sa tarde de marzo, en algún lugar de la ciudad.
Cuelga. Acaba de hablar con Miriam. Mario está bien, solo se ha quedado dormido. Paula suelta una carcajada en la soledad de su habitación. Menudo susto se ha llevado… ¡Ya le vale a su amigo!
Menos mal que todo está bien.
Tiene que estudiar, pero no le apetece absolutamente nada. Además del examen de Matemáticas, tiene otros siete entre esa semana y la siguiente, justo antes de las vacaciones de Semana Santa. El final del segundo trimestre siempre es muy problemático.
Con desgana abre el libro de Filosofía y se tumba en la cama boca abajo. Lee una página y subraya lo más importante con un fluorescente amarillo chillón. ¡Uff! La pesada tarea le lleva más de un cuarto de hora. No está concentrada.
Lo intenta de nuevo con una segunda página. Aún es peor. En veinte minutos la ha releído unas ocho veces y no se ha enterado de nada.
Desesperada, arroja el libro al suelo.
Se gira y alcanza el móvil. Tiene la esperanza de que haya algún mensaje o llamada perdida que no haya oído, de Ángel o incluso de Álex. Pero no es así. Decepcionada, mete la cara contra la almohada unos segundos. Cuando nota que le falta el aire la saca y respira quejosa. Qué tonta está.
No sabe qué hacer. En todas las posturas está incómoda. Se levanta. Se acuesta. Se tumba. Se sienta. Media hora de aquí para allá, recorriendo todos los recovecos de su dormitorio.
Entonces ve la mochila de las Supernenas y recuerda el día que conoció en persona a Ángel. Pero esa tarde también apareció Álex, en el Starbucks, con aquella sonrisa tan… Tan… perfecto. Su mirada perdida tropieza casualmente con Perdona si te llamo amor, que descansa encima de su escritorio. Aún no lo ha terminado.
No va a estudiar más por hoy así que sopesa la posibilidad de ponerse a leer. Sí, es una buena idea. Coge el libro y, antes de lanzarse al colchón, se acerca al ordenador para poner música. Busca el vídeo que le pasó Álex. ¿Dónde está? Lo encuentra por fin en su carpeta de archivos recibidos. Pulsa play del reproductor y comienza a sonar Scusa ma ti chiamo amore, de Massimo Di Cataldo. El estribillo le apasiona:
Scusa se tu chiamo amore
Sei la sola parte di me che non so dimenticare
Susami se ho commesso oi l’errore
Di amare te molto piú di me.
Paula se acuesta en su cama. Se sumerge entre sábanas y mantas y, apoyada sobre el codo del brazo derecho, empieza a leer la novela de Moccia. Enseguida se transporta al mundo de Niki y Alessandro.
Cuando más metida está en la historia, el teléfono suena. No puede evitar un gesto de fastidio, pero se levanta y lo coge.
—¿Sí…? —dice, con la voz un poco apagada.
—Hola, Paula —el tono del chico al otro lado de la línea es aún más serio. Podría deducir que incluso triste.
—Hola, Mario.
—Lo siente de veras, No sé qué me ha pasado.
Paula sonríe. Le da pena, pero intenta mostrarse tranquila.
—No te preocupes, hombre. No pasa nada.
—Sí pasa. Me he quedado dormido y te he plantado. Es imperdonable.
—Vamos, no exageres… Tampoco es para tanto.
—No exagero. Soy lo peor.
—Venga, Mario, no seas tan duro contigo mismo. Nos quedan además tres días por delante. Mañana volvemos a quedar y ya está. Hasta el viernes nos da tiempo de todo.
El chico no dice nada en ese instante. Paula hasta duda de si se ha cortado la comunicación.
—¿De verdad quieres seguir quedando conmigo para estudiar después del plantón de esta tarde? —pregunta. Su voz ya no es tan lúgubre.
—¡Pues claro! Un accidente así le puede pasar a cualquiera.
—A cualquiera…
La chica deja escapar una carcajada.
—Eso sí, con una condición.
—¿Cuál?
—Que te acuestes temprano y descanses. Me ha dicho tu hermana que llevas días en los que apenas duermes.
—Mi hermana sí que es una exagerada.
Un pitido en el móvil de Paula le avisa de que tiene un mensaje.
—Mario, te tengo que colgar. No te preocupes por nada, ¿vale? Mañana nos vemos en el instituto. Un beso.
Fin de la llamada. Mario resopla más tranquilo en su habitación. Tendrá su oportunidad, después de todo. Se promete a sí mismo dormir esa noche. Se tomará una tila, lo que haga falta pero dormirá.
Paula entra en la bandeja donde se almacenan los mensajes que le llegan. Es un MMS. Lo abre. La imagen corresponde a una foto del libro de Perdona si te llamo amor. Acompañándola, una frase que dice: «Espero que te haya gustado tanto como a mí. Un beso. Álex».
Sonríe. Y nota que se siente bien, que su corazón se ha alegrado, tal vez más de lo que podía imaginar.
Rápidamente, vuelve a la cama y se tapa. Abre el libro por la página en la que lo ha dejado y, con una sonrisa perenne, continúa leyendo hasta que se topa con la palabra fin.
Esa misma noche de marzo, en un lugar a las afueras de la ciudad.
«Por fin lo he terminado. Me ha encantado. Creo que Perdona si te llamo amor desde hoy es mi libro preferido. Hasta que lea el tuyo, claro. Un beso, escritor». Álex lee una y otra vez el mensaje que Paula le ha mandado. En unos cuantos minutos se lo ha aprendido de memoria. Aún así. Lo repasa nuevamente para ver si hay algo que se ha dejado de leer: una palabra, una coma, un punto, una abreviatura… le encanta.
Enciende el ordenador y rápidamente en su habitación suena Scusa ma ti chiamo amore, de Di Cataldo.
Piensa en ella. En su corta, pero intensa historia juntos. Estudia la tentación de volver a escribirle otro mensaje. Pero sería demasiado y no quiere parecer ansioso.
¿Cuándo la volverá a ver? El sábado. Su amiga Diana lo ha invitado a su cumpleaños. Hasta entonces falta demasiado tiempo. No aguantará tanto, necesita verla ya. Debe encontrar una excusa creíble para quedar con ella.
Además, tiene que pensar en un regalo, algo lo suficientemente bueno y original para esta chica.
Sentado en la silla, con el portátil delante, pierde la noción de la realidad. Todo gira en torno a Paula: la música, las palabras… La música…, la música… ¡Claro, ya está! Ya sabe exactamente lo que le debe regalar.
De un cajón saca un bolígrafo de tinta azul y una libretita, y comienza a garabatear en ella. Entra en trance, como cuando escribe su novela. Pero no es suficiente, necesita algo más: unir la inspiración y el talento.
Esa misma noche de marzo, minutos más tarde, en ese mismo lugar alejado de la ciudad.
Entra rápidamente en la casa y cierra la puerta. ¡Qué frío hace afuera! Aquel vestido negro tan corto y escotado le va a terminar provocando un resfriado. Mañana irá a clases con vaqueros. Seguro que a su profesor cincuentón tampoco le importa demasiado. Cuando han terminado se le ha acercado y le ha dado las gracias por aquel interesante primer día. El hombre apenas si la ha podido dejar de mirar desde el comienzo de la jornada. Sin duda, se lo ha ganado. No esperaba menos.
Irene enciende la luz del recibidor. Deja la chaqueta y el bolso sobre una silla y sube por la escalera. Llega a la habitación de su hermanastro. La puerta está cerrada y parece que no hay luz dentro. ¿No está?
De repente, el sonido del saxo llega desde la azotea. ¿Cómo puede tocar allí arriba, con el frío de hoy? Camina hasta su dormitorio, donde se cambia de ropa. Se pone un pantalón gris de pijama y una sudadera del mismo color. Así al menos estará más abrigada para subir a verlo.
Demasiado tarde: Álex aparece bajando la escalera de la buhardilla con el saxofón en las manos. No se ha enterado del regreso de Irene y se sorprende cuando la ve.
—Hola, Álex —le saluda con una amplia sonrisa.
—Hola —responde sin interés, aunque observando de arriba abajo a su hermanastra. Está muy guapa vestida así también. Se ha quitado el maquillaje y aquel vestido tan sexi, y ahora luce más juvenil y natural.
—¿Has visto?
—¿El qué? —pregunta él, girándose y mirando a su alrededor buscando a lo que se refiere.
—Que no te he llamado hermanito. Lo he conseguido, por fin.
—Ah, era eso. Te lo agradezco.
—¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—Que cuánto me lo agradeces… —La chica es ahora quien lo observa atentamente—. ¿Te encuentras bien? Estás muy despistado.
—Estoy muy bien. No te preocupes.
—Si tú lo dices…
El chico camina hacia ella aunque ni la mira cuando pasa a su lado. Deja el saxo en su habitación, sobre la cama, y baja hasta la cocina. Cada paso que da es seguido atentamente por Irene, que le acompaña.
—¿Vas a cenar? —pregunta la hermanastra.
—Sí, aunque no tengo demasiada hambre. ¿Tú quieres algo?
—No, gracias. Me he parado a tomar una hamburguesa con un compañero de clase.
Álex no dice nada. El primer día y ya se ha ligado a uno. Tal como iba vestida, no le extrañaba. Aunque en realidad, sea cual sea la ropa que lleve, ligaría igual. Tiene que reconocer que aquella chica es de las más guapas que ha conocido. Si a eso le suma su sensualidad y capacidad de llamar la atención, no cree que haya muchas como ella.
—¿Han ido bien las clases?
—Bueno, no ha estado mal. Tengo un profesor que me ha estado todo el rato mirando las piernas, pero por lo demás ha sido entretenido.
«Pobre profesor», piensa Álex. «No sabe lo que le espera…». Lo mismo que a él durante tres meses.
Corta un poco de queso y se lo come deprisa. Irene observa en silencio. Cuando acaba, lo guarda otra vez en el frigorífico y bebe un vaso de agua del grifo.
—Me voy a la cama.
—¿Ya? Qué poco has cenado…
—¿No será que estás enamorado? —insinúa, maliciosa.
Álex no dice nada al respecto. Finge no inmutarse. Con un débil «buenas noches, Irene», abandona la cocina. ¿Y si lo está?
Entra en su habitación, coge el móvil y, tras pensarlo mucho, escribe: «Me alegro de que te haya gustado. También es uno de mis libros preferidos. Voy a volver a repartir cuadernillos. ¿Cuento contigo? Un beso».
Esperando una respuesta, que no llegará esta noche, se tumba en la cama preguntándose a sí mismo hasta qué punto es verdad lo que Irene ha insinuado.