se mismo día de marzo.
La tarde continúa avanzando en la ciudad.
Ángel y Paula caminan lentamente por sus calles. Cogidos de la mano, con miradas y sonrisas cómplices. Solo hace unas horas que se conocen personalmente, casi un día, pero tienen la sensación de llevar juntos toda la vida.
Antes han compartido una pizza en un bonito restaurante italiano. Entran en una cafetería, donde ella pide un helado de vainilla y chocolate, y él un capuchino. Están sentados uno enfrente del otro. De vez en cuando unen sus manos.
Ella le invita a que pruebe su helado y, cuando tiene la cuchara cerca de su boca, la sube y le mancha la nariz. Resulta muy gracioso ver a alguien como Ángel con la nariz cubierta de helado de vainilla y chocolate. Pero es la propia Paula la que se levanta y, con una servilleta, arregla su travesura. Luego, un beso en los labios. Cariñoso. Dulce.
—¿Quién iba a pensar esto hace dos meses…? —comenta Ángel observando cómo la chica se sienta de nuevo al otro lado de la mesa.
Hace dos meses el usuario «Lennon» y la usuaria «Minnie16» discutían acaloradamente en un foro de música sobre un tema que ni ellos mismos recordaban. La discusión terminó en una tregua, y la tregua terminó en risas. Y al cabo de dos días, las risas continuaron en el Messenger.
Enseguida se entendieron y comenzaron una extraña relación. Sí, se gustaban. Hablaban cada día. Horas. Sin embargo, por deseo de Ángel, no intercambiaron ni fotos, ni teléfonos. A Paula no le importaron tales condiciones. En algún momento tuvo sus dudas, pero lo que verdaderamente deseaba era hablar con él. Aquel periodista le gustaba cada vez más. Sentía como un cosquilleo siempre que aparecía conectado en su ordenador y aquella lucecita naranja se iluminaba.
¿Cómo es posible que te atraiga alguien que ni siquiera sabes cómo es?
—Me encantas, lo sabes, ¿verdad?
La chica se sonroja. Está acostumbrada a leer esa frase en su MSN, pero no a escucharla. Todo es sumamente extraño, pero al mismo tiempo embaucador.
Le brillan los ojos.
—Aún no me puedo creer todo esto —comenta Paula.
—Pues está pasando de verdad.
—Eso parece. O puede que estemos soñando y en algún momento uno de los dos despierte. Entonces el otro desaparecerá.
—El helado en mi nariz parecía real —bromea Ángel.
Ella ríe. Le encanta su ingenio, su capacidad para decir lo apropiado en el momento justo. Maneja perfectamente los tiempos. Antes, cuando eran invisibles, pero también ahora, cuando lo tiene delante. Ángel es sencillamente un tipo encantador.
—Estoy muy feliz. ¡Tengo ganas de gritar!
El chico la mira. Es perfecta: lista, divertida, cariñosa… Ni siquiera se han planteado la diferencia de edad. Para muchos podría ser inapropiada la relación entre una estudiante de primero de Bachiller y un periodista de veintidós años. Sin embargo, a ellos jamás les ha preocupado eso. También a él le apetece gritar.
—¡Vayámonos! Quiero llevarte a un sitio…
—¿Está muy lejos?
—No, aquí cerca.
Pagan y salen de la cafetería tras darse un nuevo beso cariñoso en los labios.
Caminan durante quince minutos hasta llegar a la puerta de Cristal de un edificio de gran fachada. Paula lee en un cartel «La Casa del Relax».
—Esto no será…
Ángel la observa divertido y se ríe al entender por dónde van los pensamientos de Paula.
—No, amor. No es ese tipo de relax…
Paula suspira y de la mano entran en La Casa del Relax.
Una alfombra blanca conduce a la pareja hasta una especie de recepción, como si se tratase de un hotel. Allí, una chica morena con una bata blanca anota algo en unas fichas.
Paula mira a su alrededor y se da cuenta de que prácticamente todo lo que compone aquel lugar es blanco, negro o de los dos colores mezclados entre sí. A ambos lados de la sala, dos pequeñas fuentes ponen el sonido ambiente. Solo se oyen los chorros de agua. Nada más.
Un personaje bajito, vestido con un uniforme blanco, aparece de improviso y se acerca a ellos. Tiene el pelo blanquecino despeinado y un bigote cano cubre parte de su rostro.
—Hola, Ángel, ¡qué sorpresa! Cuánto tiempo sin vernos… —saluda amigable y efusivamente aquel hombrecillo.
—Buenas tardes, profesor Cornelio. Me alegro de volver a verle. Está usted tan joven como siempre —responde con una sonrisa el muchacho mientras aprietan sus manos—. Le presento a Paula, una buena amiga mía.
La chica estrecha también la mano de aquel particular hombre que la mira de arriba abajo sonriendo.
¿«Buena amiga»? Sí, quizá de momento solo puedan definirse así.
Ángel y el profesor Cornelio intercambian unas palabras de cortesía, preguntan por sus respectivas familias y se cuentan alguna que otra anécdota del pasado. Hace bastante que se conocen, desde que Ángel estaba en el instituto y eran maestro y alumno. Charlan durante tres o cuatro minutos.
—Bueno, Ángel, imagino que habréis venido a algo más que a hacerle una visita a este viejo profesor.
—Claro. Nos gustaría entrar en una sala acorchada y que nos diera dos pases para la climatizada B.
Paula no puede evitar poner cara de extrañeza ante las palabras de Ángel. ¿«Sala acorchada»? ¿«Climatizada B»? Pero ¿dónde la había metido?
—Perfecto. Enseguida Manuela os toma nota —dice señalando la chica morena de recepción—. Bueno, me alegro de verte amigo. Y a ti de conocerte. Espero que disfrutéis de todo.
El profesor Cornelio guiña un ojo a su ex alumno y vuelve a darles la mano. A continuación, se introduce por un estrecho pasillo hasta desaparecer unos metros más adelante por otro. Ángel se acerca hasta Manuela y le indica lo que quiere. La joven morena le entrega una llave con un número y dos tarjetas de plástico.
—Vamos. Está al final de ese pasillo —señala el joven poniendo su mano sobre el hombro de Paula.
—Me tienes intrigada. No sé de qué va todo esto.
—No te preocupes, ahora mismo lo sabrás.
La pareja camina hasta llegar a una puerta negra. Ángel pulsa un botón y, segundos más tarde, aparece un hombre de mediana edad con una bata blanca, semejante a la que lleva la chica de la recepción. El periodista le muestra la llave y les deja pasar.
Paula y Ángel entran en un salón de forma circular, inmenso, en el que todo es blanco y negro. La chica contempla hasta diez puertas cerradas de diez habitaciones, con sus respectivos números, que dan a aquella sala. Nunca había visto nada así.
—La suya es aquella, la número siete —indica el hombre de la bata blanca.
Ángel le da las gracias y conduce de la mano a Paula hasta puerta de la habitación número siete. Pero la joven duda por un momento. ¿En qué sitio se encuentra? ¿Para qué van a entrar en aquella habitación? ¿Cuáles son las intenciones de Ángel? Por su cabeza pasa en dos segundos toda clase de pensamientos. ¿Pretendía acostarse con ella en aquel extraño hotel? Habían hablado de sexo en sus largas conversaciones en el ordenador, pero nunca se lo habían planteado. Bueno, ella sí se lo había planteado, pero no de manera «oficial». Le gustaría que él fuese el primero, pero ¿ahora?
La chica empieza a ponerse nerviosa y, cuando Ángel abre la puerta, se queda inmóvil, como petrificada, sin poder dar un paso más.
—¿Estás bien? —pregunta el chico, que se ha dado cuenta de que algo pasa.
—Bueno, yo…
—¿Qué te pasa, amor? ¿Te ha sentado mal la comida?
—No, no es eso —dice Paula, agachando la cabeza. ¿Cómo le cuenta que quiere hacerlo con él, pero que no es el momento adecuado?—. Verás…, quizá no esté preparada… No estoy segura de que…, aquí…
Ángel la mira y empieza a comprender lo que le pasa. Está nerviosa. Tartamudea.
—No te preocupes, amor, he traído preservativos —termina diciendo con una gran sonrisa en la boca.
Paula entonces siente como si le diera una corriente eléctrica por todo el cuerpo.
¡Preservativos!
—Pero yo… No es que no quiera hacerlo contigo…, pero es que…
Paula no sabe qué decir. Inseguridad. Normalmente no duda. Temor. Normalmente no tiene miedo a nada. Presión. Normalmente controla todo lo que pasa a su alrededor. Es una chica de dieciséis años, casi diecisiete, pero sobradamente preparada. Como en aquel anuncio: una JASP. Sin embargo, ahora se siente la persona más pequeñita del mundo. Le sobrepasa la situación.
—Confía en mí. Todo irá bien.
A la joven le tiemblan las piernas; de la mano de Ángel, entra en la habitación número siete.
Sin embargo, el interior de aquel cuarto no es lo que esperaba. Está vacío casi por completo ¿Y la cama? No pretenderá que lo hagan en el suelo… O en ese sillón negro. Parece cómodo, pero para una primera vez…
Lo que más llama la atención de Paula es el silencio que hay en aquel sitio. Un silencio fuera de lo normal. Casi puede oír sus propios pensamientos.
—Es muy… romántico —eso es todo lo que consigue decir. Ángel entonces empieza a reír sin poder contenerse.
—Amor, no te he traído a este sitio para que hagamos nada de lo que estás pensando. Hace un rato me has dicho que te apetecía gritar, ¿verdad?
—Sí.
—Pues eso es lo que vas a hacer: ¡gritar!
—¿Cómo? No te entiendo…
—Ésta es una «habitación del grito». O también llamada «sala acorchada». Está recubierta de una serie de paneles para que el sonido ni entre ni salga de este recinto.
Ahora entiende aquel silencio tan sepulcral.
—¿Quieres decir que estas habitaciones están construidas solo para que la gente se desahogue gritando?
—Así es. Es una idea del profesor Cornelio. Hay días en el que el estrés nos supera y nos apetece gritar como locos, pero no podemos. En plena ciudad, no se puede gritar así como así.
Es cierto. Paula piensa en lo que Ángel le dice. Si gritas en plena ciudad, te pueden tachar de loco o puedes alarmar a alguien.
Y sí, tiene ganas de gritar. Antes de felicidad. Ahora de alivio. Quiere soltar la tensión acumulada en esos minutos en los que sentía que perdía el control de la situación.
Por otra parte se siente ridícula. ¿Cómo ha podido pensar que Ángel la llevaría allí para acostarse con ella, sabiendo él que iba a ser su primera vez? Sí, definitivamente tiene muchas ganas de gritar.
—Entonces… ¿puedo gritar?
—Sí. Espera.
Ángel la besa en la frente. Luego se aleja hasta el otro extremo de la habitación.
—¿Preparado?
—Sí, ¡grita! —le dice el joven, mientras se pone las manos en los oídos.
Paula respira hondo, cierra los ojos, aprieta los puños y grita lo más fuerte que puede. No piensa en nada mientras lo hace, solo se libera. Es un grito de alegría, de felicidad, de pasión, de nervios, de ilusiones.
Ángel la observa. Sabe exactamente lo que está sintiendo. Él lo ha experimentado en varias ocasiones. Está soltando todo lo que lleva en su interior: adrenalina pura.
Quince segundos más tarde vuelve el silencio a la habitación del grito número siete. La joven jadea. Respira con dificultad tras el esfuerzo. Ha sido solo un momento, pero le ha parecido toda una vida. Aún cree oír su propia voz dentro de la cabeza. Se encuentra bien, incluso más ligera, como si hubiese perdido algún kilo.
—¡Ha sido bestial! ¡Qué sensación!
Ángel se acerca y la abraza rodeándola por detrás. Luego se besan.
—Vamos, aún nos queda la segunda parte de la terapia.
—¿Tú no gritas?
—Yo, con verte a ti hacerlo, ya me he liberado.
Salen de la sala acorchada y se despiden del hombre de la bata blanca, entregándole la llave de la habitación.
—Imagino que debajo de la ropa no traerás un bikini o un bañador, ¿verdad? —dice Ángel mientras caminan.
—Claro, es lo más normal para ir al instituto —ironiza la chica—. ¿Para qué quieres saberlo? ¿Es que tienes curiosidad por mi ropa interior o es que nos vamos a dar un baño?
—Las dos cosas —responde riéndose.
—Pues de la primera…, ¡te vas a quedar con las ganas!
—Seguro que no pensabas lo mismo hace un rato cuando tartamudeabas.
Paula le suelta la mano y le golpea en un hombro con el puño cerrado, pero sin fuerza.
—Capullo…
Y entre bromas llegan a un lugar al que Ángel antes había nominado como «Climatizada B». Una puerta de cristal separa a la pareja de una enorme piscina. No hay nadie en ella. Una mujer regordeta con bata blanca y que examina con atención una revista de crucigramas se encuentra sentada en la entrada.
Al verlos llegar deja a un lado su pasatiempo y esboza la mejor de sus sonrisas.
—Bienvenidos. ¿Me pueden dar sus tarjetas, por favor?
Ángel le entrega las dos tarjetas de plástico que antes le habían dado en recepción. La mujer las pasa por una máquina lectora y las coloca en un fichero.
—¿Han traído ropa de baño?
—No. Ni toallas —señala apresuradamente el joven.
La mujer no abandona en ningún momento su agradable expresión. Anota algo en una libreta y se incorpora de su asiento. A continuación, abre la puerta de cristal.
—Síganme, por favor.
Paula y Ángel caminan detrás de la señora de los crucigramas. Los tres entran en aquella sala que prácticamente ocupa en su totalidad la enorme piscina. Paula entonces puede observar que no es una piscina cualquiera. A un lado y a otro llegan suavemente pequeñas olas que se forman desde el centro. Su simple visión ya transmite tranquilidad.
Una chica rubia de pelo rizado y con bata blanca acude a la llegada del trío.
—Silvia, facilita al señor ropa de baño y toallas para los dos —ordena la mujer en cuanto la chica rubia llega hasta ellos—. Usted acompáñeme, por favor —dice dirigiéndose a Paula.
La chica le hace caso y ambas entran por una puerta al final de la estancia. Ángel las ve alejarse y se queda solo con el leve ruido de las olitas como única compañía.
Silvia llega con un bañador de color azul marino y dos toallas blancas.
—Creo que este le estará bien. Allí está el vestuario para hombres donde puede cambiarse —explica la joven rubia de pelo rizado señalando la puerta de al lado por la que Paula y la mujer regordeta han entrado.
El joven periodista da las gracias a Silvia y se introduce en el vestuario masculino. Primero se quita la chaqueta y la camiseta, dejando libre su torso pulido y suave, y su vientre plano. Luego, el resto. Se desnuda completamente. Está bastante moreno pese a que hace tiempo que no toma el sol. Se pone el bañador azul y se mira en un espejo. Le llega hasta casi las rodillas. Hace un par de estiramientos a un lado y a otro para comprobar la elasticidad de la prenda. Sí, se siente cómodo con él. Guarda su ropa en una taquilla y sale de nuevo.
Paula aún no está y él no quiere entrar en la piscina sin ella. Mientras llega piensa en todo lo que le está pasando, en estas maravillosas horas junto a esta jovencita. Ni un día y, sin embargo, esa sensación de que llevan juntos toda la vida… Cree que existe esa química entre ellos por todas las horas que se han pasado hablando en el ordenador. No se veían, no se escuchaban, y sin embargo estaban conectados por algo inexplicable. Él le había contado cosas a ella que jamás había contado a nadie. Ella, igual. ¿Podía ser Paula la chica de su vida?
Pero Ángel enseguida se olvida de todo lo que está pensando. Ahí está ella.
Camina hacia él descalza. Se ha cogido una coleta alta. Viene sonriendo. Su cuerpo solo está cubierto por un bikini negro. La parte de arriba esconde la juventud perfecta de una chica de dieciséis años. La parte de abajo deja sin respiración al más sereno de los mortales. Ángel traga saliva e intenta recobrar la compostura.
—Me han dado un gorro para que no se me moje el pelo, pero prefiero no ponérmelo. Odio tener la cabeza enlatada… —dice al llegar. Paula se da cuenta entonces de que Ángel la observa como quizá no lo había hecho hasta ahora. Incluso se pone algo colorada—. ¿¿Qué miras??
—A ti. ¡Estás increíble!
La joven suelta una sonrisilla nerviosa y se pone aún más roja.
—Gracias. Tú también lo estás.
El juego de miradas continúa un instante. Ya ha habido besos, caricias, roces. Pero es la primera vez que ambos notan que una llama distinta se ha encendido.
—¿Entramos? —pregunta por fin Ángel.
—Claro.
Cogidos de la mano, la pareja entra en la piscina. El agua está tibia. Ambos sienten cómo las pequeñas olas chocan dulcemente contra sus piernas produciéndoles cierto cosquilleo. El agua, las olas, la compañía.
Avanzan hacia uno de los extremos y se sientan en un escalón, uno al lado del otro. Estiran las piernas, rozándose. Están más cerca que nunca, en ese mar templado de tranquilidad, con el leve ruido de las olitas.
—Esto es perfecto —dice Paula, que ha puesto su cabeza sobre el hombro de Ángel.
—Sí, es por las sales que le ponen al agua. Cada ola que tropieza con tu piel te abre los poros y penetra haciendo que tu cuerpo entre en un estado de relax.
—Lo decía por la compañía…
—Ah, yo no me puedo quejar tampoco —responde mientras la abraza sintiendo la desnudez de parte de su cuerpo.
—¿Vienes aquí a menudo? Te veo muy puesto.
—Cuando estaba en la Facultad venía de vez en cuando para relajarme. El profesor es un viejo amigo.
—¿Y has traído aquí a todas tus novias?
—¿«Mis novias»…? Así que somos novios… —deduce Ángel acariciándole el pelo.
Paula se da entonces cuenta de lo que ha dicho instintivamente. Sin querer. ¿Son novios?
—Sí, lo somos.
Sin más, deja caer todo su cuerpo debajo del agua. Ángel la imita y se encuentra con ella. Al igual que las olas desaparecen al llegar a cada lado de la piscina, así desaparecen también Ángel y Paula de la superficie unos segundos para unir sus labios bajo aquel mar de paz y tranquilidad.
Pero en el amor, por motivos que se escapan a la razón, no todo es paz y tranquilidad.