21: La Secesión

VEINTIUNO

La Secesión

El salón del trono en el corazón del palacio de Aenarion se hallaba sumido en la penumbra. La única luz de toda la estancia procedía del resplandor que despedía la armadura del Rey Brujo, y que proyectaba las sombras oscilantes de la veintena de figuras plantadas frente a él.

La humillación le dolía más que las heridas a pesar de la gravedad de éstas. Los ataques de la Guardia del Fénix habían reavivado el fuego de Asuryan que ardía en su cuerpo. Malekith no rehuía el dolor tal como había hecho en el pasado, sino que lo abrazaba, lo alimentaba. El tormento que asolaba su cuerpo nutría la ira que albergaba en su espíritu.

—No aceptaré una respuesta negativa —gruñó Malekith.

—Nos han derrotado, mi señor —dijo Urathion, el señor hechicero de la ciudadela de Ullar—. Apenas disponemos de las tropas suficientes para defender las murallas, y es seguro que el ejército de los malditos Anar no tardará en atacar.

—¡Silencio! —El grito de Malekith rebotó en las lejanas paredes y resonó por todo el salón—. No nos rendiremos.

—¿Cómo resistiremos con nuestros ejércitos dispersos? —inquirió Illeanith. La hechicera, hija de Thyriol, formuló la pregunta en un susurro lleno de temor—. Nos llevará demasiado tiempo hacer regresar las guarniciones a la ciudad.

—Formaremos un nuevo ejército; uno que ni Imrik ni sus vasallos aduladores derrotarán jamás —declaró Malekith.

El Rey Brujo se levantó, y los escarpes de sus pies repiquetearon en el suelo mientras se acercaba al grupo de hechiceros. Alzó una mano humeante y cortó el aire con un dedo. De la nada apareció una línea repleta de energía. Un torrente de colores y ruidos informes se precipitó de la grieta que Malekith había abierto en la realidad, y aparecieron unas garras que ensancharon los bordes de la línea hasta convertirla en un boquete por el que asomaron unos rostros demoníacos con la mirada lasciva. Además, un brazo escamado emergió de la brecha.

La fisura al Reino del Caos fluctuó y el brazo se encogió; al cabo, la grieta se cerró y desapareció con el rechino del metal desgarrado. El fenómeno había durado varios segundos, pero no dejó ni rastro de su existencia.

—¿Demonios? —preguntó Urathion.

—Un ejército infinito a nuestro servicio —dijo Morathi, uniéndose al conciliábulo con el báculo del cráneo en la mano—. Inmortales e inmunes. ¿Qué mejor hueste podríamos poner al servicio del señor de Nagarythe?

—Reunir un puñado de demonios requerirá de todos nuestros poderes —dijo Drutheira, en otro tiempo una acólito de Morathi y ahora una hechicera consumada. En su larga cabellera negra se distinguían algunas canas, y en la piel pálida exhibía runas pintadas—. Todavía quedan artificios de Vaul que pueden destruir demonios; armas suficientes para derrotar a un ejército de las dimensiones del que podemos convocar.

—No tenemos que convocarlo —repuso Malekith—. Sólo hay que romper las barreras que los mantienen prisioneros en el Reino del Caos.

El silencio se instaló en el salón del trono mientras el conciliábulo meditaba sobre el significado de las palabras de su señor. Fue Urathion quién lo rompió.

—¿Os referís al Vórtice de Caledor? —inquirió el brujo.

—Eso es imposible —afirmó Drutheira—. El Vórtice se alimenta de la energía que absorbe de la magnetita de Ulthuan. Tendríamos que destruirla, y la mayor parte del mineral se encuentra en territorio enemigo.

—Podemos hacerlo —dijo Morathi—. En vez de destruir la magnetita, la sobrecargaremos.

—Mediante sacrificios —explicó Malekith—. Juntos crearemos un flujo de magia negra lo suficientemente poderoso como para perturbar la armonía que reina en el Vórtice. La propia energía del Vórtice hará el resto, absorbiendo esa carga energética hasta su núcleo.

—¿Os parece eso acertado? —preguntó Urathion—. En ausencia del Vórtice, el Reino del Caos se propagará libremente por los vientos mágicos. Ni siquiera sumando nuestros poderes podremos controlarlo.

—No hay necesidad de controlarlo; simplemente debemos encauzarlo —respondió Malekith. El Rey Brujo se llevó un dedo candente a la corona soldada a su yelmo—. Con esa fuerza puesta al servicio de nuestros fines, yo dispongo de los medios para canalizar su energía. Nuestros enemigos perecerán engullidos por una marea de demonios. Sólo aquellos escogidos por mí sobrevivirán. Obtendré la victoria y mi venganza en un solo golpe.

Los miembros del conciliábulo se miraron. Algunos parecían impacientes, otros, más preocupados.

—¿Qué alternativas hay? —preguntó Auderion, pasándose una mano con las uñas negras por el pelo cano. Su mirada saltaba con nerviosismo de uno a otro miembro del grupo, sin detenerse en ninguno—. No podemos alargarlo eternamente, y nuestras vidas dejarán de pertenecernos.

—Nuestras almas ya no nos pertenecen —musitó Illeanith—. Los tratos y las promesas de sangre que hemos hecho no se han mantenido. Ése no será mi destino.

—Imaginad su pavor —dijo Drutheira—. Imaginad el terror que sentirán aquellos que nos despreciaron, que nos abandonaron. Libraremos al mundo del legado del Domadragones; revertiremos el error que cometió y borraremos las injurias que mancillan el mito de Aenarion.

Algunos miembros del conciliábulo guardaban silencio, pues no se atrevían a hablar a pesar de que su desasosiego era tan notorio como el calor que despedía la armadura de Malekith. Sus ojos preocupados refulgían en la penumbra.

Urathion inclinó la cabeza en dirección a Malekith.

—Perdonad mis objeciones, mi señor —dijo el hechicero, hincando una rodilla en el suelo—. ¿Qué queréis que hagamos?

—Regresad a vuestros castillos y reunid tantos acólitos y esclavos como tengáis. Morathi os proveerá de los detalles del ritual que debéis realizar. A la hora convenida, en la medianoche del décimo día a partir de hoy, empezaremos. La sangre de nuestros sacrificios atraerá la magia negra, y nuestros conjuros la enviarán como una tormenta al interior del Vórtice.

—¿Y qué ocurre con los magos de Saphery? —preguntó Illeanith—. Mi padre y sus seguidores intentarán detenernos.

—¿Cómo? —dijo Morathi—. Para cuando se enteren de lo que está sucediendo, ya será demasiado tarde para que puedan intervenir.

—Y aunque lo hagan, carecen del poder necesario para detenernos —apuntó Malekith—. El Vórtice fue creado por Caledor Domadragones en su momento álgido de poder. Ni siquiera tu padre puede contrarrestar un conjuro así.

Ahí acabaron las preguntas y las objeciones. Los hechiceros hicieron una reverencia y se marcharon, dejando a Malekith solo con Morathi.

—¿Qué ocurrirá si te equivocas? —preguntó la hechicera—. ¿Si no podemos utilizar a nuestro antojo el Vórtice?

—Los demonios arrasarán el mundo y la destrucción será total —respondió Malekith.

—¿Estás seguro de querer correr el riesgo de que todo acabe así?

—¿El riesgo de una destrucción total? —respondió Malekith, soltando una carcajada estridente—. ¡La recibiré con los brazos abiertos! Si Ulthuan no cae en mis manos, nadie la tendrá. Prefiero que mi pueblo perezca a verlo subyugado por otro rey. Antes ver el mundo partido en dos que sufrir ese tormento eterno.

* * *

Tal como había jurado a Alith de Anar, Caledor encabezó la retirada de su ejército por los Annulii, de regreso a Avelorn. Envió a muchos de sus guerreros de vuelta a sus reinos respectivos; algunos con el encargo de trasladar solemnemente los cadáveres de los príncipes caídos en batalla. Dorien recibió la orden de viajar a Caledor para informar de la victoria del Rey Fénix, mientras que Carathril fue enviado a las ruinas de Avelorn para transmitir la misma nueva a la Reina Eterna.

Ibyriol, preocupado por las heridas del Rey Fénix, permaneció con el ejército. A pesar de que en público Caledor proclamaba que estaba recuperándose, en privado confesaba su debilidad. No se sentía preparado para regresar a la Isla de la Llama, de modo que se quedó en Avelorn con sus huestes, listo para entrar en acción en el caso de que las cosas se pusieran feas para el ejército de los sombríos en su intento por derrocar el gobierno de Anlec.

Los días eran cada vez más cortos, y Caledor pasaba buena parte del tiempo en su pabellón, descansando y meditando sobre el futuro. Una noche, transcurridos ocho días de la batalla de Maledor, pidió a Thyriol que se reuniera con él.

—Tenéis que buscar a otro Rey Fénix —declaró Caledor.

—¿Qué ocurre? —preguntó horrorizado el mago, acudiendo apresuradamente junto al Rey Fénix—. ¿Son las heridas? ¿No mejoran?

—Mi cuerpo no está débil, sino mi corazón —respondió Caledor—. La guerra acabará pronto. Mi reinado debería terminar con ella.

A pesar de que seguía preocupado, el terror del mago se disipó y Thyriol volvió a sentarse junto al trono, ocultando las manos en las amplias bocamangas de su túnica.

—¿Creéis que no seréis un buen líder en tiempos de paz? —preguntó Thyriol.

—Lo sé —contestó Caledor—. Y vos también lo sabéis. No estoy hecho para audiencias y consejos. Necesitaréis un líder mejor que yo para reconstruir Ulthuan y empezar de nuevo en las colonias.

—Últimamente escasean los príncipes —dijo Thyriol, con una sonrisa amarga en los labios—. A mí parecer, no hay nadie adecuado para ceñirse la corona.

—Vos podríais —replicó Caledor—. Poseéis la sabiduría y la experiencia que requieren la posición. Leéis mejor que yo el corazón de nuestro pueblo.

—Por favor, no comentéis este tema con nadie. Al menos esperad a que tengamos la certeza de nuestra victoria sobre los druchii antes de distraernos en elucubraciones sobre el futuro. Morathi es como una mantícora dotada de un aguijón malicioso que utiliza cuando se siente acorralada. Hablar de paz es prematuro.

—Tal vez estéis en lo cierto —dijo Caledor. Se dejó caer contra el respaldo del trono. Le dolían los huesos—. El mundo será raro.

—Me parece que os llevaréis una grata sorpresa. La vida demanda cierta armonía, y tenderá hacia ella. Dentro de unos pocos años, y viviréis para verlo, el mundo recuperará su estado anterior. Las ciudades pueden ser reconstruidas, y los niños crecerán. Al igual que vuestro padre, os alegraréis de que las generaciones futuras prosperen libres del cáncer de la guerra. Ése será vuestro legado.

El Rey Fénix halló algo de consuelo en ese pensamiento. Relajó su cuerpo cansado, cerró los ojos y trató de imaginarse Ulthuan tal como había sido en el pasado. Sin embargo, no pudo. Las imágenes que aparecían en su mente, ya fueran de Cothique, Lothern, Avelorn o Cracia, estaban plagadas de la muerte y la destrucción que había causado la guerra.

Se llevó una mano a la barbilla, a la diminuta cicatriz que le había dejado el cuchillo del asesino, y se preguntó si los druchii no habrían corrompido Ulthuan para siempre. ¿Alguna vez se purgaría de los corazones de los elfos el mal y la violencia a los que él había tenido que recurrir para detenerlos?

Caledor oyó que Thyriol se revolvía en su silla y un murmullo de intranquilidad brotó de los labios del mago. Unos instantes después, él mismo notó la causa de la inquietud del mago: había una corriente subyacente en los vientos mágicos, un flujo energético de tintes tenebrosos.

El Rey Fénix abrió los ojos, y por una décima de segundo pensó que estaba sufriendo un ataque. La luz de los faroles del pabellón se atenuó, y las sombras ganaron en intensidad. Caledor se dio cuenta de que la desaparición de la luz no estaba siendo un producto de su imaginación; los faroles estaban apagándose.

Thyriol se puso en pie. La punta de su báculo brillaba.

—Brujería —musitó el mago—. No os mováis.

El pabellón había quedado completamente sumido en la oscuridad salvo por el diminuto círculo de luz que rodeaba al Rey Fénix y al mago. Llegó un ruido: el murmullo del agua y los aullidos del viento rozando las rocas. La penumbra fluctuaba; en algunas partes palidecía, y las formas se fundían para crear una imagen.

—Aun así, la magia no está aquí —masculló Thyriol—. El hechizo se ha realizado en otro lugar.

El espectro de un elfo apareció en la oscuridad, encapuchado y vestido de negro. El fantasma se quitó la capucha y dejó al descubierto su rostro demacrado; el cabello le caía lacio sobre los hombros. Sus ojos hundidos se posaron primero en Caledor y luego miraron a Thyriol. Hacia el mago se volvió la aparición.

—Soy Urathion de Ullar —se presentó el elfo—. No tengo demasiado tiempo y no podré encontrarme personalmente con vos. Malekith ha enviado a los heraldos negros en mi persecución. Haced caso de mi advertencia, Thyriol, y preparaos.

—¿Prepararnos para qué? —preguntó Caledor.

—El Vórtice —respondió Urathion, todavía su figura penumbrosa con la mirada fija en Thyriol—. Malekith y el resto de los hechiceros intentan desatar su poder para liberar el Reino del Caos.

—¡Eso es una locura! —exclamó Thyriol—. ¡Ulthuan será destruida!

—En efecto, es una locura —afirmó Urathion—. He hecho cosas horribles y no me arrepiento de ello. El poder del que he disfrutado y las cosas que he visto han sido suficiente recompensa. Sin embargo, incluso yo entiendo que no se pude permitir que eso ocurra. Malekith prefiere destruir el mundo que vivir como un perdedor.

—¿Y cómo va a hacerlo? —preguntó Thyriol—. Dime qué conjuro utilizará para poder contrarrestarlo.

—Se ha planeado realizar un sacrificio masivo —contestó Urathion—. Malekith y Morathi inyectarán magia negra en el Vórtice y dejarán que las huestes del Caos actúen libremente en él. Ya es tarde para impedir que la ceremonia se lleve a cabo, pero debéis prot…

El espectro de Urathion dio un grito ahogado y se quedó tieso. Mientras las sombras se aclaraban, Caledor vio que el hechicero se derrumbaba de bruces con el asta de una flecha sobresaliendo de su espalda. Un poco más allá se entreveía la silueta de un jinete envuelto en una capa y con una ballesta en la mano. La luz regresó a los faroles y la imagen desapareció, dejando en el pabellón una sensación de irrealidad.

Caledor se volvió a Thyriol. El mago reflexionaba con el ceño arrugado, tamborileando nerviosamente con los dedos sobre su báculo.

—¿Creéis que se trata de una artimaña? —preguntó el Rey Fénix—. Quizá Malekith intenta atraernos hacia una trampa brujesca.

—Es un riesgo que debo correr —respondió Thyriol—. De ser cierto, hay que detener a Malekith. Urathion no ha exagerado. Si el Vórtice es destruido, estaremos condenados. Aun en el caso de que Ulthuan sobreviva a la pérdida del Vórtice, las hordas demoníacas regresarán. Ni vos ni yo somos Aenarion ni vuestro abuelo; no podemos impedir una invasión de esas características. Nuestro pueblo será exterminado y esclavizado por los poderes del Caos. Ahora debo marcharme.

—¿Adónde? —preguntó Caledor—. ¿Se puede detener ese conjuro?

—A la Isla de los Muertos —dijo Thyriol, respondiendo a la primera pregunta y evitando la segunda—. Al núcleo del Vórtice.

El mago musitó un encantamiento mientras dibujaba un arco en el aire con la punta de su báculo. Se abrió una grieta en el aire allí por donde pasaba el bastón y apareció una puerta en arco de energía dorada. Al otro lado de esa puerta, Caledor vio unas apariciones fantasmagóricas: elfos vestidos con túnicas, inmóviles como estatuas y envueltas en unas auras radiantes.

—Vos habéis ganado vuestra batalla. Ahora yo debo ganar la mía —declaró Thyriol.

El mago cruzó la puerta mágica y ésta desapareció convertida en una lluvia de chispas. Caledor permaneció en su trono, con sus manos con los nudillos pálidos apretadas a los brazos del asiento. Sacudió la cabeza para recuperar la claridad tras la impresión de lo ocurrido y se levantó y salió del pabellón caminando con sus débiles piernas.

El cielo estaba despejado, cubierto por un manto de estrellas relucientes. Caledor dirigió la vista hacia el oeste, en dirección a los Annulii, entre cuyas cumbres el aire brillaba por la acción del Vórtice.

—Asuryan, señor de los cielos —musitó el Rey Fénix—. No respondiste a las plegarias de Aenarion y no espero que escuches las mías. A pesar de ello, soy tu rey y reino en tu nombre, y en mí depositaste tu bendición. Si amas a mi pueblo, no permitas su destrucción.

Una vez acabada su breve oración, Caledor supo que ya no podía hacer nada más. Permaneció inmóvil, con los ojos clavados en los Annulii, y desenfundó a Lathrain. Si los demonios regresaban, él no moriría sin pelear.

* * *

El salón estaba inundado de sangre. El líquido carmesí parecía poseer vida propia y se deslizaba lentamente, con un rumor sibilante y crepitando a los pies de Malekith, embadurnando los cuerpos despatarrados de las víctimas del Rey Brujo. Morathi, con el báculo alzado por encima de la cabeza, entonaba un conjuro para convocar a todos los demonios y poderes con los que había realizado un pacto a lo largo de su larga vida. El aire bullía impregnado de magia negra y recorría toda la estancia, desde las paredes al techo, haciendo que los símbolos y las runas pintadas en la piedra con sangre brillaran con una luz rubicunda.

A través de su corona, el Rey Brujo podía sentir cómo crecía la marea de magia negra por todo Nagarythe. En los castillos y torres del reino yermo, sus seguidores realizaban los sacrificios y utilizaban a los muertos para atraer los vientos mágicos, y las fuerzas místicas se fundían bajo la influencia brujesca de los naggarothi.

El ensalmo de Morathi estaba alcanzando su punto culminante, y la voz de la hechicera se había convertido en un gemido. Morathi se estremeció. Los torbellinos de magia negra, cada vez más densos y poderosos, se arremolinaban en el salón del trono.

Malekith estiró las manos y sintió el contacto resbaladizo de la magia en su piel de hierro. La corona brilló en su frente y llenó de hielo su mente mientras él agarraba y manipulaba la energía incorpórea con su voluntad, dándole forma, convirtiendo sus enrevesadas ondas en una nube con una pulsación rítmica.

—¡Ahora! —bramó Morathi, con el báculo fulgurante.

Malekith lanzó hacia arriba la magia negra, y la energía salió disparada por el palacio de Aenarion. El Rey Brujo podía sentir el resto de las columnas de energía que explotaban a lo largo y a lo ancho de su reino, pilares de energía mágica pura que ascendían rugiendo hacia el cielo.

* * *

La magia siseaba como una serpiente, arrojando espirales descontroladas de energía por la mazmorra. Illeanith apretó los dientes y escupió unas palabras de dominio, casi implorando a la energía oscura que la obedeciera. La hechicera se tambaleó hacia atrás cuando otra oleada de magia emergió de su cuerpo, irrumpiendo en el exterior por su boca abierta.

Con los ojos abiertos como platos, Illeanith dijo jadeando cada una de las palabras del encantamiento, repitiéndolas una y otra vez, engatusando y amenazando a las criaturas que existían al otro lado del velo de la realidad. La negrura que le manchaba la piel estaba extendiéndose. Ya tenía las manos del color del ébano, y la contaminación estaba propagándose por su organismo a través de sus ennegrecidas venas, lo que hacía que se le marcaran en los brazos desnudos.

Los labios y las encías de Illeanith borboteaban cargados de magia, y el cúmulo de energía hacía que le dolieran los ojos. Los mechones de su larga cabellera se contorsionaban como si fueran serpientes erguidas, y de sus puntas destellantes saltaban chispas. La torre entera vibró, y los bloques de piedra tallados crujieron y rechinaron al unísono.

El otro mundo, el Reino del Caos, empezó a filtrarse por el torbellino de magia. Illeanith atisbó unos paisajes delirantes de árboles de falanges de manos y de nubes que arrojaban una lluvia de plata líquida. Los chillidos, los rugidos y los aullidos de los demonios llenaron la cámara, retumbando en las paredes al tiempo que se perdían en la distancia.

Una figura encorvada y rubicunda, con una protuberante cabeza alargada y los globos oculares blancos, irrumpió en la estancia y se deslizó revoloteando por el espacio para orientarse, con sus extremidades delgadas y nervudas tensas, y con una espada de bronce que goteaba sangre espesa en la mano.

Illeanith soltó un grito y se alejó de la criatura, que posó sobre ella su mirada anodina. Presa del espanto, la hechicera tropezó y cayó, y arrastró una mano por el símbolo de sal que ella misma había dibujado en el suelo.

Con el sigilo místico alterado, la magia negra quedó fuera de control y fluyó frenéticamente en torno a Illeanith, golpeando paredes y arrancando baldosas del suelo, embistiendo a la hechicera y atravesándola, tirándola del pelo y de los dientes. Se formaron más demonios en medio del caos; unas criaturas depredadoras que gruñían y que inmediatamente se abalanzaron con sus fauces repletas de colmillos y con sus colas cortantes sobre la primera de las apariciones. Illeanith se levantó a duras penas; sus ojos vertían lágrimas de sangre. Una sustancia espesa parecida al alquitrán empezó a manar de su boca y a asfixiarla. La hechicera se llevó las manos a la garganta y gorgoriteó un grito agónico mientras le estallaban las venas y la magia salía como el lodo a borbotones de sus vasos sanguíneos reventados.

Illeanith notó cómo se le rompían y se le astillaban los huesos, y soltó más gritos sofocados por el líquido que le brotaba de la boca. Al cabo, se derrumbó de bruces, con el brazo roto en la espalda al intentar impedir que su cabeza se estrellara contra las baldosas del suelo. Los demonios se apiñaron a su alrededor, y con sus colmillos royeron y desgarraron tanto el espíritu como la carne de la hechicera.

El último alarido de Illeanith fue apagándose, pero el daño ya estaba hecho. La magia negra fluía desde el otro mundo por la brecha abierta en la runa, horadaba las piedras y arrancaba los bloques de las paredes con unos tenebrosos zarcillos de energía. Las formas demoníacas se dispersaron y se evaporaron fundidos con el miasma, que continuó girando y arremolinándose en su búsqueda de una salida.

Se produjo una explosión atronadora que arrojó por los aires piedras y tierra, y la magia negra salió de la mazmorra derribando la torre. El torbellino de energía oscura cruzó Nagarythe como un torrente de aguas hirvientes en dirección a los Annuhi, uniéndose a otras corrientes de magia negra que se deslizaban por la fría noche.

* * *

Caledor sintió que el suelo vibraba. El temblor era leve, pero lo suficientemente fuerte como para que enseguida los elfos que permanecían en el campamento salieran de sus tiendas y se formularan preguntas surgidas del miedo. El Rey Fénix hizo caso omiso a la actividad del campamento y continuó con la mirada fija en el cielo centelleante que se extendía sobre las montañas.

Una a una, las estrellas parecían extinguirse. El aura del Vórtice ganó intensidad hasta convertirse en algo más que en un tenue resplandor en el umbral de lo visible. Caledor podía ver los remolinos de energía, distinguir las diferentes corrientes de magia que se precipitaban desde los picos y que se arremolinaban en estanques en los valles.

El Rey Fénix levantó la mirada y vio cómo se extendía la oscuridad aprovechándose de la luz de las estrellas. La temperatura del aire bajaba mientras la magia negra se canalizaba para introducirse en el Vórtice, atraída hasta la Isla de los Muertos, en el centro del Mar Interior. Junto a las franjas resplandecientes de magia aparecían rayos de energía. Caledor miró hacia el este y vio que la magia descendía del cielo en forma de un tornado más ancho y brillante a cada segundo que pasaba.

* * *

Malekith enfiló a trancos hasta un balcón con la barandilla de hierro de la cámara, seguido apresuradamente por Morathi. El Rey Brujo volvió su mirada llameante hacia el este y divisó las voraces energías congregándose en las cumbres de las montañas.

—Ya está —dijo la hechicera.

Morathi señaló el cielo del norte. Unas luces incendiaban la noche, y en la línea del horizonte aparecía un arco iris en constante movimiento. La aurora mágica parpadeaba, arrojando proyectiles de energía al suelo y en dirección a las cada vez más escasas estrellas.

Malekith podía ver a través de aquella orgía de formas y colores: torres altísimas de cristal y riachuelos de sangre; acantilados con rostros como calaveras que gritaban y bosques de tentáculos fluctuantes; castillos de bronce y una enorme mansión en estado ruinoso; llanuras cubiertas de huesos astillados y playas bañadas por mares púrpura; nubes de moscas y soles en miniatura que miraban con ojos ciclópeos.

Y también oía los rugidos y los aullidos, los gritos y los gruñidos. Ya fuera caminando, reptando, surcando el cielo o saltando, una hueste de demonios marchaba imparable.

—El Reino del Caos está abierto —bramó el Rey Brujo, invadido por un sentimiento triunfal—. ¡Mis legiones han despertado!

* * *

Tambaleándose azotado por la tormenta mágica, Thyriol avanzaba hacia las figuras lejanas de Caledor Domadragones y de los demás magos. El cuerpo del señor de Saphery estaba envuelto en magia, lo que le provocaba una sensación en igual medida placentera y dolorosa.

Notaba los conjuros defensivos de sus colegas, que habían sido alertados inmediatamente por los príncipes. Corrientes que empujaban en sentido contrario y sifones de forma helicoidal se deslizaban por el Vórtice mientras los magos de Saphery trataban de constreñir la energía que se había liberado.

Thyriol se daba cuenta de que los intentos de sus discípulos eran en vano; era como intentar vaciar el Mar Interior con un dedal. Encima de su cabeza, la fuerza del Vórtice era cada vez mayor, y la presión que ejercía sobre sus hombros hacía que cada paso se convirtiera en una tarea prácticamente imposible, y cada respiración, un anhelo para seguir vivo.

Oyó los gemidos y los rugidos de los demonios antes de verlos. Al principio no eran más que unas motas de energía que revoloteaban en torno al Vórtice, atisbos fugaces de rostros con colmillos y de uñas afiladas que rápidamente eran engullidos por la masa energética. Según avanzaba Thyriol, los demonios iban alimentándose de la magia y formaban cuerpos de energía pura que bailaban y se retorcían deslizándose por las corrientes circulares de energía mística.

Sus susurros, amenazándolo con todo tipo de atroces torturas, llegaban hasta los oídos del mago.

Thyriol eliminó de su mente todo lo que no fuera su objetivo y desterró cualquier otro deseo o necesidad que pudiera ser pervertido por los demonios. Su báculo crujió y luego explotó en mil pedazos, incapaz de soportar la magia que fluía por él. Los amuletos que Thyriol llevaba en los brazaletes y alrededor del cuello empezaron a emitir unos ruiditos secos y sibilantes, y a girar en el aire como si los agitara la tormenta.

El mago siguió adelante.

* * *

—¡A las armas! —bramó Caledor—. ¡Protegeos!

Más veloces que cualquier hueste de mortales, los demonios se precipitaron desde las montañas montados sobre las corrientes de magia. Una bestia con el cuerpo de una babosa, con las fauces repletas de colmillos y dotado de tentáculos oscilantes se materializó delante del Rey Fénix.

Toda sensación de debilidad y de dolor desapareció de un plumazo de su cuerpo. Caledor arremetió con Lathrain contra la criatura y la partió en dos en medio de una explosión de llamas y de chispas mágicas. Farfullando atropelladamente, unos seres espantosos con alas de tinieblas se lanzaron en picado desde el cielo y fueron recibidos por la resplandeciente hoja forjada para Caledor Domadragones.

Alrededor del Rey Fénix, los elfos de su ejército estaban dándolo todo en la lucha, aunque sus flechas y sus lanzas poco daño causaban en las criaturas inmateriales que los atacaban. Algunos blandían reliquias que conservaban de la última invasión de los demonios: lanzas, espadas y hachas forjadas en el Yunque de Vaul volvían ser empleadas para el fin para el que se habían creado originalmente.

El suelo vibraba cargado de magia, y el cielo estaba cubierto por un convulso nubarrón de energía pura. A Caledor le pareció oír unas carcajadas retumbantes y levantó la mirada, y por un momento atisbó una criatura monstruosa sin una forma definida pero pasmosamente aterradora. El Rey Fénix luchaba instintivamente, lanzando tajos y acometidas a todo bicho demoníaco que pasaba junto a él.

Los elfos habían sobrevivido durante siglos, habían forjado un imperio convencidos de que vivirían en paz eternamente. Mientras los demonios chisporroteaban y chillaban a su alrededor, Caledor se dio cuenta de lo caprichosa que había sido la existencia de la civilización elfa, y lloraba mientras luchaba, pensando en lo cruel que era el mundo destruyendo el legado extraordinario de su abuelo.

* * *

Cegado y sordo, con todo el cuerpo bullendo de éxtasis y de dolor, Thyriol se arrastraba por el suelo devastado, guiado únicamente por su sentido mágico interno a través de la anarquía que reinaba en el núcleo del Vórtice. Cada latido de su corazón llegaba acompañado por la sensación de la debilitación del Vórtice. La magnetita no daba abasto con la magia de los druchii y la energía de los demonios, y el Vórtice no tardaría en colapsarse por completo. Entonces, todo estaría perdido.

El mago se sentía como una mota de polvo en medio de un huracán, tanto físicamente como espiritualmente, pero se aferraba a la fuerza de voluntad para no perder la consciencia ni la resolución.

Como si atravesara una brecha entre dos realidades, Thyriol tuvo la sensación de que todo desaparecía. El ruido, la confusión, el dolor… Todo se desvaneció, sumiéndolo en un estado de paz pura. Había llegado al corazón del Vórtice: el centro de la tormenta mágica.

No sabía si su plan funcionaría, pero se había pasado la vida estudiando el trabajo de Caledor Domadragones y los principios del Vórtice. Si se equivocaba, únicamente provocaría una aceleración en el colapso del Vórtice.

No tenía nada que perder.

Enderezó el cuerpo para ponerse de rodillas, inclinó la cabeza y entrelazó las manos en el regazo. Debajo, el suelo no existía, y encima no había cielo Thyriol estaba totalmente aislado, flotando en la nada. Ni siquiera estaba seguro de si su cuerpo había sobrevivido. En aquel lugar, en el filo imperceptible entre las dos realidades, en la frontera gris que separaba la luz de las tinieblas, en el vértice que formaban la vida y la muerte, cuestiones como la mortalidad o la inmortalidad, el cuerpo y el espíritu, eran irrelevantes.

Entre las manos enlazadas liberó la minúscula partícula de energía que había llevado consigo. Apenas si era nada, tal vez lo imprescindible para dar la vida al más pequeño de los insectos. Abrió las manos, y la diminuta partícula de magia ascendió suspendida en el aire como un diminuto destello en la nada.

Soltando la magia, Thyriol permitía que interactuara con el vacío.

La magia explotó y se convirtió en un sol infinito que rellenó la brecha que unía ambos mundos. Las barreras entre lo real y lo inmaterial se desmoronaron, y los últimos lazos que mantenían sujeto el Reino del Caos se rompieron.

El Vórtice quedó completado, y un denso remolino de magia se extendió por todo el mundo. Lejos, en el este, los artesanos de runas enanos interrumpieron su labor y se preguntaron por qué las runas en las que estaban trabajando ardían con luz parpadeante y se apagaban. En sus vetustas ciudades del oeste engullidas por la jungla, los inmortales siervos de los Ancestrales abandonaron sus cálculos y sus meditaciones. Inteligencias extraterrestres desviaron su atención al repentino cambio que estaba operándose en el mundo, midiendo con frialdad su importancia.

Thyriol abrió los ojos y se encontró todavía en la Isla de los Muertos.

—Ya entiendo —dijo una voz a la espalda del mago.

Thyriol se volvió y se encontró cara a cara con un anciano elfo que tenía el rostro enjuto y el cabello plateado. El mago lo reconoció de inmediato; lo había visto en cientos de estatuas y en miles de cuadros: Caledor Domadragones.

La afluencia de magia había acabado con la parálisis tal como él había esperado.

El más extraordinario mago de los elfos parecía tranquilo a pesar de que el Vórtice se agitaba embravecido a su alrededor. Más magos empuñando báculos aparecieron de la anárquica tormenta, con las túnicas sacudidas por la brisa sobrenatural, y formaron un círculo alrededor de Thyriol, con los ojos dirigidos al cielo.

El príncipe de Saphery también levantó la mirada y vio un agujerito de noche en medio de la magia, y en ella, el centelleo efímero de una estrella.

—Esto no acabará bien —dijo el Domadragones—. Pero es inevitable.

Los magos congregados alzaron los báculos y empezaron a cantar. En un primer momento nada ocurrió, y Thyriol no comprendía el propósito de su salmodia. Sin embargo, poco a poco, de un modo casi imperceptible al principio, el Vórtice fue ralentizándose, y en el centro del círculo de magos surgió otro vórtice que giraba en el sentido opuesto.

A medida que ganaba en intensidad, este vórtice empezó a crear ondas que se mezclaban con la tormenta mágica. El segundo vórtice crecía más y más, alimentándose de la magia y comiendo terreno al Vórtice principal, que giraba cada vez más lento. Thyriol observó asombrado cómo Caledor Domadragones volvía el vórtice contra sí mismo, y del mismo modo que en otro tiempo se había drenado la magia del mundo de los mortales, ahora la magia estaba siendo canalizada desde el Reino del Caos. El segundo vórtice giraba cada vez más rápido, arrojando destellos negros en medio de la luz general y despidiendo nubes de energía pura que embestían los arremolinados vientos mágicos.

Los dos vórtices enfrentados equilibraron sus fuerzas, y el mundo se detuvo.

* * *

Caledor rebanó la garganta de otro demonio con la piel de sangre y notó cómo temblaba la tierra bajo sus pies, con tanta violencia que a punto estuvo de derribarlo. Todos a una, los demonios de la horda se quedaron inmóviles y silenciosos, y volvieron sus ojos sobrenaturales hacia el Vórtice mientras el suelo volvía a vibrar.

En el este se produjo una explosión de luz que salió canalizada por el conducto del Vórtice. Justo antes de quedar cegado por ella, Caledor vio que las llamas envolvían a los seres demoníacos y que los rescoldos de sus cuerpos se convertían en polvo cristalino.

Otro movimiento de tierra tiró al Rey Fénix, que cayó con un fuerte golpe de costado. Tendido en el suelo, Caledor oyó y sintió un ruido trepidante que procedía de las entrañas del mundo. Levantó la mirada con los párpados entornados y vio que las cimas de las montañas se sacudían zarandeadas por la onda expansiva y las pulsaciones del Vórtice. De las cumbres se precipitaron avalanchas, los barrancos se desmoronaron y los aludes de rocas se deslizaron por las laderas.

«Thyriol ha fracasado, —pensó Caledor—, así es como acaba el mundo».

* * *

—¡No! —gritó Morathi.

Malekith también la notaba: una presencia que no había sentido durante más de mil años. El Domadragones había vuelto. El Rey Brujo todavía no sabía cómo lo evitaría, pero no iba a dejarse derrotar tan fácilmente. El naggarothi vertió todo su desprecio y su odio para tratar de arrebatar el control del Vórtice al elfo que había traicionado a su padre. Morathi adivinó las intenciones de su hijo y añadió sus poderes brujescos para anular el conjuro del Domadragones.

Las dos corrientes de magia colisionaron en el Vórtice y provocaron una explosión de luz multicolor que disipó la tormenta, y la magia blanca y la negra se transformaron en una detonación de proporciones colosales. Malekith sintió como la onda expansiva sacudía Ulthuan, aplastaba árboles y derribaba torres. También advirtió cómo las montañas se tambaleaban cuando el Vórtice volvió a girar.

Pero notó algo más, como si el mundo se hubiera inclinado sobre su eje. La magia liberada convulsionó Ulthuan, desgarrando la tierra y el cielo con su fuerza. En la muralla de Anlec apareció una grieta que continuaba la hendidura gigantesca que se abría en el suelo, al norte. En la capital naggarothi, sacudida por el terremoto, los tejados se hundían y las paredes se derrumbaban, y por todo Nagarythe la magia negra se posaba en el suelo; imponentes peñascos emergían de la tierra, y gigantescos pozos y grietas perforaban el suelo.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Morathi, mirando hacia el norte.

* * *

En una de las torres más septentrionales de Nagarythe, Drutheira reía alegremente mientras contemplaba la guerra de magia que estaba librándose. Se deleitaba en la colisión y la confluencia de energías, y se maravillaba de los dibujos que componían la luz y las tinieblas con las estrellas de fondo.

Sin embargo, su risa se esfumó en cuanto notó los primeros temblores del terremoto. A su alrededor, los altos candeleros se estrellaron contra las baldosas del suelo, y los faroles alimentados con grasa de elfo cayeron de sus apliques. Drutheira se tambaleó mientras el mundo se estremecía, y las vigas que soportaban el peso del techo crujieron de una manera alarmante. Una nube de escombros se precipitó sobre la hechicera mientras ésta intentaba no perder el equilibrio.

Toda la torre se sacudió y crujió, como un árbol azotado por un vendaval, y Drutheira salió disparada contra la pared, justo al lado de una de las angostas ventanas. La hechicera se aferró al alféizar y se asomó al exterior. En el cielo las estrellas giraban. A la luz de las lunas, que danzaban frenéticamente, la elfa divisó los acantilados de la costa.

La orilla se extendía hasta fundirse con la noche, mucho más allá de lo que cabía esperar de los efectos de una bajamar natural. La hechicera veía peces dando coletazos sobre la tierra seca y chapoteando en minúsculos charcos de agua estancada entre las rocas. Era como si un dios hubiera descendido al mundo y hubiera engullido de un trago el agua de los mares, y lo que había quedado era una vasta extensión de barro y arena húmeda que se expandía hacia el norte y el oeste.

Entonces, Drutheira oyó el ruido estruendoso y divisó el primer destello de una ola en la distancia. De inmediato supo lo que era y apresuradamente regresó al pentáculo dibujado con sangre en el centro de la cámara.

La magia era como un semental salvaje que se negaba a someterse a su voluntad, que se encabritaba y se escabullía de su control mientras ella salmodiaba enloquecidamente, intentado introducirse en la vorágine de energía para absorber la que necesitaba para realizar su conjuro.

Al fin, la hechicera apresó un aura extraviada de magia negra. Se hizo un corte en el pecho con su daga para sacrificios y ofreció su propia sangre para firmar el conjuro. La magia negra se filtró por su cuerpo mientras la ola continuaba su carrera imparable para rellenar el espacio que había dejado en la costa la desaparición del mar.

Drutheira envió su espíritu hasta los cimientos de la torre, llevándose con ella la nube informe de energía negra. Dejó que su conciencia se deslizara por las rocas y los túneles sobre los que se levantaba la torre y los arrancara de la capa geológica. La hechicera extendió aún más el alcance su conjuro y abrió unas grietas enormes en la muralla exterior de la ciudadela mientras toda la estructura se levantaba del suelo. Su espíritu regresó a su cuerpo y cuando se asomó a la ventana, vio que había liberado el conjuro justo a tiempo.

* * *

Malekith se volvió, aferrado a la barandilla del balcón, mientras los cimientos del palacio temblaban y las torrecillas y las torres se derrumbaban como un chaparrón de bloques de piedra y tejas resquebrajados sobre los edificios de debajo.

En el norte se divisaba una muralla blanca. En un primer momento pareció un banco de niebla, una masa de nubes que se aproximaba rápidamente desde el noroeste. Lo acompañaba un extraño rumor sibilante que se hacía más grave a medida que la nube se acercaba.

Malekith sintió un pánico repentino en cuanto se dio cuenta de que no se trataba de una nube, sino de un muro de agua. Era como si el océano se hubiera levantado para protestar y arrojara una ola gigantesca que se extendía por toda la línea del horizonte, refulgiendo a la luz de la luna y tan alta como la torre más alta de Anlec.

* * *

La ola sepultó Nagarythe con su embate titánico y atravesó en tropel el Naganar para entrar en Tiranoc. Barriendo todo lo que encontraba a su paso, el océano embravecido arrasó ciudades, aplastó bosques y derribó murallas.

* * *

En Elanardris, Alith de Anar contemplaba horrorizado cómo el reino que había reclamado como propio desaparecía anegado. El agua se precipitaba por los valles llevándose por delante los restos de la mansión de los Anar. La explosión de espuma desbordaba los ríos y destruía todo lo que se cruzaba en su camino.

El Rey Sombrío alertó a sus guerreros y los condujo a lo alto de las montañas, dejando a merced del mar arrollador sus rudimentarias cabañas y las cuevas que utilizaban como morada. Muchos elfos que se encontraban en la parte baja de las laderas no tuvieron tiempo para escapar. Las tiendas de campaña y las hogueras quedaron sumergidas bajo la turbulenta masa de agua que devoró cientos de elfos, jóvenes y viejos, los arrastró a la muerte y estampó sus cuerpos contra los árboles arrancados de raíz y los fragmentos de roca.

* * *

Las ruinas de Tor Anroc quedaron sepultadas bajo el mar. El agua se precipitó por los ancestrales túneles de sus calles y se desparramó por los restos del palacio semiderruido. Los imponentes barrancos de roca blanca se derrumbaron, y los huertos de cerezos y manzanos fueron arrasados. El salón del trono de Bel Shanaar se inundó de agua; los bancos y el trono flotaban en la superficie y subían con el nivel del agua, se volteaban y entrechocaban impelidos por la riada que se colaba con furia por las ventanas rotas.

Los callejones y los pasadizos se convirtieron en ríos turbulentos; el mar derribaba puertas e inundaba los talleres subterráneos y los almacenes, y los muros y las edificaciones de las mansiones de los nobles eran hechos trizas por la avalancha de agua. Las imponentes torres de la entrada de la ciudad se derrumbaron, y los bloques de piedra cayeron uno detrás de otro al agua de la inundación.

Al cabo, la gran torre de Tor Anroc se desplomó, y la magia chisporroteó por sus muros mientras la estructura en forma de aguja caía. Por unos breves instantes, hasta que las aguas lo sepultaron todo, el fuego azul del Rey Fénix volvió a arder.

* * *

Lejos de allí, en dirección sur, Dorien dormía profundamente y soñaba que un ejército de demonios sitiaba Tor Caled. Despertó de repente y se incorporó en la cama, acosado por un coro de voces extrañas a pesar de que ya no estaba soñando.

El príncipe notó los temblores iniciales, que sacudieron la cama, y tuvo una premonición. Se levantó como un resorte y salió disparado del suelo cuando todo el palacio se levantó y volvió a caer en cuestión de segundos con un crujido atronador.

Las campanas de alarma y los gongs resonaban por toda la ciudad. Dorien enfiló con paso vacilante hasta los ventanales que conducían a la terraza desde la que se dominaba Tor Caled; tiró de las puertas para abrirlas y se acercó a la balaustrada para otear las montañas que se cernían sobre la ciudad.

La cima del Anul Caled estaba ardiendo. Las llamas y el humo envolvían la cumbre, y una lluvia de rocas candentes salía disparada hacia el cielo. A lo largo de la falda de la montaña se abrían grietas que despedían Ramas y vapores, y ríos de lava empezaban a manar de las resquebrajaduras.

Desde la ciudad que se extendía debajo llegaban gritos y alaridos. Dorien bajó la mirada más allá de los distintos niveles en que se levantaba Tor Caled y vio, revoloteando en la oscuridad, las antorchas y los faroles de los elfos que huían de sus hogares. Las murallas y los edificios estaban derrumbándose, y Tor Caled continuaba temblando al ritmo de las erupciones de los volcanes.

El nivel del foso de lava aumentó y empezó a causar problemas a los guardas mágicos que lo mantenían estable. Los puentes que cruzaban el río abrasador vibraron y se derrumbaron, y sus piedras desaparecieron sumergidas en las profundidades rojas. Dorien contempló horrorizado cómo los elfos que trataban de huir de la ciudad se precipitaban hacia una muerte entre las llamas.

Estaban atrapados en la ciudad.

Una tórrida nube de ceniza se deslizó hasta la ciudad procedente del Anal Caled; un miasma de tinieblas y muerte que engulló la capital en cuestión de segundos. Dorien apenas podía respirar envuelto en el aire tórrido, y los gases y la alta temperatura de la nube lo asfixiaban. Junto con miles de los elfos de los que había sido protector, el príncipe quedó rápidamente sepultado por la ceniza. Las llamas prendieron en su ropa y en su pelo, y el cuerpo se le iba despellejando mientras sus músculos se carbonizaban.

* * *

Al este, al otro lado de la vasta extensión del Mar Interior, los magos de Saphery lo habían dado todo en el duelo por el control del Vórtice. En el palacio de Saphethion, Menreir y una cohorte de magos cantaban y canalizaban la energía en un intento por detener el desastre que estaba arrasando la isla.

También ellos sintieron la reaparición de Caledor Domadragones, e interrumpieron sus ensalmos preocupados por la trascendencia del suceso. Mientras se hallaban absortos en la contemplación de la formación del segundo vórtice, el sistema nervioso cristalino de Saphethion empezó a resonar con el nuevo flujo de magia que se vertía al mundo. El corazón en forma de diamante de la ciudad flotante vibró y se agitó en su nido dorado en sintonía con la furiosa tormenta de magia y de antimagia que desprendía el Vórtice.

El corazón de cristal explotó y se hizo trizas con un estruendo que retronó en la cabeza de los magos, provocando el resquebrajamiento de la ciudad desde sus entrañas. La magia reventó los conductos de cristal, y las vetas se partieron en medio de una erupción de fuego y rayos.

Saphethion parecía combarse en el aire.

Horrorizados, los magos no podían hacer nada mientras la ciudad se precipitaba hacia las estribaciones de los Annulii. Las calles del exterior del palacio se atestaron rápidamente de elfos que gritaban y chillaban, mientras que las águilas y los pegasos emprendían el vuelo desde sus establos y ponían a salvo a sus jinetes.

Menreir y el resto de los magos hicieron lo que pudieron para frenar la caída de la ciudad, pero no fue suficiente, y Saphethion se estrelló contra una ladera y aplastó torres y edificios. Los tejados de la ciudad flotante se derrumbaron; las calles quedaron sembradas de cascotes, y cientos de elfos murieron abatidos por la lluvia de escombros y vigas.

Otras detonaciones mágicas de menor intensidad sacudieron la ciudad y provocaron incendios que se propagaron por los barrios donde estaban ubicados las curtidurías y los talleres. El palacio quedó engalanado por corrientes de energía mágica, y los rayos descendían por su fachada desde lo alto de las torres hasta los muros. Entretanto, en el interior del edificio, los innumerables artefactos mágicos y dispositivos de los sapherianos echaban fuego y centelleaban, siseaban y crujían con más magia de la que el mundo había visto en toda una era.

* * *

En Nagarythe, los hechiceros vasallos de Malekith contemplaban espantados cómo la ola gigantesca engullía sus tierras. Utilizaron los residuos de sus poderes oscuros para proteger sus ciudadelas, y liberaron encantamientos para hender los cimientos de sus torres y permitir de ese modo que se elevaran con la marea y flotaran como unos gigantescos navíos.

En Anlec, Morathi recubrió el palacio de Aenarion con su magia. Sin embargo, no pudo proteger el resto de la ciudad. El agua se estrellaba contra la elevadísima torre y arrancaba piedras y ladrillos. La hechicera invocó a sus aliados demoníacos y escindió el inmenso palacio de la ciudad. El agua se arremolinaba y hacía espuma bajo el monumental edificio que se elevaba sobre las olas que reducían a ruinas Anlec.