Capítulo 57

sa misma mañana de marzo, en otro lugar de la ciudad.

El coche se detiene. Hay un hueco libre. Irene mira hacia atrás para ver si viene alguien. Nadie. Gira el volante suavemente y da marcha atrás. Álex observa la maniobra. Ha accedido a que lo lleve una mañana más pues, aunque no le satisface excesivamente la idea, le ahorra tiempo, dinero y aglomeraciones.

Juntos van a recoger cuarenta cuadernillos fotocopiados de Tras la pared en la reprografía del señor Mendizábal.

—No hacía falta que aparcaras. Si luego ya me voy yo solo en el metro…

—Venga hombre, te espero. De todas formas no llego a la primera clase —dice la chica mientras logra estacionar perfectamente su Ford en el espacio que ha encontrado libre—. Listo. Perfecto, ¿no te parece?

—Bueno, si tú lo dices… Pero no quiero que me esperes.

—Está perfecto. Y sí, te espero.

—De verdad que no hace falta.

—No seas tonto. Corre, date prisa, que te invito luego a desayunar.

—En serio que no…

—No me vas a convencer esta vez. Soy más cabezota que tú y el coche está aparcado. Estoy muerta de hambre, así que apresúrate.

—Irene, no voy a desayunar contigo.

—Pues te seguiré hasta que quieras hacerlo.

—¿Qué vas a qué?

—Eso, te perseguiré por toda la ciudad hasta que desayunemos: por la calle, por el metro… Vayas donde vayas, estaré yo.

—No te creo.

—Prueba y verás.

—Te comportas siempre como una cría.

—Es que soy una cría: solo tengo veintidós años. Estoy empezando a vivir. Corre. Tengo hambre.

Álex suspira y se da por vencido. Se baja del vehículo y entra en el establecimiento.

Si no fuera porque es a Agustín Mendizábal a quien va a ver, lo acompañaría, pero Irene no soporta a ese viejo con el que comieron ayer. ¡Qué desagradable! Un hombre de sesenta años tirándole los tejos… Aunque la verdad es que ya está acostumbrada a cosas así. ¡Qué desesperados están los hombres y más estos ancianos que ya viene de regreso de todo…! ¡Viejo verde…!

Hace calor dentro del coche. La chica baja la ventanilla y saca un brazo desnudo por ella. Sopla una brisa fría que le resulta agradable. Un grupito de estudiantes universitarios pasa en esos momentos por su lado y se la quedan mirando. Buscan y quieren ver más. Y es que, a pesar de que el tiempo ha cambiado, Irene ha decidido ponerse un vestido morado escotado que le llega encima de las rodillas, medias negras y zapatos de tacón no demasiado altos. Oye un silbido y un piropo descarado. «No solo los viejos están salidos…», piensa ella. Les sonríe, lanza un beso al aire y vuelve a subir la ventanilla mientras agita la mano despidiéndose. «Capullos…». Los chicos se alejan riendo a carcajadas con risas falsas, exageradas, estúpidas.

Irene tamborilea con los dedos en el volante. Álex tarda un poco más de lo que esperaba. Quizá no legue ni a la segunda clase. Su profesor se estará preguntando dónde se ha metido. Seguro que la está echando de menos. Y más hoy con ese vestido. Se le quedará la boca abierta cuando la vea. Ni tendrá que justificar su ausencia.

Su móvil suena. Es un SMS. Quizá sea…

Se inclina hacia atrás y alcanza el bolso, que está en el asiento trasero del coche. Lo abre y saca el teléfono.

No, no es ella. El mensaje es del chico de su clase con quien fue a cenar, preguntándole por qué no ha ido a clase. Otro para la lista de los que se pillan, y eso que solo han cenado. Está bueno, pero no le interesa. Puede que algún día le invite a algo más si las ganas le desbordan. No se negaría: nadie se negaría a pasar una noche con ella de sexo puro y duro.

¿Nadie? Sabe la respuesta. Álex aparece por fin. «¡Mierda, no viene solo!»: El señor Mendizábal le acompaña. Ambos van cargados con dos pesadas mochilas llenas de cuadernillos de Tras la pared. Irene se lamenta y suelta un par de improperios en voz baja.

El anciano sonríe de oreja a oreja cuando la ve, dejando al descubierto su mal cuidada y escasa dentadura.

—Irene, ¡qué alegría volver a verte!

El hombre deja la mochila en el suelo y se coloca frente a la ventanilla en la que la chica sonríe forzada. Obligada por las circunstancias, se baja del coche.

Dos besos.

—Hola, Agustín, ¿cómo está?

—Pues muy bien. —El señor Mendizábal la repasa de arriba abajo sin disimular—. Aunque tú estás mucho mejor, por lo que veo.

—Qué simpático eres… —comenta entre dientes, intentando ocultar su incomodidad.

Álex mete dentro del Ford la mochila que lleva colgada. A continuación hace lo mismo con la que Agustín Mendizábal ha dejado en el suelo.

—Bueno, esto ya está. Gracias por regalarme veinte cuadernillos más de los que le pedí. Le debo otra comida.

—No, la próxima vez pagaré yo. Espero que tú nos acompañes, preciosa —indica el anciano besando la mano de Irene—. ¿Te viene bien el lunes?

—Huy, no sé si podré… Estoy liadísima con el curso. Pero si tengo un rato libre, cuente conmigo.

La chica retira rápidamente la mano de los labios de Agustín y abre la puerta del coche. Mira a Álex y le hace un gesto con la mano para que entre. Éste no entiende, pero obedece.

—Bueno, Agustín, nos vamos. Un placer volver a verle.

—Adiós, cariño. Espero verte pronto.

Irene cierra de un portazo y enseguida comienza a maniobrar. Álex, mientras, se despide del hombre desde el asiento de copiloto.

El Ford sale del aparcamiento y se adentra en la circulación. Hay bastante tráfico.

—Pero ¿no íbamos a desayunar? —pregunta el chico desconcertado cuando ya no alcanza a ver al señor Mendizábal, que aún continuaba despidiéndose con la mano.

—Sí, pero me he acordado de un sitio mucho mejor, cerca de aquí.

—¡Ah!

Irene sonríe. No hubiera soportado que aquel viejo se apuntara con ellos a desayunar. Está dispuesta a todo por conquistar a su hermanastro, pero ese todo también tiene un límite.