sa misma noche de marzo, en una casa alejada de la ciudad.
Es muy raro lo que está pasando.
¿Cómo no ha visto a Paula conectada? No lo entiende. Aquel asunto a Álex empieza a parecerle una película de ciencia ficción. Recapitulando: Paula le cuenta a Diana que ha quedado con él. ¿Por qué motivo si no es verdad? Sin saber nada, la llama por teléfono, pero no se lo coge. ¿Cuál es la razón? Y ahora esto. Diana primero le indica que su amiga está conectada al MSN, aunque él no la ve, y enseguida dice que ya no está, que se ha tenido que ir rápidamente a cenar.
Demasiadas casualidades. Extraño. Muy extraño. Y lo que es más importante, no ha podido hablar con Paula todavía. Es como si le estuviese esquivando.
No hay que ser demasiado inteligente para saber que algo está sucediendo y debe averiguar qué es.
Álex, con el portátil sobre sus piernas, espera a que Diana regrese. Cuando vuelva va a hacerle algunas preguntas.
La puerta de la entrada de la casa se abre. Es Irene que llega tarde, lo que significa que debe haber hecho algo después de clase. Seguramente quedado con alguien, con uno de esos chicos que van con ella al curso y que se morirán de ganas por llevársela a la cama. Espera no tener que soportar ruidos de muelles y gemidos en su propia casa.
El chico oye cómo su hermanastra sube lentamente la escalera y llega hasta la puerta de su habitación. «Toc toc». Al menos esta vez se ha tomado la molestia de llamar.
—Pasa.
Irene abre y se queda en el umbral. Está espectacular, como esta mañana. Lleva aquel vestido escotado y corto que deja ver sus magníficas piernas. Sonríe.
—Hola, ya estoy aquí.
—Ya te veo —contesta con seriedad.
—Qué borde eres en ocasiones… ¿También eres así con tus fans? —pregunta la chica sin perder la sonrisa con la que entró en el dormitorio de su hermanastro.
—No tengo fans.
—Ya, seguro —dice Irene, mientras se echa el pelo hacia un lado y lo peina con las manos—. ¿Has cenado?
—No.
—Yo tampoco. ¿Cenas conmigo?
—No tengo hambre.
—¡Ay, chico, qué soso estás! Venga, te preparo algo, que tienes que alimentarte bien para poder escribir.
Álex la observa. Es difícil no hacerlo. Cada gesto que hace transmite una sensualidad desbordante. Continúa sonriendo.
—Bueno, ahora bajo. Pero no hagas nada para mí. Cena tú.
—Vale. Te espero diez minutos y, si no bajas, cenaré sola.
—Haz lo que quieras, Irene.
—Borde.
La chica cierra la puerta un poco más fuerte de lo que su hermanastro habría deseado. Seguro que lo ha hecho para molestarle. ¡Bah!
Han pasado ya más de diez minutos desde que Diana se fue.
—¿Diana, sigues ahí? —escribe impaciente.
La respuesta no llega inmediatamente. Seguirá hablando por teléfono con su amiga.
Álex comienza a perder los nervios. Algo inhabitual en él, que es una persona muy tranquila y no se altera por cualquier cosa. Pero este asunto le inquieta. Suspira profundamente.
«Titití» y una lucecita naranja.
—Sí, Álex, perdona. Ya estoy aquí.
¡Por fin! Diana ha regresado.
—Empezaba a pensar que me habías abandonado.
—¿Bromeas? ¿Cómo voy a abandonar a un chico como tú? ¿Estás loco?
Álex sonríe. Aquella chica le cae bien. Tiene desparpajo y un sentido del humor muy particular.
—Creo que estoy empezando a estarlo. ¿No te ha dicho Paula por qué no me coge el móvil?
—No. No me ha dado tiempo a preguntárselo. Se ha ido muy rápido.
—¿Y tampoco sabes por qué te dijo que había quedado conmigo?
—Bueno, algo ha insinuado. Es que estábamos en casa de un amigo estudiando y ella cree que él y yo nos gustamos. Entonces, ha dicho que se iba para dejarnos a solas.
Tiene sentido. Sin embargo, siguen sin encajar todas las piezas. Álex se frota el mentón y escribe.
—¿Y por qué precisamente te dijo que había quedado conmigo y no con otra persona?
—Pues ni idea. Cosas de Paula. Sería lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Ya —responde, sin tenerlo demasiado claro.
—Por cierto, Álex, te tengo que decir una cosa.
—Cuéntame.
—La chica con la que acabo de hablar por el móvil es Miriam. En su casa es donde íbamos a hacer la fiesta de cumpleaños de Paula. Pues resulta que al final sus padres no se van y la hemos suspendido.
Otra coincidencia. Ahora Álex ya está seguro. Algo le pasa a Paula con él… Pero tiene que tirar más del hilo para asegurarlo.
—Vaya, ¡qué mala suerte! ¿Y no hay otro lugar? Paula no se puede quedar sin fiesta de cumpleaños.
—No, no tenemos otro sitio. Seguramente nos quedemos sus tres mejores amigas por la noche en su casa y lo celebremos nosotras solas.
—¿Y si lo hacemos en mi casa?
—¿En tu casa?
—Claro. Aquí hay mucho espacio. Y aunque esté retirado de la ciudad, podéis coger un autobús y venir todas juntas. Incluso podríamos quedar en alguna parte y yo os traigo hasta aquí.
Silencio. Diana no escribe. Álex sabe que la respuesta será negativa. ¿Qué pondrá como excusa?
—No es mala idea… Pero somos muchos, no solo Paula, las otras dos chicas y yo. Habrá mucha más gente y serían demasiadas molestias para ti.
—¡Qué va! No es molestia. Cuantos más, mejor. ¿No?
Otro silencio, este más largo. Un minuto. Dos. Sin respuesta.
—Bueno, lo consultaré, pero no creo que sea posible, Álex —termina respondiendo.
—¿Con quién lo consultarás? ¿Con Paula?
—Con todas. Con ella también, claro.
—Entonces sí que será imposible porque parece que no quiere saber nada de mí.
El chico siente un pinchazo en el pecho cuando escribe esto. Pero es el momento de llegar al fondo de la cuestión.
—Claro que no. ¿Por qué dices eso?
—Porque es la verdad. Paula no quiere hablar conmigo.
—No lo sé, Álex. Pero no creo que sea así.
—Yo creo que sí lo sabes, Diana.
—De verdad que no.
Álex reflexiona un instante. Quizá es cierto y esa pobre muchacha no está al corriente de lo que ocurre.
—¿Cuál es la dirección de Paula? Voy a ir a hablar con ella.
—¿Cómo? ¿Qué te diga la calle donde vive?
—Sí. Eso sí lo sabrás, ¿no? No tiene nada de malo que me lo digas.
Diana no contesta. Álex sabe el compromiso en el que está poniendo a aquella chica, pero no le queda más remedio.
—No puedo decírtelo. Compréndeme.
—¿Por qué no?
—Porque son datos personales. Es ella la que te los tiene que dar.
—Así que no me vas a hacer ese favor.
—No. Lo siento.
Los dos se quedan unos segundos sin escribir. Álex piensa. Tiene que encontrar la forma de sacarle información. Ahora está convencido de que algo le ha pasado a Paula con él y de que su amiga lo sabe.
—Diana, sé que algo pasa, que Paula tiene un problema conmigo. Y estoy convencido de que tú estás al corriente.
—Mira, Álex, yo no me puedo meter en medio de vosotros dos. Si hay un problema entre ambos, lo tenéis que solucionar vosotros.
—Así que sucede algo, ¿verdad? Lo has confesado.
—No. Yo no he confesado nada. Solo que si Paula no te coge el móvil es problema tuyo y de ella, no mío. Yo solo te digo que no sé nada.
—Mientes, Diana. ¿Es tan grave lo que le he hecho para que no quiera hablar conmigo?
—No lo sé.
—Vamos, Diana, cuéntame qué pasa.
—Álex, por favor. Es una de mis mejores amigas. No me hagas esto.
—Por eso tienes que decirme lo que pasa, porque quiero solucionarlo. Si no sé lo que ocurre, ¿cómo voy a arreglarlo?
—Álex, por favor. He prometido no decir nada.
—Tienes que decírmelo, Diana. No me puedes seguir mintiendo. Lo estoy pasando muy mal por esto y necesito saber la verdad. Te lo ruego.
Tensión. Instantes infinitos. Situación al límite frente al ordenador en el cuarto de Diana, sentada en una silla, con la bandeja de la cena sin terminar a su lado. Dudas. Compromiso. Secretos. En la habitación de Álex, él está en la cama con el portátil entre las piernas. Ansiedad. Incertidumbre. Nervios. Y miedo.
No hay palabras nuevas.
Pero en el MSN del chico aparece que Diana está escribiendo. Un brote de esperanza nace en él. Tal vez se ha decidido a explicarle qué es lo que pasa.
Y cerca de las diez de la noche llega la verdad. La respuesta a la pregunta de Álex en tres párrafos inmensos que Diana copia y pega en el Messenger después de haberlos escrito primero en Word: ahí está el motivo por el que Paula no le coge el teléfono, la razón por la que no la ha visto conectada y la solución al enigma de quién había quedado con ella en su propio nombre.
—Irene —susurra—. No me lo puedo creer. No me lo puedo creer —repite en voz baja, apretando los dientes.
La ira recorre todo su cuerpo. Siente rabia por dentro. Intenta contenerse, pero quiere gritar. Se reprime, aunque la furia se apodera de él. Sin decir ni una palabra, golpea violentamente la almohada con el puño derecho, luego con el izquierdo y de nuevo con el derecho.
Ahora lo comprende todo. Ahora entiende que la única culpable de que Paula no acepte ni siquiera hablar con él está viviendo en su misma casa.
—Álex, ¿estás bien? ¿Te has ido? —pregunta Diana al ver que el chico no escribe nada.
—No. Todo esto es una locura. Nada es verdad.
Mira el reloj. Es tarde, pero tiene que ver a Paula y contarle todo en persona, si no le creerá.
—Diana, necesito saber dónde vive Paula. Dame su dirección, por favor.
—Ya te he dicho que no puedo.
—Diana, por favor.
—Álex, no puedo.
—Confía en mí. Ahora no tengo ni un segundo que perder. Te lo contaré todo en cuanto pueda. Pero necesito hablar con Paula en persona. Dame su dirección, por favor.
La chica, abrumada por las palabras de Álex, escribe el nombre de la calle y el número en el que Paula vive.
—Gracias. Eres una buena amiga. Por favor, no le digas nada a Paula. Si se entera, igual ni me abre la puerta. Un beso, me tengo que ir. Ya hablaremos.
Y, sin esperar a su despedida, apaga y cierra el ordenador portátil.
Le está agradecidísimo a aquella chica. Sin ella jamás se habría enterado de los planes de su hermanastra que, sin duda, contaba con que Paula no le dijera nada, pero no con que había otra persona que sí podía hacerlo. Diana ha sido el gran fallo de Irene.
Álex busca a toda velocidad un abrigo que ponerse. Da con una chaqueta vaquera azul que se abrocha conforme baja la escalera. Mientras, piensa en cómo llegar a la casa de Paula desde donde vive. En bus y metro tardaría una eternidad. No tendrá más remedio que pedirle el coche a Irene. Uff. Casi cuatro años sin conducir. Se sacó el carné a los dieciocho y luego nada de nada. ¿Sabrá llevar el Ford Focus de su hermanastra?
Entra en la cocina. Irene muerde un sándwich de jamón y mantequilla. Observa a Álex y sonríe.
—Está bueno. ¿Quieres?
—No —responde seco.
Ahora no tiene tiempo de discutir, aunque le encantaría decirle todo lo que piensa de ella. Además, necesita su coche y debe moderarse si quiere que se lo preste.
—¿Te preparo uno?
—No, gracias. Necesito que me dejes el coche. Tengo que ir a la ciudad.
Irene lo mira sorprendida.
—¿A la ciudad? ¿Y eso?
—Tengo que ir a ver a un amigo que me ha pedido que le deje leer lo que llevo escrito del libro. Conoce a un editor y le hablará de mí —miente.
—¡Ah, qué bien!, ¿no? ¿Te llevo yo?
—Es mejor que vaya solo. ¿Me lo dejas o no?
—Bueno, no sé. ¿Cuánto llevas sin conducir?
—No te preocupes por eso, sé lo que hago. ¿Me lo vas a dejar o me voy en bus?
—Vale, vale. Espera.
La chica sale de la cocina y sube hasta el cuarto en el que está instalada. En pocos segundos aparece con las llaves en la mano.
—Toma. Pero ten cuidado, ¿eh?
—Lo tendré. Gracias.
Álex no dice nada más, camina hasta la puerta y abre. Irene lo sigue de cerca. Contempla con recelo cómo su hermanastro se sube al Ford. Le cuesta arrancarlo, se le cala dos veces, pero al final lo logra. Sin embargo, su primera maniobra es terriblemente torpe y casi se estrella contra una de las paredes de la casa al acelerar excesivamente deprisa. La chica se pone las manos en la cara. Empieza a arrepentirse de haberle dejado el coche.
—¿Seguro que no quieres que te lleve yo? —grita.
—¡No! Ya está todo controlado —responde Álex, sacando la cabeza por la ventanilla.
Poco después consigue enderezar el coche y enfilar el camino de salida correctamente. Acelera de nuevo y desaparece por el sendero que conduce hasta la carretera principal.
Irene suspira. «¡Joder! Será un milagro que no tenga un accidente. No se lo debería haber prestado».
Pero lo que realmente no sabe Irene es el verdadero motivo por el que aquel favor no tenía que haberse producido.