sa misma noche de un día cualquiera de marzo.
Paula gira la llave de la puerta de su casa. Es tarde. Para ella, muy tarde. Sabe que le espera una buena bronca, pero le da igual. No hay ninguna regañina de sus padres que no valga una noche como aquella.
Minutos antes, en el taxi de vuelta a casa, acompañada por él, suena su móvil. La quinta llamada. Esta vez lo coge, haciéndole un gesto a Ángel como diciendo «menuda me va a caer». El chico junta las manos y le pide perdón.
—Ya estoy ahí, mamá. Me he retrasado haciendo los deberes en casa de Miriam.
—¿Sabes la hora que es? ¿Por qué no me has cogido el móvil antes?
—No lo había oído. Perdona.
—¡Llevo una hora llamándote! ¡Estábamos a punto de llamar a la policía! Solo tienes dieciséis años… No puedes estar a estas horas por ahí. ¡Mañana tienes clase!
—Sois unos exagerados. Y tengo casi diecisiete, ¿recuerdas?
—¿Exagerados?
—Mamá, ahora no puedo hablar; estoy ahí en nada.
—¿Cómo que no puedes hablar? ¿Pero dónde demonios estás?
—Ya llego. Un beso mamá. —Y cuelga.
Entra lenta y silenciosamente en casa, pero el oído de unos padres esperando a su hija es tan fino como el de un murciélago. Y ambos salen del salón al mismo tiempo. Al mismo paso. Un, dos, paso ligero. Los dos con la misma cara de enfado.
—¡Castigada un mes! —Es lo primero que sale de la boca de su madre.
—¿Un mes? Creo que eres demasiado buena, Mercedes. ¡Dos meses como mínimo!
Entonces descubriría si realmente aquella chica le gustaba de verdad.
En ese momento se abre la puerta del despacho del jefe.
Jaime Suárez, con aire triunfalista y a pasos acelerados, avanza hasta la mesa en la que Ángel está terminando su artículo.
—Lo conseguimos: confirmado. Esta tarde nos visita Katia para una entrevista.
—¿Katia? ¿«Esa» Katia?
—¿Cuántas cantantes conoces que se llamen Katia, Ángel? Katia se había convertido en las últimas semanas en un fenómeno social. Cualquier adolescente llevaba en su Ipod la canción Ilusionas mi corazón, el tema número uno en las listas de ventas del mes anterior. La joven cantante había irrumpido de una manera abrumadora en el panorama musical con su primer single.
—¡Qué suerte! ¿Se encargará usted de la entrevista?
—No, Ángel, lo harás tú. Maite y Valeria no están en la ciudad. Y yo estoy ya muy mayor para este tipo de entrevistas. Tú te entenderás mejor con ella: casi tenéis la misma edad.
Ángel sólo pudo forrar una sonrisa. ¡Precisamente esa tarde tenía que ser…! La tarde que tenía libre, la tarde en la que había quedado con Paula… «Un periodista no tiene horarios, Ángel: siempre tenemos que estar al pie del cañón y dispuestos», le solía comentar su jefe cuando le veía mirar el reloj al acercarse la hora de salida de la redacción.
—¿Y a qué hora va a venir? —preguntó el chico preocupado.
—Pues su agente nos ha dicho que sobre las cuatro de la tarde.
Mentalmente Ángel calculó el tiempo que le llevaría aquello y llegar después a su cita. Con un poco de suerte a las cuatro y media o cinco menos cuarto habría terminado. En cuarenta minutos llegaría en metro sin problemas al lugar donde había quedado con Paula. No podría ir a casa a cambiarse, pero eso no le importaba demasiado. Él siempre estaba correctamente vestido: elegante, pero, al mismo tiempo, desenfadado. No era una costumbre sino su estilo.
—Muy bien, jefe, yo me encargo. Me pondré a preparar la entrevista ahora mismo.
—Perfecto, Ángel. Aquí tienes. —Una carpeta con fotos, entrevistas anteriores, artículos sobre Katia y su CD, caen encima de la mesa del joven periodista—. Entra en Internet también y busca información sobre ella. Pero nada de entretenerse con el MSN, ¿eh?
El joven sonríe. ¿Sabría su jefe que en ocasiones, cuando había poco trabajo, hablaba con Paula desde el ordenador de la redacción?
—Me pongo en ello inmediatamente.
Durante casi dos horas, Ángel se olvida del mundo y estudia a fondo todo lo relacionado con la cantante. Incluso escucha el disco un par de veces. Los minutos pasan y la entrevista se acerca. También la cita con Paula. A las cuatro menos cuarto ha terminado de preparar la entrevista.
Entra en el despacho de Jaime Suárez, al que entrega el trabajo realizado: personal, pero no íntimo; preguntas sobre música, pero tratadas de una manera diferente; una entrevista muy cuidada, pero con su toque encantador. De todas formas, Ángel sabe que eso solo será el cincuenta por ciento de lo que realmente saldrá cuando esté con ella. La mejor entrevista es la que surge de la improvisación cuando dos personas establecen una conversación con tranquilidad. El guión sólo está para dar seguridad por si la mente se queda en blanco. Su jefe termina de inspeccionar el trabajo y sonríe complacido:
—Esto está muy bien. No cabe duda de que serás un gran periodista y que pronto emigrarás de esta pequeña redacción.
El halago de Jaime Suárez produce una gran sonrisa en Ángel aunque no puede evitar mirar el reloj con algo de ansiedad.
—Son las cuatro y cuarto; tiene que estar al llegar —señala jefe.
Pero a las cuatro y media Katia no ha llegado. Ni a las cinco menos cuarto. Tampoco a las cinco la joven cantante ha aparecido en la redacción. Ángel se muerde las uñas. No puede creerse que aquello le esté pasando. Cada vez más nervioso, mira su reloj cada medio minuto.
Ya es seguro que llegará tarde a su encuentro con Paula. En un intento desesperado entra en el MSN de su ordenador para ver si ella está conectada y poder avisarla de que se va a retrasar. Pero la chica no está.
Tensión. Nervios. Las cinco y cuarto. «¡Mierda, las cinco y media!». Paula ya debe de estar allí esperándole, con su mochila de las Supernenas. «¡La rosa!».
Ni se había acordado en toda la tarde de ella. El día anterior había comprado una docena que regaló a su madre. Nadie se dio cuenta de que, en lugar de doce rosas, había trece. Una de más, para su identificación personal.
«¡Qué clásico!», le había dicho ella. Sí, realmente Ángel se consideraba un clásico, pero adaptado a la época en la que vivía. Podía oír tanto a Metallica como a Rihanna, a Laura Pausini como a El Barrio. Leía tanto a Agatha Christie como a Ruiz Zafón, a Pérez Reverte como a Stephen King. Le quedaban tan bien las chaquetas de sport como los pantalones vaqueros rotos. Era un chico preparado para vivir lo que le tocase vivir y en cualquier circunstancia. Tan indefinible como impredecible. En la Facultad siempre se lo decían: lo que hoy en día te hace triunfar es la versatilidad y ser polifacético. Y él lo era.
—¡Ya está aquí! —grita Jaime Suárez desde la puerta del despacho. La chica que trabaja en recepción se lo acaba de comunicar. Acto seguido el jefe corre para recibir a la invitada.
Ángel suspira y se dirige a la entrada de la redacción. Por la puerta entran conversando amigablemente Jaime Suárez y el representante de la chica, Mauricio Torres, vestido con chaqueta y corbata. Katia solo sonríe, sin decir nada.
—Perdónenos el retraso. Hemos tenido una entrevista en una emisora de radio justo en el otro extremo de la ciudad que ha terminado tardísimo. Apenas hemos comido un sándwich cada uno.
—No se preocupe. Ya sabemos cómo son estas cosas de los medios. Ni siquiera nos habíamos dado cuenta de la hora que era.
Ángel, que en estos momentos se ha unido al trío, arquea las cejas, aunque trata de disimular su disgusto.
—Ah, Ángel, estás aquí —dice Jaime tomando del brazo a su pupilo—. Este es Ángel Quevedo, el periodista que le va a hacer la entrevista a Katia.
El joven estrecha la mano del representante y luego, algo confuso, da dos besos a la cantante, a la que en un principio también se había propuesto saludar con la mano.
Katia es en persona mucho más guapa que en las fotos que Ángel había estado examinando toda la tarde. Emana como una luz de su presencia y su rostro transmite calma. Tiene una sonrisa inmensa y sus ojos no pueden ser más celestes, seguramente gracias a la elección de unas lentillas de ese color. Es pequeñita, de esas personas que suelen ir diciendo que las cosas buenas vienen en frascos pequeños. Lo único que podría desentonar en aquella chica era su pelo de color rosa y, sin embargo, a ella le queda como si fuera el suyo natural. Aunque en sus actuaciones suele vestir con ropa estrafalaria más propia de Punky Brewster que de una cantante de éxito, a la entrevista ha ido con unos jeans muy ajustaditos de color oscuro y una camiseta roja y negra bastante discreta. En sus manos porta una torera vaquera a juego con el pantalón.
—Bueno, chicos, os dejamos solos para que os concentréis en la entrevista —señala el jefe, invitando al agente a pasar a su despacho para dar más privacidad al trabajo de Ángel. Jaime sabe que en el cara a cara a solas, su muchacho gana mucho.
Cuando se quedan solos, Ángel invita a la joven a que se siente en un sofá al fondo de la redacción. Él acerca otro y se sitúa enfrente de ella.
—Antes de nada quería pedirte disculpas por el retraso —se anticipa Katia—. Lo siento mucho, de verdad. He visto tu cara cuando tu jefe ha dicho que no importaba. Seguro que tienes algo que hacer…
—No te preocupes, solamente estaba preparando la entrevista —miente Ángel.
La chica lo mira a los ojos y esboza una simpática sonrisa.
—Bueno, no insisto más. Comencemos. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos.
Ángel asiente y pone en marcha la grabadora.
La entrevista resulta tal y como pretendía. Amena, divertida, personal sin llegar a intimar en la vida de Katia. Es incluso algo atrevida. Lo cierto es que aquella joven de veinte años, que aparenta tener dieciséis, durante casi una hora hace olvidar a Ángel que tiene la cita que llevaba soñando desde hace dos meses. Una conversación encantadora.
—Pues ya está. Hemos terminado —dice el periodista cerrando la libreta en la que había estado apuntando algunos datos importantes. Luego pulsa el stop de la grabadora y la deja encima de su mesa.
—Ha sido muy agradable —señala ella, levantándose del sillón—. Una cosa, Ángel, ¿tienes coche?
Éste la mira sorprendido.
—No.
—Vale, entonces dime dónde te llevo.
La cara del chico es de desconcierto absoluto.
—¿A qué te refieres?
—Vamos… No perdamos más tiempo, he venido en mi coche. ¡Corre! Luego vendré por Mauricio.
Katia coge de la mano a Ángel y ambos salen corriendo de la redacción. Y continúan corriendo por la calle. Paran dos segundos para respirar y siguen corriendo hasta llegar al Audi más peculiar de toda la ciudad. Ángel se queda boquiabierto cuando ve aquel coche rosa con la capota negra.
—¡Hace juego con tu pelo! —bromea sonriente.
La chica no dice nada, pero también sonríe.
En el camino, el joven le cuenta la historia por encima, sin entrar en detalles como que Paula y él aún no se han visto. La chica de pelo rosa y ojos celestísimos escucha atentamente y conduce lo más deprisa que puede hasta el lugar en el que Paula y Ángel deberían haberse reunido hace más de hora y cuarto.
—¡Espera! ¡Para ahí un momento! —grita él de improviso.
Katia obedece y aparca rápidamente en doble fila. Ángel se baja raudo. A los dos minutos regresa con una rosa roja en la mano.
—Un chico clásico —ríe ella. Y sigue conduciendo como alma que lleva el diablo hasta el punto del encuentro.
Por fin llegan.
—Me quedo por aquí. Muchas gracias, Katia —dice bajándose del coche y asomando la cabeza por la ventanilla.
—Es lo menos que podía hacer. Que tengas suerte, Ángel. Y si ella no te perdona, yo te hago un justificante.
Y la joven del pelo color rosa, número uno en todas las listas musicales del país, guiña un ojo, aprieta el acelerador y se aleja de allí.
Ángel corre hasta el lugar exacto donde dos días antes habían concertado la cita.
Mira a un lado y a otro, alrededor y a lo lejos. Busca entre la gente sentada en los bancos cercanos. Pero Paula no está. Era de esperar…
«Habrá pensado que soy un capullo y que me he echado atrás».
Vistazo al reloj. Tardísimo. Resopla. Vuelve a mirar hacia todas partes. Nada. No hay esperanza.
—Joven… —Una voz delicada, acompañada de una mano en su hombro, sorprende a Ángel a su espalda.
El chico se gira para encontrarse ante una anciana con un organillo y un recipiente lleno de barquillos.
—Dígame, señora… —pregunta el periodista algo desconcertado.
—¿Está buscando a alguien, verdad?
—¡Sí! ¿Ha visto usted a una joven morena con una mochila?
—Con esa descripción, a muchas. Esto está lleno de jovencitas… pero una se ha pasado delante de mí más de una hora mirando el reloj. Se metió en aquella cafetería hace un rato —dice la anciana señalando el Starbucks—. Lo que no le puedo garantizar es que continúe allí ahora mismo.
—¡Muchísimas gracias, señora!
Ángel corre todo lo veloz que puede, saltándose incluso los semáforos y oyendo algún que otro insulto de algún que otro conductor al cruzar la calle cuando no debía.
Entra en el Starbucks como si de un corredor de cien metros lisos se tratase. Tres jóvenes alemanas o inglesas que hacen cola para pedir su bebida se le quedan mirando. Entonces ve la escalera y, subiendo los escalones de dos en dos, llega hasta arriba donde una joven no puede esquivarlo y termina dando con su trasero en el suelo. Ángel consigue no pisarla y en su impulso cae de rodillas justo detrás. La rosa resbala de su mano. Al ver aquella mochila de las Supernenas y la mirada de aquella chica comprende que su cita con Paula acaba de comenzar. Él también la mira y sonríe.
—Perdona por el retraso, amor. Encantado. Soy Ángel.
Paula tarda en reaccionar. Ante sí está el chico con el que lleva hablando dos meses. Dos meses de bromas, risas, iconos, canciones, juegos, palabras. Muchas palabras. Pero ni siquiera se habían visto nunca. Ni una foto. Nada. Sin embargo, ella estaba convencida de que le gustaba. Y ahora lo tenía de rodillas a su lado. Como en un sueño. Irreal.
Ángel se pone de pie y le tiende la mano para ayudarla a levantarse.
Paula lo mira a los ojos. Es realmente guapo. Más tal vez de lo que ella había pensado.
—Deja, ya puedo yo sola —dice con seriedad.
Ángel no puede dejar de mirarla ni un segundo. Es muy guapa. Más tal vez de lo que él había pensado.
La chica se levanta como puede, ayudándose con ambas manos. Se coloca la falda y la camiseta en su sitio, se echa el pelo hacia atrás y baja por las escaleras sin decir nada.
—Lo siento —se disculpa Ángel, siguiéndola de cerca, tras recoger la rosa del suelo—. Todo ha sido por…
—Shhh, no digas nada —le interrumpe ella dándose la vuelta y mirándole con una sonrisa—. Has venido; tarde, pero has venido: eso es lo que cuenta.
El joven periodista no aparta la mirada de la suya. Tiene ganas de besarla.
—Eso es para mí, ¿no? —pregunta ella señalando la rosa que Ángel lleva en la mano.
Él asiente sin hablar y se la da. Paula inspira el aroma de la flor y cierra los ojos. Cuando los vuelve a abrir, sonríe y le coge la mano. Él, sorprendido, la aprieta suavemente y también sonríe. Y así, cogidos de la mano, salen de la cafetería.
Ya es noche cerrada. Caminan por la ciudad unidos, enlazados, como una pareja. A la luz de las farolas, con el brillo de la luna en una noche despejada y con el mido de los coches y de las motos de fondo. Los ruidos de la noche no impiden que ellos se sientan solos. Únicos. En perfecta armonía. Como si nada más existiesen Paula y Ángel. Ángel y Paula. Como si fueran novios de toda la vida.
—Así que has tenido que entrevistar a Katia… —comenta ella, caminando de espaldas unos pasos por delante, sin apartar los ojos de él. Sí. Es realmente guapo.
—Eso es. Es muy simpática.
—Me encanta su canción. —Y la chica comienza a cantar con su suave voz Ilusionas mi corazón. Ángel sonríe y tararea en su mente el tema.
—Además, ella ha sido la que me ha traído en coche.
—Me parece bien, Paco. Dos meses sin salir de tu habitación.
Paula refunfuña. Sabe que ahora es mejor no decir nada. Mañana pedirá perdón, prometerá que no lo volverá a hacer más y sus padres se olvidarán del castigo.
—Y ahora sube a tu cuarto. Y nada de ordenador ni televisión. ¡Ni una luz encendida en cinco minutos!
La chica no dice nada y sube a su habitación haciendo sonar sus botas a cada paso, en cada escalón. Sabe que sus padres tienen razón. Al menos esta vez sí la tienen. Pero tiene que fingir estar enfadada. Sin embargo, por dentro, en su interior, su corazón está dando saltos de felicidad. No puede dejar de pensar en los labios de Ángel. En su boca. En sus caricias. En cómo, abrazados, le acariciaba el pelo y se estremecía. ¿Se estaba enamorando?
Paula entra en su habitación y se lanza de cabeza a la cama. Coge a su pequeño león de peluche y lo abraza.
—¡Tusi! —grita, achuchando a su compañero de almohada, de sueños, de sueños que ahora empiezan a hacerse realidad.
Paula acuesta a Tusi a su lado, se da la vuelta, coloca las manos detrás de la nuca y mira al techo de la habitación. Todo está oscuro. Solo una leve luz baña su habitación: la luz de la noche. Qué sensación tan maravillosa tiene dentro… En ese instante, un leve «toc toc» suena en la puerta. Paula se incorpora y se sienta en la cama. ¡Uff, sus padres otra vez!
—Pasad.
La puerta se abre despacio. No son sus padres: una pequeña figura de larga cabellera rubia y un pijamita de Hello Kitty entra y enciende la luz.
—Erica, ¿qué haces despierta?
—Solo quería darte las buenas noches.
Su hermana pequeña se acerca a la cama, la abraza y le da un beso.
—Buenas noches, princesa.
—¿Por qué te gritaban papá y mamá? ¿Has hecho algo malo?
—Pues… —Paula, no sabe qué contestar a su hermana de cinco años—, sí.
—¿Y te han castigado?
—Sí.
—Paula, ¿por qué tienes esa sonrisa todo en el rato en la boca si te han castigado?
Paula suelta una carcajada.
—Cuando seas mayor lo comprenderás. Ahora…, ¡a la cama!
Erica le da otro beso y sale corriendo de la habitación. La niña no entiende muy bien lo que su hermana mayor le acaba de decir, pero piensa que ojalá sus padres la próxima vez que ella se porte mal le pongan el mismo castigo que a Paula. ¡Ella también quiere estar tan feliz como su hermana!
En un lugar apartado de la ciudad, esa noche de un día cualquiera de marzo.
Fin.
Fascinante. Precioso. Encantador.
A Álex se le agotan los adjetivos para calificar la novela que acaba de terminar de leer: Perdona si te llamo amor. Escondido bajo la tímida luz del flexo de su habitación cierra el libro y regusta el agridulce sabor del final. Por un lado, se siente satisfecho de haber encontrado una historia así. Por otro, le entristece que no haya más páginas. Niki y Alessandro dejan de existir.
En ese momento le viene a la cabeza la chica de la cafetería. A decir verdad, la ha tenido en la cabeza desde que la vio buscando algo en aquella graciosa mochila fucsia de las Supernenas. Es preciosa. Especial. Se ríe al recordar el golpe que se dio contra la mesa. Sus ojos se encontraron bajo la mesa cuando ella se agachaba a recoger el libro. El mismo libro que él estaba leyendo. ¿Sería cosa del destino? Una serendipia. Como en aquella película, Serendipity, en la que el destino marca el camino de John Cusack y Kate Beckinsale.
Álex se levanta de la cama y va hacia la mesa en la que tiene el ordenador. Lo enciende y rápidamente entra en su MSN en busca de la dirección de la desconocida del Starbucks. Sin embargo, no hay nadie que le haya añadido a su lista de contactos. Mira entonces su correo electrónico. Publicidad y más publicidad, pero ningún e-mail.
¿Qué esperaba? ¿Que le iba a agregar? Tal vez a ella hasta le ha molestado el gesto de cambiar los libros. Quizá esa chica se ha reído de él cuando ha visto lo que había escrito en la última página. Seguramente piense que es un idiota. Un idiota iluso.
Entonces Álex siente vergüenza de sí mismo, de su acto, de su romanticismo… Pero él es así: no puede evitarlo.
El deseo de desahogarse recorre su cuerpo. Sabe qué es lo que necesita. Se acerca a una funda donde guarda su tesoro más valioso. Lo toma y sale de su habitación. Camina por un estrecho pasillo que finaliza en una escalera. Arriba, en el techo, hay una pequeña trampilla. La abre y sube. La noche es estrellada, despejada, con una luna brillante. La ciudad está muy bonita desde esa pequeña ladera donde vive desde hace unos meses. Alejado, pero al mismo tiempo cerca de todo. Siente una ligera brisa fría que penetra en él haciéndole temblar, pero no le importa: merece la pena.
El joven apoya su espalda contra la pared y coloca sus labios dulcemente sobre la lengüeta de la boquilla. Agarra con delicadeza aquel cuerpo plateado y comienza a hacerlo sonar. Y durante unos minutos Álex se entrega a su saxofón y a la música.
En una zona más céntrica de la ciudad, aproximadamente a la misma hora en la que Álex hace sonar su saxo.
Paga al taxista y, con paso firme, entra en su edificio. Sube en ascensor hasta la planta en la que tiene su pequeño apartamento donde, desde hace unas semanas, vive solo. Llega hasta su puerta, abre y entra. Todo lo hace con una sonrisa en la boca. A veces hasta silba feliz aquella canción: Ilusionas mi corazón.
Ángel se quita la chaqueta y cuidadosamente la deja en un perchero de la entrada. Está exultante. Todo ha ido perfecto.
Demasiado perfecto quizá. Ella es mejor incluso de lo que había imaginado. Si le gustaba antes, ahora… Su corazón late muy deprisa cuando piensa en esa noche mágica.
Mira su reloj. Es muy tarde y mañana tiene que madrugar. La realidad nos hace despertar de los sueños. ¡Pero no ha sido un sueño! Aquello ha sido real… Paula es real. Ya no es solo la chica invisible que había conquistado un trocito de su corazón: ahora es una persona que pertenece ya a su realidad. Y sabe cómo huele. Sabe cómo siente. Sabe cómo besa.
Esta noche soñará con ella, está seguro.
Antes tiene que dormirse. Debe hacerlo porque, si no, mañana no rendirá en el trabajo. Sí, a las siete se despertará. Busca el móvil para programar la alarma a esa hora. ¿Dónde está? Sí, en la chaqueta. Regresa hasta el perchero y lo encuentra en uno de los bolsillos. Está apagado. Se debió desconectar durante la velada con Paula. Unos segundos después de encenderlo, un pitido anuncia que ha recibido llamadas perdidas. Tres, y las tres de un mismo número. Las tres de un número desconocido.
Mira de nuevo el reloj y considera que es muy tarde para devolver la llamada. Mañana lo hará desde el trabajo.
Lo que no sabe Ángel es que la persona que le ha llamado jugará un papel importante en su vida en los próximos días.