EPÍLOGO
La catástrofe se cobró miles de víctimas; ya fuera asesinadas durante la breve aunque atroz incursión de los demonios, ahogadas por el tsunami, o aplastadas por los terremotos. Toda Ulthuan había sufrido la ira de la detonación del Vórtice. Imrik se dirigió de inmediato a la Isla de Llama, sabedor de que los príncipes acudirían al Templo de Asuryan.
Poco a poco fueron llegando los nobles procedentes de sus reinos, cargados de relatos trágicos y largas listas de pérdidas. Thyriol, sin embargo, no apareció, y Caledor envió una expedición para su búsqueda. Los expedicionarios regresaron de la Isla de los Muertos con la noticia funesta de que habían encontrado al príncipe sapheriano atrapado en un estado de parálisis, rodeado por Caledor Domadragones y el resto de los magos ancestrales.
De los druchii no había ni rastro.
Se envió una misiva a Alith de Anar, quien despachó a Carathril de vuelta con un mensaje lleno de aflicción y odio; la mitad occidental de Nagarythe estaba arrasada, y la mitad oriental había quedado devastada por la ola vengativa. Nagarythe se había convertido en un territorio yermo, condenado a la esterilidad por el orgullo desmedido de Malekith. Tor Anroc y los campos que la rodeaban formaban ahora un archipiélago bañado por aguas traicioneras que todavía se agitaban turbulentas y bullían. Los hechiceros druchii que habían logrado escapar habían conducido sus torres al norte, adentrándose en el océano.
—En cuanto a Malekith y Morathi, el Rey Sombrío cree que siguen vivos —dijo Carathril como colofón—. Anlec está en un estado ruinoso, pero no hay rastro del palacio de Aenarion. ¿Qué creéis que significa eso?
La respuesta de Caledor fue simple:
—La guerra no ha acabado aún. Nunca conoceremos la paz.
* * *
Los mares embravecidos por la tormenta rompían contra una costa de duras cumbres rocosas y provocaban una frenética explosión de espuma. Los cielos estaban agitados, oscurecidos por la magia negra. A través de la espuma y la lluvia, unas figuras colosales se deslizaban por el mar: construcciones altísimas con murallas y almenas.
Los castillos de Nagarythe seguían la estela de la mayor de las ciudadelas flotantes, sobre cuya torre más elevada se encontraba Malekith. El Rey Brujo se volvió al oír la voz de Morathi procedente de una puerta en arco que tenía a su espalda. La lluvia que lo fustigaba se evaporaba nada más entrar en contacto con su armadura.
—¿Aquí es dónde venimos? —preguntó la hechicera, con los ojos echándole chispas de la ira—. ¿A esta tierra fría e inhóspita?
—No nos seguirán hasta aquí —respondió el Rey Brujo—. Somos los naggarothi, nacimos en el norte y en el norte renaceremos. Esta tierra, aunque inhóspita, nos pertenecerá. Naggaroth.
—¿Quieres fundar un reino nuevo? —inquirió con desdén Morathi—. ¿Vas a aceptar la derrota y empezar de nuevo como si Nagarythe nunca hubiera existido?
—No —respondió Malekith. Las llamas se agitaron por su cuerpo de hierro—. Nunca olvidaremos lo que nos arrebataron. Ulthuan me pertenece. Tarde mil años o diez mil, reclamaré mi derecho legítimo a ser coronado rey. Soy el hijo de Aenarion. Es mi destino.