sa tarde de marzo, en un lugar alejado de la ciudad.
—¡Achís!
Paula estornuda al sentir un cosquilleo en la nariz. ¿Qué ocurre?
Tiene la vista borrosa y le cuesta ubicarse. Despistada, mira a su derecha y se encuentra con el rostro sonriente de Ángel.
—¿Has dormido bien? —le pregunta el chico, mostrando una vez más sus dientes blanquísimos.
—¿Me he dormido?
—Como un bebé.
Está tumbada sobre el césped con la cabeza apoyada en las piernas de Ángel y tapada con su abrigo.
—Hola, buenas tardes. Me alegro de volver a verte.
Paula oye una voz familiar a su espalda y se gira extrañada. Allí está la actriz del anuncio de chicles. Andrea Alfaro juguetea con una brizna de hierba y sonríe.
—¡Ah, hola! ¿Qué tal? ¿Cómo estás? —dice sentándose en el suelo y tratando de espabilarse lo antes posible.
—Muy bien, charlando con tu novio mientras tú roncabas —responde, guiñándole un ojo.
Paula enrojece. Se muere de la vergüenza. ¿¡Cómo la ha dejado Ángel dormir estando esta chica allí!?
—Vaya, yo… —No sabe qué decir.
Los tres guardan silencio hasta que Ángel y Andrea rompen a reír.
—NO te preocupes, cariño. No has roncado ni una sola vez. Si estás adorable cuando duermes…
Él la besa en la frente y luego en los labios. Paula no está demasiado conforme. Se ha burlado de ella delante de una estrella de la tele. ¡Y no la ha despertado! Pero no quiere dar la nota. Se deja hacer y le devuelve el beso.
—¿Has conseguido darle a la bolita? —pregunta la chica, que aún lleva el gorrito rosa—. Yo, por más que lo he intentado, apenas la he movido dos o tres veces del sitio.
—Bueno, más o menos. Aún tengo mucho que aprender.
—No seas modesta, cariño. Has jugado muy bien.
—Quizá «bien» es exagerado. Pero con un poco de práctica, te ganaré.
Ahora es ella la que besa a su novio, que termina abrazándola pasando su brazo por detrás.
—Me caéis muy bien. ¡Y qué buena pareja hacéis!
—¿Sí? ¿Tú crees? Pues casi no la quiero.
—¡Qué dices! ¡Serás…!
Los dos intercambian un par de débiles golpes al brazo del otro ante la mirada divertida de Andrea.
—Chicos, ¿por qué no os venís conmigo? Tengo que pasarme un momento por los estudios de grabación, pero luego podemos quedar con mi novio e ir los cuatro a tomar un café o algo.
Es verdad, ahora lo recuerda. Paula ha leído, no hace mucho, que Andrea Alfaro será una de las protagonistas principales de una nueva serie para jóvenes.
—Por mí, vale. Tengo la tarde libre. Será divertido —contesta Ángel.
—¿Y tú? ¿Tienes algo que hacer? Son solo las cinco y diez.
Las cinco y diez. Paula piensa un instante. Algo pasa… ¿Qué es lo que se le ha olvidado? ¡Mierda! ¡Mario! ¡La clase de Matemáticas! ¡Tenía que estar en su casa a las cinto!
—¡Dios! ¡Había quedado para estudiar Mates! —grita nerviosa.
—¿Estudias Matemáticas? ¿No eres fotógrafa de una revista?
Ángel y Paula se miran entre sí.
—Cariño, explícaselo todo. Voy a llamar un momento por teléfono.
—Vale.
—¿Explicarme qué? —pregunta confusa la actriz.
—Pues verás. Resulta que…
Ángel comienza a contarle todo a Andrea mientras Paula se aleja unos pasos con el móvil en la mano.
Camina pensativa. No se siente bien. Pero ¿qué le dice a su amigo? ¿Qué se retrasa? Es demasiado tarde. ¡Uff! ¿Y si no va? Debe ir. No solo por no dejarle plantado sino porque el examen es el viernes. Si no estudia y no lo prepara bien, no aprobará. Con lo que ello supondría.
Pero, por otra parte, ir al rodaje de la serie de Andrea Alfaro y luego tomar algo con ella y su novio acompañada de Ángel… ¡es un plan increíble!
Se muerde los labios. Mira una vez más el reloj. Casi y cuarto.
¿Qué hace?
En esos momentos, esa tarde de marzo, en un lugar de la ciudad.
Le tiemblan las manos. Extiende el brazo derecho para examinar su pulso. Los dedos no pueden estar quietos: se mueven, tiemblan, y mucho, además. ¿Es por la cafeína o es a consecuencia de los nervios? Cincuenta y cincuenta, quizá.
Las cinco y cuarto de la tarde. Hace veinte minutos que se terminó el último café. Ojos como platos. Lavado de dientes. Aliento a menta. Camiseta recién planchada, calcetines limpios. Dos gotitas de una loción que usa su padre para las ocasiones especiales. Habitación ordenada. Apuntes dispuestos. Música elegida. Todo preparado para la visita. La cita. Pero hace un cuarto de hora que Paula debería de haber llegado.
Mario mira el reloj. Luego el móvil. De nuevo el reloj. Sus manos vibran inconscientemente, inquietas, con la caída de cada segundo. ¿Es que no va a venir?
Traga saliva, más de la cuenta, y tose. ¿Y si no viene? Tose con más violencia. ¡Pero cómo no va a venir! Ella le ha dicho claramente hace unas horas que sí. Se estará retrasando por cualquier tontería. Así son las mujeres, y las chicas de su edad, peores aún: el pelo tiene que estar perfecto; el flequillo, exactamente en su sitio; los labios, pintados milimétricamente, como las uñas, coloreadas a juego con el bolso y los cordones de los zapatos. «¿Qué me ponto?»: probablemente, en eso estará la clave del retraso. Se habrá cambiado de ropa seis, siete, ocho veces. El chico imagina cómo debe de ser el armario de Paula: enorme. Cada día viste de una forma diferente, con muchos tonos vivos, alegres, en ocasiones también oscuros. Y grises. Y azules. Y amarillos pálidos, pero también chillones. Todo tipo de prendas y tejidos que aún la embellecen más. Las prendas resaltan sus preciosos ojos y esculpen su perfecto cuerpo de adolescente en el final de un desarrollo generoso. Es verdad, la Naturaleza ha sido muy amable con Paula, otorgándole el atractivo de las musas. Pero eso a él le daba igual. Más guapa, más fea, más gorda, más delgada… ¡qué importa eso! Da la casualidad de que ella es increíble, pero su amor va más allá de un físico bonito. Su amor es puro, intachable. ¿Deseo? Por supuesto, no lo niega, no es un hipócrita. Y le encantaría que su primera vez fuese con ella. Sí, lo ha pensado. ¿Qué mejor manera de dejar de ser virgen que haciendo el amor con la chica de tus sueños y de quien llevas tantos años enamorado?
Y la primera vez de ella, ¿habrá sido ya?
No quiere pensar en eso ahora. ¡Uff!
Mario se impacienta. Va de un lado al otro del dormitorio. Echa otro vistazo al reloj, después al móvil: reloj, móvil, reloj…
¡Móvil! ¡Suena! Es ella, es Paula la que está llamando.
Se precipita como un loco sobre el teléfono y, cuando lo alcanza, intenta tranquilizarse para no aparecer ansioso. Suspira y contesta:
—¿Sí…?
—Hola, Mario, soy Paula.
—¡Hola, Paula! ¡Estoy esperándote!
El muchacho guarda silencio un instante. Se da cuenta de que su intento por no aparentar impaciencia no ha fructificado. ¡Pero es que está que se muerde las uñas! ¿Qué va a hacer?
Alarga la mano con la que no tiene cogido el móvil y contempla atónito cómo le tiembla todavía más.
—Ya…
¡Ups! A Mario no le ha gustado nada ese «ya» insustancial y tímido. Se empieza a temer lo peor.
—¿Ocurre algo?
—Pues… resulta que he vuelto a empeorar. Y estoy en la cama, tumbada, enferma.
Mierda, así que no va a ir…
—¡Vaya! ¿Qué te pasa? ¿Lo mismo de esta mañana?
—Sí, más o menos.
La chica entonces tose con fuerza, exageradamente fuerte.
«¿Pero lo de esta mañana en el instituto no fue una especie de bajada de tensión? Tal vez es gripe», piensa Mario y busca razones lógicas: «En marzo la gripe es habitual. El calor llega, pero no del todo. Es un calor engañoso, solo para despistar. La gente te pone menos ropa y llegan los catarros primaverales. Inesperados e inoportunos».
El chico quiere decirle que no se preocupe, que de todas maneras venga a su casa, que él la cura, que cambian los planes. Ya no estudian. Ahora serán doctor y paciente. Jugarán a los médicos. Suena bien. Excitante irrealidad. Mario agita la cabeza. No es el momento.
—Entonces no…
Le da miedo terminar la frase. Sabe lo que continúa. Sabe que Paula, su querida Paula, la chica con la que sueña compartir una tarde a solas…
—Lo siento, Mario. A ver si mañana estoy mejor.
—Bueno.
—Estamos gafados. No va a haber forma de estudiar este examen juntos por lo que parece.
—¿Examen? ¡¿Qué examen?! ¡A quién le importa ese estúpido examen! Pero Paula, ¿¡cómo no te das cuenta!? ¿¡Cómo es que no ves que estoy enamorado de ti!?
—Sí, gafados —balbucea.
Incómodo silencio.
Él piensa en su mala fortuna, en lo caprichoso que es el destino, siempre en su contra. Ayer, se durmió. Hoy, ella en la cama enferma. «¡Joder!».
Ella piensa en su mentira, en su elección, en que ha sido capaz de dejar plantado a un amigo, engañándole. Y se siente mal.
—Bueno, Mario, mañana nos vemos.
—Vale. Espero que te mejores, Paula. Un beso.
—Otro para ti. Y perdona de nuevo.
—NO te preocupes.
—Adiós.
—Adiós.
Ella es la que cuelga.
Mario permanece un par de minutos con el teléfono en la mano, pensativo, cabizbajo, con los ojos demasiado abiertos, con las manos temblando, con el sabor a mentol en su respiración. Pero, sobre todo, con el corazón un poquito más roto.