Capítulo 91

sa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.

Salen del coche y cruzan la calle corriendo hacia el edificio de enfrente. No llevan paraguas. El semáforo está a punto de ponerse en rojo. Katia va delante. Se mueve ágil, rápida, bajo la lluvia y Ángel la sigue de cerca. Todavía no sabe muy bien qué está haciendo allí. Echa de menos a Paula. No puede olvidarse ni un instante de lo que ha ocurrido hace un par de horas. ¿Qué habría pasado si Erica no hubiera entrado en la habitación? Quién sabe. Perdió el control en un momento de pasión, de una fuerte carga sexual. Quizá que apareciera la niña fue lo mejor. No llevaba protección y tampoco era la situación más adecuada para la primera vez de su chica. Además, sus padres abajo. Uff. Habría sido un error de dimensiones mayúsculas.

Cuando llegan al otro lado de la calle se cobijan en el portal de aquel edificio. Están jadeantes, mojados, intentando recuperar el aliento perdido por la carrera. Katia lo mira y sonríe.

—Cada vez que nos vemos, acabamos corriendo —le dice ella, resoplando.

—Eso parece. Contigo me voy a poner otra vez en forma.

—Ya estás en forma. Eres casi tan rápido como yo. Y eso es un gran logro.

Ángel ríe. Es cierto. Aquella chica corre realmente deprisa.

—Es por los zapatos. La próxima vez ganaré yo —responde el chico.

—¿Los zapatos? ¿No tenías una excusa mejor?

El chico hace que piensa y finalmente niega con la cabeza, acompañando su gesto de una mueca con la boca.

—Pues es una excusa muy mala.

—Lo sé.

Katia sonríe. Es adorable. Cada vez que lo mira, se derrite. Es el hombre perfecto. Sin embargo, no es su hombre sino el de otra, otra a la que tiene que dedicarle una canción. La vida tiene esas cosas. Es injusta. Bueno, al menos él está allí con ella. Lo disfrutará durante unas horas.

—¿Entramos?

—Vale. La cantante de pelo rosa busca en el portero automático el bajo B y pulsa el botón.

—¿Sí? ¿Quién es? —pregunta una voz femenina.

—Hola, buenas tardes. Soy Katia. Venía para…

—¡Ah, hola! La estábamos esperando. Le abro.

Enseguida suena un ruido metálico bastante desagradable. Katia empuja la puerta y esta se abre.

—Ya está. Muchas gracias.

La pareja entra en el edificio. Las luces del recibidor están encendidas aunque la luminosidad es escasa, muy tenue, y el lugar no resulta demasiado acogedor. Un hombre vestido con una chaqueta gris de pana y una corbata roja que estaba leyendo el periódico se levanta de su silla al verlos.

—¿A qué piso van? —pregunta con desgana.

—Al bajo B —responde Katia.

—Ah, van al estudio. Es por allí —dice muy serio, indicando un largo pasillo a su derecha—. Es la última puerta.

—Gracias.

La cantante y el escritor se despiden amablemente del portero y se dirigen hacia la puerta del fondo. A mitad de camino, alguien sale del bajo B y los espera apoyado en la pared junto a la puerta.

—Hola, chicos. ¿Sigue lloviendo?

—Sí, mucho —contesta Katia y le da un beso en la mejilla a Mauricio Torres, su representante.

El hombre, a continuación, estrecha la mano de Ángel.

—Me alegro de volver a verte.

—Yo también.

Los tres entran en el piso. Una chica rubia en un mostrador, la que les ha abierto antes, les saluda sonriente cuando pasan a su lado.

—Katia me ha contado cuando la he llamado esta mañana lo que vais a hacer. Me parece un bonito detalle para tu novia.

—Gracias, aunque el mejor detalle es el de Katia por querer hacer esto y tomarse la molestia de dedicarle la canción.

—No es molestia, lo hago encantada. Todo por mis fans —dice, sobreactuando.

—Bueno, espero que a cambio hayas hecho un buen reportaje en tu revista.

—No te preocupes, Mauricio: Ángel es el mejor. Ya lo verás —se anticipa Katia.

El periodista se sonroja.

—También te quiero dar las gracias a ti por conseguir que nos dejen grabar aquí.

—De nada, hombre. El negocio de la música es así. Hoy por ti y mañana por mí. Ya me dedicarás algún día un artículo en la revista —dice Mauricio dando un golpecito en la espalda a Ángel, que no sabe si está hablando en serio o en broma.

Un hombre muy delgado y con la cabeza completamente rapada acude hasta ellos.

—Este es Moisés. Será quien se encargue de la grabación —apunta Mauricio, presentándolo—. A Katia imagino que la conoces ya y este es Ángel, un periodista del gremio.

—Encantado —Moisés le da la mano a Ángel y dos besos a Katia—. Mis niñas tienen tu disco y están todo el día cantando tus temas.

—¿Ah, sí? Me debes de odiar entonces.

—No te lo voy a negar.

—El próximo se lo regalaré yo.

—Se pondrán muy contentas —señala, forzando una divertida sonrisa—. Cuando queráis empezamos.

—Pues cuando tú quieras —comenta la cantante.

—Empezamos ya, entonces. Acompañadme.

Los tres caminan detrás de Moisés, que cojea ligeramente al andar.

—He traído lo que te dije ayer, luego le echas un vistazo —le susurra Mauricio a Katia, que se muerde los labios desorientada.

—Perdona, Mauricio, no recuerdo lo que es.

—Eres un desastre. ¿No te acuerdas de que te hablé de un sobre que llegó a tu nombre, de un chico que quiere ser escritor?

—¡Ah, eso! Sí, es verdad. Lo de la canción para su historia o algo así, ¿no?

—Eso. Pues luego lo miras, ¿vale?

—Bien.

Los cuatro entran en una sala pintada de rojo, que contiene una cabina con dos pequeñas habitaciones. En la exterior hay un ordenador y una mesa llena de botones y reglajes. A Ángel le recuerda a aquellas mesas de sonido que utilizaba en la Facultad de periodismo en las clases de radio. La habitación interior está casi vacía. Solo ve un micrófono de pie y unos cascos colgados en la pared. Un enorme ventanal separa las dos habitaciones.

—Sentaos por aquí —les indica Moisés a Ángel y a Mauricio, que se acomodan en dos sillas con ruedecitas—. Tú ven conmigo.

Katia acompaña al hombre a la habitación del micro y él le explica algunas cosas. Ángel los observa a través del cristal. Es la primera vez que está en un estudio de grabación y presencia cómo se graba una canción.

Moisés regresa y se sienta delante de la mesa de sonido. Toca un par de botones y sube y baja algunos reglajes.

—Katia, ¿me oyes bien?

—Sí, perfecto.

—¿Algún problema?

—Ninguno.

—¿Empezamos entonces?

—Sí, cuando quieras.

El hombre de la cabeza rapada se gira y levanta el pulgar en señal de OK a sus acompañantes. Luego vuelve a mirar a Katia.

—Uno, dos, tres… ¿Prevenidos?