Capítulo 70

sa misma tarde de marzo, en otro lugar de la ciudad.

—Y ahora despeja la x.

—¿Qué?

—Si lo hemos hecho ya mil veces… Despeja la x.

—¿Cuál de ellas?

Mario suspira, le arrebata a Diana el lápiz y rodea con un círculo la x a la que se refiere.

—Ésta.

—Ah, vale. No es tan complicado, entonces.

—No, no lo es.

—Pues haberlo dicho antes, hombre.

—Uff.

El chico resopla ostentosamente.

—¿Qué pasa? —dice la chica, muy seria y alejándose un poco de él—. ¿Te agobio, no?

—Es que llevamos toda la tarde con esto.

—Ya. Estás harto de mí.

—De ti, no. De esta parte, sí.

—Ah. Muy bien, muy bien. Comprendido.

Diana se pone de pie y comienza a meter sus cosas en la mochila.

—¿Qué haces?

—Me voy. ¿No es eso lo que quieres?

—Bueno…

—Tranquilo, tranquilo. Ya no te molestaré más.

Mario la observa en silencio mientras recoge. No para de susurrar cosas que no consigue entender, pero que seguramente serán sobre él y no muy buenas, precisamente.

En el fondo, siente que se vaya. Diana no está tan mal. Si, es una pesada, y a veces las formas le pierden. Pero también es cierto que se está esforzando por aprender. Y es… ¿resultona? No tiene la belleza natural de Paula ni su cuerpo y le falta la magia que desprende esta allá donde va. Pero es mona y tiene un punto de locura muy simpático.

—No te pongas así.

La chica se detiene un instante y lo mira fijamente a los ojos. No son demasiado expresivos, pero poseen cierta ternura y calidez.

—Que no me ponga ¿cómo, Mario? Si llevas todo el rato quejándote.

—Eso no es cierto. Ah, es verdad. Cuando le explicabas las cosas a Paula no te quejabas. Es más, hasta sonreías. ¡Pues perdona por no ser Paula!

Los ojos de Diana brillan, húmedos, llorosos. Está de pie, con la mochila colgada en la espalda, enfrente del chico del que se ha enamorado perdidamente. Él permanece pasivo, inmóvil: alguien que hace tres días solo era el hermano de Miriam y que ahora se ha transformado en su obsesión.

—Verás, Diana…

—No quiero explicaciones, Mario. ¿Crees que no sé qué pasa?

—¿Cómo?

—Vamos, Mario, a mí no me engañas. Puedo parecer tonta, y quizá lo sea, pero soy la única que se ha dado cuenta de lo que sucede.

—No entiendo de lo que hablas.

Diana se deja caer en la cama. El colchón se hunde un poco y gruñe débilmente. Deja de mirarlo, huye de sus ojos, y sentencia:

—Tú estás enamorado de Paula.

—¡¡Qué dices!!

—Para mí está muy claro. Estás loco por ella.

El chico no sabe qué contestar. Se sienta en una de las sillas del dormitorio y escucha lo que su amiga piensa.

—Se nota, Mario. Todo lo que te pasa es porque ella te gusta. No duermes, no comes bien, estás más despistado que de costumbre. Incluso miras hacia nuestro rincón en clase, frecuentemente. Es por Paula. Todo eso es por ella, ¿verdad?

Pero Mario no responde. Cuando Diana vuelve a mirarlo, el aparta sus ojos de los de ella.

—Así que estoy en lo cierto. —La chica sonríe amargamente—. Soy gilipollas.

Diana se levanta de la cama de nuevo y mira al chico, que desearía desaparecer en ese momento. Su secreto, desvelado.

—Por favor, no digas nada a nadie —murmura, por fin, tras unos segundos en silencio.

—Tranquilo, no diré nada.

—Gracias.

La chica suspira. Tenía razón en sus sospechas. Y le duele, le duele en lo más profundo de su corazón.

De pie, con la mochila a cuestas, no sabe qué hacer. ¿Huye? ¿Pelea? ¿Abandona? ¿Se enfrenta a la realidad?

—¡Joder! Si es que los tíos sois…

—¿Qué?

—¿Por qué Paula? ¿Por qué todos os fijáis en ella? ¿Qué tiene?

—No lo sé.

—Hay más tías en el mundo, ¿sabes? —Su tono es de reproche, valiente, sincero—. Tú no has estado con ninguna, ¿verdad? No has besado nunca a nadie. ¿Me equivoco?

Mario vuelve a quedarse callado. No quiere contestar a eso.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Esperarla toda la vida? ¿Esperar que la chica de tus sueños algún día descubra que su amigo de la infancia la quiere?

—Déjame, por favor.

—Y, mientras, soportarás que salga con otros, que la besen, que se la lleven a la cama.

—¡Joder, Diana! ¡Déjame!

—¿Qué te pasa Mario? Es la verdad. ¿Duele?

—¡Déjame!

—¿Serás virgen hasta que ella se encapriche de ti y pase del resto?

—¡Coño, Diana, te he dicho que me dejes! ¡Aunque te joda, la quiero a ella, no a ti!

El grito de Mario retumba en la habitación. También en su cabezas. Y en sus corazones. Son palabras que hieren y cortan sangre. La de la chica se derrama a borbotones por dentro, Invisible, fría, punzante.

En ese instante, Miriam entra en el cuarto sin llamar.

—Mario, ¿has gri…? Ah, Diana, ¿qué haces aquí? —pregunta, extrañada, sin comprender nada de lo que pasa.

Pero esta no puede articular palabra. Sale del dormitorio, apartando con el codo a su amiga y con aquella última frase clavada en el corazón.