sa tarde de marzo, en algún lugar de la ciudad.
En el primer sitio al que van, Katia se ve obligada tres autógrafos en la puerta de la cafetería a unas niñas que la reconocen. Enseguida se acercan dos adolescentes más que ponen muy nerviosas al verla y con sus gritos alertan a otro grupito de chicas que corre hacia la cantante del pelo rosa. Ángel, al comprobar lo que se les viene encima, la agarra de la mano y juntos huyen a toda velocidad por las calles de la ciudad. La gente los observa sorprendida. No pueden creer lo que ven, es imposible que aquella chica sea quien piensan que es.
Finalmente la pareja consigue ocultarse en una calle estrecha y con poca luz. Exhaustos, se inclinan sobre sí mismos, apoyándose en las rodillas, y jadean.
—¿Siempre que vas a tomar un café pasa esto? —pregunta Ángel, tras soltar un largo soplido.
—Desde que salgo en la tele, sí. Pero no suelo huir de esta manera.
—Pues estás en muy buena forma. Ibas muy deprisa.
—Es mi deber. Estar en forma es parte de mi trabajo. Hago bastante ejercicio para poder aguantar el ritmo en los conciertos. Tú también eres rápido.
—Gracias. Algo me queda de condición física todavía. Pero te aseguro que no es por huir de ninguna fan.
La chica sonríe. Se endereza y estira. Primero el cuello, luego los hombros y termina con los brazos y las manos. Ángel la contempla atentamente. Es bonita. Mucho. Y tiene un cuerpo perfectamente proporcionado. Pequeño, estético y sensual. Katia se da cuenta de que el periodista la observa.
—¿Qué estás mirando?
—Nada.
—¿Nada? Ya.
—Simplemente recordaba cómo hemos llegado hasta aquí.
—Pues hemos venido por Gran Vía, luego…
—No me refería a eso —la interrumpe Ángel, que sigue mirándola fijamente.
—Ah, ¿no?
—No.
—Entonces, ¿a qué te referías, si puede saberse?
Ángel no dice nada. Se acerca a la esquina y comprueba que nadie les ha seguido.
—Vale. Vía libre.
—No creo que sea por mucho tiempo. Vayamos donde vayamos pasará algo parecido.
—Joder, qué lata…
—Sí. No me acostumbro, pero la verdad es que antes lo llevaba peor.
—Pues no debería ser así. ¿Cómo soportáis esto los famosos? Ni tan siquiera puedes ir a tomarte un café tranquila.
—Es el precio que hay que pagar. Vendes discos, ganas dinero, te invitan a fiestas, te codeas con personajes importantes, pero luego.
El periodista reflexiona un instante. Tiene la solución, pero no está muy seguro de ella. Jugar con fuego siempre es peligroso pero necesita hablar con la Katia urgentemente.
—¿Vamos a mi casa?
La pregunta desconcierta a la chica. Hace un día no le cogía ni el teléfono y ahora le invita a su casa.
—Pero. —Es lo mejor. Allí no nos molestarán. No creo que pudiera aguantar otra carrera así.
Ángel sonríe. Tiene unos ojos preciosos, azules, muy azules, que resaltan en su cara aún más cuando sonríe. Brillan. Brillan y enamoran. Muy importante debe ser lo que le tiene que contar para que la invite a su propia casa después de todo lo que ha pasado entre ellos.
—Bueno, como tú quieras.
—Vamos a mi casa entonces. Si no te importa, cogemos un taxi —indica el chico—. El coche de tu hermana está lejísimos de aquí y seguro que tus seguidores nos volverán a asaltar.
—Vale.
Salen de la calle oscura y caminan juntos sin hablar. Una niña de unos ocho años que va con su madre la señala y la nombra, Katia sonríe, pero no se para. Ahora no puede hacerlo, y no se siente bien por ello. Es el otro lado de la profesión. No es fácil ser un personaje público, que te reconozcan y admiren, y tú no puedas corresponder simplemente porque no tengas tiempo o no te queden fuerzas para más. La fama es dura y cruel en ocasiones.
Tienen suerte. Un taxi libre está parado en un semáforo a unos cincuenta metros de donde están. Ángel lo ve y de nuevo la coge de la mano y corren hasta él. Llegan a tiempo. Suben y el periodista indica al taxista la dirección de su piso.
Mientras tanto, esa tarde de marzo, en otro lugar de la ciudad.
Los grandes ojos castaños de Álex no miran hacia ninguna parte. Atraviesan uno de los ventanales del Starbucks, pero sin un punto fijo, sin horizonte.
Antes ha leído un e-mail que le han enviado a su correo electrónico y desde entonces no ha parado de pensar en ella. En Paula.
Ni siquiera ha escrito dos frases de Tras la pared. Imposible Su cabeza no está allí, delante del ordenador. Hace minutos que se evadió de la realidad y vive en un sueño, en un mundo lejano de notas musicales y sonrisas de adolescente. Recuerda sus ojos, sus labios, esos que estuvo a punto de besar.
Solo ha decidido una cosa y ha sido antes de entrar en su cuenta de hotmail: llamar Rosa al nuevo personaje de su historia, como la chica que le ha atendido tan amablemente, un pequeño homenaje de esos que tanto le gusta hacer en sus textos.
La tarde cae. La cafetería se va vaciando de gente. Ya no están las quinceañeras ni las norteamericanas que han subido a la planta de arriba tras él. Sí que se hace notar en uno de los sillones dobles de la esquina una pareja de chicos homosexuales que intercambian algún que otro beso y más de una risa incontrolada, felices, imprudentes, libres.
—¿Se encuentra bien? —pregunta una voz femenina que enseguida reconoce. Rosa tiene un paño mojado en la mano. Lo deja caer sobre la mesa de al lado del escritor y la limpia afanosamente.
—Sí. Gracias, Rosa —contesta Álex, que sonríe al verla.
—Si no se encuentra bien, le puedo traer alguna pastilla o algo.
—No, no te preocupes. Estoy bien. No me duele nada.
La camarera enrojece. El rojo de su cara es intenso, más que el de cualquier otra persona normal. Las mejillas le arden. A pesar de la vergüenza, no cesa ni un instante de sonreír.
—Lo siento.
—No me pidas perdón.
Quizá me he metido donde no me llaman.
—En absoluto. Te agradezco que te preocupes. Normalmente las personas no se interesan las unas por las otras. No es habitual que te pregunten cómo estás.
—Es cierto. A usted lo que le preguntarán normalmente es si tiene e-mail o si les da su teléfono móvil.
Álex suelta una carcajada. Aquella chica le ha hecho reír. Es muy simpática.
—¡Qué va! Eso no me ha pasado nunca.
—No me lo creo.
—Pues créetelo.
La chica termina de limpiar la mesa. La próxima es la más cercana a la de la pareja gay. Un grupo de jóvenes la ha dejado hecha un desastre. La camarera resopla ante el panorama, pero duda si debe acudir o no en ese momento. Los dos chicos se están dando un beso. Mantienen los ojos cerrados, sin importarles las palabras de más ni las miradas curiosas. Rosa prefiere no molestar y no se acerca.
—Qué suerte tienen esos dos… —le comenta a Álex en voz baja, mientras finge que limpia de nuevo la mesa de antes—. Cuánta pasión. Hay que ser muy afortunado para encontrar a alguien que se entregue así por ti.
El chico los mira de reojo. El beso continúa.
Comienza a sonar una canción de Tiziano Ferro en italiano: Il regalo piu grande, «El regalo más grande». Parece puesta a propósito para ellos. Cada uno está con la persona a la que quiere y no dudan en demostrar su amor. No prestan atención a nada ni a nadie. El mundo del uno es el otro, y con eso basta.
Un sentimiento cargado de melancolía y de soledad recorre el interior de Álex. Paula, sin duda, sería su regalo más grande.
—Sí, son muy afortunados —responde resignado.
—El amor es tan bonito cuando es correspondido. Los ojos de Rosa se nublan, se humedecen. El sol empieza a desaparecer.
—¿Estás bien? —pregunta Álex, que se ha dado cuenta de que algo pasa.
—Sí, sí. Estoy bien.
Pero no es cierto. Rosa se está acordando de su único novio, de la única persona que la quiso, de la única persona que le hizo el amor y luego la abandonó. Un recuerdo amargo. Eterno.
Aún así, no tarda en recuperar la sonrisa.
Álex percibe su tristeza. Quizá sea la misma que él soporta, la de no poder estar con la persona a la que quiere. Sabe lo que duele. Perfectamente. Comprende lo que supone querer, pero mi ser querido. Y desearía ayudarla.
Entonces se le ocurre algo.
De una de las dos mochilas, en la que guarda la otra vacía, saca el cuadernillo de Tras la pared que aquella chica lanzó a la pared y que él rescató al verlo.
—Toma, para ti —dice, mientras entrega el ejemplar a la camarera.
Rosa lo coge y lo ojea, tan sorprendida como entusiasmada.
Álex se levanta de la mesa.
—¿Lo ha escrito usted?
—Si Ya me dirás qué te parece la próxima vez que venga.
—Qué honor. Muchas gracias. El próximo caramel macchiato lo pagara la casa.
Ambos sonríen.
Y los dos se sienten mejor.
La pareja de homosexuales sigue besándose.
Juntos bajan y se despiden en la puerta. En la escalera, Álex le ha pedido un último favor.
—Sí, dígame.
—No me trates más de usted, por favor.
A hora camina por la ciudad, mientras el atardecer amanece. Triste, pero alegre. Melancólico, pero esperanzado. Y piensa en ella, en Paula, a la que no sabe que verá antes de que el sol vuelva a salir.