19: Una danza de la muerte

DIECINUEVE

Una danza de la muerte

Las predicciones de Caledor se cumplieron: los druchii carecían de las unidades necesarias para lanzar una ofensiva total sobre Ulthuan. Negando a Malekith la batalla que necesitaba para proclamar su victoria, el Rey Fénix y sus príncipes aliados consiguieron suavizar las ofensivas druchii al tiempo que minimizaban sus bajas A veces, Caledor tomaba la iniciativa y sondeaba los pasos entre Nagarythe y Ellyrion, o enviaba expediciones para realizar incursiones conjuntas con los Anar por la frontera con Cracia. Caledor se empecinaba en intentar empujar al enemigo a realizar un movimiento precipitado, pero el Rey Brujo era un general demasiado astuto como para dividir sus fuerzas o extender más de lo debido sus campañas.

Este duelo entre los ejércitos se prolongó durante varios años en los que los druchii pusieron a prueba la determinación del Rey Fénix y de sus partidarios. Se incendiaron ciudades y se empujaron al exilio a poblaciones enteras, pero en cuanto el ejército de Nagarythe se marchaba, Caledor visitaba las regiones arrasadas; un gesto que demostraba su unión con el pueblo del que era soberano.

El Rey Fénix no había olvidado la pregunta que le había lanzado Mianderin, y era consciente de que se había dejado amedrentar por la responsabilidad de convertirse, con todas las de la ley, en el monarca de Ulthuan. Había rehuido sus obligaciones; había optado por ofuscarse con la debilidad de sus aliados en vez de centrarse en sus propias deficiencias como rey.

A pesar de que conservaba el temperamento irascible y la brusquedad a la hora de hablar, Caledor intentaba por todos los medios no sólo liderar con el ejemplo, sino también insuflar ánimos a quienes lo rodeaban. En el campo de batalla se mostraba implacable, y luchaba con denuedo a lomos de Maedrethnir, siempre en la vanguardia de sus tropas. Cuando la retirada era inevitable, también allí estaba, mostrando a quien quisiera verla su ira, y su presencia reforzaba la determinación de aquellos que habían visto cómo las llamas consumían sus hogares.

Del mismo modo que Caledor era una fuente de inspiración para los defensores de Ulthuan, Malekith era la fuerza motora de los naggarothi. El Rey Brujo no hallaba rival en el campo de batalla, ni por fuerza ni por poderes sobrenaturales. De vez en cuando se adelantaba a sus huestes acompañado de Morathi y ambos barrían todo el frente; Malekith con sus disciplinados guerreros veteranos, y Morathi, con sus brutales sectarios. El Rey Brujo valía por diez compañías de lanceros, y cuando montaba a Sulekh en el campo de batalla, no había ejército capaz de detenerlo.

Transcurridos cuatro años desde el regreso de Malekith, el verano era largo y seco. El ejército de Nagarythe estaba acampado a orillas del río Ilientath, que señalaba la frontera natural entre Cracia y Avelorn. Las huestes del Rey Brujo parecían dispuestas a lanzar una nueva ofensiva en el interior de Cothique. Tiranoc estaba controlada por los druchii, y sus defensas habían experimentado grandes mejoras bajo el régimen del Rey Brujo. Caledor había reunido su ejército en Saphery con la esperanza de atraer a las tropas de su rival al reino de los magos, para luego embarcarse rápidamente, atravesar el Mar Interior hasta Avelorn y hostigar el avance de Malekith desde la retaguardia. Ambos ejércitos permanecieron en sus campamentos durante todo el verano, separados por no más de diez días de marcha; y durante ese tiempo, ni el Rey Brujo ni el Rey Fénix dieron la más leve muestra de sus verdaderas intenciones.

Tal como Caledor había acordado con sus príncipes, Koradrel había abandonado Cracia cuando los druchii habían lanzado su última ofensiva. Se había pactado que ningún príncipe permaneciera en un reino atacado, a no ser que cayera en batalla o, peor aún, que fuera tomado prisionero y puesto en contra de los aliados. A pesar de que la mayoría nunca habían esperado convertirse en regentes, los príncipes de Ulthuan, aglutinados por la figura de Caledor, estrecharon sus vínculos, y las pequeñas rivalidades del pasado se olvidaron, eclipsadas por la amenaza común de los naggarothi.

Caledor pasaba la tórrida tarde relajándose solo en su pabellón. Había invitado a su primo craciano a cenar esa noche. Jinetes y dragones patrullaban los territorios septentrionales de Saphery, preparados para informar inmediatamente de cualquier movimiento del enemigo, y el Rey Fénix se sentía satisfecho de que todo estuviera en orden. No obstante, por miedo a caer en la autocomplacencia, había pasado toda la mañana revisando las disposiciones de sus tropas; si bien no había encontrado ningún punto débil que pudiera ser aprovechado por el Rey Brujo.

El calor estival y el prolongado y tenso pulso de fuerzas habían hecho mella en la resistencia de Caledor. El rey se había despojado de la armadura y se había quedado dormido en su trono, vestido únicamente con una túnica blanca holgada bordada con las llamas del fénix de Asuryan. Los bramidos de los capitanes que hacían la instrucción en la plaza de armas situada en el centro del campamento le llegaban como un murmullo lejano. A su alrededor flotaba el repiqueteo de la vajilla y de la cristalería procedente de la estancia contigua, donde los criados preparaban la mesa para la cena.

Sin abandonar por completo la modorra que lo consumía, el Rey Fénix se despertó con la llegada de Koradrel, acompañado por un puñado de sus príncipes cracianos. Los criados aparecieron portando bandejas con jarras de vino y copas, pero Caledor pidió que trajeran agua para él, temeroso de que la sed lo llevara a beber demasiado.

El grupo se trasladó a la estancia dispuesta para el banquete, que estaba compuesto de los manjares más deliciosos que Saphery podía ofrecer. Caledor apenas participó de la conversación, y se limitó a escuchar las trilladas historias de caza y los chismorreos de Tor Achare que intercambiaban sus invitados. El vino siguió circulando, y estalló una acalorada discusión entre los príncipes sobre quién había matado más enemigos.

La noche había refrescado la brisa, y Caledor sugirió que la fiesta se trasladara al exterior. El Rey Fénix apenas había probado bocado, como era habitual en él. Sus invitados parecieron no estar demasiado interesados en su sugerencia. La animación inicial había decaído, y Caledor advirtió que Koradrel y el resto de los príncipes parecían soñolientos y tenían dificultades para hablar. Acharion, sobrino de Koradrel, intentó proponer un brindis, pero se tambaleó durante unos segundos y finalmente se derrumbó sobre el suelo, con el rostro rubicundo e hinchado.

—¡Veneno! —musitó Caledor; lanzando por los aires de un manotazo la copa que Koradrel ya se llevaba a los labios.

El regente craciano reaccionó con parsimonia, volviéndose hacia el rey con la confusión escrita en el rostro.

—Me has derramado el vino, primo —protestó Koradrel, con el ceño fruncido y todavía con la mano suspendida en el aire a mitad de camino de la boca.

—¡El vino está envenenado! —exclamó Caledor.

El Rey Fénix se volvió al trío de criados parados en el extremo opuesto de la mesa.

—¡Id a buscar a los curanderos! —ordenó—. ¿Quién ha traído el vino?

Ninguno de los criados respondió. Caledor pensó en un principio que debían de haber afanado un poco del brebaje del tonel de su señor, pero esa idea inicial quedó descartada cuando los sirvientes se hurgaron en las túnicas y sacaron unas dagas curvas. El Rey Fénix atisbó el fulgor rojizo de las runas khainitas y el brillo del veneno en las hojas mientras los criados avanzaban hacia él; dos por la izquierda y el otro por la derecha.

—¡Asesinos! —rugió Caledor, arrancando un cuchillo de trinchar de la carcasa de un ave.

El de la derecha atacó primero, y su hoja cortó el aire en dirección a la garganta de Caledor. El Rey Fénix se agachó y embistió al elfo, pero su cuchillo pasó rozando el pecho de su rival, que había retrocedido. Caledor se tiró entonces al suelo y rodó hacia la derecha para esquivar una acometida por la izquierda, lanzando por los aíres una mesita auxiliar atiborrada de fruta al levantarse de nuevo, y el cuchillo de trinchar colisionó con un ruido metálico contra la daga dirigida a su cuello.

Con el corazón aporreándole el pecho, el rey se encaramó de un salto a la mesa, desparramando platos y comida, y las esquirlas de vajilla le atravesaron las delgadas suelas de las botas y se le clavaron en las plantas de los pies. Los asesinos se separaron rápidamente y lo rodearon. Volviéndose a un lado y a otro para no perderlos nunca de vista, Caledor se arrimó al borde de la mesa más próxima a la puerta.

Koradrel se levantó medio grogui y soltó un puñetazo al asesino que le quedaba más cercano. El golpe impactó en el hombro del elfo y lo lanzó dando tumbos contra la pared del pabellón. Distraído, el asaltante que merodeaba por la espalda de Caledor no pudo reaccionar a tiempo y se llevó en el rostro el patadón que le asestó el Rey Fénix girando sobre los talones. El asesino gruñó, con los labios ensangrentados, y se subió a la mesa de un brinco.

El cuchillo de trinchar se introdujo en el pecho del falso criado y se hundió entre sus costillas perforándole los pulmones. El impulso que traía el asesino lo llevó a embestir a Caledor, y la hoja de la daga hizo una pequeña escisión en la barbilla del Rey Fénix mientras el elfo agonizante lo derribaba por el peso de su cuerpo sobre los platos, causando gran estrépito.

Una punzada de dolor recorrió la mandíbula de Caledor. Apenas si era un rasguño, pero el veneno de la hoja se propagó rápidamente a la lengua y la garganta del rey. Caledor respiraba con dificultad; se quitó de encima el cuerpo del asesino y cayó rodando de la mesa justo el instante previo a que una daga se clavara en la madera.

Desde la puerta llegaban gritos mientras Caledor se dirigía dando tumbos hacia ella. El cuchillo de trinchar se había quedado alojado en el pecho del asesino, de modo que estaba desarmado. Totalmente inerme contempló cómo el elfo que Koradrel había tirado al suelo se levantaba de un salto y hundía su hoja en el ojo del príncipe. Koradrel se desplomó de espaldas sin emitir un sonido, y su cabeza rebotó en el borde de una silla.

El Rey Fénix se sentía como si estuviera ahogándose. Sacudiendo un brazo, consiguió agarrar una lámpara y arrancarla de la cadena para arrojarla al asesino que tenía más cerca; el aceite hirviendo se derramó sobre el brazo del elfo. Caledor notaba una opresión cada vez más intensa en el pecho y una sensación abrasadora en la garganta. Todo el pabellón giraba a su alrededor por culpa del aturdimiento, y apenas atisbó unas figuras borrosas que pasaban corriendo por su lado. Con la respiración rasposa, Caledor se las arregló para salir titubeante a la estancia principal del pabellón, donde más criaturas pálidas seguían entrando en tropel. Se derrumbó sobre las rodillas, asfixiado, con el sabor de la sangre en la boca.

Unas manos lo asieron y lo subieron al trono. Otra figura apareció delante de él. Caledor oía un susurro tranquilizador, aunque no distinguía las palabras. Notó unas manos en el rostro y el calor sustituyó el frío que le atería las extremidades. Brilló una luz dorada. El rey alargó la mano hacia ella y palpó una piel suave.

—Descansad —dijo la voz susurrante.

Caledor reconoció vagamente la voz de Thyriol. Cayó dormido y soñó con praderas radiantes, aunque el cielo que se extendía encima de ellas estaba preñado de nubarrones.

* * *

El intento de regicidio contra Caledor sembró la confusión en su ejército. Mientras el Rey Fénix continuaba convaleciente de sus altas fiebres, Thyriol asumió el mando y organizó una inspección minuciosa del campamento. Los cuerpos de tres criados aparecieron en un bosquecillo cerca del río que la tropa utilizaba para abastecerse de agua. Más inquietante aún fue descubrir que los asesinos, cuando los sometieron a un examen concienzudo, se parecían como gotas de agua a los elfos hallados asesinados. Thyriol deshizo el conjuro que había operado la transformación de los rostros, y éstos recuperaron sus verdaderos semblantes, con las facciones angulosas y la tez pálida características de los naggarothi cubiertos de runas de enmascaramiento.

La desconfianza y la paranoia rayanas en el pánico se propagaron por el campamento. Todos los integrantes de la expedición eran sospechosos potenciales, de modo que se establecieron nuevas listas de guardia. Se llevó a cabo una permuta de soldados entre las compañías, y se dispuso que todas las tareas se realizaran en grupos de al menos diez elfos. Thyriol decretó un toque de queda entre el anochecer y el alba del que sólo estaban exentas las patrullas, a las que se sumaron treinta piquetes procedentes de los Leones Blancos y de la Guardia del Fénix, que eran considerados los guerreros más leales.

Los exploradores regresaron al día siguiente e informaron de que los druchii habían desmontado el campamento. Sin duda convencido de que los asesinos habían cumplido con éxito su misión, Malekith estaba moviendo ficha. Con Caledor incapacitado y el ejército aterrorizado, los príncipes enseguida convinieron que el repliegue era la única opción. Conscientes de que ninguna ventaja se ganaría con una retirada en desbandada, los nobles organizaron el levantamiento ordenado del campamento y la retirada hacia el sur con destino a la costa del Mar Interior. Thyriol envió halcones mensajeros a la flota de Lothern para solicitarles apoyo inmediato.

Bajo los cuidados de los curanderos y de Thyriol, Caledor experimentó una mejora en sus accesos febriles, aunque el veneno todavía no le había permitido recuperar las fuerzas. El delirio sólo le concedía breves treguas de lucidez, pero pudo refrendar el plan de repliegue de los príncipes. Los naggarothi se aproximaban desde el este a través del devastado Avelorn, y marchaban sin descanso hacia Saphery.

Los príncipes no tuvieron más alternativa que dividir sus tropas, pues esperar la llegada de los barcos necesarios para evacuar a todos los guerreros del rey suponía correr el riesgo de ser cazados por el ejército de Malekith. Thyriol se llevó a Caledor y a una cuarta parte de las huestes hacia el este, y convocó a la ciudad de Saphethion para refugiarse en ella. La mitad del ejército continuó hacia el sur, con la intención de cruzar las montañas y entrar en Yvresse. El resto de las tropas permanecieron como fuerza de retaguardia a la espera de la flota de Lothern.

Las naves que arribaron eran escasas para el número de guerreros que se habían quedado. Tithrain, que se había ofrecido voluntario para comandar la retaguardia, ordenó que se echara a suertes quién embarcaba, pero, en un acto que los honraba, hasta el último elfo del reducido ejército se negó a ello en redondo, y los oficiales transmitieron la opinión unánime de la tropa de que vivirían juntos o morirían juntos. Tithrain, teniendo presente la disposición de Caledor de que ningún príncipe debía arriesgarse a morir o a ser capturado, se debatía entre permanecer con sus huestes o marcharse con la flota.

Finalmente, el noble decidió quedarse, espoleado por la determinación de no volver a abandonar jamás a sus súbditos. El ejército invertía todo el tiempo en fortificar la costa. De los barcos se bajaron lanzavirotes de repetición para instalar baterías defensivas, y todos y cada uno de los mástiles, palos y tablas que estaban de más se emplearon en la construcción de parapetos a lo largo de las dunas cubiertas de hierba que rodeaban las playas. Se cavaron trincheras que se llenaron con el aceite de los faroles y de las reservas de las naves, listo para prenderle fuego.

Cuando los exploradores informaron de que los druchii sólo estaban a un día de distancia, Tithrain organizó un festejo en honor a Asuryan. Se cocinaron y se prepararon todos los víveres que el resto del ejército había dejado atrás, y las mesas se combaron con el peso de la cantidad ingente de comida que se sirvió para el banquete a plena luz del día. El príncipe de Cothique reía y bromeaba, diciendo que prefería no dejar todos aquellos manjares a los naggarothi, cuyos paladares no sabrían apreciar su exquisitez.

Bajo aquella jovialidad subyacía el miedo. Las sonrisas eran un tanto tensas, y la conversación discurría alegremente, pero según se aproximaba el crepúsculo, muchos soldados se pusieron a componer sus poemas elegiacos o a entonar tristes cantos fúnebres con el acompañamiento de lastimeras arpas y liras.

Mientras los guerreros se acomodaban para sumirse en su último sueño, Tithrain emprendió un paseo por el campamento. Entre los elfos se respiraba una atmósfera de tranquilidad; el ejército aceptaba con resignación su destino. Tithrain se acercó a la orilla y contempló la vasta extensión de agua; las estrellas titilaban en el cielo despejado, y su luz rielaba en las suaves olas del mar.

Ya estaba a punto de marcharse de regreso a su pabellón cuando atisbó una luz que resplandecía lejana en la orilla. Lo primero que pensó fue que se trataba de una estrella fugaz, pues el brillo se trasladaba por el cielo, pero entonces apareció otra luz, y luego otra, blancas, rojas y azules, cada vez más intensas.

Enseguida la noche se cubrió de un manto de estrellas de todos los colores del arco iris. Tithrain dudó de si no estaría soñando dormido. Un grito lanzado desde las naves de guerra fondeadas a no demasiada distancia de la playa atrajo su atención.

—¡Velas por el oeste! —bramaron desde todos los topes.

A la luz de la luna y de sus faroles, una reducida flotilla de pequeñas embarcaciones atracaba la orilla. Barcos de pesca y cargueros, patrulleras costeras y gabarras propulsadas por remos emergieron de la oscuridad; docenas de ellos, y aún más luces aparecían detrás.

Algo tapó las estrellas en el cielo, y Tithrain advirtió el restallido inconfundible de la batida de alas de un dragón. El monstruo se lanzó en picado hacia la playa, y las corrientes de aire que provocó su aterrizaje desencadenaron una tormenta de arena. Tithrain se quedó mirando perplejo la figura de armadura dorada montada sobre la bestia.

—¡Deja de mirarme así y despierta a tus guerreros! —espetó el Rey Fénix al atónito príncipe—. No hay tiempo que perder.

Mientras la noticia se propagaba por el campamento y las pequeñas embarcaciones arribaban a la orilla para cargarse de soldados, las tripulaciones explicaban que Caledor había recorrido la costa sapheriana de arriba abajo, solicitando en todas las ciudades y pueblos que echaran al mar todas las embarcaciones que pudieran reunir. Las naves más grandes remolcaban a las más pequeñas, algunas de ellas con no más de media docena de elfos a bordo, y el proceso de acercarlas a la orilla era lento, además de que la playa no era lo suficientemente extensa como para permitir el fondeo simultáneo de todas las embarcaciones.

El alba ya despuntaba en el horizonte y podía oírse el retumbo de los cuernos druchii. Todavía quedaban por embarcar cerca de dos mil guerreros. Naedrein, un capitán de Cothique que había sobrevivido a las purgas de los khainitas, se acercó a Tithrain y a Caledor.

—Mi compañía se encargará de los lanzavirotes —dijo el oficial—. Entretendremos a los druchii y así los que faltan tendrán tiempo para subirse a las naves.

—No sobreviviréis —replicó Caledor—. ¿Estas seguro de querer hacerlo?

—Lo juramos —repuso Naedrein—. Todos nosotros perdimos seres queridos a manos de la escoria druchii. Consideramos que tenemos cuentas pendientes que ajustar.

—Para mí es un honor contar con guerreros como vosotros luchando a mi lado —declaró Tithrain—. Retenedlos el tiempo que podáis, y no perdáis de vista a Malekith. De nada servirán las defensas si dejáis que se acerque.

—Con un poco de suerte tal vez matemos a ese abominable dragón suyo.

El capitán levantó la espada a modo de saludo antes de marcharse, y su gesto fue correspondido por el príncipe y por el rey.

—¡Matad cuantos podáis! —le gritó Caledor.

Naedrein y sus soldados cumplieron su palabra. El sol todavía se alzaba por el horizonte cuando el fragor de los lanzavirotes se propagó por la orilla.

—Quizá deberíamos ayudarlos —dijo Maedrethnir a Caledor—. Esos elfos no aguantarán a Malekith demasiado tiempo.

—Si luchamos contra el Rey Brujo, moriremos —respondió Caledor—. Y eso no puede ocurrir.

—¿Tan importante te consideras como para no arriesgar la vida en una batalla? —inquirió el dragón, con un deje de reprobación en su voz cavernosa.

—Ése es un motivo —dijo Caledor.

—¿Y el otro? —preguntó Maedrethnir.

—Que no tengo ningún deseo de morir —confesó el Rey Fénix—. No sin una razón de peso.

El dragón vibró con sus carcajadas y emprendió el vuelo, elevando a Caledor hasta una posición desde donde podía observar el avance de los druchii y de sus seguidores. La última de las pequeñas embarcaciones ya se alejaba, y los últimos soldados estaban siendo trasladados en botes a las naves de guerra. No había ninguna duda de que ya estarían embarcados cuando los druchii alcanzaran la orilla, pero el Mar Interior no era obstáculo para el Rey Brujo y su montura. Todavía podían infligirles mucho daño.

No obstante, mientras contemplaba al ejército enemigo, Caledor se dio cuenta de que sus preocupaciones eran infundadas. Malekith permanecía en la retaguardia; la figura oscura de su dragón se cernía sobre la masa de soldados de infantería que avanzaba por la playa, recelosos de los lanzavirotes.

—No soy el único que no desea morir —observó Caledor.

* * *

El intento de asesinato y la posterior retirada del ejército minó la confianza de los príncipes, y Caledor tuvo que trabajar a destajo para mantenerlos comprometidos con su estrategia. La pérdida de Koradrel también supuso un golpe duro, en este caso, personal, para el Rey Fénix. En lo que llevaban de guerra, los druchii le habían arrebatado un hermano y dos primos, así como un buen número de parientes lejanos de Caledor y de otros reinos. Se celebraron unas exequias por el príncipe craciano, y su cuerpo fue sepultado en el mausoleo de Lothern provisionalmente, hasta que se restableciera la seguridad en Cracia.

No había un claro sucesor para blandir A chillar, y Caledor temió que una lucha interna por el poder en Cracia añadiera más confusión a la situación. De modo que recibió con cierta sorpresa la visita de los tres pretendientes más poderosos, todos ellos primos lejanos del Rey Fénix, con un acuerdo firmado por los tres y por la mayoría de los nobles de Cracia en el que proponían que Caledor, en ausencia de un candidato claro, asumiera el título de regente. El Rey Fénix aceptó, como era de prever, y casi de inmediato eligió a Thuriantis, el mayor de sus primos, como su representante en Tor Achare.

—Si fuéramos todos igual de pragmáticos… —comentó Thyriol cuando Caledor le contó su reunión con los nobles cracianos en la siguiente reunión del consejo.

* * *

El ataque a Saphery sólo fue el primero de una serie de incidentes similares que tuvieron lugar durante los siguientes años. Los viajes que Caledor realizaba entre los reinos eran objeto de emboscadas, y el rey sufrió varios intentos más de envenenamiento. A pesar de las precauciones, la astucia de los asesinos khainitas, sumada a la determinación de Malekith por ver muerto a su rival, obligaban al Rey Fénix a convivir con el peligro permanente. Las sectas, aunque habían perdido bastante de su pujanza y de su poder, todavía contaban con agentes y redes clandestinas, y Caledor sólo se sentía realmente seguro sobre el lomo de Maedrethnir o durante sus inusuales visitas a Tor Caled.

Quizá otro líder se habría dejado intimidar por la amenaza persistente hasta caer presa de la paranoia. Caledor, sin embargo, se negaba a permitir que el enemigo dictara sus movimientos y sus acciones, y aunque se mantenía alerta a un posible atentado contra su vida, no estaba dispuesto a esconderse ni a ceder el mando directo de su ejército a otro general.

Sobre Caledor no se cernía únicamente el peligro de un ataque físico. Durante todo un invierno vivió acosado por pesadillas y dolores de cabeza. Temiendo que fueran obra de la brujería, convocó a Thyriol, quien confirmó que estaba siendo víctima de una maldición. El mago elaboró una serie de conjuros para contrarrestar el encantamiento y llevó talismanes que se guardaban en los sótanos de Saphethion para proteger a Caledor contra aquellos maleficios.

También hubo otros intentos menos sutiles de emplear la magia contra el Rey Fénix. Durante una travesía entre Ellyrion y Saphery, una tormenta devastadora envolvió la nave de Caledor. El cielo rugía teñido de negro, y los relámpagos resquebrajaban la oscuridad. El Mar Interior se agitaba con furia; olas altas como casas se estrellaban contra la proa del barco halcón, que cabeceaba zarandeado por los vientos aulladores. Docenas de elfos que pertenecían a la tripulación desaparecieron arrastrados por las olas, pero los timoneles se ataron a los timones, con el capitán también amarrado al lado manejándoles las manos.

La tormenta se prolongó durante lo que pareció varios días, haciendo crujir el mástil y arrancando tablones de la cubierta. Los marineros trabajaban a destajo, extirpando los elementos rotos y tapando los agujeros que aparecían en el casco; el barco apenas se mantenía en condiciones de navegar. Al fin, con su ira consumida, la tormenta amainó, y la nave arribó renqueante a Lothern. La tripulación achicó noche y día para evitar que el barco se hundiera, e incluso Caledor participó en los turnos de trabajo, utilizando el legendario yelmo de batalla del Rey Fénix como balde.

Cada encontronazo con la muerte sólo servía para alimentar la determinación de Caledor. Se hizo de dominio público que cuando el rey se irritaba, se rascaba la cicatriz que le había dejado la daga del asesino, y todo el mundo sabía que en ese momento debía desistir de continuar la discusión con su monarca. A veces, en los días más calurosos del verano Caledor sufría accesos febriles, pues los efectos del veneno no habían sido eliminados por completo.

A pesar de estas frecuentes causas de distracción, el Rey Fénix no perdía detalle del transcurso de la guerra. Todo ardid o artimaña, todo amago o reacción de Malekith se saldaba con un fracaso. Más de diez años después del primer ataque del Rey Brujo, la victoria no estaba más cercana para ninguno de los contendientes.

Esos años habían visto cómo la suerte de Malekith y de Caledor habían sufrido numerosos altibajos, pero, tal como el Rey Fénix había previsto, cuanto más se alargaba la guerra, más perjudicaba a los druchii. El enemigo carecía de los efectivos necesarios para mantener los territorios que conquistaba, y en Nagarythe, la guerra que Alith de Anar llevaba a cabo amparado en las sombras minaba poco a poco las fuerzas naggarothi. Tiranoc se convirtió en el campo de batalla favorito de los dos bandos; una región muy disputada que hacía de barrera entre Nagarythe y Caledor. Sin prisa pero sin pausa, las campañas extremadamente cautas del ejército del Rey Fénix obligaban a retroceder a las fuerzas druchii. El Paso del Águila fue recuperado, y las torres de vigilancia construidas por los druchii fueron guarnecidas con tropas leales a Caledor. El Paso del Grifo cayó del lado del Rey Fénix al año siguiente, y el Paso del Unicornio un año después.

Caledor también arriesgó más de lo debido para apoderarse del Paso del Dragón, y una contraofensiva veloz e implacable emprendida por Malekith estuvo a punto de cazar al ejército del Rey Fénix, que atravesó medio reino de Avelorn perseguido por los druchii, hasta que el Rey Brujo decidió detenerse, temeroso de que estuvieran alejándolo de Nagarythe como parte de una estrategia de mayores proporciones.

Cuando se cumplieron cinco lustros de su reinado, y tras dos décadas de guerra, Caledor convocó de nuevo su Consejo en la Isla de la Llama. Los príncipes rezumaban aprensión cuando el Rey Fénix compareció en el templo; ya hacía varios años desde que los había reunido por última vez entre aquellas paredes.

—Estamos ganando la guerra —declaró el Rey Fénix, sentándose en su trono; si bien, la expresión de su rostro denotaba más preocupación que alegría.

Los miembros del Consejo intercambiaron miradas de confusión, sin entender muy bien qué quería decir el rey.

—Nuestros ejércitos han ganado experiencia y nuestras tácticas han demostrado su eficacia. Los druchii están inquietos; sólo actúan movidos por el terror que les infunden sus gobernantes. Es el momento de atacar.

—¿Marchar sobre Anlec? —preguntó Dorien, sin molestarse en disimular su alborozo.

—Marchar sobre Anlec —aseveró Caledor.

* * *

El plan de Caledor era bien simple, tal como a él le gustaba. A finales de la primavera lanzó otro ataque en Tiranoc para tratar de arrebatar Tor Anroc a los druchii. En esta ocasión no se quedó en la ciudad, sino que se dirigió hacia el norte, arrastrando a los druchii desplegados frente a él. En pleno verano llegó al Naganar, el río de aguas turbulentas que separaba Tiranoc de Nagarythe. Allí hizo ver con gran pompa que su ejército establecía un campamento, y estuvo yendo al este y al oeste como buscando un lugar idóneo para vadear el río. En el margen opuesto, los naggarothi seguían sus movimientos, listos para responder a cualquier tentativa enemiga de cruzar a la otra orilla.

Las maniobras, sin embargo, no eran más que un subterfugio. Como los druchii se habían retirado, Caledor envió una parte de su ejército al este, y reemplazó a los soldados del campamento por reclutas novatos, y, incluso, elfos demasiado jóvenes o mayores para luchar se enfundaron una armadura falsa y recibieron lanzas fabricadas apresuradamente. Dorien asumió el mando de estas tropas —desde cualquier distancia, dos jinetes con armaduras de oro a lomos de un dragón rojo eran indistinguibles—, y Caledor atravesó en secreto las montañas a lomos de un dragón. La jugada era arriesgadísima, la única por la que Caledor había apostado jamás. Si Malekith se apercibía de que era una artimaña, podía cruzar el Naganar y aplastar el falso ejército, y luego continuar hacia el sur y entrar en Caledor.

El contingente de verdad se había congregado en el norte de Filyrion; hasta el último soldado y caballero de todos y cada uno de los reinos aliados marchó por tierra y por mar hasta la frontera con Avelorn y se reunieron bajo sus respectivos estandartes. Lanceros y arqueros, los Yelmos Plateados al lado de los Guardianes de Ellyrion, magos y príncipes, la Guardia del Fénix de Asuryan llegada de la Isla de la Llama, y los Leones Blancos a la cabeza de las huestes de Cracia. El espectáculo del ejército congregado llenó a Caledor de inquietud. Todas sus fuerzas se hallaban allí, suficientes, según sus cálculos, para pillar desprevenido al Rey Brujo y destruir su ejército. Sin embargo, si se equivocaba, Ulthuan ya no tendría a nadie que la defendiera.

Si salía victorioso de la batalla, el camino hasta Anlec estaría despejado. Si había errado en sus cálculos, por el contrario, no quedaría ninguna fuerza en Ulthuan que pudiera detener al Rey Brujo. Por primera vez desde que había atravesado las llamas sagradas, el Rey Fénix dedicó una plegaria a Asuryan. Cuando la finalizó, dio la señal al ejército para que emprendiera la marcha hacia el norte, rumbo al Paso del Fénix. Caledor deseó con todas sus fuerzas que el nombre fuera un buen augurio.

Para bien o para mal, ésta sería la última batalla de la guerra.

—Dejarás Anlec desguarnecida. —Las protestas estridentes de Morathi crispaban los nervios de Malekith—. ¡Un ejército acampa frente a nuestra frontera y tú ordenas al ejército que no intervenga!

—Es una treta —respondió Malekith.

El Rey Brujo sacudió una mano y una imagen resplandeciente del norte de Ulthuan apareció en el aire delante de su imponente trono. Era más que un mapa, era una fotografía de la región en la que cada río estaba representado por una línea refulgente, y cada carretera y campo, granja y zanja, estaba recreado hasta el más mínimo detalle.

—Si Imrik pretendiera atacar, no se habría detenido en el Naganar, sino que habría vadeado inmediatamente el río aprovechando la debilidad de nuestras defensas —explicó Malekith.

—¿Por qué estás tan seguro de que atacará por el este? —preguntó Morathi, clavando un dedo en la imagen de Nagarythe suspendida en el aire—. ¿Por qué por el Paso del Fénix?

—Qué poca memoria, madre —repuso Malekith en un tono calmado—. ¿Ya no recuerdas cuando yo recuperé Anlec?

Una maldición escupida fue su única respuesta.

—Entonces te equivocaste, y yo gané —dijo Malekith, regocijándose en la expresión de indignación de su madre. Aunque su alegría se desvaneció mientras reflexionaba sobre la imprudencia de Imrik—. El advenedizo se piensa que puede engañarme valiéndose de la estrategia que yo diseñé. No, eso no va a ocurrir. Le recordaré su locura cuando lo tenga suplicándome perdón.

—Entonces, ¿qué piensas hacer? —Morathi observaba ceñuda la imagen levemente oscilante—. Trae de vuelta a Anlec el ejército; sería la decisión más acertada.

—¿Te lo recuerdo otra vez? A ti te funcionó a las mil maravillas, ¿verdad? —dijo riendo el Rey Brujo.

—La renegada Casa de Anar fue la única responsable de que me arrebataras Anlec —espetó Morathi.

—¿Quién puede afirmar que eso no volverá a suceder? —apuntó Malekith. Su voz se tomó áspera para añadir—: ¿Acaso no es mi corona la que se ciñe Alith de Anar, robada de este palacio ante tus propios ojos? Tus sectarios son unos inútiles como guerreros, y peores aún como guardianes.

Morathi se alejó hecha una furia, con la melena y el vestido inflándose como una nube de tormenta a su espalda.

—Aquí —musitó Malekith para sí mismo, señalando una silueta envuelta en llamas en un tramo de tierra yerma que se extendía entre Anlec y el Paso del Fénix. Era perfecto. Al norte estaban las marismas, mientras que todo ejército que tratara de huir por el sur se toparía con las aguas gélidas del río Lianarrin—. Aquí estaré esperándote, Imrik. En Maledor.