TRES

Durante tres días tuve el sabor de la leche de Ahmed en mi boca. Comiera lo que comiera y bebiese lo que bebiese, no había forma de que desapareciese ese maravilloso sabor. Era algo extraño, agridulce e inmensamente penetrante. Esos días me lavé tanto los dientes que hasta mi madre se dio cuenta de que algo me estaba ocurriendo. Quería quitarme esa sensación. Sabía que lo que había hecho estaba mal y pretendía así poder olvidarlo, pero era imposible borrar aquel rastro lechoso de mi garganta. Estaba atemorizado ante la posibilidad de que alguien pudiese descubrir lo que había hecho. Si mi madre o mi padre me miraban, pensaba que era porque sospechaban algo y me ponía a temblar como un poseso. Cuando bostezaba, pensaba que alguien podría percibir en mi aliento rastros del pecado. Al hablar me ponía la mano delante para que no pudiesen darse cuenta de nada. Mientras tanto, la conversación, la polla de mi hermano, su olor, el sabor de aquella leche, todo… se habían clavado en lo más hondo de mi ser y yo ni siquiera era consciente de ello, pero tanto fue así, que nunca pude sacármelo, se quedó clavado para siempre, en algún oscuro rinconcito de mi ser. ¡Qué miedo me daba que alguien supiese lo que había hecho! Pensaba que lo que no se sabía no había pasado. Ahora me doy cuenta que me excedía demasiado en mis preocupaciones, pero claro, también era otra época, tenía otra edad y otra forma de vivir la vida.

Aún hoy, si me concentro, puedo sentir aquella vara humana entre mis manitas, incluso sus palpitaciones. Puedo oír sus gemidos, puedo sentir en mi pituitaria el mismo olor, puedo sentir aquellas enérgicas gotas cayendo en mi cara y mis labios. Las recuerdo espesas y calientes, puedo sentir su textura, cómo chorreaban en forma de lágrima… Es un recuerdo tan realista, que aún me sorprendo mientras escribo estas líneas pasando la lengua por los labios para intentar rescatar los restos de aquel naufragio. Puedo sentir, puedo sentir, puedo sentir… Es la señal de que sigue vivo en mi oscuro rinconcito. El recuerdo es el tesoro más preciado que tenemos, por eso debemos luchar para no desprendernos nunca de él. Los bienes materiales desaparecen, las vivencias no.

Los años han pasado. Muchos han habitado mi cama: unos prometiéndome la luna, cuando lo único que pretendían era follarme, y a otros se la prometí yo, tal vez por venganza o porque uno aprende de las acciones de los demás, volviéndose igual que ellos, aunque los deteste y por ello se odie. El ser humano es así, cabrón por naturaleza. Muchos vinieron y me enseñaron, como tendría que enseñar yo en el futuro a los que hasta mí se acercasen. Muchos, repito, muchos, pero ninguno jamás me marcó de la misma forma en que lo hizo mi hermano. Estoy seguro de que estas líneas pueden escandalizar a mucha gente y lo entiendo. Probablemente la gente querrá ver que mi hermano mayor abusó de mí o me forzó en algún momento. La verdad, la única verdad, o al menos la mía (que es la que habría que tener en cuenta), es que fui yo quien de alguna forma le forzó a él. Desde el mismo momento en que sentí mi primera erección tuve claro que quería hacer todo eso con mi hermano. Tal vez fui un niño precoz, no lo sé. Tal vez sea un adicto al sexo, es algo que también me han echado en cara alguna vez, pero no me importa, porque si has llegado hasta aquí es porque, como mínimo, seas tan degenerado como yo. Si me expongo aquí con mis confesiones es porque me da igual lo que puedan pensar. Siempre he caminado libre y no voy a dejar de hacerlo ahora, lo mande quien lo mande. Llegado al caso, si ya me exilié una vez, no veo por qué no podría hacerlo de nuevo. He luchado mucho en mi vida por poder vivir de una forma plena, libre, así que no pienso dar marcha atrás. No ahora que ya conozco el camino de espinas y he conseguido acabarlo. Así que, volvamos a la historia, que es mucho más interesante que escuchar mi debate sobre lo divino y lo humano.

Ahmed pasó tres días como si nada hubiera ocurrido entre nosotros. Se levantaba temprano, corría por la playa como todos los días, aunque no se bañaba en el mar, al menos, no desnudo. Yo me estaba volviendo loco, quería volver a repetir, quería que mi hermano me abrazase, me dijese lo mucho que le había gustado lo de la otra noche, quería que me pidiese que por favor se lo hiciese de nuevo pero, en lugar de eso, permanecía impasible. Ayudaba a mi padre como cada día con el tejado y, a la hora de domir, seguía durmiendo en ropa interior, pero apagaba la luz muy pronto y no quería hablar. Por mucho que le insistiese o le preguntase cosas por la noche, no me contestaba. Yo estaba absolutamente fuera de mí. Llevaba tres días tocándome la polla como un loco, y loco me estaba volviendo porque, aunque era una sensación muy agradable, no conseguía correrme. Quería que pasase algo, pero en realidad no sabía el qué. Para mí lo que había pasado era sólo un juego divertido. En la mente de un niño de nueve años no entran conceptos como amor, relación, homosexualidad o incesto. Mi único propósito era poder seguir divirtiéndome con él. Conocer mi cuerpo y el suyo, dejarme llevar…

Me gustaba la sensación de estar haciendo algo peligroso, no quería que nadie pudiese darse cuenta del nerviosismo que me provocaba tener una erección, era algo mío y que no incumbía a nadie más. A partir de ese momento fueron constantes en mi vida. Con el tiempo aprendí a controlarlas pero al principio me vi en más de una situación comprometida. Miraba a mi padre trabajar y me empalmaba, miraba a mi hermano correr y me empalmaba. Todo, absolutamente todo me provocaba erecciones. Me gustaba la sensación de cosquilleo que subía desde mis huevos hasta mi rabo mientras éste iba creciendo. El corazón se aceleraba a mil por hora y podía sentir cómo la sangre recorría mi cuerpo a la velocidad de la luz. Los temblores, las palpitaciones, todo me hacía disfrutar… Cogía mi polla y hacía exactamente lo que mi hermano me había enseñado, movía mi mano de arriba a abajo y al revés y lo único que conseguía era que se pusiese más y más dura, pero nada más. Llegaba un momento en que me empezaban a doler los huevos y lo dejaba, paraba un rato y más tarde volvía a empezar. Había entrado precoz en eso que los adultos llaman «el desarrollo». Mi cuerpo era un desbarajuste de hormonas que sólo me dejaban pensar en el nardo de mi hermano. Era como si esa imagen la hubiesen grabado a fuego en mi mente.

Dicen que a la tercera va la vencida y yo, a la tercera noche, sucumbí a las tentaciones y me volví a dejar llevar, para volver a dificultar mi ya de por si complicada existencia. Así que, una vez más, seguí mis impulsos.

Ahmed estaba profundamente dormido. Esa noche recuerdo que había estado fumando de la pipa con mi padre y a éste le gustaba ponerle un poco de hachís porque decía que le ayudaba a conciliar el sueño. La prueba era que cuando mi hermano fumaba con mi padre dormía como un tronco. La muestra: los ronquidos, que debían escucharse hasta en los países colindantes. Una vez más repetiré lo caluroso que fue ese verano. Gracias a ello mi querido y adorado hermano dormía encima de la cama sin tan siquiera taparse con la sábana. Tenía a mi entera disposición aquel cuerpo curtido por el sol y definido por las horas de trabajo con mi padre. Aquello fue indescriptible. Mi cuerpo temblaba sin control. Una vez más iba a jugar al juego prohibido pero, esta vez, sin que él fuese consciente. Me acerqué y observé su rostro, era tan guapo… Acerqué mi boca a la suya y rocé levemente mis labios contra los suyos. Fue mi primer beso, casto y puro, inocente y peligroso. Los pelillos de su bigote me hicieron cosquillas. Mi hermano tenía la típica nariz grande, podríamos decir que encarna a la perfección el perfil de chico árabe, tiene todos los rasgos. Los míos en cambio son más suaves, como si fuese una mezcla entre dos razas y por lo tanto tuviese cosas de ambas, pero sin ninguna predilección.

Con uno de mis dedos recorrí su pecho y su abdomen, jugueteé un poco con sus pezones para acabar colándolo en su ombligo. Después recorrí aquel caminito peludo que me llevó justo hasta el borde de su calzoncillo. La tela de la parte delantera se veía bastante tensa, como si fuese muy poca tela para albergar tanta carne. Justo cuando ya estaba encendido y pretendía colar mi dedito juguetón en aquel coto de caza, mi hermano se dio media vuelta en la cama y se puso de lado. El susto que me di fue tan grande que de un salto caí en la mía. Desde ahí lo observé unos segundos con miedo a que se hubiese despertado. Fue una falsa alarma. Dormía plácidamente. En aquel momento no sabía si las drogas eran buenas o malas pero si me preguntasen ahora diría que aquella maravillosa noche comprendí que podían ser saludables, porque a mí me permitieron pasármelo bomba sin ni siquiera haberlas tomado. «El mayor de los Alí» volvió a ponerse boca arriba. Estaba medio espatarrado, con los brazos abiertos sobre la cama. Muy despacio liberé a aquella fiera de su trampa. Bajé el calzoncillo con todo el esmero, cuidado y suavidad que pude. Una vez más, un trozo de carne saltó al vacío. Aquel ímpetu golpeó directamente en mi cara. Me quedé inmóvil observando a mi hermano pero estaba claro que nada iba a sacarlo de su profundo sueño. No estaba empalmado pero, a pesar de eso era muy grande. Estaba morcillona, como entre dos aguas. Me quedé observándola un segundo. Su glande era enorme y rosáceo. Era como un champiñón desmesurado. Las venas no se le marcaban tanto como la otra noche pero se percibían igualmente. Sus huevos eran gordos y, observándolos con toda la parsimonia que me permitió el momento, me di cuenta de que no tenían tanto pelo como había pensado.

Me acerqué y le olí la polla. Aspiré todo su aroma. Quería disfrutar al máximo de ese momento y pretendía utilizar para ello absolutamente todos mis sentidos. Me encantó el olor a macho que desprendía aquel rabo. En aquel momento me pregunté si el de mi padre olería igual. Era una mezcla de sudor y virilidad que me recordó cuando mi padre trabajaba encima del tejado. Un olor fuerte, intenso, como de pis limpio, hizo que cientos de imágenes se agolpasen en mi mente.

Con un dedo recorrí el largo de aquella extremidad recortada, muy suavemente, con la yema de mi dedo, pero parando en cada venita, cada pliegue, cada lunar. Aquel rabo se iba irguiendo tan lentamente como yo lo recorría con mi dedo. Aquella hinchazón crecía y crecía. Ver cómo esa enorme serpiente se iba poniendo sola en pie era un regalo para la vista pero también para el tacto, que era el que lo estaba provocando. Acerqué mi oreja, quería saber si ese proceso tenía algún sonido especial, pero no oí más que unas palpitaciones que casi se intuían por los espasmos que sufría aquel bicho mientras iba creciendo. El gusto era el único sentido que faltaba. Dudé un segundo si seguir o no. Volví a mirarle a la cara, me daba miedo que pudiera despertarse y encontrarme con todo aquello dentro de la boca pero seguía roncando, así que me lancé. Por un momento me preocuparon aquellos deseos tan raros que estaba experimentando en los últimos días pero finalmente decidir no hacerles caso. Abrí la boca todo lo que pude y fui a su caza. Unos pocos centímetros eran los que separaban aquel manjar de mi boca pero se me antojaron eternos. Aunque pareciese muy lanzado, no sabía nada de nada. No sabía cómo tenía que hacerlo, me dejaba llevar sin más, y así me fue cuando intenté metérmela en la boca. Era tan grande y yo tan bruto que me dio una arcada y casi vomito allí mismo. Respiré hondo y me relajé. No podía echarme atrás, ya había llegado bastante lejos como para recular ahora. Tomé aire y volví a la carga pero decidí recorrerla con la lengua como había hecho antes con mi dedo para luego empezar a chuparla poco a poco, a mi ritmo. Al apoyar mi lengua en aquel enorme cabezón sentí un sabor salado, pero agradable. Aquella polla sintió el abrazo húmedo y caliente de mi lengua sobre su glande y terminó de ponerse dura como un palo, firme como un fusil.

Sabía salado, tal vez por los restos de pis, el sudor o el semen… El caso es que cuando me quise dar cuenta, ya tenía aquella pitón entera incrustada en la garganta, casi hasta las amígdalas. Me costaba moverme porque no estaba acostumbrado a tener todo aquello dentro de la boca. Mientras la devoraba intentaba observar la cara de mi hermano. La sorpresa vino cuando me di cuenta de que, a pesar de que dormía como un niño, tenía dibujada en la cara una sonrisa de felicidad mientras, precisamente, era un niño el que le estaba mamando hasta las pelotas. Ahmed sudaba muchísimo, supongo que por lo caluroso de la noche y el fulgor de la mamada. Con toda esa barra de pan en la boca, me costaba un poco controlar mis babillas, que resbalaban en forma de hilos líquidos y transparentes por sus cojones, hasta acabar bañando su culo. Cada vez abría más y más sus piernas y todas mis babas resbalaban por su ojete. Sus manos paseaban furtivamente por sus pezones y su abdomen, como si estuviese disfrutando de una morbosa pesadilla. Yo, mientras tanto, con una mano agarraba aquel manjar que estaba deleitando y movía mi lengua como si me estuviese comiendo un helado de cucurucho. Me acordé entonces de lo rosado que era el agujero de su culo y de la hilera de pelos que lo recorría. Intenté pasarle la lengua, pero la postura en la que estábamos me lo impedía. Tendría que haberle levantado las piernas y a eso no me atreví por miedo a que se despertase. Así que seguí clavando la punta de mi lengua en el agujero de la punta de su polla, de donde me había percatado que ya había empezado a salir un líquido transparente, como si fuese una babilla. Yo la sorbí con fuerza, no quería perderme nada. Comía con ansia, como si llevase mucho tiempo sin comer. Comía con codicia, como si alguien me fuese a robar la comida de mi plato. Seguí chupando aquel mástil y sentí cómo se endurecía a cada embestida. Sus venas estaban tan hinchadas que parecía que fuesen a estallar. Mi lengua surcaba todos y cada uno de los pliegues de su piel con todos y cada uno de los relieves que lo componían. De repente una enorme contracción hizo que aquel volcán entrase en erupción y un enorme chorro de lava saltó a mi garganta. Como no lo esperaba, lo tragué automáticamente. El segundo, el tercero y el cuarto los mantuve en mi boca un buen rato, mientras seguía chupando todo lo que de allí salía.

Al correrse gimió de placer, pero esta vez no pudo morderse el labio. Al contrario, como estaba dormido, se dejó llevar libremente. Yo tenía todo el resultado de aquella mamada y el contenido de aquellos enormes huevos, que volvían a colgar como el día de la playa, en mi boca. Lo saboreé, lo pasé de un lado a otro como si de un enjuague bucal se tratase. Me gustaba esa textura pegajosa y luego, sin más, lo tragué. Quería mantener ese sabor en mi boca para siempre. Toda aquella cantidad de leche bajando por mi garganta me provocó un poco de tos pero me tapé la boca con la mano para no hacer ruido. Sentía la mandíbula desencajada por el tamaño del bulto que había tenido que tragar, los labios hinchados de tanto chupar y la garganta dilatada de haber tenido ese enorme nabo entrando y saliendo de ella a su antojo. Me tumbé en la cama, cerré los ojos y me dormí feliz porque todo el miedo había merecido la pena.