or la noche, un jueves de marzo, en un lugar alejado de la ciudad.
Hola, me llamo Ester. Así, sin hache. Seguro que hay muchas personas que ya te lo han dicho, pero no he podido resistirme a escribirte después de encontrar y leer uno de los cuadernillos de Tras la pared. Eres genial. Nunca había visto nada así. Es tan increíblemente romántico… Yo también quiero ser escritora, tengo una página en Internet donde escribo pequeños textos a partir de una palabra que alguien me dice. Pero, sinceramente, jamás habría pensado en darme a conocer con una idea como la tuya. A mis dieciocho años he empezado con varias historias largas, pero nunca las he terminado. Espero que a ti no te pase lo mismo. Me encanta tu estilo, tu forma de expresarte y la vida que le das a cada uno de los personajes. Julián, Larry, Nadia, Verónica, César, Marta…, todos son perfectos. Estoy deseando continuar leyendo y saber cómo termina la novela.
Te deseo muchísima suerte en la vida y que este proyecto culmine en papel. Seré la primera en comprarlo.
Un beso muy fuerte de una admiradora más.
Álex lee dos veces el e-mail y cierra el portátil. Es la cuarta persona que, tras encontrar el cuadernillo de Tras la pared, le escribe. Este correo, por la forma en que la chica dice las cosas, le ha hecho especial ilusión. «Ester sin hache» tiene que ser alguien muy interesante.
El teléfono suena de pronto y se asusta. Solo es la alarma programada para las nueve. Coge el móvil y la detiene. Silencio absoluto. Ni siquiera llueve y el viento también ha parado. Y se da cuenta de que se siente solo. Hacía mucho que no le sucedía algo así, quizá desde que murió su padre.
El teléfono sigue en su mano. Entra en el archivo de mensajes recibidos y busca los últimos, los que le ha enviado Paula. ¡Paula…! Uno a uno, los lee detenidamente. Se los sabe de memoria. La echa muchísimo de menos.
¿Algún día compartirán algo más que unos simples mensajes? Es noche cerrada y está solo. Se estremece, necesita algo de calor.
Lentamente, se levanta de la silla y se dirige hacia la esquina donde guarda su saxofón. Lo saca de la funda y se coloca la boquilla en los labios. Sopla. Su pecho se alza y encoge. Toca sin partitura, no la necesita. Álex se sabe aquel tema de memoria porque lo ha compuesto él mismo. Suena bien, quizá algo melancólico, porque el saxo es un instrumento deliciosamente triste, pero romántico. Muy romántico.
Sus dedos se deslizan por el metal. Piensa en Paula mientras toca, en sus ojos color miel y en sus labios tan deseables, inmejorables para besar. Un beso: cómo ansia un beso de aquella chica.
El móvil suena de nuevo, pero ahora no es la alarma sino alguien que está llamándole. Álex deja el saxofón encima de la cama y alcanza el aparato. Es el señor Mendizábal.
—¿Qué tal, don Agustín?
—¡Hola, Álex! ¡Pues genial! ¡He rejuvenecido unos treinta años!
El chico tiene que apartarse el teléfono de la oreja ante los gritos del hombre, que se muestra entusiasmado.
—¿Ah, sí? Y eso, ¿a qué se debe?
—¿Que a qué se debe? Pues a tu querida hermana: gracias a ella me siento más joven.
—¿Irene está ahí? —pregunta extrañado.
¡Menuda sorpresa! No esperaba que al final su hermanastra terminara aceptando irse a vivir con Agustín Mendizábal.
—Sí. Llegó hace un rato. La tengo aquí al lado… Espera, que te quiere decir una cosa.
—Vale. —Te la paso.
—¿Álex? —murmura Irene, al otro lado de la línea.
—Hola, ¿cómo estás? ¿Al final has decidido quedarte con…?
—Eres un cabrón —susurra la chica, interrumpiéndole. Todavía no me puedo creer que me hayas echado de tu casa. Y silencio.
El chico no puede evitar una sonrisilla.
—¿Álex? ¿Sigues ahí? —pregunta el señor Mendizábal, que es quien habla de nuevo.
—Sí, sigo aquí.
—No he oído lo que te ha dicho Irene, pero muchas gracias por todo. Solo con verla rejuvenezco veinte años.
—Gracias a usted por hacerme este favor, a mí y a ella.
—¡El único favorecido soy yo! —exclama, soltando una fuerte carcajada a continuación.
—Me alegra verle tan contento. Ahora tengo que dejarle, don Agustín. Mañana nos vemos.
—Perfecto. Adiós, Álex.
—Adiós, Agustín.
El chico cuelga con una gran sonrisa dibujada en la cara. Pobre Irene. Pero le está bien empleado. Quien se comporta como lo ha hecho su hermanastra en los últimos días merece una penitencia. Aunque quizá vivir los tres meses que dura el curso en la casa de Agustín Mendizábal es mucho más que eso.
Esa noche de marzo, en un lugar de la ciudad.
La grabación de Ilusionas mi corazón dedicada a Paula ha terminado. El CD ya está hecho. Tres horas, casi cuatro, se ha pasado Ángel observando cómo Katia cantaba, probaba voces y repetía el estribillo. Pero ha merecido la pena: ya tiene el regalo perfecto para su chica.
Terminado el trabajo, periodista y cantante regresan en el Citroën Saxo de Alexia.
—Hemos llegado —comenta Katia mientras aparca en doble fila.
—Ya veo.
—Espero que a Paula le guste tu regalo.
—Seguro que sí. Muchas gracias por todo lo que has hecho. Eres una amiga.
La chica del pelo rosa sonríe. «Una amiga». Sí, se ha comportado como eso, como una amiga que hace favores, que se calla y oculta lo que realmente piensa… Una amiga que ha participado en el regalo de cumpleaños de la novia del chico del que está enamorada. ¿Amiga? Se le ocurre otra palabra que suena peor para definirse a sí misma. Pero es lo que le toca. Es su papel, el que ha asumido. Amiga de Ángel.
—¿Volveremos a vernos? —pregunta Katia.
—Yo a ti, seguro. Estás por todas partes. Hay rumores incluso de que vas a protagonizar una serie para jóvenes.
—¿Y yo a ti? ¿Te volveré a ver?
Ángel la mira a los ojos, esos ojos celestes, felinos, pero dulces.
—Claro, nos veremos. Pertenecemos al mismo mundo, ¿no?
—Sí. Y estoy segura de que serás un periodista famoso.
—Prefiero ser un buen periodista.
—Eso ya lo eres. Tienes que buscar nuevos retos.
—Me queda mucho que aprender, estoy empezando todavía.
—Lograrás lo que te propongas, Ángel. Todo lo que te propongas.
—Cómo tú, ¿no? También has conseguido todo lo que te has propuesto.
La chica vuelve a sonreír: amarga e irónica sonrisa.
—Sí. Todo.
Pequeñas gotas de lluvia comienzan a caer sobre el cristal del Saxo.
—Está empezando a llover. Me voy antes de que empeore.
—Vale.
—Adiós, nos veremos pronto.
—Adiós.
Ángel abre la puerta del copiloto, pero no sale inmediatamente del coche. Se inclina hacia la izquierda y besa a Katia en la mejilla.
—Muchas gracias de nuevo. Te llamaré.
Y, sin volver a mirarla, corre bajo la lluvia hasta el portal de su edificio.