitó. Imaginarme a mi madre cuchilla en mano me hizo ponerme mucho más burro de lo que ya estaba. La entrada a aquella cueva, abierta de par en par, esperaba a que algún intruso la habitase. Y así fue, porque sin ningún tipo de miramientos, el dueño de aquel rabo lo clavó violentamente, tanto que por el grito que dio mi madre tuvo que llegarle hasta la garganta. Ella seguía cabalgando aquel potro desbocado y se agarraba a sus pelotas, a sus pectorales peludos, se pellizcaba los pezones… el león le chupaba las tetas, las mordisqueaba a modo de cortejo y parece ser que a ella le fascinaba, tanto que empezó a gritar desaforadamente. Las manos que rodeaban aquella cintura la obligaron a sentarse sobre aquel monolito con mucha más fuerza. Aquellas manos pretendían incrustar su cuerpo en aquel mástil. Mi madre debía sentirse como si la estuvieran empalando pero yo no podía sentir otra cosa que no fuese envidia. Me hubiese encantado ser ella. Me hubiese encantado probar aquel rabo, saborear aquella polla… Ellos seguían en su mete-saca particular. La velocidad de la luz en forma de embestida. Piel contra piel. Si me llegan a decir que viendo a mis padres follar me iba a poner cachondo no me lo habría creído en la vida, pero claro, si mi padre, el dueño de la polla más alucinante que vería nunca, era el protagonista de mis fantasías desde mi más tierna infancia, lógicamente aquella escena me puso tan verraco que podría haberme corrido casi sin tocarme. Y podía haber sido si no fuese porque los gritos de mi madre me asustaron un poco. Movía su pelvis salvajemente, a veces dudaba si aquellos alaridos eran de dolor o de placer. Estaba claro. Satisfecha ella, era el turno de mi padre, que se puso de pie y la agarró de esa larga cabellera obligándola a chuparle la polla. Su boca, que estaba siendo violada con su consentimiento, pronto fue una mezcla de babas, líquido preseminal y los jugos propios de la lubricación de su coño, con los que había dejado impregnado aquel enorme rabo. Se notaba que aquel era un plato que estaba muy acostumbrada a comer y que además disfrutaba porque, cuando aquel hombre pegado a ese cipote empezó a gritar, se la sacó de la garganta donde la tenía clavada para sentir como aquellos chorros le bañaban la cara, la boca y los labios… Gritos de uno, mientras la otra sorbía recogiendo con la lengua todo lo que estaba a su alcance, y lo que no, lo acercaba con su mano… Era mi primera vez como voyeur y, al menos con mis progenitores, sería la última, pero había resultado tan excitante… Huí de nuevo a mi cuarto para que no me cazasen al acecho y allí, en las más rotunda de las soledades, acabé aquello que un rato antes había empezado en el espejo y, apenas unos instantes después, había alimentado cierto espectáculo.