VEINTE
Un enfrentamiento fatídico
Dorien fue quien pronunció en voz alta las preocupaciones que atormentaban al resto de los príncipes. Estaban reunidos en el exterior del pabellón de Caledor, enfundados en sus panoplias. La brisa cada vez más fuerte arremolinaba sus capas.
—¿Podemos ganar? —preguntó Dorien. El príncipe caledoriano había sido el primero en avistar la mancha oscura montado sobre su dragón, y había informado de la presencia del ejército druchii en el oeste—. Durante años hemos evitado este enfrentamiento, acatando tus deseos y tus disposiciones.
—Hemos de ganar —respondió Caledor—. Si no lo hacemos ahora, nunca sucederá. Una retirada sería reconocer la derrota, y eso destrozaría la moral de los soldados.
El ejército estaba congregándose en el abrupto brezal de Maledor. Todos los reinos leales a Caledor estaban representados. Lanceros y arqueros de todos los reinos formaban bajo los estandartes que exhibían los colores y las runas de sus respectivos príncipes. Entre ellos se encontraban las compañías apretadas de la Guardia del Mar de Lothern, engalanados con unas armaduras que brillaban como las escamas de un pez, armados de lanza y arco; sus túnicas y sus estandartes verde mar y color turquesa destacaban en medio del vasto mar de soldados de uniforme blanco.
Los caballeros de Caledor y de Eataine formaban en profundos escuadrones; sus lanzas estaban festoneadas con banderines resplandecientes, y sus yelmos de plata, adornados con fabulosos penachos. Protegiendo los flancos de la hueste se habían instalado baterías de lanzavirotes.
Los magos de Thyriol, a lomos de los pegasos de Saphery, sobrevolaban el ejército, arrojando encantamientos protectores sobre las tropas con báculos destellantes y varitas refulgentes. Otros miembros de la orden de Saphery se hallaban mezclados con los soldados, blandiendo sus espadas llameantes y protegiendo a los guerreros con arcos energéticos dorados.
El centro de la línea estaba ocupado por los cracianos. Flanqueados por compañías de lanceros y arqueros, los Leones Blancos —los favoritos de Caledor— esperaban con sus hachas de mango largo. A su izquierda se extendían las filas silenciosas de la Guardia del Fénix, cuyas capas y alabardas brillaban alcanzadas por los rayos del sol.
Al sur, en el extremo izquierdo de la línea, donde el suelo ascendía en una pendiente cubierta de maleza, los Guardianes de Ellyrion aguardaban el regreso de Finudel y de Athielle. Sus penachos de crines de caballo flameaban con el viento, que arrastraba sus risas y sus conversaciones hasta el resto del ejército.
En último lugar, los dragones. Ocho habían sobrevivido a los largos años de guerra. Envueltos por una neblina de vapores, las bestias se dirigían ruidos retumbantes y se gruñían en su propio idioma. Maedrethnir se alzaba orgulloso, con las alas desplegadas, en el centro de la manada.
—Podemos ganar —añadió Caledor—. Sed atrevidos y manteneos firmes.
Se aprobó el plan de ataque y los príncipes regresaron junto con sus tropas. Los caledorianos se encaramaron a los dragones y emprendieron el vuelo. Athielle y Finudel se reunieron con sus guardianes. Tithrain cabalgó hasta la cabeza de la reducida compañía de caballeros; Carvalon montó a lomos de un grifo que el príncipe había criado desde que había salido del cascarón. El pegaso de Thyriol ascendió hacia las nubes en dirección a sus acólitos.
Las trompetas apuntaron al cielo y las diáfanas notas retumbaron por toda la llanura. Resonaron las voces de mando bramadas por los capitanes, y la hueste de Caledor emprendió el avance al unísono. Por el oeste se aproximaba una marea oscura.
* * *
Mientras los dragones de Caledor surcaban el cielo, Sulekh, con el cuello estirado, lanzó un chillido ensordecedor al que sus tres vástagos respondieron con un rugido aterrador que se propagó por el ejército de Nagarythe.
Al frente de las tropas marchaban Hellebron y sus khainitas, apoyadas por el padre de la hechicera, el príncipe Alandrian, y un contingente de caballeros procedentes de Athel Toralien. El contraste entre ambas fuerzas era extraordinario. Por un lado, las Novias de Khaine, semidesnudas, aullando y chillando, con los ojos abiertos como platos y las miradas enloquecidas por efecto de las drogas, con el pelo de punta embadurnado de la sangre de los sacrificios; encima de la piel, pálida bajo el sol, exhibían un icono de Khaine hecho de huesos y recubierto de entrañas. Por otro lado, los caballeros, enfundados de los pies a la cabeza en piezas de armadura y en malla, con sus corceles negros protegidos por pesadas gualdrapas de launas doradas, marchaban con el estandarte de Athel Torajen ondeando con orgullo por encima de sus cabezas.
Flanqueándolos, las legiones de Nagarythe; una fila detrás de otra de lanceros y de ballesteros con sus armas de repetición. Los estandartes con los colores rojo, negro y púrpura flameaban agitados por el viento, y los rayos del sol se reflejaban en veinte mil lengüetas. Los escudos de los guerreros estaban adornados con runas de Ereth Khial, Atharti, Khaine y Anath Raema. El tamtán de los tambores hechos con piel de elfo marcaba el paso, y los cuernos dorados lanzaban las notas que anunciaban la inminencia de la batalla.
Encima del ejército naggarothi, el aire fluctuaba cargado de energía oscura. Como un telón de humo negro, las fuerzas demoníacas se arremolinaban, controladas por los encantamientos de los acólitos de Morathi. Malekith los veía con más claridad ayudado por su corona: criaturas monstruosas dotadas de cuernos y colmillos que aullaban y gruñían, arañando el cielo con sus garras para tratar de penetrar en el mundo de los mortales.
Los domadores de bestias habían traído todo tipo de criaturas de las montañas: hidras, hipogrifos y quimeras. Manadas de perros salvajes, con collares de pinchos y colmillos y uñas con las puntas de hierro, aullaban y tiraban de las cadenas de hierro que los sujetaban. Los monstruos avanzaban hacia las tropas enemigas en medio del restallido de los látigos y acosadas por las aguijadas que les hundían en los costados escamados, envueltas por un manto de llamas y humo. Una masa de plumas, pelajes y alas recubiertas de piel cubrían el cielo, tomado por las bestias aladas.
Justo por delante del Rey Brujo marchaba el orgullo de Malekith: sus caballeros de Anlec. Los veteranos guerreros habían aplastado ejércitos de orcos y de goblins y habían exterminado huestes de bestias de las selvas a lo largo y a lo ancho de Elthin Arvan; y por toda Ulthuan, sus cargas habían dispersado a los elfos del Rey Fénix para después perseguirlos y acabar con ellos mientras huían. Sus lanzas, forjadas por Hotek y sus sacerdotes herreros, refulgían cargadas de magia; y las runas de sus escudos y armaduras brillaban tocadas por los vientos mágicos que fluían por Ulthuan, removidos por la inminencia de la batalla.
Malekith percibía la energía mágica que flotaba a su alrededor. El fuego y la sangre la atraían; el oro y la plata la empleaban; el miedo y la esperanza los nutrían; la vida y la muerte le daban forma. A través de la corona sentía el fluir constante de la magia por el aire y suelo, por las moharras y los corazones.
Cuando los advenedizos fueran aplastados, no habría un poder comparable al del Rey Brujo. Las conquistas del pasado palidecerían eclipsadas por el imperio que erigiría él. Había llevado la civilización elfa al borde de la destrucción, pero de las cenizas de esta guerra renacería con más fuerza que antes. Cuando fuera coronado Rey Fénix, conduciría a su pueblo a unas cotas aún más elevadas de gloria y de poder.
Desde su silla trono instalada en el lomo de Sulekh, Malekith se volvió a su madre, situada a su derecha, montada a horcajadas sobre un pegaso azabache recién domado.
—Por fin disfrutaré de mi batalla —dijo el Rey Brujo—. Imrik ha cometido un error de cálculo y ha llegado la hora de poner fin a esta guerra interminable.
—Será una cura de humildad para el usurpador —repuso Morathi—. Se postrará ante ti del mismo modo que tú tuviste que arrodillarte ante Bel Shanaar. Verterá sus lágrimas en tus manos rogándote el perdón por haber ocupado el trono que te correspondía. Las cuchillas y los ácidos de las khainitas exprimirán hasta la última gota de dolor de su cuerpo devastado. Mi brujería lo rondará en todas las pesadillas que lo acosen.
Malekith miró a su madre con sus ojos llameantes, desconcertado por su vehemencia y su capacidad para el melodrama. Él ya no soñaba con un Imrik destrozado suplicando que le perdonara la vida; únicamente ansiaba deleitarse con la satisfacción pura de tener a sus pies el cadáver del usurpador. Durante doce años eso sólo había sido un sueño. Durante doce años había sufrido la humillación y el tormento, unos sentimientos que dolían aún más que la sensación de estar quemándose vivo que prevalecía en su cuerpo.
—Lo único que quiero es verlo muerto —dijo el Rey Brujo, que dejó escapar un gemido de placer mientras se recreaba en la imagen—. Cuanto antes, mejor.
Tiró de las cadenas de Sulekh con una fuerza sobrenatural para indicar a la dragona que emprendiera el vuelo. El resto de los dragones negros siguieron a Malekith y sobrevolaron el ejército naggarothi. El Rey Brujo asió las riendas de Sulekh con la mano que aferraba el escudo y desenfundó a Avanuir. La hoja mágica se convirtió en una llama azul, y Malekith transmitió sus sencillas instrucciones con un bramido:
—¡Al ataque! ¡Acabad con Imrik!
* * *
Carathril, con el escudo y la lanza firmemente aferrados, marchaba a la cabeza de una compañía de lanceros de Eataine. Se notaba la piel grasienta y pegajosa por la acción de la magia negra, y miraba con nerviosismo la convulsa nube de tinieblas que estaba congregándose sobre el páramo. El heraldo oía susurros en el umbral de lo audible, voces crueles y seductoras, cautivadoras y amenazadoras, pero las desterró de la mente y se concentró en el enemigo que avanzaba de frente.
Nubes de flechas y de proyectiles surcaban el cielo en ambos sentidos. Los alaridos de los moribundos y los heridos ya eran prominentes. Una ráfaga de saetas del tamaño de lanzas impactó contra la compañía de elfos desplegados a la derecha de Carathril y abrió una brecha en sus filas. Los proyectiles arrojados por los druchii repiqueteaban en los escudos y en las launas de las cotas de los elfos leales al Rey Fénix.
Poco podía hacer Carathril aparte de confiarse al destino y mantener su fe en que Morai Heg no poseía un humor tan cruel como para haberlo hecho llegar tan lejos en aquella guerra únicamente para verlo ensartado en una lanza o atravesado por un proyectil de ballesta.
Una bestia horrenda, una monstruosa mezcla de lagarto, perro y león, del tamaño de un caballo, pisoteaba el suelo mullido en dirección a la compañía de Eataine. Un denso miasma, de un pálido color amarillo y que despedía un tufo a azufre que llegaba hasta Carathril, envolvía a la criatura. Detrás del monstruo, los domadores druchii, con los rostros envueltos en unos pañuelos, lo obligaban a avanzar armados con tridentes de largos dientes y látigos con unas despiadadas lengüetas en las terminaciones de las tiras.
—¡Un basilisco! —alertó Carathril.
Según se acercaba la bestia, Carathril se aferró a la esperanza de que la cuadrilla de algún lanzavirotes viera al monstruo y lo derribara, pero en cuanto el basilisco echó a correr, mostrando sus colmillos como cuchillos negros, el heraldo supo que esa esperanza era vana.
La compañía se detuvo para recibir la carga del monstruo, con los escudos alzados y las lanzas caladas. Carathril hizo de tripas corazón. Tenía la boca seca.
El basilisco colisionó a toda velocidad contra la compañía de lanceros; destrozó escudos con las garras y arrancó escamas de las armaduras con los dientes. Los elfos respondieron hundiéndole las lanzas en la gruesa piel con escamas de sus costados; la bestia no pudo desviar todas las acometidas y las armas abrieron heridas sangrientas en su cuerpo.
La sangre manó del basilisco contaminada por la asquerosa neblina que lo envolvía, convertida así en una sustancia corrosiva que fundía el metal y pelaba la piel. Los elfos con la mala suerte de respirar la nube tóxica se desplomaron gritando con aspereza, soltando la lanza para llevarse las manos a la garganta abrasada. El mero roce de la niebla mortífera solidificaba la carne, y los ojos y las manos se convertían en una sustancia dura y gris, parecida a la piedra.
Los lanceros se recuperaron de la conmoción inicial que había causado el ataque del basilisco y cerraron filas, utilizando los escudos para rechazar la niebla venenosa, mientras con los ojos cerrados arremetían con sus lanzas contra el monstruo, confiando la dirección de sus acometidas en su instinto y en los sentidos particulares de los elfos.
Aún cayeron más soldados alcanzados por los dientes y las garras del basilisco, pero al cabo, los boquetes y los tajos que infligieron a la bestia fueron excesivos, y el monstruo se derrumbó despidiendo otra bocanada de vapores tóxicos mientras el icor y la sangre manaban de sus heridas. Los domadores del basilisco huyeron mientras la compañía de lanceros se escindía para sortear el cuerpo putrefacto del monstruo.
Carathril respiraba entrecortadamente, incapaz de llenarse de una vez de aire los pulmones. A pesar de que los ojos le escocían una barbaridad, atisbó los lanceros druchii que se dirigían directos hacia la línea de sus elfos. Tenía la ropa impregnada del olor del basilisco, y le picaba la cara con el roce de los vapores.
Todas esas distracciones desaparecieron de un plumazo cuando se fijó en el gesto desdeñoso de los semblantes del enemigo, que avanzaba hacia ellos voz en grito. Carathril rememoró la imagen del príncipe Aeltherin quemándose vivo; recordó los duros días cabalgando de un lado a otro como heraldo de Bel Shanaar; evocó los recuerdos del baño de sangre de Ealith y de las artimañas de seducción de Drutheira. La carnicería del Templo de Asuryan seguía atormentándole. Veintiséis años de guerra se hacinaban en sus recuerdos; el sitio de Lothern y la muerte de Aerenis a sus propias manos sobresalían de las numerosas atrocidades que había presenciado y que él mismo había cometido.
La ira no era un rasgo esencial de su carácter, pero en ese momento se sentía dominado por el odio que profesaba a los elfos que acudían a su encuentro. Daba igual que el enemigo estuviera tan aterrado como él; de nada servía que la mayoría tuviera familia. Incluso era posible que hubiera luchado codo con codo con alguno antes de la traición de Malekith. Todas esas consideraciones eran irrelevantes. Eran druchii, los elfos oscuros, y estaban dispuestos a matar o a esclavizar a toda la raza elfa si salían victoriosos de la guerra.
—¡Por Caledor! —bramó Carathril, enarbolando su lanza. El grito halló eco en los guerreros desplegados en torno a él.
A pesar de que no se había dado ninguna instrucción, la compañía de lanceros emprendió la carrera hacia los druchii. Carathril estaba tranquilo, pues sabía que si moría, conocería la paz. El enemigo respondió apretando el paso, y Carathril gritó de nuevo:
—¡Por Ulthuan!
* * *
La primera colisión entre ambos ejércitos retronó por todo el páramo. Sobrevolando el campo de batalla, Thyriol contempló cómo las franjas blancas y negras se ondulaban según presionaba un bando y el otro retrocedía. Las intenciones del ataque del Rey Brujo se concentraban en la destrucción de Caledor, y su ejército ceñía la lucha a una estrecha línea del frente. El Rey Fénix ya lo había previsto, y había elaborado su estrategia teniéndolo en cuenta. Caledor había optado por asumir el papel de cebo y se había colocado en el centro de sus huestes, donde actuaba como un imán para la furia de los druchii.
Los Leones Blancos y la Guardia del Fénix sufrieron las bajas más cuantiosas en el primer asalto, mientras los arqueros arrojaban un torrente de flechas sobre los caballeros druchii. La falange de lanceros de Caledor se adentró cuanto pudo en la línea enemiga, creando un efecto de embudo que avivó las ansias de los druchii de atacar a los más aguerridos soldados del Rey Fénix. Dragones, grifos y mantícoras se deslizaban por el cielo, obligados a mantenerse a una mayor altitud por las baterías de lanzavirotes de ambos ejércitos. Los jinetes de uno y otro bando libraban un duelo por el dominio aéreo.
Mientras las lanzas y las espadas, las hachas y las picas proseguían su batalla en tierra, una lucha mucho más esotérica, pero no por ello menos cruenta, tenía lugar en el cielo. Los vientos mágicos cambiaban de sentido continuamente como consecuencia de la pugna que mantenían los hechiceros de Morathi y los magos de Thyriol. La nube de demonios que palpitaba sobre el campo de batalla suponía la mayor preocupación del mago de Saphery, y se había instalado en su mente como una masa cuajada de tinieblas.
Los rayos despedidos de las puntas de los báculos resquebrajaban el cielo, y bolas de fuego atravesaban retumbando las nubes. Centenares de lanzas de cristal resplandeciente trinchaban a los druchii mientras compañías enteras de soldados de Caledor eran engullidas por unas fauces descomunales que se abrían en el suelo bajo sus pies.
Los encantamientos y los conjuros para contrarrestarlos se acumulaban en el aire, formando un paisaje no menos real que el páramo que se extendía debajo. Seres de otro mundo emergían chillando del Reino del Caos, derribando a los caballeros de sus sillas de montar y devorando caballos. Águilas con el cuerpo de fuego surcaban el cielo por encima de los soldados del Rey Fénix, y sus alas llameantes incendiaban las nubes de proyectiles y flechas que el enemigo disparaba contra ellas. Torrentes de energía blanca se precipitaban de la espada de Thyriol mientras su pegasó se deslizaba a ras de suelo, y las chispas mágicas envolvieron en llamas una batería de lanzavirotes instalada debajo.
Una repentina presión, un cúmulo de magia negra, llevó la atención del mago al norte. Thyriol sintió una oleada de energía demoníaca rasgando el velo de la realidad. Se produjo una gran explosión que abrió un boquete en el suelo bajo los pies de un regimiento de arqueros, y por él emergió una serpiente con colmillos y docenas de lenguas fluctuantes. Los alargados órganos apresaron a los desvalidos guerreros, los levantó del suelo y se los llevó a su boca babeante.
Thyriol dio una voz a su montura y enfiló hacia la demoníaca aparición, pronunciando mentalmente palabras de destierro. La criatura seguía devorando elfos cuando el mago se lanzó en picado hacia ella, entonando el conjuro de liberación. Un resplandor dorado envolvió al monstruo invocado por la magia negra, y la criatura de piel pustulosa quedó reducida a polvo brillante. El demonio apareció, soltando un alarido de otro mundo; sus apéndices se tensaron, y puñados de ojos negros lanzaron una mirada fulminante a Thyriol. El mago canalizó los vientos mágicos por su báculo y arrojó un rayo blanco hacia las fauces de la criatura, que empezó a arder con llamas blancas en su interior. Sus gritos todavía flotaban en el viento cuando el demonio desapareció consumido por el fuego.
Con toda su atención concentrada en desterrar el demonio del mundo, Thyriol no se había percatado de una oscura figura alada que se le aproximaba dejando una estela de llamas negras. Ya era tarde cuando advirtió la presencia de la hechicera, levantó la mirada y vio un rostro iracundo rodeado por una aureola de pelo negro. El mago sintió el flujo de magia negra que salía despedido del báculo rematado con un cráneo que blandía la bruja.
Thyriol sacó un escudo de plata para repeler el conjuro, pero la descarga de magia se lo quitó de encima convirtiéndolo en una lluvia de esquirlas mágicas. Thyriol se abrazó, y sus amuletos brillaron proporcionándole protección; no obstante, el siguiente conjuro de la hechicera no estaba dirigido a él.
El pegaso del mago soltó una tos ahogada y empezó a sufrir espasmos; la sangre le brotaba de miles de pequeñas incisiones, e iba perdiendo plumas de las alas según se precipitaba por el cielo. Thyriol notaba cómo se quebraban los huesos del pegaso, como si la mano de un gigante estuviera estrujando su cuerpo. La montura dio un último relincho de pánico y murió, y Thyriol continuó su caída en picado hacia el suelo.
* * *
Morathi contemplaba riendo el espectáculo de la caída del mago. La túnica de Thyriol revoloteaba, y el señor de Saphery perdió el báculo de la mano mientras agitaba enloquecidamente los brazos, quién sabe si intentando emular a las aves. Sin embargo, las carcajadas de la hechicera cesaron en cuanto un par de alas plateadas incorpóreas aparecieron radiantes en los hombros de Thyriol y lo ayudaron a posarse suavemente en el suelo. Morathi dio vueltas en el cielo preparándose para acometer un nuevo ataque mientras el mago se sacudía la túnica y extendía una mano, a la que su báculo acudió volando desde donde había aterrizado.
Con la espada en una mano y el báculo rematado con el cráneo en la otra, Morathi se lanzó en picado hacia el mago insolente. Según se acercaba, la hechicera reconoció al señor de Saphery y recordó con amargura el papel que había jugado el mago en los insultos y las congojas que se habían vertido sobre ella. Thyriol había hablado en el Primer Consejo, y habían sido sus conjuros los que la habían mantenido confinada en el palacio de Bel Shanaar.
El mago se volvió al notar la presencia de la hechicera, y un rayo de energía azul salió disparado de sus ojos. Morathi respondió al conjuro con un sortilegio que pronunció gruñendo y que invocó una sombra que emergió revoloteando de la punta de su báculo para acudir al encuentro de la columna de luz. Los encantamientos colisionaron, y la explosión de energía que provocó el choque hizo tambalearse a Morathi en su montura y lanzó al mago de espaldas contra el suelo.
Morathi se enderezó mientras el pegaso se posaba en tierra, y apuntó con la espada al hacedor de encantamientos tendido en el suelo. La energía chisporroteó alrededor de la hoja y formó una cuchilla de hielo que salió volando hacia el pecho del mago, fragmentándose por el camino en millares de esquirlas. El mago alzó su báculo en el último momento, y un círculo de oro apareció delante de él. La lluvia de hielo se desvió al impactar en el obstáculo mágico y se vaporizó y formó una nube.
Thyriol se levantó del suelo con esfuerzo y extendió una mano abierta hacia Morathi. Ésta, mientras susurraba un conjuro de disipación, observó que en la palma de la mano de su rival aparecía una paloma, que echó a volar y empezó a trazar círculos alrededor de la cabeza del mago, zureando suavemente. Morathi se echó a reír ante lo que no consideraba más que un truco barato para divertir a los niños. La hechicera acumuló otra carga de magia negra, trasladándose mentalmente a la nube demoníaca para absorber energía pura del Caos.
Mientras Morathi se preparaba para lanzar su siguiente ataque, la paloma aceleró su aleteo por encima de Thyriol, ensanchando el radio de su vuelo; los ojos del pájaro brillaban como cristales, provocando un efecto hipnótico según ascendía y descendía describiendo una compleja serie de líneas curvas y ángulos en torno al mago.
Morathi apartó bruscamente la vista de su oponente, justo a tiempo para controlar que no se le escapara la energía oscura que estaba almacenándose en su interior. Por un momento sintió un hormigueo por la piel, que los dientes le rechinaban y que los nervios se le ponían de punta a causa del exceso de magia. La paloma había aumentado de tamaño; sus plumas exhibían todos los colores del arco iris, y sus alas se habían convertido en unas estelas iridiscentes de llamas.
El fénix se lanzó disparado hacia Morathi, y sus chillidos estridentes resonaron en los oídos de la bruja, que apretó la mandíbula y asió con fuerza su báculo mientras la magia negra fluía por el interior de su cuerpo intentando salir. El fénix generado por el conjuro la golpeó con todas sus fuerzas, le incendió el pelo y la derribó de la montura.
Morathi se estrelló contra el suelo, intentando recuperar el aliento, mientras zarcillos de energía negra escapaban por su garganta. Apretó los dientes y se levantó, sacudiendo la espada hacia el mago, y de la hoja salieron despedidas unas cuchillas de hierro negro en forma de media luna que cortaron el aire rotando directas hacia el señor de Saphery. El mago volvió a invocar su escudo dorado, pero Morathi ya había contado con ello, y las hojas segadoras se convirtieron en unos dardos delgados como agujas; cada uno de ellos, transformado en una esquirla diminuta de magia pura que impactó en el escudo del mago. La mayoría se quedaron incrustados, pero algunos consiguieron atravesarlo y redujeron el escudo a meros fragmentos dorados antes de envolver a Thyriol. La ropa del señor de Saphery quedó hecha jirones en cuestión de segundos, y su cuerpo, cubierto de rasguños y arañazos.
Para aumentar el poder de su conjuro, Morathi soltó una maldición, y la magia negra, convertida en un remolino, siguió la senda que habían marcado las cuchillas y se filtró por las heridas del mago. Cada uno de los pequeños cortes empezó a supurar, y se formaron unas ampollas que explotaban y arrojaban una lluvia de pus y sangre. El mago gritó, vencido por el dolor, y se derrumbó sobre las rodillas. Morathi enfiló a trancos hacia él, vertiendo más y más magia en el encantamiento para que la infección penetrara aún más hondo en el organismo del señor de Saphery.
Con un grito desafiante, el mago extendió los brazos, y una explosión de fuego blanco tuvo lugar bajo su piel para acabar con la infección causada por la magia negra. Thyriol se levantó tambaleante mientras las llamas continuaban ardiendo con violencia; sus ojos se habían convertido en dos globos oculares blancos, y su cabello fluctuaba agitado por el fuego místico. Con un esfuerzo evidente, el mago juntó las manos, todavía sosteniendo el báculo, y las llamas se deslizaron por sus brazos y salieron del bastón para envolver a Morathi.
En una acción desesperada, la hechicera se tiró al suelo y se apretó el pecho con las manos para convertir su piel en piedra. Las llamas se detuvieron en ella, pero no la quemaban. Durante un rato largo estuvieron ardiendo mientras ella continuaba arrebujada en sí misma. Morathi pugnó con la magia negra que fluía por sus vasos sanguíneos y le aceleraba el corazón.
Al fin, el fuego se extinguió. Morathi revirtió el conjuro, pero el proceso de transfiguración era lento; como una estatua viviente, sus extremidades fueron recuperando su aspecto natural, y la bruja se enderezó. Abrió los ojos y de sus párpados cayeron restos de ceniza.
El mago había huido, ascendido a los cielos por las alas mágicas que antes lo habían salvado de estrellarse contra el suelo. Por un instante, Morathi consideró la posibilidad de salir en su persecución, pero un grito estridente procedente del cielo atrajo su mirada.
De entre las nubes emergió un grifo que descendía en picado hacia ella, con las garras extendidas y las alas rojinegras encogidas. Su jinete era un príncipe, enfundado en una malla dorada y una túnica azul, que enpuñaba una espada de zafiro. Su escudo alargado exhibía el símbolo de Yvresse sobre un fondo de estrellas de medianoche.
* * *
Malekith también se percató del ataque de Carvalon. El Rey Brujo había estado observando el desarrollo de la batalla con cierta satisfacción. Sus caballeros habían irrumpido en las baterías de artillería de Caledor, y estaban causando estragos entre las cuadrillas de los lanzavirotes. Por otro lado, se había detenido el avance de la línea de lanceros del Rey Fénix, y poco a poco se la estaba obligando a retroceder. Allá donde miraba, Malekith veía un segmento de un anillo negro y plateado que se estrechaba alrededor de Caledor.
Sulekh se lanzó hacia el príncipe de Yvresse mientras éste se precipitaba en dirección a Morathi. La hechicera sacudió un brazo apuntando al grifo, y un rayo negro salió despedido de las yemas de sus dedos. El pelaje y las plumas del monstruo ardían, y el grifo interrumpió su descenso y se desvió para evitar el proyectil de energía crepitante.
El dragón negro embistió al grifo como un relámpago, y con sus garras se ensañó en las alas incendiadas de la bestia rival. Malekith se fijó en los ojos completamente abiertos del espanto de Carvalon al otro lado de su visera cuando descargó a Avanuir contra el escudo del príncipe y lo partió en dos.
El grifo graznaba y chillaba del dolor mientras Sulekh le arrancaba pedazos de carne a dentelladas, desgarrándole músculos y tendones y partiéndole huesos. Carvalon saltó de la bestia agonizante y aterrizó sobre el lomo de Sulekh. Sorprendido, Malekith tardó en reaccionar cuando el príncipe yvressiano le asestó un tajo con la hoja de zafiro en el pecho.
Saltaron chispas de la herida, y un reguero de metal en estado líquido se deslizó como sangre por el peto de la armadura del Rey Brujo, que primero bajó la mirada, atónito, y luego sintió el dolor.
Carvalon se agarró a una de las púas de Sulekh y levantó la espada para descargar otro golpe. Enrabietado, el Rey Brujo contraatacó y hundió a Avanuir en el pechó de su rival. La armadura encantada se abolló, y luego apareció una hendidura en ella y la hoja emergió por la espalda del príncipe, llameando con un fuego azul que se propagó por el atuendo y el pelo de Carvalon. Malekith alargó la mano y agarró al príncipe cuando éste ya estaba a punto de precipitarse al vacío. Los dedos candentes del Rey Brujo atravesaron las hombreras del yvressiano y se hundieron en su carne.
Con un gruñido, Malekith levantó a Avanuir y la descargó para escindir a Carvalon en dos, como a un cochinillo asado, atravesándole la columna vertebral y las costillas con la espada. La sangre roció la armadura del Rey Brujo y se evaporó al contacto con el metal incandescente. Sin albergar otro sentimiento más que el desprecio, Malekith soltó el cuerpo del príncipe y lanzó un tajo con Avanuir para decapitarlo mientras el cadáver caía al vacío desde Sulekh.
El Rey Brujo enfundó la espada y se llevó la mano al pecho herido. El hierro líquido que había manado de ella empezaba a enfriarse, formando una especie de soldadura que tapaba la brecha abierta en la armadura. El dolor remitía, pero Malekith había extraído del asunto una lección provechosa: no era inmortal.
Bajó la mirada hacia el campo de batalla y divisó una marea de cuerpos con la piel pálida y manchas rojas abriéndose paso por la línea del ejército de Imrik, como una lanza que volara directa hacia el usurpador.
Malekith esbozó una sonrisa. Quizá las khainitas matarían a Imrik por él.
* * *
Hellebron se agachó para evitar el ataque de un hacha, descargó la espada que empuñaba en la mano derecha sobre la capa de pelaje blanco del craciano que tenía delante y seccionó el brazo del elfo al tiempo que le hundía en el ojo la hoja que blandía en la mano izquierda. De un puntapié se quitó de en medio el cuerpo que ya se desplomaba, saltó por encima de un hacha dirigida hacia ella y atravesó con las dos hojas el casco del elfo que la empuñaba.
A su alrededor, las Novias de Khaine entonaban con voz chillona plegarias al Dios de la Mano Ensangrentada mientras luchaban con los guerreros de la escolta craciana. Las sectarias se agachaban y esquivaban las mortíferas cabezas de las hachas del enemigo, y luego hundían sus hojas envenenadas, que se movían como si fueran lenguas de serpiente, en los cuerpos desprotegidos de los cracianos. A la derecha de Hellebron, una novia recibió un tajo desde el hombro hasta el vientre, y la sangre que emanó de la herida roció a la hechicera, que se relamió, deleitándose con el sabor del líquido carmesí.
El craciano pasó por encima del cadáver devastado y armó el brazo con el hacha para descargar la hoja contra el cuello de Hellebron. La hechicera se dejó caer a cuatro pies y el hacha zumbó por encima de su cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, Hellebron se levantó y atacó con las dos hojas la garganta del craciano, que se desplomó de espaldas, y la sangre de la yugular empapó a Hellebron como si fuera una bendición del mismísimo Khaine. Con el corazón a punto de salírsele del pecho, la hechicera salvó de un brinco el cadáver despatarrado en el suelo y hundió la espada en la espalda de otro guerrero.
Por encima del tumulto, Hellebron divisó la figura imponente del dragón del rey usurpador, con el deleznable caledoriano montado sobre su lomo. La sacerdotisa se encogió para eludir otro hachazo y, sin apartar los ojos de Imrik, seccionó las manos que empuñaban el arma, y a continuación, sin detenerse, barrió con una hoja el rostro del soldado. La carnicería la entusiasmaba; le proporcionaba una energía adicional y le activaba la mente. Con el corazón acelerado y el brebaje sagrado de Khaine fluyendo en su interior, Hellebron continuó por el campo de batalla con paso firme. Por entre las trepidaciones de la sangre que le corría por las venas y los latidos del corazón, retumbaba el fragor del choque de metales: una sinfonía de destrucción que daba voz al obsequio de Khaine.
La elegida de Khaine, cuyos sentidos se habían agudizado hasta unos extremos prodigiosos gracias a las hojas narcóticas que había ingerido, esquivaba todas las hojas dirigidas a ella, con sus aceros convertidos en unos destellos plateados en continuo movimiento que iban dejando una senda de cadáveres y cuerpos mutilados. Luchaba sin pensar, reaccionando al más leve movimiento, y sus espadas se movían como si poseyeran vida propia.
Un ruido nuevo resquebrajó la neblina de muerte: la nota clara de una trompeta. El suelo empezó a temblar. Hellebron despachó a otro craciano con un golpe de revés y se volvió hacia el origen del sonido. Por encima de las cabezas de sus novias divisó una muralla de caballos blancos montados por jinetes con las armaduras plateadas que avanzaba destrozando todo a su paso.
* * *
Los ellyrianos, como una marea de ondeantes penachos de crines de caballo y banderines verdes, arremetieron contra las khainitas lanza en ristre. En la mano de Finudel llameaba la ancestral lanza Mirialith. Docenas de sectarias cayeron durante la carga, atravesadas por las moharras y pisoteadas por los cascos de los corceles que se deslizaban por el campo de batalla al galope. Finudel lanzaba tajos a diestro y siniestro, derribando a una khainita con cada golpe, mientras su montura se abría paso por la masa de enemigos.
El príncipe ellyriano arremetía contra las khainitas con una ferocidad implacable, dominado por una ira azuzada por el recuerdo de las atrocidades que había visto en Cothique. A su lado, Athielle iba abriendo una brecha con su espada de plata por las líneas enemigas; su larga melena se arremolinaba como una capa a su espalda.
Los príncipes alcanzaron el corazón de la milicia khainita, e insistieron en su carga hacia su truculento estandarte, seguidos por sus guardianes. Los ojos de Finudel se cruzaron con los de una bruja salvaje que tenía el rostro embadurnado de sangre y llevaba el pelo de punta y trenzado de una manera extravagante. El príncipe caló a Mirialith en dirección a la khainita con gesto de desafío y espoleó su caballo.
Cuando el ímpetu inicial de la carga de los ellyrianos perdió fuerza, las khainitas se congregaron alrededor de ellos. Finudel perdió de vista momentáneamente a la cabecilla de las sectarias, rodeado por una masa de rostros que chillaban estridentemente y de hojas envenenadas. El príncipe arremetió con su lanza mágica a sus enloquecidas asaltantes y las espantó.
La bruja jefa reapareció entonces a su izquierda, dando varias volteretas para encaramarse a un caballo cuyo jinete acabó con un tajo sangriento en el pecho producido por las hojas de la khainita. Con una destreza y un equilibrio inauditos, la hechicera saltó de un caballo a otro y rajó la cabeza de otro caballero antes de volver a saltar al siguiente corcel, dejando una estela de cadáveres por el camino.
En medio del tumulto, Finudel y Athielle acabaron separados. El príncipe echó un vistazo por encima del hombro y vio con alivio que su hermana seguía luchando; su espada se alzaba y caía describiendo arcos resplandecientes mientras ella se abría paso por la muchedumbre de khainitas. Finudel estampó su bota contra el rostro de una elfa que se abalanzaba sobre él y dirigió su corcel hacia la sacerdotisa que estaba matando a tantos de sus guerreros.
La khainita parecía poseída, y hacía caso omiso de los innumerables golpes y cortes que tenía repartidos por el cuerpo. Plantada en el centro de un círculo de cadáveres, la cabecilla de las sectarias hacía piruetas y daba saltos para atacar las patas de los caballos y hundir sus hojas en los jinetes. Luchaba con una insólita elegancia salvaje, y cada uno de sus movimientos constituía un instante de perfección en las artes de matar.
La khainita no se percató de que Finudel salía del tumulto y calaba su lanza. El príncipe musitó una orden a su caballo, que se puso al galope, y orientó la punta de Mirialith hacia la espalda desnuda de la hechicera.
Una repentina sensación de frío se apoderó del príncipe, que fue engullido por una sombra. Finudel detectó un hedor atroz en el aire, y su caballo frenó de golpe y retrocedió atemorizado. El ellyriano se volvió justo en el momento en el que una monstruosa garra negra se cerraba alrededor de su cuerpo.
* * *
El chirrido metálico y los alaridos agónicos del príncipe ellyriano quedaron sepultados por los rugidos de Sulekh. Malekith cortó el aire con su espada, y la hoja vertió una llama que envolvió a los Guardianes de Ellyrion. Entretanto, Sulekh derribaba a una veintena de jinetes de un latigazo con la cola, descuajaringándolos y perforándolos con sus púas huesudas. Una nube de gas tóxico salió burbujeando de la boca de la dragona, y asfixió, cegó y ahogó caballeros y corroyó armaduras.
Los guardianes que se encontraban en las inmediaciones del Rey Brujo huyeron despavoridos, y sus gritos de pánico resonaban apagados en sus oídos devastados. Malekith lanzó tras ellos otra descarga de fuego mágico que quemó monturas y asó a los caballeros aprisionados en sus armaduras.
Cuando Sulekh emprendió el vuelo en persecución de los ellyrianos que se habían batido en retirada, Malekith se percató de que otro escuadrón formado por varios centenares de jinetes no había dado media vuelta para escapar. A la cabeza de ellos estaba una princesa de cabellera dorada, con una expresión en el rostro que era la viva imagen del odio. La princesa levantó la espada y dio la señal para iniciar la carga.
El Rey Brujo tiró de las riendas de Sulekh y giró a la dragona para dirigirla hacia los guardianes que galopaban hacia él. Las lanzas de los caballeros se hicieron trizas cuando impactaron en las escamas de Sulekh, que atacó con las garras de sus patas delanteras y decapitó y destripó a docenas de ellyrianos. La princesa esquivó la arremetida de una zarpa, y con su hoja abrió un surco sanguinolento en una pata delantera de la dragona mientras se deslizaba a lomos de su caballo por debajo de su cuerpo.
Malekith se revolvió en su silla a la espera de que Athielle emergiera de debajo de la mole de la dragona. Sulekh rugía entre dientes por el dolor, y se tambaleó hacia la derecha, dejando al descubierto la espada ensangrentada de la princesa; la sangre manaba de la herida que Athielle había abierto en la parte inferior del cuerpo de la dragona.
Sulekh sacudió la cola y la descargó contra el caballo de la princesa, que acabó convertido en un puré de sangre y huesos rotos. Athielle salió disparada por el aire y aterrizó como un peso muerto, con la pierna izquierda descoyuntada debajo del cuerpo. Malekith canalizó un cúmulo de magia negra para arrojar otra llama y terminar con la princesa ellyriana, pero un movimiento atrajo su atención: un manchón recortado en las nubes que se le acercaba raudo. El Rey Brujo levantó la mirada y vio un enorme dragón rojo que descendía en picado hacia él, con una figura enfundada en una armadura de oro como jinete.
—Por fin —dijo el Rey Brujo, olvidándose por completo de Athielle. Malekith elevó la voz desafiante y, con un rugido metálico que arrastraba el fragor de la batalla, espetó—: ¡Ven, Imrik! ¡Ven!
* * *
Las compañías de los Leones Blancos y de la Guardia del Fénix cargaban contra el ejército naggarothi cuando la dragona negra de Malekith emprendía el vuelo para encontrarse cara a cara con el Rey Fénix.
Maedrethnir caía en picado desde las nubes rugiendo desafiante, y la colisión de los dragones a punto estuvo de arrancar a Caledor de su silla trono. Las dos bestias titánicas se enzarzaron en un cruento duelo de garras y colmillos, y al Rey Fénix le pareció oír la risa burlona del Rey Brujo mientras Maedrethnir rociaba de fuego a la dragona.
Las monstruosas criaturas se separaron y empezaron a volar en círculo, ambas perdiendo sangre por las heridas. Caledor caló su lanza apuntando al pecho de Malekith, y la runa inscrita en el escudo del Rey Brujo se cubrió de llamas que fluctuaban y se retorcían y se apoderaban de la mente del Rey Fénix. El símbolo, el Verdadero Nombre de Khaine, escrito del color rojo de la sangre, bombardeó a Caledor con los ecos de la guerra, y el sabor a sangre le impregnó la boca.
El Rey Fénix sacudió la cabeza para despejarla de los efectos de la aterradora runa y vio que tenía a Malekith prácticamente encima. Blandió la lanza mientras Maedrethnir viraba a la derecha, y la moharra radiante abrió un tajo en el costado de la dragona negra según los superaba por encima.
Sulekh giró rápidamente, y por los pelos no apresó la cola de Maedrethnir entre sus dientes. El dragón de Caledor se lanzó en picado para esquivar el ataque y dejó al rey expuesto a las afiladas garras de la bestia. Caledor se volvió y levantó el escudo justo a tiempo para que las uñas, duras como diamantes, estriaran la superficie del escudo, que brillaba con energías protectoras.
En pleno descenso, los dos dragones se acercaron de nuevo, gruñendo y rugiendo. La espada de Malekith vertió un violento fuego crepitante que rodeó a Caledor. Sin embargo, los encantamientos de la armadura del Rey Fénix lo protegieron de sufrir cualquier tipo de daño, de modo que las llamas azules lo envolvieron sin causarle ningún mal. Maedrethnir forcejeó con la dragona, y ambos hicieron oscilar los cuellos buscando un hueco para clavar sus colmillos en el del rival. Los zarpazos iban y venían, provocando una lluvia de escamas y de sangre que se precipitaba al suelo.
Los dragones, corcoveando y contorsionándose, enganchados por los colmillos y las garras, continuaban descendiendo. Caledor soltó la lanza y desenfundó a Lathrain, justo cuando el Rey Brujo lo atacaba con Avanuir. Las espadas chocaron y su encuentro provocó una explosión de rayos y de llamas azules. El impacto entumeció el brazo de Caledor, y tuvo que recurrir a la fuerza de voluntad para rechazar la siguiente acometida de Malekith, desviando la hoja del naggarothi cuando ya enfilaba hacia su cabeza cortando el aire.
Los dragones peleaban encarnizadamente entre sí sin tener en cuenta a sus jinetes. Caledor daba bandazos a izquierda y derecha sacudido por los movimientos de Maedrethnir, que, en su lucha con la dragona, batía las alas y agitaba la cola. Malekith se agarró a las riendas de hierro todavía con el escudo en la mano, con su armadura despidiendo vapores y humo.
La mirada del Rey Fénix se topó con los ojos del Rey Brujo, que eran como dos pozos sin fondo de fuego negro que parecían absorberle la vida. Los amuletos de Saphery que Caledor llevaba colgados de la armadura brillaban mientras actuaban para contrarrestar la brujería de Malekith. De nuevo Caledor repelió una acometida de Avanuir cuando los dragones se acercaron lo suficiente para permitir el ataque de Malekith.
La batalla continuaba de una manera feroz alrededor de los contendientes. En el frenesí de la pelea, los dragones se estrellaron sobre guerreros de ambos bandos sin distinción: khainitas y ellyrianos, Leones Blancos y naggarothi cayeron desgarrados y pisoteados por las dos monstruosas moles.
Caledor no desvió su atención del Rey Brujo, buscando un hueco por donde atacarle. Cuando la dragona negra retrocedió para eludir una acometida de Maedrethnir, el Rey Fénix vislumbró su oportunidad y descargó la espada, y la hoja hundiéndose en el hombro de su oponente sonó como el chirrido del metal partiéndose. Caledor sintió en el brazo una descarga de energía que se propagó dolorosamente hasta el último rincón de su cuerpo.
Maedrethnir lanzó un alarido agónico cuando las zarpas de la dragona se clavaron en su cuello. De una dentellada, la montura de Caledor apresó un ala de Sulekh y apretó la mandíbula, atravesando huesos y tendones, hasta que la dragona lo soltó en medio de las convulsiones provocadas por el dolor. La sangre manaba a borbotones del cuello del dragón rojo, que retrocedió tambaleándose y dejando un rastro carmesí en el suelo rugoso.
El Rey Brujo tiró de las cadenas de las riendas de la dragona y la bestia arremetió contra Caledor y apretó la mandíbula alrededor de su brazo; los dientes de Sulekh rechinaron hincados en el ithilmar encantado. El Rey Fénix ya tenía el brazo entumecido y dolorido, y Lathrain se le resbaló de la mano. Las cintas que sujetaban a Caledor a la silla trono se partieron a causa de los meneos de la cabeza de la dragona, así que el rey salió despedido de ella y se estrelló contra el suelo.
Respirando agitadamente, el Rey Fénix se levantó y buscó a Lathrain. Atisbó el destello de la hoja en una mata a no demasiada distancia, y fue hacia ella con la mano extendida. Entonces recibió un golpe descomunal en la espalda que lo lanzó por el aire.
El Rey Fénix aterrizó en medio de los cadáveres de los ellyrianos caídos, con el rostro pegado a la cara exangüe de Finudel.
Con el pecho pegado al suelo, Caledor notó las vibraciones de la tierra. Se puso boca arriba esperando encontrarse la figura de la dragona cerniéndose sobre él, pero no fue así. Malekith estaba forcejeando con las riendas de la bestia, intentando encaminar a Sulekh hacia Caledor, pero la dragona se había revelado, ansiosa por salir en persecución de Maedrethnir, que había huido caminando pesadamente con docenas de heridas y tajos sangrantes en los costados. La dragona negra había salido ligeramente mejor parada de la batalla, aunque tenía las alas hechas jirones y la cabeza y el cuello recorridos por las marcas de las uñas y los dientes de su rival.
La voluntad del Rey Brujo prevaleció, y la cabeza de la dragona se volvió hacia el derribado Rey Fénix. Ayudándose con una batida de sus alas devastadas, el monstruo dio un salto adelante, con la boca abierta y derramando saliva ensangrentada.
Caledor se quedó con la mirada clavada en los ojos vidriosos dela dragona, contemplando su reflejo en aquellos negrísimos globos oculares. Nada traslucía de ellos; simplemente la frialdad congénita de los reptiles El Rey Fénix podía oír las carcajadas triunfales de Malekith.
* * *
El ruido trepidante de cascos envolvió a Caledor. Un escuadrón de caballería lanzado a la carga pasó al galope junto a él, y algunos corceles, incluso, saltaron por encima de la figura postrada del Rey Fénix. Las lanzas chocaron en las escamas del dragón mientras el fuego crepitaba en la espalda de Malekith.
Cuando el último de los jinetes lo rebasó, Caledor vio que exhibían los colores de Tithrain. Los caballeros soltaron las lanzas partidas, desenfundaron unas espadas refulgentes y empezaron a dar vueltas alrededor de la dragona, descargando sus hojas contra el cuerpo de la bestia. Sulekh respondió a los ataques; estampó una zarpa en uno de los caballeros, que acabó hecho picadillo junto a su montura, y apresó con sus dientes a otro.
Caledor intentó ponerse en pie, pero sintió una punzada de dolor en la espalda procedente de la pierna derecha. Se derrumbó de costado, con las manos hundidas en el barro que se había formado en la tierra con la sangre derramada. Bajó la mirada a la pierna y vio que la tenía torcida, con la pieza de armadura que la envolvía abollada y rota. Reprimiendo el dolor, el Rey Fénix se sentó para tratar de hacerse una idea de lo que estaba sucediendo a su alrededor.
La batalla todavía estaba en pleno desarrollo. Dragones y mantícoras se lanzaban zarpazos en el cielo; los conjuros de destrucción y de protección estallaban por todas partes; y el restallido de los proyectiles y de las flechas resquebrajaba el aire. En el cielo todavía se extendía la convulsa nube de demonios, borbollando y ardiendo con energías infernales. Las compañías de lanceros de ambos bandos colisionaban, y los rugidos de sus gritos de batalla se sumaban al fragor del choque de metales; el suelo vibraba aporreado por los cascos de los caballos que emprendían la carga y por las pisadas de las botas de miles de guerreros.
Caledor se arrastró por la hierba ensangrentada y se apoyó contra el cadáver del caballo de Finudel. Se volvió a Malekith ya su dragona negra, y vio que más de la mitad de los caballeros de Tithrain habían muerto y que la bestia y su amo seguían vivos.
Bajo la mirada del Rey Fénix, Tithrain fue arrancado de su silla apresado por los dientes de la monstruosa criatura. El príncipe descargó una ristra de golpes con su espada en el rostro de la dragona y le abrió unos tajos en las escamas; pero entonces, la dragona apretó la mandíbula y sus dientes inferiores se encontraron con los superiores. Tithrain estaba muerto, y su cuerpo osciló sin fuerzas suspendido de los colmillos de la dragona cuando ésta abrió la boca para lanzar otra bocanada de vapores nocivos.
Muerto su príncipe, la determinación de los caballeros se desvaneció y los jinetes huyeron. Entretanto, Malekith se había enzarzado en otro forcejeo con su montura para dirigirla hacia Caledor, en contra de la voluntad de la dragona, que esta vez quería salir en persecución de los caballeros. Sucumbiendo a la insistencia del Rey Brujo y perdiendo sangre por docenas de heridas, la dragona dio tres pasos en dirección a Caledor. En esta ocasión, el Rey Fénix levantó la mirada hacia Malekith, cuyos ojos incandescentes ardían con llamas rojas. El Rey Brujo tenía el brazo levantado, con Avanuir apuntando al cielo.
Caledor se sintió invadido por una extraña sensación de calor. Veía borroso, medio deslumbrado por el sol que se ponía detrás de Malekith. Le pareció distinguir una figura en los rayos del sol, una ágil elfa con el cabello de marfil y dos flores como ojos. La figura se deslizaba hacia él envuelta en un aura dorada y verde, y el aroma a hierba y a bosque le asaltó las fosas nasales.
—Tuya será la victoria —dijo la aparición—. Sólo tienes que alargar la mano y cogerla.
El Rey Fénix desvió la mirada hacia Malekith, esperando que le asestara el golpe mortal en cualquier momento; pero el Rey Brujo parecía congelado en el tiempo, así como el resto de la batalla. No se oía nada salvo el susurro del viento por entre las hojas y el crujido de las ramas que se mecían.
La dama fijó la mirada a la derecha de Caledor y sonrió, y ese gesto insufló fuerzas al cuerpo del Rey Fénix y lo despojó del cansancio y del dolor.
Con el ruido atronador del repentino regreso del fragor general, la aparición desapareció. El aliento fétido del dragón alcanzó a Caledor y le irritó la piel. De una manera totalmente inconsciente y sin apartar los ojos del Rey Brujo, el Rey Fénix extendió el brazo hacia donde había mirado la aparición.
Los dedos de Caledor embutidos en el guantelete se cerraron alrededor del asta de una lanza, y el rey sintió el calor que desprendía la magia contenida en el arma.
La dragona arqueó el cuello echando hacia atrás la cabeza, preparándose para embestir, y aspiró una bocanada de aire brutal.
El Rey Fénix contempló los colmillos partidos y ensangrentados de la criatura, y se fijó en su lengua bífida saboreando el aire. Y entonces arrojó la lanza de Finudel con todas sus fuerzas.
* * *
Mirialith relampagueó en su vuelo hacia las fauces abiertas de la dragona.
La lanza atravesó la bóveda del paladar de la bestia y le perforó el cráneo.
Sulekh empezó a rugir y retrocedió, con todo el cuerpo devastado por un dolor agónico. Los eslabones de las cadenas de los arneses se partieron. Malekith salió despedido hacia atrás y hacia la derecha, cayó de la espalda del dragón y se estrelló contra el suelo con un estruendo de metal, despidiendo llamas y humo por la armadura.
Todavía conmocionado por el golpe, Malekith se incorporó con una rodilla clavada en el suelo y tiró el escudo para dejarse libre la mano. A su espalda, Sulekh seguía retorciéndose y contorsionándose, chillando de un modo ensordecedor. El Rey Brujo clavó su mirada torva en Caledor, que yacía desplomado sobre el cuerpo de un caballo. El usurpador le sostuvo la mirada con un gesto desafiante.
Un instante después, el cuerpo de Sulekh embistió a Malekith y lo aplastó contra el suelo. Aprisionado bajo el peso descomunal de la dragona, el Rey Brujo intentó levantarla para salir, soltando un alarido de frustración. Dejó a Avanuir en el suelo para empujar con ambas manos el voluminoso cadáver derrumbado sobre sus piernas y su estómago.
Una sensación de escozor hizo estremecer a Malekith: el roce de la magia. El Rey Brujo se volvió hacia la izquierda buscando el origen de aquella energía.
Un torrente de fuego blanco se precipitaba hacia él. Era hermoso; refulgía como la luz de la luna reverberando en el mar, con leves matices dorados y plateados. Malekith reconoció las llamas. Se había puesto frente a ellas para recibir la bendición de Asuryan. Ahora, el señor de los dioses había regresado para ayudarlo, igual que había hecho con Aenarion.
Malekith sacó fuerzas de flaqueza y se quitó de encima el cuerpo de Sulekh; se puso en pie y encaró el fuego que se dirigía hacia él con los brazos abiertos en cruz para recibir la bendición de Asuryan. Las llamas blancas se acercaban rápidamente, crepitando, y Malekith sintió que una bocanada de aire fresco le recorría la armadura incandescente. Cerró los ojos mientras el fuego lo envolvía, y esperó a que lo liberara de la agonía que lo había acompañado durante más de dos décadas.
Sin embargo, un dolor renovado se ensañó con su pecho y sus brazos, y Malekith lanzó un alarido y abrió los ojos.
No lo rodeaban las llamas de Asuryan, sino las alabardas de la Guardia del Fénix, cada una de cuyas moharras ardía con el fuego blanco de Asuryan, y cada tajo que abrían en el cuerpo del Rey Brujo avivaba las llamas del fuego que el señor de los dioses había encendido en su interior.
El dolor físico no tenía ni punto de comparación con el dolor que le provocaba la traición. Mientras su cuerpo de hierro era destrozado y desgarrado por las alabardas blandidas por la Guardia del Fénix, Malekith comprendía que no había recibido la bendición de Asuryan. Su padre nunca había sufrido el dolor que estaba soportando él.
Los delirios del Rey Brujo se esfumaron y Malekith fue consciente del castigo que estaba recibiendo. Asuryan lo había rechazado, y lo había maldecido con el sufrimiento eterno. Conmocionado por el golpetazo con la realidad, Malekith se derrumbó sobre las rodillas mientras seguía recibiendo la lluvia de aguijadas que le perforaban la armadura negra.
El momento para la congoja pasó y rápidamente fue sustituido por la ira; una ira que hundía sus raíces en los abismos y que se alimentaba de las llamas que ardían en su interior. La armadura del Rey Brujo explotó convertida en una bola de fuego, y la detonación tiró hacia atrás a los miembros de la Guardia del Fénix, con los cuerpos maltrechos, sus armaduras fundiéndose y el pelo y las capas tomadas por las llamas.
Inerme, Malekith atacó a los siervos de su torturador con sus puños llameantes, y sus manos de hierro atravesaron petos de armadura y arrancaron extremidades. Alzándose por encima de la Guardia del Fénix, el naggarothi convocó la magia negra, alimentándola con la vida que escapaba de sus rivales para utilizarla para sus propios fines.
El Rey Brujo intentó introducir la magia en su cuerpo para curar los destrozos que había sufrido su armadura, pero la magia negra se desviaba bruscamente y se contorsionaba, y Malekith no conseguía atraerla hacia el interior de su cuerpo. Allí donde las hojas de la Guardia del Fénix le habían dejado una herida, ardían minúsculas llamas doradas que mantenían alejada la magia negra.
El terror se apoderó de Malekith. Incapaz de curarse las heridas, de las que manaban regueros de metal fundido como si fuera sangre, se dio cuenta de que estaba a un paso de la muerte.
—¡Eso nunca! —rugió el Rey Brujo.
Se enderezó. La magia negra que había convocado para curarse las heridas se arremolinó a su alrededor, formando hojas de hierro ennegrecido que causaron estragos entre la Guardia del Fénix. Finalmente, con una última pulsación de magia negra, arrojó el bosque de espadas mágicas hacia los silenciosos guerreros, que salieron corriendo.
Malekith, por su parte, derramando metal fundido, fuego y sangre, dio media vuelta y echó a correr, dejando un rastro de pisadas candentes en la hierba ensangrentada. Todavía no moriría; no allí, en aquel páramo deprimente, ni a la vista del usurpador, que lo observaba riendo. El Rey Brujo recurrió al poder de la corona soldada a su cabeza, e introdujo las manos en los vientos mágicos para hacer acopio de toda la energía que pudo. Una nube oleaginosa atravesada por relámpagos se formó a su alrededor y lo ocultó de sus perseguidores. La nube fue extendiéndose más y más, hasta convertirse en una convulsa masa viviente que atrapó a los miembros de la Guardia del Fénix que habían salido detrás de Malekith y les retorció los cuerpos y les rompió los huesos.
De este modo, Malekith, el Rey Brujo, huyó de Maledor y regresó a Anlec, destrozado y amargado, con su ambición hecha añicos en aquel páramo manchado de sangre.
* * *
Morathi observó la retirada de su hijo y supo que la batalla estaba perdida. Sin embargo, no estaba del todo convencida de que no pudiera ganarse la guerra. Largo y tendido habían hablado ella y Malekith del ingenioso plan que les garantizaría la victoria.
Morathi dejó que el ejército se las arreglara solo y envió la orden de retirada a sus hechiceras. Entretanto, ella enfiló con su pegaso hacia el oeste.
* * *
La pérdida del Rey Brujo fue un mazazo del que el ejército druchii no se recuperó. Ver que su señor y general huía destrozó los ánimos de los guerreros. Aquellos príncipes y caballeros que tuvieron la oportunidad de escapar secundaron a su señor y enfilaron hacia el oeste, en dirección a Anlec. Aquí y allá, las compañías naggarothi se las arreglaban para desentenderse de la lucha y retirarse hacia el sur, con destino a las torres de vigilancia repartidas a orillas del Naganar, Hellebron y las khainitas supervivientes entre ellos.
Caledor no se hallaba en condiciones de comandar el ejército, así que delegó el mando para la persecución del enemigo en Dorien. Las tropas del Rey Fénix se desplegaron hacia el oeste, empujando a los druchii que aún quedaban a las marismas que se extendían al norte del campo de batalla. Muchos naggarothi murieron ahogados en el lodo, arrastrados al fondo por el peso de las armaduras. Sin embargo, el terreno traicionero impidió perseverar en las tareas de persecución, y únicamente pudieron acometerlas los tres dragones y el solitario pegaso de Saphery que habían sobrevivido.
Con la caída de la noche, Dorien se vio obligado a reunirse con su ejército, y los últimos guerreros enemigos desaparecieron en la oscuridad. Preocupado por el estado de su hermano, Dorien voló de regreso junto al Rey Fénix y lo encontró atendido por los curanderos. Los Leones Blancos estaban apostados alrededor de Caledor, con los silenciosos guerreros del Guardia del Fénix cerca.
No se respiraba un ambiente de victoria; no había ni rastro de júbilo entre los soldados. Los príncipes de tres reinos habían caído a manos del Rey Brujo, y sus respectivos ejércitos estaban profundamente abatidos. Los elfos lloraban sus pérdidas; miles de guerreros no regresarían a sus hogares. Se había aplastado al grueso de las fuerzas de Nagarythe, pero a costa de un precio desorbitado.
Entrada la noche, Caledor tenía el cuerpo entumecido y la mente confusa. Se negaba a abandonar el campo de batalla hasta que se atendiera a todos los heridos, y permanecía sentado apoyado contra el corcel de Finudel, en el mismo lugar desde donde había matado a la dragona negra de Malekith.
Se encendieron hogueras alejadas del escenario de la batalla, pues nadie quería ver las pilas de cadáveres; una truculenta tarea que se posponía hasta el día siguiente. Al fin, Caledor permitió que lo llevaran en andas. Los elfos estaban a punto de conducirlo a su pabellón cuando un grito desafiante resquebrajó la oscuridad.
Al resplandor parpadeante de las hogueras se entrevieron de manera difusa unas figuras ataviadas con capuchas y capas que se movían en el umbral de lo visible. Caledor oyó un susurro procedente de uno de los elfos que lo transportaba.
—¡Los espíritus de los druchii! —cuchicheó el capitán—. Aun muertos nos odian.
—Te equivocas —espetó una voz desde la oscuridad.
Los Leones Blancos blandieron sus hachas cuando una figura vestida de negro emergió de las sombras. El desconocido se quitó la capucha y dejó que todo el mundo contemplara el rostro de Alith de Anar.
—Todavía quedan naggarothi vivos en Maledor esta noche —dijo el Rey Sombrío.
—Llegáis tarde —repuso Caledor.
—¿Para vuestra batalla? —inquirió Alith en un tono rayano en el desprecio—. Ya os dije que yo no lucho por el Rey Fénix.
—¿Qué queréis? —preguntó Caledor, demasiado cansado y dolorido para discutir.
—Quiero que os marchéis de Nagarythe —respondió Alith—. No sois bienvenido en mis tierras.
—¿Vuestras tierras? —gruñó Dorien, llevándose la mano a la empuñadura de la espada.
Alith se movió rápido, tan rápido que de un momento al siguiente pasó de estar con los brazos cruzados a empuñar su arco plateado cargado con una flecha que apuntaba directamente a la garganta de Dorien.
—Mis tierras —repitió el Rey Sombrío, dirigiéndose a Caledor, aunque sus ojos no se desviaron de Dorien—. Tengo tres mil guerreros rodeando vuestro campamento. Si alguno de vuestros soldados levanta un arma contra mí, os aplastarán.
Caledor escudriñó los ojos de Alith y comprendió que no se trataba de un farol. El Rey Fénix hizo una señal a Dorien para que se calmara.
—Malekith sigue vivo, y también Morathi —dijo Caledor—. Tengo que ir a Anlec para poner fin a todo esto.
—Ya habéis cumplido con vuestra parte —respondió Alith—. Lo que queda ahora es un asunto interno exclusivo de Nagarythe; de ningún otro reino.
—Necesitáis mi ayuda —repuso Caledor.
—Nunca he necesitado vuestra ayuda —contestó Alith—. No os deseo ningún mal, pero si intentáis marchar sobre Anlec, me veré obligado a deteneros. No sigáis interfiriendo en los asuntos de los naggarothi. Cuando me haya encargado de Malekith y de Morathi, tendréis noticias mías.
Caledor no veía en el joven Rey Sombrío más que determinación y sinceridad. El Rey Fénix sabía que el ejército de los sombríos no podía detenerlo, y Alith también debía de ser consciente de ello. No obstante, eso no hacía más alentadora la perspectiva de una nueva batalla. Los druchii habían pasado más de veinte años intentado aniquilar sin éxito a los Anar, de modo que, ¿qué posibilidades tenía él?
—Tenéis mi palabra —declaró Caledor—. Por ahora. No permitáis que Malekith reagrupe sus fuerzas. Regresaré a Nagarythe en la primavera con mi ejército para acabar con esto si vos no lo habéis hecho aún.
—¿Vas a acatar las órdenes de este mocoso naggarothi? —gruñó Dorien, dando un paso adelante.
—¡Cállate, Dorien! —espetó Caledor.
—Escuchad a vuestro hermano, Dorien —dijo Alith—. Vuestra lengua será vuestro verdugo, y el verdugo de muchos más.
Dorien sacudió una mano en dirección a Alith en un gesto cargado de desprecio y se marchó hecho una furia, gruñendo entre dientes. El Rey Sombrío bajó el arco, aunque la flecha continuó anclada en la cuerda.
—Cracias —dijo el naggarothi—. Ahora me iré, pero tened por cierto que estaremos observándoos. Cuando os hayáis ocupado de vuestros muertos, emprended la marcha hacia el este.
Caledor guardó silencio. El Rey Sombrío desapareció en la oscuridad, fundido con la noche. Caledor esperó un rato, hasta que le informaron desde todos los puntos del campamento de que el ejército de los sombríos también se había marchado.
En el fondo sabía que no podía confiar en que Alith de Anar cumpliera su promesa. A pesar de que el ejército de Nagarythe había sido destruido, Anlec vendería cara su derrota. Ni Malekith ni Morathi se rendirían mientras les quedara un hálito de vida.
Sin embargo, no era el momento de embarcarse en otra batalla. El Rey Fénix concedería a Alith la oportunidad de intentarlo y fracasar, y entonces regresaría en primavera con su ejército para acabar de una vez por todas aquella guerra. Si acaso, el ejército de los sombríos minaría los últimos focos de resistencia, lo que facilitaría la tarea final a Caledor.
El sueño fue apoderándose del Rey Fénix, que lo recibió aliviado. Todavía había que seguir luchando, pero la guerra casi había llegado a su final. Los ejércitos de Nagarythe tardarían en recuperarse de la derrota, si es que alguna vez lo lograban.
El Rey Brujo ya no podía hacer nada; su última apuesta había fracasado.