sa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.
Final de la clase. Álex recoge todo rápido para poder irse cuanto antes. Tiene mucha prisa. Los ancianos se van despidiendo uno a uno de él. Sin embargo, una voz conocida y distinta sobresale de entre las demás. Es una voz femenina.
—Hola, Álex. ¿Cómo estás?
Irene está tan impresionante como siempre, guapísima, con los ojos perfectamente pintados y los labios increíblemente carnosos. Va más tapada que de costumbre, con un jersey azul marino de cuello alto y un pantalón negro ceñido, pero su silueta sigue siendo imponente.
—Hola, Irene.
—He venido a recoger a Agustín. ¿Lo has visto?
—Sí. Ha ido al baño, enseguida vuelve.
La chica se queda en silencio mientras Álex continúa ordenando la sala.
—Oye, he estado pensando y creo que te debo una disculpa —dice la chica, cuyo tono al hablar es diferente al habitual, más serio y sobrio.
Álex deja de recoger las cosas y escucha atentamente lo que su hermanastra tiene que contarle.
—Dime.
—Verás, no soy muy buena en esto porque no estoy acostumbrada a pedirle perdón a nadie. Pero, después de estar toda la noche pensando en lo que hice y en cómo me comporté, me siento obligada a disculparme contigo.
—Te pasaste bastante esta vez.
—Lo sé. Y entiendo que me odies.
—Bueno, no te odio. Eres mi hermanastra al fin y al cabo. No tenemos la misma sangre, pero continuamos siendo familia.
—Ya. ¿Entonces me perdonas?
—Me costará un tiempo olvidarme de lo que has hecho, pero te perdono.
La chica sonríe débilmente y da un abrazo a su hermanastro, que se ruboriza al sentir el voluminoso pecho de Irene pegado al suyo.
—Me alegro de haberlo arreglado un poco.
—Y yo. No me gusta estar enfrentado con nadie.
El señor Mendizábal aparece por fin. Se está subiendo la bragueta del pantalón y tose ostensiblemente.
—¡Ah! ¡Has venido por mí! ¡Es que eres la mejor! —exclama cuando ve a la chica.
A Irene le cambia el rostro. Sigue sin soportar a aquel hombre, pero no le queda más remedio que vivir con él estos tres meses que dura el curso de Liderazgo. Mejor rodearse de comodidades como las que aquel tipo le ofrece que estar sin ningún sitio adonde ir, aunque sea aguantando las gilipolleces de aquel viejo verde.
—Espero que me readmitas pronto en tu casa o asesinaré a este viejo —le susurra al oído a Álex, mientras abre la puerta de salida.
—Si veo progresos en ti, podrás volver en unas semanas. Irene resopla y, tras despedirse de su hermanastro con dos besos, acompaña a Agustín Mendizábal hasta su coche.
Álex sonríe. Parece otra. Y aunque no cree que Irene haya cambiado de un día para otro, no está mal que le haya pedido perdón por todo lo que ha hecho.
Esa tarde de marzo, en ese mismo instante, en otro lugar de la ciudad.
Hay bastante tráfico, más del que esperaba. Además, la lluvia lo complica todo. Pero eso ahora no importa. A Katia lo único que le preocupa es encontrar a Ángel y decirle todo lo que siente por él. Conduce hacia su casa.
En la radio del coche de Alexia suena Bring me to life, de Evanescense.
Pasa un semáforo en naranja, pisa el acelerador, cambia de carril y adelanta a un Seat Ibiza blanco que ya estaba deteniéndose.
Está nerviosa. ¿Qué le va a decir exactamente? Nunca se ha declarado a nadie, siempre le han entrado a ella. Y, por cierto, ninguna de esas ocasiones la recuerda como un modelo a seguir.
¿Debe sonar desesperada? No, esa no es una buena forma de decirle a alguien que le quieres. ¿Triste? No, eso es ser victimista y quizá lo único que lograría sería dar pena. ¿Tal vez lanzada? ¿Y si se tira a sus brazos? Tampoco es una buena idea. Ya pasó en una oportunidad, cuando Ángel se emborrachó, y todo terminó mal. ¿Entonces? Quizá lo mejor sea comportarse tal y como ella es: hacer y decir lo que le venga en ese momento a la cabeza, lo que le pida el cuerpo, con naturalidad, improvisando. Sí, ese es el mejor plan.
Katia llega a la calle en la que vive Ángel. No sabe si estará en casa o en otra parte. A lo mejor sigue en la redacción de la revista.
Aparca y, cuando se va a bajar, su móvil personal suena. Es Mauricio Torres.
—Dime —contesta.
—Katia, ¿dónde estás? —pregunta el hombre, al que nota por la voz que está preocupado.
—En el coche. ¿Por?
—¿Vienes ya hacia aquí?
—¿Cómo?
—¿Que si ya estás viniendo para la sala donde tienes el bolo esta noche?
«¡Joder! ¡Es verdad!…». Se le había olvidado por completo.
—No. Aún no. Estoy haciendo… unos recados. ¿A qué hora tengo que estar ahí?
—A las diez en punto te quiero aquí. Recuerda que hicimos un trato.
La cantante mira el reloj del coche. Son las siete y media. Hay tiempo.
—No te preocupes, ahí estaré. Es muy pronto todavía.
Mientras responde, Ángel sale de su edificio y se mete en un taxi.
—Bueno, te llamaba para recordártelo. Más te vale estar, porque si no…
—Mauricio, luego hablamos, ahora te tengo que dejar. Un beso.
—Katia, ¿pero qué…?
La chica apaga el teléfono y pone en marcha el motor del coche. ¡Es Ángel! Pero ¿adónde irá? No va a tener más remedio que seguirlo. Aunque, con el tráfico que hay y la lluvia que está cayendo, no será nada sencillo.
Ya es de noche, ese día de marzo, en un lugar de la ciudad.
Mario escucha cómo la puerta de su casa se abre y se cierra constantemente. El timbre ha sonado unas diez o quince veces. No comprende nada. Se oye como si hubiera un grupo de gente abajo. Sin embargo, no tiene ningún interés en averiguarlo. Es posible que en ese ruido tenga que ver Paula y, ahora mismo, no le apetece verla. Prefiere seguir en su cama acostado. Van a ser unos días difíciles. Tiene que olvidarse de ella de una vez por todas.
—¡Mario, sal! —grita su hermana desde el pasillo—. ¿O es que te vas a quedar ahí dentro toda la noche?
—Déjame. Estoy durmiendo.
—¡Venga ya! Paula está a punto de venir.
Confirmado. Ella no está, pero estará. Seguro que han montando una de esas fiestas de pijamas en las que las chicas hablan de sus cosas, especialmente de tíos.
—Luego salgo —miente.
Se pone los cascos del MP4 a todo volumen y se tapa la cabeza con la almohada.
Sabe que esa actitud no es la más adecuada, que se está comportando como un crío, pero no tiene la intención de seguir pasándolo mal. Al menos, no por hoy.
—Mario, sal de tu cuarto, que estamos todos abajo ya.
Ahora no es Miriam la que habla sino Diana. Todavía no se ha cruzado con él ni se han visto en ese día. Cuando ha llegado, el chico estaba ya encerrado en su habitación y no quiso molestarle. Ahora Mario no la puede oír. Solo escucha la música de U2 con el sonido al máximo en su reproductor.