DIECIOCHO
El resurgimiento del Fénix
Las llanuras que se extendían más allá de las murallas de Anlec seguían cubiertas por una dura alfombra de escarcha. El aire se había convertido en una vasta nube de vapor alimentada por la respiración de miles de guerreros, cuyas armaduras oscuras destacaban en el suelo blanco mientras esperaban, distribuidos en un número infinito de filas, las instrucciones de su rey. Malekith contemplaba su ejército desde la torre oriental de la entrada, sepultado por la sombra de Sulekh, la dragona del Rey Brujo. El monstruo de escamas negras permanecía posado en la torre de entrada, con las alas parcialmente desplegadas; su piel exhibía las marcas y las cicatrices de las numerosas batallas que había librado con sus hermanos de nidada. Nadie había sido capaz de domesticarla hasta que lo hizo Malekith, y una vez sometida a la voluntad del Rey Brujo, la dragona negra se había convertido tanto en su montura como en su guardaespaldas.
El repiqueteo de tacones en los escalones de piedra de la torre de entrada anunció la llegada de Morathi. La reina hechicera apareció a trancos en el baluarte y se colocó junto a su hijo para supervisar las huestes de Anlec.
—Son un bonito regalo de coronación —dijo Malekith, observando con sus ojos abrasadores las nutridas compañías que formaban a sus pies—. Tomaste una decisión acertada reservándolas para mí.
—Sabía que algún día volverías con nosotros —respondió Morathi—. Lo único que falta es que emplees tu regalo para apoderarte del trono de Ulthuan.
—Pasaremos revista a las tropas —anunció el Rey Brujo.
Malekith extendió el brazo derecho y las llamas que fluctuaban por su armadura se extinguieron despidiendo volutas de humo. Morathi posó la mano en el brazo tendido de su hijo, y juntos descendieron de la torre y enfilaron hacia el exterior de la ciudad.
—Ya conoces a Hellebron —dijo Morathi, sacudiendo la mano hacia la suma sacerdotisa khainita, que llevaba el pelo decolorado y de punta y el rostro sepultado bajo una careta de sangre seca.
—¡Viva el Rey Brujo, hijo de Khaine! —exclamó con voz estridente la sacerdotisa, enarbolando sus dagas gemelas por encima de la cabeza.
Los khainitas prorrumpieron en una oleada de ululatos de alabanza al rey, lanzando aullidos y gritos mientras agitaban sus armas.
El Rey Brujo y la hechicera dejaron atrás a los sectarios aulladores y llegaron hasta un grupo formado por una docena de príncipes y oficiales del ejército que aguardaban su llegada, y cuyas compañías de lanceros y de ballesteros dotados de armas de repetición formaban impertérritos mientras el viento peinaba la llanura desprotegida. Las cuadrillas de un centenar de lanzavirotes permanecían firmes junto a sus máquinas, flanqueados por cinco mil caballeros enfundados en pesadas armaduras y montados a lomos de corceles negros.
—La hueste de Anlec —dijo Morathi.
Malekith asintió y bramó una orden, y los miles de guerreros naggarothi chocaron sus lanzas y sus espadas con los escudos y patearon el suelo.
—¡Viva el Rey Brujo! —rugieron al unísono, enarbolando sus armas a modo de saludo.
Un poco más al norte se hallaban los rediles de las bestias, donde los dragones negros haraganeaban envueltos por una niebla de gas nocivo. Las mantícoras daban vueltas por sus jaulas de hierro y gruñían con frustración. Los grifos y las hidras tensaban sus cadenas, y sus rugidos y sus bufidos cesaron en cuanto el Rey Brujo se acercó a ellos. Incluso las mantícoras parecieron intimidadas por la presencia de Malekith, y se sentaron sobre las ancas con deferencia mientras retumbaban los gemidos de sumisión en sus jaulas.
También allí había guerreros; en este caso exploradores con sucintas armaduras y caballeros sin sus monturas que exhibían largas cotas de malla y yelmos con largas crestas. Los sacerdotes de Morathi, una docena, se arrodillaron cuando Malekith se les aproximó, y asesinos con las marcas y los tatuajes característicos de Khaine se inclinaron humildemente ante el Rey Brujo, presentando sus dagas de cristal negro con los filos envenenados como muestra de obediencia.
—¿Qué plan tienes? —preguntó Morathi mientras madre e hijo enfilaban de regreso hacia la puerta de la ciudad.
—Hay que tomar Cracia —anunció el Rey Brujo—. Tenemos que apoderarnos de Tor Achare si queremos llevar a cabo una campaña contra el resto de los reinos.
—Eso nos obligará a entrar en los dominios de los Anar —señaló Morathi—. Más de un ejército no ha regresado de las montañas.
—¡Son mis dominios! —rugió Malekith, retirando el brazo que le tenía cogido su madre. Las llamas prendieron por toda su armadura, ardiendo con un oscuro color azul; el interior de su yelmo resplandeció con el mismo tono azulado—. Aplastaré a los Anar como deberías haber hecho tú hace diez años.
—La conquista de las montañas es una tarea de locos —espetó Morathi—. Muchos de mis incompetentes adláteres han perdido la vida en el intento.
—No he dicho que vaya a conquistar Elanardris —apuntó Malekith—. Lo que he dicho es que aplastaría a los Anar. Las tropas en expedición a Cracia serán un objetivo muy tentador, y cuando las ataquen, los atraparé y mataré al último miembro vivo de la prole de Eoloran. Sin Alith, sus milicias de resistencia se desmoronarán.
—Durante muchos años lo dimos por muerto —dijo Morathi—. Es astuto.
—Ya lo conozco —repuso Malekith—. Lo he visto. Sólo es un crío. No conseguirá burlarse de mí.
Cruzaron la puerta mientras los oficiales daban la orden de romper filas y los soldados regresaban a sus respectivos campamentos. El enorme rastrillo descendió y las puertas se cerraron. Madre e hijo emergieron en la explanada que se extendía dentro de la ciudadela, bañada por el sol de las postrimerías del invierno.
—Has dicho que vas a conquistar Tor Archare —apuntó Morathi.
—Con Tiranoc y Cracia bajo mi control, Ellyrion no tardará en sucumbir. Avelorn se ha quedado sin fuerzas, y me haré con él cuando me apetezca. Cothique está devastada, y Saphery será mi siguiente objetivo. Thyriol no es rival para ninguno de nosotros, y juntos podemos destruir a su pandilla de magos y, de ese modo, privar a Caledor de sus encantamientos.
—Pareces tenerlo todo muy pensado —señaló Morathi, mientras cruzaban la plaza en dirección a la vía que conducía al palacio de Aenarion.
—He dispuesto de mucho tiempo para meditar mis planes —respondió el Rey Brujo—. Cuando el dolor me lo permitía, pensaba en todo lo que haría en el futuro. Aislaré a Imrik; le arrebataré todo lo que pueda concederle ventaja y los aliados, y cuando se quede solo, le ofreceré la oportunidad de abdicar el trono de Ulthuan.
—Nunca aceptará —dijo Morathi—. Es demasiado terco para reconocer una derrota.
—No quiero que acepte —replicó Malekith. Extendió una mano envuelta en llamas—. Cuando se niegue, lo agarraré del cuello y arderá. No conocerá ni una centésima parte del dolor que yo he sufrido, pero seguirá siendo una muerte dolorosa. Exterminaré a su pueblo y me apoderaré de Tor Caled. Los dragones serán domados para sumarios a nuestra causa, y cuando todo esto se haya cumplido, cuando Imrik sepa que yo soy el señor de los elfos, haré que las llamas lo consuman hasta matarlo.
Malekith sintió un escalofrío de placer mientras fantaseaba con el glorioso momento. Ya había soñado con su coronación. Podía sentir la carne del usurpador chamuscándose entre sus dedos y oír sus gritos ahogados suplicando clemencia. Malekith conocía perfectamente el hedor que desprendía la carne carbonizada, pero el olor que despediría Imrik achicharrándose sería más agradable que el del incienso más delicado de Cothique. La piel del caledoriano se llenaría de ampollas, y sus ojos se derretirían; le reventarían los músculos, y sus huesos quedarían reducidos a ceniza.
—Ya lo tengo calado —dijo el Rey Brujo, haciendo un esfuerzo para regresar de su ensoñación—. Mi incursión en Ellyrion ha demostrado que como general soy superior. No tiene término medio; pasa de la defensa más precavida al ataque más temerario. Nunca ha estado a mi nivel.
—Sin embargo, te derrotó en Ellyrion —recordó Morathi, lanzando una mirada hacia el rostro oculto de su hijo.
—Mi intención no era derrotarle —replicó Malekith, manteniendo la calma pese al tono acusador de su madre—. Los reclutas tiranocii nunca serán un ejército a mi altura. Y le enseñé una lección a Imrik; una lección no le permitirá estar tranquilo cuando decida atacar de nuevo a mi ejército. Utilizaré esa inseguridad en mi provecho cuando lance una ofensiva para apoderarme de Tor Achare.
—¿Y qué pasa con Tiranoc? —preguntó Morathi.
Habían llegado a la plaza que se extendía delante del palacio. Sulekh sobrevoló la ciudad y su sombra descomunal sumió en penumbra la plaza cuando surcó el cielo sobre sus cabezas y se posó, triturando piedras y tejas con las garras para acomodarse, en lo alto de una de las vetustas torres del palacio, donde disfrutaba de una posición privilegiada. Malekith levantó la vista hacia la dragona, complacido con su conducta, tan leal y sumisa como un perro de caza.
—¿Tiranoc? —dijo el Rey Brujo, volviendo sobre la pregunta de su madre—. No corre peligro. Imrik no se atreve a lanzar una ofensiva con el resto de los reinos hostigados por nuestros ataques. Tendrá que defender Cracia; de lo contrario perdería el apoyo de sus aliados, Ése es su punto débil: le preocupa demasiado lo que piensen sus súbditos.
—Tú no tienes ese problema —dijo Morathi mientras ambos subían por la escalinata que conducía a las puertas del palacio—. Nuestro pueblo te adora.
—Que me odien si quieren; me trae sin cuidado su opinión —replicó Malekith—. Siempre y cuando me teman.
* * *
Pese a su resistencia a separarse de su ejército, Caledor se vio obligado a convocar un nuevo consejo en la Isla de la Llama para discutir el asunto del regreso de Malekith. Para el Rey Fénix, lo único que había cambiado era la calidad del oponente. Como regente de Nagarythe, Morathi había sido propensa a actuar guiada por el rencor, y no era una líder militar nata. Malekith, en cambio, era un rival infinitamente más preocupante. Después de todo, no había sido una cuestión de buena suerte que él solo hubiera conquistado buena parte de Ekhin Arvan.
Caledor dejó a Maedrethnir en Tor Elyr para que se recuperara de sus heridas y realizó el viaje en compañía de Finudel y de Athielle, mientras que Dorien se quedaba como general al mando del ejército conjunto de Caledor y Ellyrion.
El rey y los príncipes se embarcaron rumbo al Templo de Asuryan, y allí se reunieron con las delegaciones del resto de los reinos, congregadas apresuradamente para la asamblea.
El primer día del consejo puso a prueba la paciencia del Rey Fénix, pues todos los príncipes ofrecieron su propia teoría de cómo había sido posible que Malekith hubiera sobrevivido a la llama sagrada. Algunos cuestionaron la veracidad de la información, pero Athielle convenció a los incrédulos de la confianza que merecía Alith de Anar en ese asunto. La princesa de Ellyrion había estado de un humor apagado y triste desde que se había enterado de la aparente resurrección del Rey Sombrío. Caledor pronto dio por concluida la sesión de aquel día, consciente de que no se sacaría nada provechoso del consejo hasta que los príncipes se recuperaran del impacto que había supuesto la revelación del regreso de Malekith.
Caledor se sintió mejor el segundo día, pues el consejo parecía resuelto a discutir sus propias tribulaciones presentes y de qué modo éstas afectaban a las promesas que habían hecho en el consejo anterior. El Rey Fénix detectó que la opinión de dar marcha atrás en el plan que se había acordado no era nada minoritaria, y fue presentada una propuesta para debatir una nueva estrategia.
Caledor se levantó de manera abrupta mientras Finudel se dirigía al consejo y salió del templo hecho una furia. Mianderin lo alcanzó en el camino de losas de mármol que conducía a los muelles donde estaba amarrada la nave del rey.
—¡Vuestra partida es precipitada! —le gritó el sacerdote, indicando al rey que se detuviera con una mano alzada.
—¡Promesas huecas! —espetó el Rey Fénix, volviéndose hacia el sumo sacerdote de Asuryan mientras recorría apresuradamente el pálido paso elevado, con la túnica agitándose a su espalda—. Se hicieron unas promesas y ahora discuten de la manera más elocuente sobre cómo incumplirlas.
—Tienen miedo —dijo Mianderin.
—¿De qué? —inquirió Caledor.
—De Malekith —respondió el sacerdote.
El Rey Fénix se quedó sin palabras. Mianderin interpretó como ira la confusión que le había hecho arrugar el ceño.
—No seáis duro con ellos —suplicó el sacerdote, cogiendo al Rey Fénix del brazo para, conducirlo hasta un banco semicircular que había en el césped inmaculado que se extendía junto al camino—. Algunos de ellos vieron a Malekith salir de las llamas, y aunque no sea ya por esa extraordinaria demostración de supervivencia, no podemos obviar su reputación.
—Yo también lo temo —confesó Caledor, recogiéndose a un lado la capa de plumas para sentarse—. Por eso debemos permanecer unidos y atacar primero.
—Vuestros miedos os hacen pasar a la acción —dijo Mianderin, sentándose junto al Rey Fénix y apoyando cuidadosamente las manos sobre el regazo—. A ellos sus miedos los vuelven cautos. Una cosa que creyeron cierta de pronto se ha revelado falsa, y ahora todas sus dudas se han magnificado.
Caledor se acarició la barbilla mientras meditaba las palabras del sacerdote. No se le había pasado por la cabeza que los demás príncipes pudieran reaccionar así.
—Debéis disipar sus miedos y despejar sus dudas —apuntó Mianderin—. Os seguirán, ya lo han demostrado, pero no podéis arrastrarlos con vos.
—Mientras nosotros discutimos, los druchii podrían emprender una campaña —dijo Caledor—. No tenemos tiempo para enzarzarnos en un debate interminable.
—Así les demostráis vuestros miedos. —Mianderin se volvió hacia el templo—. No podéis acosar a los príncipes. Malekith se dio cuenta de ello. Es igual lo débiles que creáis que son, siguen siendo príncipes de Ulthuan y tienen su orgullo.
—Tienen vanidad.
—Tal vez, pero no más que vos mismo —replicó el sumo sacerdote—. ¿Qué otra cosa si no os llevaría a creer que os seguirían con los ojos vendados?
—La necesidad —respondió Caledor.
—Ellos tienen una visión distinta del mundo. Sólo tienen ojos para lo que podrían perder, mientras que vos veis lo que podría ganarse. Por eso os eligieron, para que les proporcionarais una altitud de miras de la que carecen.
—Yo no soy esa clase de líder —repuso Caledor—. Yo no doy discursos ni gasto saliva inútilmente.
—Y no tenéis por qué serlo —dijo Mianderin—. Pero vuestros actos pueden ser malinterpretados. ¿Qué creéis que estará pensando el Consejo ahora mismo? ¿Qué los habéis abandonado? Desconocen vuestros pensamientos.
Caledor contempló la pirámide resplandeciente del templo como si fuera una fortaleza que tuviera que asediar, con el corazón en un puño. Respiró hondo y se levantó lanzando una mirada a Mianderin.
—¿Me estáis aconsejando que les cuente lo que pienso? —inquirió el Rey Fénix.
El sacerdote hizo un gesto de asentimiento acompañado con una sonrisa alentadora.
—Eso no será un problema —afirmó Caledor.
El Rey Fénix regresó con paso firme al templo. Los miembros de la Guardia del Fénix apostados en la puerta recogieron las alabardas para permitirle la entrada. Caledor se detuvo y miró a los silenciosos guerreros.
—Llamad a vuestro capitán; tengo que hablar con él —dijo el rey. Los soldados asintieron.
Caledor se adentró en el templo y regresó a trancos a su asiento, pero permaneció en pie. La conversación de los príncipes se interrumpió, y todas las miradas convergieron en el Rey Fénix, que se quitó el yelmo alado y lo depositó en el asiento del trono; luego abrió el broche de su capa de gala y envolvió el respaldo del trono con la solemne prenda de plumas. Finalmente, encaró a los príncipes, con los brazos cruzados.
—Vuelvo a ser Imrik —declaró—. Olvidad la capa y la corona. Olvidad al Rey Fénix. Escuchad a Imrik, príncipe dragonero de Caledor, a quien todos acudisteis cuando la desesperación os atenazó.
Cruzó el templo a grandes zancadas, cargado de determinación. El repiqueteo estruendoso de los escarpes de su armadura sobre las baldosas del suelo llenaba el silencio. Se detuvo frente a la mesa a la que estaba sentado Thyriol y se inclinó con los puños apoyados en su superficie de madera.
—¿Vos me elegisteis para ser vuestro rey? —inquirió Caledor.
—Sí —respondió Thyriol, asintiendo con la cabeza.
—¿Por qué?
El mago paseó la mirada por sus pares antes de contestar.
—Porque erais el candidato más idóneo —dijo Thyriol—. Vuestra destreza como guerrero y como general, vuestra determinación y vuestros principios hacían de vos el más sobresaliente entre nosotros.
—¿Ha aparecido alguien que me supere en esas consideraciones? —Los ojos de Caledor taladraban a los del mago mientras aguardaba su respuesta.
—No —respondió Thyriol.
Caledor se enderezó y miró al resto de los príncipes.
—Si alguno de vosotros está en desacuerdo con Thyriol, si alguno de los presentes ha elegido tener dos reyes, que hable ahora.
Todos los príncipes guardaron silencio, y unos pocos se miraron. Finudel esbozó una sonrisa y asintió repetidamente con la cabeza, mientras que Koradrel alzó un puño en un gesto de respeto. El Rey Fénix regresó a su trono y se puso la capa y el yelmo de batalla antes de sentarse.
—Soy Caledor, el Rey Fénix, vuestro soberano —aseveró, incorporándose en su asiento, con los puños apoyados en los brazos del trono—. Mientras me quede un hálito de vida, nadie nos derrotará. Os lo juro.
Animado por la audaz declaración del rey, el Consejo acordó retomar las deliberaciones al día siguiente, cuando escucharían la propuesta del Rey Fénix. Los príncipes ya abandonaban la cámara principal del templo cuando entró en el santuario un guerrero de gran estatura, ataviado con una armadura resplandeciente y alabarda en mano; su capa blanca ribeteada con llamas rojas y doradas bordadas ondeaba a su espalda. Se trataba de Elentyrion, el capitán de la Guardia del Fénix.
Caledor se sentó e hizo una indicación al jefe protector del templo para que se acercara.
—Vos jurasteis proteger la llama de Asuryan —dijo el Rey Fénix—. Malekith apagará la llama si tiene la oportunidad. No tolerará que nadie más la atraviese. ¿Habéis entendido?
El capitán asintió con la cabeza sin apartar la mirada de los ojos de Caledor.
—Vuestra defensa del templo de Asuryan no puede empezar y acabar en la Isla de la Llama —continuó el Rey—. Si yo fracaso, todos fracasaremos, y Ulthuan sucumbirá, incluido este templo. Si la Guardia del Fénix quiere cumplir con su deber, habrá de luchar al lado del Rey Fénix.
El comandante en jefe de la Guardia del Fénix reflexionó unos instantes con el rostro impertérrito. Caledor interpretó el silencio del guerrero como una negativa, pero, al cabo, el capitán se postró hincando una rodilla en el suelo y depositando la alabarda a los pies del Rey Fénix. Caledor cogió el arma, ligera como una pluma, pues estaba forjada de ithilmar, y ordenó a Elentyrion que se levantara. Y, permitiéndose una breve sonrisa, entregó la alabarda al capitán. Tal vez Malekith había mantenido oculto un ejército, pero ¿cómo saldrían paradas sus huestes de un enfrentamiento contra los guerreros sagrados de Asuryan?
* * *
El consejo se reunió a primera hora del día siguiente. Caledor estaba ansioso por decir lo que había preparado antes de que los príncipes tuvieran tiempo de enredarse en sus propias discusiones. Dada la hora, Mianderin había hecho una concesión y había permitido que se introdujera comida en el interior del templo, de modo que la atmósfera que se respiraba mientras Caledor hablaba era la de un cordial desayuno.
—No debemos subestimar a Malekith —declaró el Rey Fénix—. Sin embargo, tampoco debemos sobreestimarlos a él ni a su ejército. No es la primera vez que todo parece perdido. Recordad aquellos primeros años, cuando los dragones se habían entregado al letargo y Lothern permanecía sitiada. Recordad la amenaza que se cernió sobre todos nosotros cuando las llamas arrasaron Avelorn. Recordad los horrores que asolaron Cothique cuando tuvimos que abandonarlo a su suerte. Si podemos recordar todas esas cosas, es porque sobrevivimos a ellas.
—El retorno de Malekith no tiene ni punto de comparación con nada a lo que nos hayamos enfrentado antes —señaló Carvalon. El príncipe se limpió las migas de los labios con una servilleta de seda.
—Malekith no tiene el don de la ubicuidad —replicó Caledor. Los príncipes se miraron confundidos.
—Vos tampoco —dijo Tithrain—. Ni tampoco los dragones. Tengo la impresión de que hemos regresado al punto de partida, y nos limitamos a esperar a que la espada caiga sobre nosotros para ver si podemos esquivarla.
—Eso no es cierto —aseveró Caledor—. Eso ya no funcionará. No estoy seguro de poder derrotar a Malekith.
Los príncipes recibieron con consternación las palabras de su rey. Caledor alzó una mano para apaciguarlos, pero las protestas continuaron.
—Ayer mismo nos prometisteis la victoria —dijo Athielle—. Y ahora nos decís que podríamos perder la guerra.
—Yo no he dicho eso. —El Rey Fénix se levantó de su trono y empezó a deambular por el templo, mirando uno a uno a los príncipes mientras decía—: No tenemos por qué derrotar a Malekith. A quienes debemos derrotar es a los druchii. Arrebatadle su ejército y no será más que un guerrero solitario; extraordinario, sí, y también dotado con los poderes de la brujería, pero no dejará de ser un elfo solo.
—No fue eso lo que vi en las llanuras ellyrianas —dijo Finudel—. Va montado sobre el dragón más grande que he visto jamás, y después de todo lo que ha soportado, empiezo a dudar de que sea mortal.
—Pondremos a prueba su inmortalidad —declaró Caledor—. No podrá derrotar a un enemigo que no se enfrente a él.
—Ya dijisteis eso antes, y Avelorn estuvo a punto de ser arrasado —dijo Athielle—. ¿Y qué me decís de Cothique?
—La guerra será dura, pero no puede prolongarse eternamente —afirmó Caledor, cuya confianza en sí mismo crecía a medida que hablaba—. Avelorn no fue arrasado. Cothique fue herido, pero sobrevive. Ulthuan es más fuerte que Nagarythe. Somos más fuertes que Morathi y que Malekith. Su codicia y su ira nos dominan. Nuestro sentido del deber y nuestra lealtad deben ser igual de fuertes.
—¿Qué proponéis? —preguntó Thyriol, que había estado muy ocupado dando cuenta de su desayuno mientras los demás hablaban y todavía no se había pronunciado. Apartó el plato delante de él y apoyó las manos en la mesa—. ¿Cómo pretendéis aislar a Malekith?
—Hay que oponerle resistencia allí donde acometa un avance, pero no debemos arriesgarnos a vernos comprometidos en una batalla abierta —respondió Caledor, sin interrumpir su paseo errante por el templo—. Cuando los druchii lancen una ofensiva en un lugar, nosotros atacaremos en otro. Los Anar ya habían dado con la táctica. No podemos correr el riesgo de que la guerra se decida en una sola batalla. Malekith no nos concederá una segunda oportunidad.
—Cracia se llevará la peor parte —protestó Koradrel. Con los hombros cubiertos bajo su caja de león blanco, el príncipe de Cracia hizo empequeñecer al resto de los presentes cuando se puso en pie. Miró a Finudel y a Athielle—. Y también Ellyrion. En Cracia somos expertos cazadores. El enemigo no conseguirá romper el bloqueo de los pasos sin sufrir cuantiosas bajas.
—Los ellyrianos no estamos tan versados en la lucha en las montañas —apuntó Finudel—. Sin embargo, podemos combatir en una guerra itinerante al mismo nivel que los cazadores cracianos. No seremos una presa fácil para Malekith.
—Y yo proporcionaré al enemigo otro problema —dijo Caledor—. Mi intención de recuperar Tiranoc se mantiene vigente. Reuniré un ejército en Caledor y emprenderé una campaña hacia el norte para apoderarme de Tor Anroc.
—No penséis que no os llevará tiempo conseguirlo —le advirtió Thyriol—. El plan que habéis expuesto tardará años en concretarse.
—Aenarion no exterminó a los demonios en un día —dijo Carvalon con una carcajada.
—Aenarion no exterminó a los demonios —corrigió Caledor al príncipe, sentándose en su trono—. Lo hizo mi abuelo.
—Y vuestro nombre acompañará al suyo en nuestros libros de historia —dijo Tithrain, que se puso en pie y alzó una copa de zumo de frutas—. Es demasiado pronto para el vino, pero brindo por vos con lo que tengo. Cothique ha sufrido los estragos de la guerra, pero lucharemos a vuestro lado.
El resto de los príncipes también se levantaron y mostraron su acuerdo con Tithrain. Con el rabillo del ojo, Caledor atisbó a Mianderin junto a la puerta de la cámara secundaria. El sumo sacerdote asentía con fruición, con una sonrisa de satisfacción en los labios.
* * *
La lluvia tabaleaba sobre las escamas de Sulekh y ascendía convertida en espirales de vapor allí donde impactaba con la armadura del Rey Brujo. Los ríos se precipitaban turbulentamente por las faldas de la montaña, desbordados por el diluvio primaveral. Las nubes bajas se ceñían a los picos como un sudario, envolviendo el paso en una densa neblina. El ejército de Malekith descendía por la ladera sembrada de rocas y de árboles caídos, formando una serpenteante columna negra que desaparecía engullida por la niebla gris.
El Rey Brujo cerró los ojos y percibió los efervescentes vientos mágicos que fluían por los Annulii. Con la corona ceñida a la cabeza podía ver hasta la voluta más tenue, hasta el más leve flujo y reflujo de energía mística. Buscó a su alrededor las turbulencias veladas para los ojos normales, intentando hallar el remolino fluctuante de las cosas vivas. Águilas gigantes anidaban en lo alto de las cumbres; cabras monteses ascendían dando brincos por las laderas, formando nutridos rebaños, dándose un festín con la hierba que había dejado al descubierto el reciente deshielo; un oso emergió amblando de su cueva en busca de comida; los árboles eran delicados atisbos de vida que hundían sus raíces en las profundidades del suelo.
Pero había algo más.
Más allá de la entrada inferior del paso, Malekith detectó el resplandor de una hoguera que atraía la magia de las llamas. Un campamento. Varios campamentos. Alrededor de los asentamientos divisó el centelleo plateado de espíritus de elfos. Se volvió al grupo de mensajeros sentados a horcajadas sobre sus caballos negros a escasa distancia de Sulekh, y sus monturas guarnecidas con anteojeras temblaron del miedo.
—Alertad a la vanguardia —ordenó Malekith—. Hay cracianos en la vertiente norte, allí donde un puente cruza el río. Podría tratarse de una emboscada.
Uno de los jinetes asintió con la cabeza y salió disparado ladera abajo, con su montura galopando con brío, agradecida por alejarse de la presencia del Rey Brujo y de su dragona.
Malekith se lo tomó casi como un insulto. ¿En tan baja estima lo tenía Caledor como para pensar que el Rey Brujo podía caer en una trampa tan simple? La armadura de Malekith crepitó cuando se dio la vuelta y dirigió su mirada sobrenatural hacia el este, por donde su ejército seguía afanado en cruzar la última pendiente de la montaña. Ya sería mediodía cuando todas sus fuerzas se hubieran congregado en el valle, pero daba igual, no tenía prisa. Realmente quería que su enemigo se enterara de su ubicación.
Malekith levantó la mirada y la lluvia le aporreó la visera del yelmo. Las gotitas de agua bailaban y chisporroteaban sobre su armadura candente. Intentó recordar la última vez que había bebido agua. Pero fue incapaz. Los fuegos que ardían en su interior le habían dejado con una sed voraz que no podía saciar. Lo mismo le ocurría con la comida. Ningún alimento había traspasado sus labios desde que lo habían confinado en su panoplia. La brujería sólo lo mantenía vivo; la magia alimentada por los sacrificios fluía por el interior de las placas de su piel artificial. En cierto sentido era triste; en otro, liberador. No podía saborear nada más que la ceniza de su propia devastación, pero era capaz de evocar vagamente el dulzor de la miel y la riqueza de emboques del vino.
Placeres sencillos de los que le había privado una caterva de cobardes y traidores. Los sacerdotes de Asuryan, dominados por los celos, habían maldecido las llamas para que no lo aceptaran. Sin embargo, su acto de traición no había prosperado, y él había emergido del fuego con la bendición del señor de los dioses. Ahora él, el Rey Brujo, los arrojaría a las llamas que habían corrompido con sus subterfugios y les haría saber qué se sentía cuando uno se sometía al juicio de su dios.
El suelo tembló. Malekith lo notó por la fluctuación en los vientos mágicos; una turbulencia que fluyó hacia el sur por el Vórtice. Sus oídos destrozados poco distinguían en medio de la crepitación constante de las llamas, pero el sentido mágico del Rey Brujo estaba mucho más agudizado. Por la ladera en la que se había montado el campamento junto al río caía una avalancha de rocas y de troncos. Oyó los gritos de los guerreros que habían cruzado a la otra orilla para atacar a los cracianos, y sintió sus cuerpos aplastados por el alud que habían provocado los moradores de las montañas. El espíritu de los elfos que perecían destellaba fugazmente; una chispa de tinieblas que era devorada por las permanentes oleadas de magia.
Se oyeron más gritos y bullicio de batalla. Una columna de marcha no era la formación idónea para acometer una batalla, y las tropas de vanguardia habían permitido que el enemigo las rodeara a pesar de las advertencias de Malekith. Con un rugido, tiró de las riendas de Sulekh, y la bestia monstruosa emprendió el vuelo y se lanzó por la pared del valle envuelta por un remolino de nubes.
Cerca de la parte inferior del paso, Malekith divisó varios centenares de cracianos luchando con sus guerreros. También vio el montón de escombros que bloqueaba el puente que su fuerza de vanguardia había cruzado, anulando así cualquier posibilidad de refuerzos. Otros guerreros naggarothi gritaban que se adelantaran elfos armados de hachas y de barras para desmantelar el obstáculo.
—¡Echaos atrás! —bramó Malekith mientras Sulekh se posaba en la orilla opuesta del río, hundiendo sus garras en el barro blando del margen.
El Rey Brujo esperó a que sus soldados se alejaran apresuradamente del puente, y cuando estuvo despejado, extendió una mano para atraer los hilos de magia que se extendían de manera invisible por el valle y los apretujó para convertirlos en energía pura con su fuerza de voluntad. Malekith sintió en su mente la presencia glacial de la corona mientras moldeaba la magia y le daba la forma de un rayo, que salió disparado de su puño e hizo trizas las rocas y destrozó los troncos. Fragmentos de piedras y astillas saltaron por los aires, estriando la neblina antes de zambullirse en el agua espumosa del río.
—¿Es seguro? —gritó uno de los capitanes. La explosión también había causado desperfectos en el puente, y medio tramo de la pared de piedra de un lado se había derrumbado.
—Eso no es problema mío —respondió Malekith—. ¡Seguidme!
Sulekh se adentró dando saltitos en el puente y, con una solitaria batida de alas, se elevó para llevar a Malekith hasta la ladera donde sus soldados se hallaban asediados por los cracianos, que blandían hachas y lanzas. Algunos lucían, empapadas por la lluvia, las preciadas pieles del león blanco por el que era célebre su reino.
En cuanto vieron que Malekith se acercaba, los cracianos interrumpieron sus hostilidades y se dispersaron precipitadamente en dirección al bosque. Sin embargo, no todos alcanzaron la arboleda. Malekith desenfundó su espada, Avanuir, y arrojó una ráfaga de furiosos proyectiles azules contra los guerreros que corrían en retirada, y cada explosión acabó con un puñado de cracianos. El Rey Brujo acumuló otra carga de magia y, con un grito, la arrojó en forma de poderosa ola. Allí donde el flujo de energía impactó, los árboles estallaron envueltos en llamas negras, y el fuego se propagó rápidamente por la pendiente, devorando más cazadores cracianos. La savia explotó, y las hojas quedaron reducidas a ceniza mientras la marea de fuego continuaba su recorrido por la falda de la montaña y engullía las tiendas y los carros de los campamentos cracianos.
Mantener el fuego mágico absorbía toda la concentración de Malekith; según sacudía de atrás hacia delante la mano metalizada, las llamas se expandían más y más lejos y, en su travesía por la ladera de la montaña, el calor que desprendían disipaba la neblina. El flujo de energía oscura que se deslizaba por su cuerpo resonó con las runas de su armadura, prendió fuego a sus malogradas terminaciones nerviosas y arrojaron un escalofrío por las placas metálicas que Malekith sentía como si fueran su propia piel.
El Rey Brujo apretó los dientes y detuvo el flujo de magia negra cuando él mismo estaba ya al borde de la intoxicación. Las llamas místicas fluctuaron y, al cabo, se extinguieron, dejando al descubierto una alfombra de tocones y de huesos carbonizados extendida sobre la montaña. Un traqueteo de armaduras atrajo la atención de Malekith; se volvió hacia el ruido y vio que un escuadrón de caballeros cruzaba el puente al galope.
—Capitán, acompáñame —espetó Malekith, haciendo una seña al elfo que había estado al mando de la vanguardia.
El capitán enfiló hacia él, con la espada ensangrentada y con el peto de la armadura hendido por el hachazo de un craciano. Se postró ante su rey con una rodilla clavada en el suelo y con la mirada gacha.
—Mis disculpas, majestad —dijo el guerrero.
Malekith guio a Sulekh para que se cerniera sobre la figura trémula y con la cabeza inclinada de su capitán. La cresta en el yelmo del oficial se sacudió impelida por cada una de las espiraciones de la dragona, que despedía volutas de vapor tóxico por los orificios de su hocico. El Rey Brujo percibía el terror que destilaba el elfo por su cuerpo tembloroso.
—No vuelvas a fallarme —le advirtió Malekith. El capitán levantó los ojos, sorprendido y encantado—. ¡Continúa la marcha!
El oficial hizo una reverencia y se alejó a todo correr, temeroso de que su señor cambiara repentinamente de parecer. La verdad era que Malekith había metido al capitán en la trampa, y el soldado no tenía culpa alguna de lo ocurrido. Tal vez su madre había administrado ejecuciones inmediatas en situaciones similares, pero las decisiones que Morathi tomaba por pura maldad eran un despilfarro de vidas. El Rey Brujo tenía la medida real de sus rivales, y sabía que necesitaría hasta el último de sus soldados para apoderarse de Ulthuan.
La incertidumbre mantiene a los soldados en un estado de alerta, dijo Malekith para sus adentros. No quería convertirse en un rey predecible.
* * *
Mientras el ejército de Malekith desfilaba por los arduos pasos de entrada en Cracia, la hueste de Caledor se hallaba en disposición de emprender el descenso de las montañas del Espinazo del Dragón para introducirse en Tiranoc por el sur. La frontera estaba fuertemente fortificada; los exploradores del Rey Fénix informaron de que los druchii habían edificado una docena de baluartes desde el inicio de su ocupación. Caledor tendría que sitiarlos todos si quería avanzar hasta Tor Anroc.
Los vientos del oeste arrastraban el frescor del mar, y el sol primaveral resplandecía en el cielo mientras el ejército encabezado por Caledor abandonaba las montañas. A los pies del valle, en el tramo más angosto, se erguían dos torres gemelas separadas por una enorme puerta de hierro. Mientras sobrevolaba sus tropas a lomos de su dragón, el Rey Fénix divisó otro puñado de defensas levantadas sobre las faldas de las montañas. Delante de la puerta se habían instalado baterías de lanzavirotes listos para crear un campo de exterminio.
Caledor hizo una seña a Dorien para que lo siguiera y ordenó a Maedrethnir que se posara sobre un ramal rocoso justo fuera del alcance de las máquinas de guerra. Las murallas de las defensas eran un hervidero de actividad, y a ellas subían en masa los soldados procedentes de los cuarteles.
—Una posición complicada —dijo Dorien cuando su montura se posó un poco más abajo del saliente que ocupaba Maedrethnir—. Podría acabar en una carnicería.
—Sí —respondió el Rey Fénix, escudriñando las torres que custodiaban el paso.
Las fortificaciones que protegían los lanzavirotes eran poco más que unas rendijas en la roca, y no concedían un espacio mínimo para el aterraje de un dragón. Cabía la posibilidad de rociarlas de llamas, pero el dragón tendría que realizar un vuelo de aproximación a escasa velocidad por la misma trayectoria que seguían los proyectiles. Y, aunque se neutralizaran las defensas exteriores, las torres en sí eran unas construcciones sólidas, y opondrían una gran resistencia al fuego de los dragones y a las lanzas. La construcción de las máquinas de asedio apropiadas para abrir una brecha en la puerta llevaría algún tiempo.
—¿Cómo atacamos? —preguntó Dorien, sin traslucir su habitual entusiasmo mientras contemplaba la inexpugnable fortaleza.
—Desde Lothern —respondió Caledor.
* * *
Aunque el Rey Fénix se sintió apenado por el fracaso de la expedición, se había dado cuenta de que era mucho mejor atacar Tiranoc desde el mar. El ejército emprendió el regreso por el este y una noche Dorien recriminó su decisión a su hermano.
—¿Por qué no atacamos Tiranoc por mar desde el principio? —inquirió Dorien—. La primavera ya casi habrá dado paso al verano cuando regresemos.
—Tenía que echar un vistazo —se justificó Caledor—. Si atacamos por mar, tenemos que apoderarnos de Tor Anroc. Una retirada hacia los barcos será arriesgada. Si nos bloquean el camino, los pasos de los Annulii se interponen entre nosotros y Ellyrion, donde estaríamos a salvo. También sería una retirada peligrosa.
—¿Y qué haremos después de recuperar Tor Anroc? —preguntó Dorien—. Hay puestos avanzados de druchii por todo Tiranoc. Seremos una isla en medio de un mar de enemigos.
—No nos quedaremos en la capital —respondió Caledor—. Sólo tenemos que conservar la ciudad el tiempo que tarde Malekith en reaccionar. Una vez que lo haga, nos marcharemos y embarcaremos rumbo a Cracia para emprender las hostilidades desde allí.
—¿Por qué no nos ahorramos todo este jueguecito y simplemente desembarcamos en la costa de Nagarythe? —sugirió Dorien, que no había participado en el consejo y que había confesado albergar ciertas dudas sobre las intenciones de su hermano cuando fue informado de ellas.
—¡Basta! —espetó el Rey Fénix—. No se domestica un dragón colocando la cabeza entre sus colmillos. A Malekith siempre le ha acompañado la victoria. Cuando se la neguemos, la frustración se apoderará de él y cometerá errores. Entonces atacaremos; no antes.
Dorien no parecía satisfecho con las explicaciones de su hermano, pero o no volvió a sacar el tema durante la marcha que los llevó por tierras de Caledor y de Eataine. Cuando el ejército alcanzó Lothern, la flota de la ciudad ya estaba aguardando su llegada. El embarco de las tropas en las ochenta naves se prolongó varios días, pero los vientos soplaban favorables para la travesía por la costa occidental de Ulthuan.
Desde la destrucción de las embarcaciones tiranocii durante el sitio de Lothern, el punto débil de los druchii había sido la carencia de una flota.
A pesar de que los naggarothi habían disfrutado de una breve supremacía naval con el regreso de los barcos de las colonias, varias batallas libradas a lo largo de las costas de Cothique y de Yvresse habían devuelto la ventaja a las fuerzas de Caledor.
De modo que los capitanes de Eataine pusieron sus naves rumbo a Tiranoc con una confianza justificada, ya que no esperaban encontrar apenas resistencia. Asistido por los pilotos que conocían las aguas del estrecho arenoso, Caledor había escogido cuatro lugares para el desembarco: bahías recónditas y pequeños puertos que probablemente no contarían con guarniciones defensivas. Aunque las naves naggarothi fondeadas en su puerto de Galthyr levantaran anclas en cuanto se divisara la flota de Caledor, aún habrían de invertir cuatro días de navegación con el viento preponderante en contra para arribar al lugar de desembarco más cercano. Para entonces, Caledor ya esperaba estar frente a las murallas de Tor Anroc.
Las expectativas del Rey Fénix se cumplieron, y los desembarcos se realizaron sin oposición. Cinco mil caballeros y cuatro veces más de soldados de infantería emprendieron la marcha hacia el este por las deterioradas carreteras de Tiranoc, con la intención de reunirse en la capital llegados desde el oeste y desde el sur. Durante el viaje se toparon con unas pocas guarniciones poco nutridas; en la mayoría de los casos, los soldados enemigos intentaban huir en cuanto veían el ejército, pero los jinetes dragoneros acababan con ellos.
El pueblo de Tiranoc estaba exultante, y se apelotonaba en las carreteras y en las aldeas para recibir con un baño de multitudes a los libertadores. A diferencia de lo que había ocurrido en Cothique, aquí no se había dejado sueltos a los khainitas, de modo que el reino, en general, daba muestras de prosperidad. Eso no significaba que los druchii ocupantes hubieran sido afables y permisivos durante su dominación, e Imrik escuchó numerosos relatos escalofriantes sobre la represión de los naggarothi a medida que atravesaban ciudades y pueblos abarrotados de muchedumbres alborozadas y bulliciosas.
Ansioso por continuar adelante, el Rey Fénix apenas si concedía tiempo para las celebraciones que se efectuaban en su honor, y menos aún para los dignatarios locales que las organizaban. Cada nuevo retraso minaba un poco más su paciencia. Los tiranocii agradecidos atestaban las carreteras y retrasaban la marcha del ejército, y pasaron cinco días hasta que las huestes divisaron Tor Anroc.
Caledor no estaba seguro de las fuerzas que el enemigo tendría desplegadas en la ciudad, así que invirtió un día en la exploración, a lomos de Maedrethnir, de la capital y del terreno que se extendía a su alrededor. Envió al norte y al este, en busca de tropas druchii, al resto de los dragones, junto con Thyriol y Finreir en sus pegasos y un príncipe de Yvresse, Namillon, que montaba un grifo de plumaje blanco. Las patrullas voladoras no avistaron ninguna fuerza druchii mayor que una compañía, mientras que la inspección de Caledor de las defensas de la ciudad se vio entorpecida por una ráfaga de proyectiles, disparados desde las torres en cuanto Maedrethnir surcó el cielo por encima de la capital.
A pesar de que no se trataba de una de las grandes fortalezas de Ulthuan —como sí lo eran Anlec, Tor Achare o Tor Caled—, Tor Anroc seguía siendo una ciudad imponente. La capital de Tiranoc, en otro tiempo residencia del Rey Fénix, se levantaba sobre una colina de piedra blanca rodeada por escabrosos barrancos, al oeste del ejército sitiador. A los pies del monte, rodeándolo, se extendía una serie de construcciones con las paredes encaladas y los tejados rojos, algunos abandonados y semiderruidos, en medio de campos descuidados salpicados por cabañas de madera que no habían existido cuando Caledor había visitado por última vez la ciudad. El hedor y los enjambres de moscas delataban la función de aquellas edificaciones anexas: mataderos abandonados recientemente donde las piezas de carne seguían colgadas del techo.
Sólo había una ruta de aproximación a la ciudad: por el este. Caledor escindió su ejército y ordenó que se desplegaran por el norte y por el sur para rodear la ciudad. Consciente de que probablemente una red de túneles secretos recorría el interior de la colina sobre la que se asentaba la ciudad, el Rey Fénix dejó varias compañías de guardia acampadas junto a los barrancos; alejadas del alcance de los lanzavirotes, pero lo suficientemente cerca como para tener vigiladas las paredes rocosas.
Desde el este, la ciudad tenía un aspecto más impresionante; si bien sus murallas blancas estaban recorridas por grietas y tenía tramos cubiertos de yeso sin pintar, o simplemente de piedra sin revocar. Caledor se arrepintió de haber abortado su asalto desde las montañas, pues juzgaba que los druchii habían apuntalado las defensas advertidos por la presencia de su expedición. Sin embargo, no le dio más vueltas; ya no podía hacer nada para cambiar el pasado.
Una carretera de desgastadas losas hexagonales descendía de las montañas por el este y atravesaba en línea recta el paisaje hasta la puerta cerrada de la muralla. La puerta, de una anchura que permitía el paso simultáneo de cinco carros, tenía al aire los tablones de madera y las piezas de hierro; las planchas de oro que en otro tiempo habían resplandecido alcanzadas por los rayos del sol habían sido sustraídas por los invasores de la ciudad. Una casa del guarda bloqueaba el acercamiento a la ciudad; un bastión con un muro que duplicaba la altura de un elfo, que se extendía formando un arco hacia atrás y se incrustaba en la misma colina; toda la estructura excavada en la misma roca. Flanqueando la carretera se levantaban dos pálidas torres desprovistas de aberturas salvo por las alargadas aspilleras que dominaban el camino de entrada. En cada una de las azoteas de las torres había un lanzavirotes, instalado sobre una estructura de barras y cuerdas delgadas que facilitaba desplazarlo en cualquier dirección.
Al otro lado de la puerta, la carretera se bifurcaba y continuaba zigzagueando de este a oeste hacia la ciudad propiamente dicha. Por encima de las elevadas murallas, las banderas negras y púrpura de Nagarythe ondeaban prendidas de las astas, y el viento primaveral hacía flamear los alargados banderines. Sobre las defensas se apreciaban otros ornamentos más macabros: cabezas de elfos que colgaban de cadenas o empaladas en lanzas, y esqueletos y cadáveres en estado de putrefacción que pendían de sogas, mecidos por la brisa. Torres y ciudadelas excavadas en la roca blanca asomaban por encima del contorno curvo de las almenas de la cortina de la muralla, pero esos mismos edificios quedaban empequeñecidos por la torre central que perforaba el cielo matinal como una aguja refulgente.
En aquella torre había ardido una vez una llama azul que indicaba la presencia del Rey Fénix. Ahora, el palacio de Bel Shanaar estaba hecho una ruina. Incluso desde fuera de la ciudad, Caledor distinguía ventanas rotas, tejados combados y balcones desmoronados. Aunque nunca había sentido gran afecto por Bel Shanaar, ver la ciudad que había construido en un estado tan lamentable despertó su ira, y el Rey Fénix bramó a sus oficiales que montaran los campamentos a ambos lados de la carretera.
Los elfos levantaron sus pabellones en huertos abandonados donde hileras de manzanos y de cerezos empezaban a florecer, añadiendo un extraño ingrediente de alegría y de color en medio de la atmósfera lúgubre que parecía emanar de la ciudad ocupada. El séquito de Caledor montó su tienda en las tierras de una granja protegida por unos altos muros de piedra blanquecina invadida por plantas trepadoras. Un espacio vacío era todo lo que había entre las jambas de la puerta, y las piezas de plata y oro que habían festoneado el paso por la carretera habían sido robadas como las puertas de Tor Anroc.
Poco quedaba de las mansiones de veraneo de los nobles de Tiranoc. La mayoría de las torres blancas que se habían construido sobre las colinas de los alrededores yacían derruidas o ennegrecidas por el hollín. Caledor envió compañías para la inspección de todas ellas, no fuera a ser que albergaran enemigos que pudieran realizar incursiones por la retaguardia de la línea de asedio.
El Rey Fénix también envió una considerable compañía de soldados, formada por selvicultores de Cracia y artesanos de Lothern, a las colinas arboladas que se alzaban al norte de la ciudad, con la misión de talar árboles y construir los ingenios de asedio que se necesitarían para asaltar la capital.
Mientras se erigía otra ciudad, esta de hileras de tiendas de campaña blanquiazules, en los aledaños de Tor Anroc, Caledor convocó a sus príncipes y a sus capitanes para discutir su plan inicial de ataque.
* * *
Bastante más al norte, los druchii proseguían su marcha hacia Tor Achare. Aldeas y ciudades habían sucumbido a su paso, y una más estaba a punto de hacerlo. Las moharras repicaban en la piel de hierro de Malekith mientras docenas de cracianos se afanaban en rodear al Rey Brujo, que cortaba el aire con su espada llameante, quebrando lanzas, atravesando escudos y perforando armaduras y cuerpos. El naggarothi, pisoteando los cadáveres carbonizados de los guerreros caídos, agujereó con su hoja el escudo y el pecho de otro oponente. Sulekh sobrevolaba las angostas calles de la ciudad, cazando elfos con las nubes de vapor verde que arrojaba por las fauces. La dragona se posó sobre una hilera de casas y los tejados se combaron bajo su peso.
Otra legión de cracianos emergió de una calle lateral enarbolando sus hachas, y Malekith rechazó sus acometidas con su poderoso escudo, en cuya superficie llameaba con una energía siniestra la runa de Khaine. Con un rugido, el Rey Brujo descargó su espada contra un puñado de oponentes, y de un solo golpe cortó cabezas y extremidades. Sin embargo, cuando sus guerreros avanzaron por la calle, los cracianos se replegaron y desaparecieron por un laberinto de jardines y callejones.
Malekith había emprendido su persecución cuando reparó en un elfo que se arrastraba hacia la sombra de un muro derrumbado. El naggarothi enfundó a Avanuir y extinguió las llamas de su armadura antes de agacharse y agarrar al craciano por el tobillo; arrastró al infortunado elfo por los escombros y le soltó la pierna para asirlo del peto de la armadura y levantarlo.
—¿Dónde se esconden? —gruñó el Rey Brujo.
El craciano lo miró con una expresión desafiante en el rostro y no respondió. El elfo ni siquiera intentó forcejear; simplemente permaneció suspendido en el aire apresado por la mano de Malekith mientras la sangre le manaba de la herida que tenía en el hombro. El peto de su armadura se abolió y se resquebrajó cuando el Rey Brujo apretó la mano.
—¿Dónde está Imrik?
—El Rey Caledor luchará con vos cuando él quiera —respondió el craciano—. Ahora mismo tiene asuntos más importantes de los que ocuparse.
Con un rugido, Malekith arrojó al elfo contra el muro derruido, y el cuerpo descuajaringado aterrizó en el suelo con el cuello roto.
—¡Matadlos a todos! ¡Destruidlo todo! —bramó el Rey Brujo.
Malekith se alejó de la batalla con el objetivo de tranquilizarse y aplacar la frustración que lo corroía por dentro. Llevaba toda la primavera abriéndose paso a base de batallas por las montañas. Su ejército se había visto comprometido en una escaramuza en cada valle y en cada cumbre. Los cracianos no habían congregado sus fuerzas en un único lugar, sino que habían estado hostigando a su ejército como ratas, emergiendo de tanto en tanto de sus madrigueras para mordisquear sus tropas y luego escabulléndose de regreso a sus agujeros. Daba igual cuántas ciudades arrasara o los pueblos que pasara a cuchillo; el enemigo rehuía enfrentarse con él en una batalla de verdad.
Justo el día anterior había sido informado de que los Anar estaban asaltando las caravanas de suministros al oeste. Las compañías que se habían enviado a inspeccionar los bosques habían regresado ensangrentadas, víctimas de emboscadas. Los elfos de los Mar habían destruido los puentes que cruzaban los embravecidos ríos y habían bloqueado las carreteras con barreras de troncos. Ninguna de esas acciones había detenido el avance naggarothi, e incluso el número de bajas que habían infligido en el ejército de Malekith era tolerable, pero los continuos retrasos e interrupciones eran un permanente motivo de irritación para el Rey Brujo.
Mientras contemplaba cómo Sulekh derrumbaba la torre de la mansión de un noble, Malekith apaciguó su ira y repasó la situación. A pesar de las artimañas de los cracianos, se encontraba a menos de cinco días de marcha de Tor Achare. Por delante le esperaban las llanuras del norte de Cracia, y Caledor no tendría más opción que enfrentarse a él en ellas. La alternativa era dejar que Tor Achare cayera en su poder, lo que concedería a Malekith un bastión desde donde emprender ofensivas contra los Reinos Interiores y hacia el este; incluso Caledor se daría cuenta de que regalar al enemigo una fortaleza así era una locura.
Un extraño susurro distrajo la atención del Rey Brujo, que advirtió un matiz peculiar en los vientos mágicos: una presencia demoníaca. Se volvió hacia la derecha y se fijó en el fuego de tonos rojizos y purpúreos que arrasaba una casita. Según miraba Malekith, las llamas se fusionaron para formar una diminuta figura que saltó del montón de madera crepitante de una manera desmañada y con el cuerpo encorvado, con unas alas pequeñas y gruesas que dejaban una estela de chispas a su espalda. Tenía pico, aunque sus facciones mutaban continuamente, y el número de ojos y de bocas que se apreciaban en su rostro cambiaba de un segundo al siguiente en las llamas oscilantes.
El demonio echó a andar con paso suave. Sus brazos, extremadamente largos y delgados, se balanceaban como las ramas de un árbol agitadas por el viento, y su cuerpo borbollaba y despedía volutas de humo rosa. Según caminaba, iba dejando un rastro de huellas de ceniza en las losas del suelo de la calle. Se detuvo justo delante de Malekith, se sentó en cuclillas y levantó la mirada cejijunta hacia el Rey Brujo.
—Me han pedido que os entregue un mensaje —dijo la criatura, que no se molestaba en disimular su fastidio.
—Entonces, entrégamelo —replicó Malekith.
—La gloriosa Morathi, reina de los elfos, señora de las esferas negras, os alerta —declaró el demonio, pronunciando las palabras en un cansino tono monocorde—. El traidor Imrik y sus seguidores han sitiado Tor Anroc. La Señora de las Mil y Una Bendiciones Oscuras os ruega que os apresuréis para desbaratar el asedio. De lo contrario, la frontera septentrional de Nagarythe se verá amenazada.
El demonio se irguió y dio media vuelta.
—¡Espera! —espetó Malekith—. Quiero que entregues un mensaje de respuesta en Anlec.
—Nadie me dijo nada de un mensaje de respuesta —respondió el demonio, sin volver la vista atrás—. Llevadlo vos mismo.
Malekith lanzó un gruñido y sacudió la mano con los dedos extendidos, y los hilos de magia se embrollaron para formar una red de tinieblas corrosivas alrededor del demonio. La criatura empezó a chillar y trató de correr de regreso a las llamas de las que había emergido, pero Malekith encogió la mano y arrastró al demonio hacia sí por la carretera.
—Incluso alguien con una forma incorpórea como tú puede sufrir mil tormentos —dijo Malekith.
El demonio aullaba y se retorcía mientras la red se ceñía a su cuerpo y lo levantaba en el aire, dirigida por la mano del naggarothi. Malekith dobló una pizca los dedos y el demonio rompió a gritar mientras unas espinas negras se hundían en su cuerpo de llamas.
—Lo único que tengo que hacer es cerrar el puño —aseveró Malekith.
—¡Está bien! —chilló el demonio—. ¿Cuál es el mensaje? Lo llevaré a Anlec.
—Sólo debe recibirlo Morathi. Repetidle exactamente mis palabras.
—¡Seguro! —respondió el demonio de fuego—. Le repetiré exactamente vuestras palabras. ¡Lo juro!
—Dile a Morathi que he recibido el mensaje —dijo el Rey Brujo—. Debe enviar diez compañías de la guarnición de Anlec a las fortalezas que hay a orillas del Naganar. Que no haga nada más sin mi beneplácito.
—No os fiais de que salga con el ejército por su cuenta, ¿eh? —preguntó riendo el demonio.
Malekith apretó los dedos y el demonio lanzó un alarido estridente.
—No te he pedido tu opinión —contestó el Rey Brujo—. Entrega mi mensaje y vuelve al reino que te engendró.
—¡Lo haré, lo prometo!
Malekith concluyó el conjuro y el demonio cayó a la carretera revoloteando como una hoja quemada. Refunfuñando y mascullando entre dientes, la criatura enfiló arrastrando los pies hasta la casita en llamas y se adentró en el fuego. Se dio la vuelta y dirigió un ofensivo gesto de desdén a Malekith antes de fundirse con las llamas con una crepitación final.
El Rey Brujo se quedó mirando el fuego hasta mucho después de que el demonio hubiera desaparecido. Imrik estaba realizando una apuesta arriesgada dando por supuesto que Malekith no renunciaría a Tor Anroc a cambio de Tor Achare. Para que su jugada funcionara, el usurpador tendría que convencer a Malekith de que pretendía utilizar Tiranoc para atacar directamente Nagarythe, y el Rey Brujo dudaba que Imrik tuviera la entereza necesaria para llevar a cabo una ofensiva de ese calibre. Lo más sensato, por tanto, era perseverar en la captura de Tor Achare para poner en evidencia a Imrik.
No obstante, una sombra de duda oscureció la resolución de Malekith. Capturar Tor Achare era un asunto sencillo; mantenerla ya era otra cosa. La ciudad era vulnerable a un ataque desde Avelorn, Ellyrion, Cothique o Saphery, por no mencionar ya un posible desembarco en las costas de Cracia. Tal vez, Imrik realmente estaba dispuesto a sacrificar Cracia, ya que contaba con que la ocupación del reino mermaría las defensas de Nagarythe. Ya había dejado que Cothique fuera arrasado por los khainitas, y eso daba muestras de una determinación que Malekith no pudo evitar admirar.
El Rey Brujo se devanó los sesos intentando dar con una tercera alternativa, con una manera de obligar a Imrik a enfrentarse a él en un campo de batalla. La Isla de la Llama apareció en la mente de Malekith, pero rápidamente desechó la idea; no disponía, ni mucho menos, de las naves necesarias para emprender una expedición por el Mar Interior. Lothern era un trofeo igualmente atractivo, pero estaba demasiado lejos de Nagarythe para acometer una campaña prolongada sin el apoyo de Tiranoc.
¿Tor Achare o Tor Anroc? La cuestión lo acosaba mientras mandaba llamar a sus oficiales para una reunión. ¿Continuar hasta la capital de Cracia y dominar la mitad oriental de Ulthuan aun a riesgo de que Nagarythe fuera invadida? Otro factor hizo acto de aparición en sus pensamientos Morathi. No podía confiar ciegamente en que su madre acatara sus deseos. La captura de Tor Achare llevaría algún tiempo, de modo que su madre tendría las manos libres para dedicarse a sus propias conspiraciones. Morathi se tomaría como una afrenta personal que Imrik amenazara con atacar Nagarythe y respondería. Una reacción así sería una temeridad, ya que él se vería comprometido simultáneamente en una guerra en Cracia y en otra en Tiranoc.
El Rey Brujo volvió a sentirse dominado por la ira que desataron en su interior los planes cobardes de Imrik y su propia indecisión, y las runas de su armadura despidieron de nuevo su resplandor de hierro incandescente. Los subordinados de Malekith fueron llegando a la plaza central de la ciudad mientras los edificios seguían ardiendo y la lucha por las calles proseguía, y se detuvieron a cierta distancia de su señor, con los ojos entornados, deslumbrados por el fulgor cegador que arrojaba la armadura del Rey Brujo.
Malekith lanzó un hondo gruñido y tomó una decisión No podía permitir que Imrik recuperara Tor Anroc, pero tampoco había razón para desandar el tortuoso camino que ya habían recorrido a través de Nagarythe.
—Reunid el ejército —ordenó a sus capitanes—. Nos dirigiremos al sur. Vamos a Ellyrion.
* * *
Por las calles de Tor Anroc retronaba el fragor de la batalla. Los túneles de la ciudad invadidos por el humo estaban atestados de soldados de ambos bandos, mientras los dragones de Caledor circunvolaban el palacio y causaban estragos en las tropas defensoras de la ciudadela con sus garras, sus colmillos y sus llamas. Las enormes puertas del palacio estaban bloqueadas, pero la torre central de Tor Anroc no había sido diseñada como un baluarte. Los guerreros druchii disparaban sus ballestas de repetición desde los balcones escalonados, mientras que los magos del Rey Fénix arrojaban rayos y bolas de fuego a través de las altas ventanas al interior de los salones. Las vidrieras se hacían añicos, y los tapices y las cortinas eran pasto de las llamas.
Una horda de soldados de negro emergió de uno de los túneles que desembocaba en la plaza del palacio, perseguidos por la silenciosa Guardia del Fénix, cuyas alabardas tenían las hojas embadurnadas de sangre. Detrás de ellos aparecieron los Leones Blancos, los favoritos de Caledor, que se dispersaron por las viviendas de los nobles que flanqueaban la plaza, rápidamente fortificada por las tropas defensoras druchii. A continuación apareció una marea de lanceros y de arqueros que enfilaron directamente hacia las puertas del palacio.
Maedrethnir se posó en lo alto de una torre desde la que se oteaba los jardines occidentales, donde los lanzavirotes arrojaban ráfagas de proyectiles parapetados en los setos ornamentales y en los árboles frutales florecidos. Abriendo surcos en las piedras policromadas, el dragón se lanzó hacia la batería de artillería situada detrás de un muro encalado, planeó por encima de ella y roció de llamas el césped. El fuego prendió en los rosales silvestres y en los pétalos de sol, y chamuscó la hierba que en otro tiempo había recibido los cuidados atentos de un reducido ejército de jardineros.
Caledor guardó la lanza, se desabrochó las correas que lo afirmaban a la silla y saltó del lomo de su montura a tierra firme, junto a un estanque poco profundo que despedía leves volutas de vapor y en cuya superficie flotaban peces muertos. El dragón de Dorien surcó el cielo escupiendo llamas sobre el techo del gran salón y su sombra cubrió momentáneamente al Rey Fénix.
Caledor desenfundó la espada y corrió hacia las puertas de paneles de vidrio situadas en una de las paredes de un salón para banquetes. Le vino el vago recuerdo de haber comido en la cámara alargada mientras soltaba una patada con la bota de la armadura contra una cerradura y arrancaba de los goznes una puerta. Se introdujo en la estancia y se topó con que una barricada levantada con trozos de muebles bloqueaba las puertas que daban acceso al resto del palacio. Lathrain abrió sin dificultad una brecha entra las mesas y las sillas vueltas del revés, y en cuestión de segundos, Caledor se adentraba por los corredores del palacio propiamente dicho.
El Rey Fénix enfiló hacia el norte, directo a la majestuosa escalinata que conducía a las plantas superiores de la torre. La galería permanecía desierta, y el bullicio de la batalla que se libraba en el exterior llegaba amortiguado mientras sus botas repicaban en el suelo de mármol. A lo largo de las paredes del pasillo había hornacinas con los bustos de los príncipes tiranocii, todos ellos maltratados y desfigurados por los druchii.
Cuando llegó al vestíbulo, se topó con un grupo de druchii que hacían guardia en las puertas principales. Los guerreros se volvieron para encarar al rey, con las espadas y los escudos alzados. Lathrain llameaba esgrimida por Caledor, que acabó con el último de los centinelas justo cuando retronó un estallido al otro lado de las puertas. Los portones de madera vibraron dos veces; y a la tercera, las puertas de roble explotaron hacia dentro y el vestíbulo fue invadido por una lluvia de astillas que rebotaban en la armadura del Rey Fénix. En medio de la nube de humo y de polvo, Caledor atisbó una figura esbelta que se dirigía hacia él.
Era Thyriol, que blandía su báculo resplandeciente de energía; sus ojos de mago emitían una luz dorada, y la magia le retorcía la piel; la cabellera pálida le envolvía el rostro como un nimbo que fluctuaba con vida propia.
—Me pareció educado llamar primero —dijo el mago con una sonrisa dibujada en los labios.
Thyriol se adentró en el vestíbulo seguido por un grupo de soldados que subía en tropel la escalera, lanzando gritos de guerra que retumbaban en la vasta sala. El rey los guio hasta la escalera oriental, que conducía a los aposentos reales que Bel Shanaar y su familia habían ocupado en el pasado.
Con las pisadas amortiguadas por las gruesas alfombras, el Rey Fénix y sus guerreros registraron una a una las cámaras en busca de enemigos. Lo que encontraron fueron numerosas pruebas de la depravación de los druchii: trofeos arrebatados a sus víctimas, libros de oraciones malignas y fetiches de los cytharai adornaban todos los apartamentos.
Al llegar a las cámaras del Rey Fénix, Caledor, espada en mano, abrió de una patada la puerta. En la estancia no había ni rastro de vida, pero dos cuerpos yacían despatarrados junto a la ventana. Los elfos, uno de cada sexo, iban vestidos con sus mejores galas y profusamente enjoyados. Tenían las cabezas apoyadas en un sofá bajo, con la tez embadurnada de maquillaje blanco y los ojos y los labios pintados de negro. Una ampolla de cristal yacía rota en el suelo, al lado de los cuerpos, y Caledor percibió el olor característico del loto negro.
—Cobardes —espetó el Rey Fénix con desdén.
En la chimenea ardía un fuego para el que se habían utilizado como combustible libros y pergaminos. Caledor cruzó la cámara y se fijó en un charco de sangre que se deslizaba por debajo de la puerta de los dormitorios. El rey se armó de valor y abrió la puerta.
Sobre un lecho empapado de sangre yacían tres niños; el mayor no debía de tener más de quince años. También ellos llevaban lujosos atuendos y piedras preciosas. En el suelo que rodeaba la cama había otros cinco cuerpos degollados, vestidos con los atuendos de la servidumbre. Asqueado, Caledor dio media vuelta y cerró la puerta a su espalda de un portazo.
Empezó a sentir nauseas, soltó a Lathrain en una mesa y se dejó caer en una silla con el asiento acolchado. La ciudad había caído, y la captura del palacio era una realidad; así que podía dejar que los demás se encargaran de la lucha por un rato. El agotamiento se apoderó de su cuerpo y de su mente. Cerró los ojos y se sumió en un sueño ligero.
Cuando despertó, encontró a Dorien plantado delante de él, con una sonrisa adusta en los labios.
—La victoria es nuestra —anunció el príncipe—. Los druchii han sido exterminados.
—Bien —dijo Caledor.
El Rey Fénix se puso en pie, recogió la espada y enfiló a trancos por una de las puertas que conducían a la terraza de la cámara real. Dorien lo siguió hasta la balaustrada blanca, desde donde se disfrutaba de una vista privilegiada de la ciudad. Desde allí arriba, en lo alto del palacio, las brechas en la muralla parecían unos agujeros diminutos. Los cuerpos que cubrían la plaza que se extendía debajo se confundían; la muerte hacinaba juntos y sin distinción druchii y guerreros de las tropas libertadoras. Había incendios por toda la ciudad, y una columna de elfos emergía de la puerta destrozada y se adentraba en las calles.
—Una vista lamentable —dijo Dorien—. El legado de Bel Shanaar ha sido ultrajado.
—Mejor que sea Tor Anroc que Tor Caled —dijo Caledor, inclinándose sobre la balaustrada.
—Cierto —convino su hermano—. Estoy seguro de que Bel Shanaar lo entendería. Esperemos que Tor Achare no haya corrido la misma suerte.
El Rey Fénix no respondió. Una figura recortada sobre las nubes que cubrían el cielo por el oeste había atrapado su atención. Según se acercaba a la ciudad, la figura fue definiéndose: eran un pegaso y su jinete. Se trataba de Anamatheir, uno de los maestros magos de Thyriol, que se deslizaba directo hacia el palacio.
—Esas prisas no presagian buenas noticias —apuntó Dorien, siguiendo la mirada de su hermano.
* * *
Apremiados por su señor, que no les condecía ni un momento de tregua, los druchii atravesaron Avelorn y entraron en Ellynion. El ejército marchaba noche y día, como una serpiente negra y dorada bajo el sol, y como una línea fantasmagórica de antorchas y de faroles a la luz de la luna.
Las tropas no quemaban ni mataban a su paso. Ellyrion no era el objetivo del Rey Brujo; no obstante, Malekith tuvo que plantearse una difícil decisión a medida que se aproximaban al Paso del Águila. A dos jornadas de marcha hacia el este se alzaba Tor Elyr. La capital del reino era un objetivo fácil, pues carecía de murallas y de torres, de bastiones y de baluartes. Por ello mismo, también era un objetivo sin valor. La destrucción de la ciudad lo mantendría ocupado varios días a cambio de una mísera recompensa más allá del sufrimiento de Finudel y de Athielle. Tor Elyr no era una capital comparable a Anlec o a Lothern; los súbditos del reino pasaban casi todo el año con las caballadas, y ni siquiera los nobles abandonaban más que en invierno los campamentos que se extendían por las llanuras ellyrianas. Aunque el ataque sólo retrasaría seis días la marcha de la expedición, el saqueo y la destrucción de la ciudad supondrían una distracción que quizá posibilitaría la huida de Imrik.
La decisión de Malekith no cayó bien entre sus oficiales, que habían pasado una primavera infructuosa persiguiendo cracianos y sufriendo sus emboscadas. A pesar de que no dieron voz a sus protestas, el Rey Brujo dedujo por su conducta hosca y sus elocuentes silencios que no aprobaban su disposición. Sin embargo, a Malekith eso le traía sin cuidado. Quienquiera que hablara en contra de él, ya fuera abiertamente o en la intimidad, estaría revelando su deslealtad y sería castigado como correspondía.
De modo que el ejército enfiló hacia el oeste, con dirección al Paso del Águila y Tor Anroc.
* * *
La primavera marcó el curso de la siguiente fase de la guerra civil. Malekith forzó la marcha de su ejército a través de Tiranoc, pero cuando llegó a la capital, se encontró con la sorpresa de que Caledor y sus tropas ya la habían abandonado y de que los únicos seres vivos que permanecían en la vetusta ciudad eran las alimañas. El ejército del Rey Fénix se había embarcado en las naves de Lothern rumbo al norte. Mediado el verano asaltaron Galthyr, y luego continuaron hacia el sur y desembarcaron en Cracia para reforzar las guarniciones de Tor Achare.
En vez de salir en persecución de su escurridizo enemigo, el Rey Brujo decidió reconstruir las defensas de Tor Anroc, pues la capital tiranocli le ofrecía una posición idónea para responder a cualquier intento de invasión de Nagarythe, al tiempo que le permitía mantener la amenaza sobre Caledor y Ellyrion. Morathi se puso al frente de una caravana formada por miembros de los cultos y otros extraños elfos y se reunió con su hijo cuando el verano dio paso al otoño. Malekith no estaba de humor para dispensarle un recibimiento por todo lo alto, y prohibió la entrada en la ciudad de su séquito compuesto por más de mil elfos.
Encolerizada, Morathi se dirigió al palacio de Bel Shanaar, donde Malekith había establecido su cuartel general. La ciudadela se encontraba en un estado ruinoso; los desperfectos causados por la ocupación druchii, sumados a los daños que habían infringido las fuerzas de Caledor, habían reducido a montañas de escombros o a esqueletos carbonizados varias alas del edificio. El sol crepuscular que entraba por las ventanas rotas proyectaba sombras irregulares en el suelo del salón del trono cuando Morathi entró en él.
—¿Por qué mis vasallos tienen que vivir en el campo como ganado? —espetó, deslizándose a trancos por las baldosas resquebrajadas.
—Apenas si hay sitio en la ciudad para mi ejército —respondió Malekith. El Rey Brujo estaba sentado en los restos desvencijados del trono de Bel Shanaar, con la madera ennegrecida por la acción de su armadura—. Si no encuentran el alojamiento que se les ha proporcionado de su gusto, pueden volverse a Nagarythe.
—Ya es suficiente fastidio para mí tener que venir aquí —replicó la hechicera—. ¿Por qué pierdes el tiempo en este lugar cuando podrías estar marchando hacia el sur para atacar Caledor?
—Ni se te ocurra darme consejos sobre mi estrategia, madre —aseveró el Rey Brujo. En la visera de su yelmo refulgía una llama pálida.
—Sin embargo, me siento en la obligación de hacerlo —contestó Morathi. Rebuscó entre el mobiliario carbonizado un lugar donde sentarse y al cabo dio con un banco que se conservaba intacto; lo puso derecho y se sentó en él con las piernas cruzadas y la mirada clavada en su hijo—. ¿Por qué malgastas tu tiempo en este tugurio?
—No puedo invadir Caledor —respondió Malekith, con las manos enfundadas en los guanteletes apoyadas en las rodillas—. Hemos tenido suerte de que no hayan despertado de su letargo un número mayor de dragones. Estoy seguro de que si Sulekh y otros miembros de su prole penetran en las montañas, sacarán de su sueño a más dragones. Además hay otro motivo. No me cabe ninguna duda de que Imrik partirá de Tor Achare con la intención de hacerse con Anlec en cuanto yo ponga el pie en Caledor. ¿Deseáis que cambie el palacio de mi padre por el del Domadragones?
Morathi miraba a su hijo con el ceño profundamente fruncido, pero no tenía una respuesta inmediata para la provocadora pregunta de Malekith. Tamborileó con las uñas pintadas de negro sobre la superficie pálida del banco; unas diminutas chispas de magia negra saltaban de las yemas de sus dedos y aterrizaban en el asiento de madera.
—¿Qué te propones? —inquirió al fin—. Está claro que tienes un plan.
—Lo tengo, pero no es de efectos inmediatos —respondió el Rey Brujo—. Mientras cuente con la flota, Imrik disfruta de una mayor rapidez de movimientos, tanto a lo largo de la costa como para atravesar el Mar Interior. Si marcho sobre Cracia a través de Ellyrion, él regresará a Tiranoc. Si avanzo por tierras de Tiranoc y Nagarythe, se trasladará al sur y entrará en Ellyrion o en Saphery por Avelorn.
Malekith levantó un dedo y trazó un círculo de humo y fuego en el aire.
—Podría pasarme una eternidad persiguiendo a Imrik por toda Ulthuan y aun así nunca lo atraparía.
—En ese caso, nos hallamos en un punto muerto —dijo Morathi, hablando como si le causara dolor pronunciar esas palabras—. Imrik está dispuesto a dejar cualquiera de los reinos a nuestra merced, de modo que nos priva de la opción de hostigar algún territorio para obligarlo a plantar batalla. No se enfrentará a nosotros directamente, así que ninguno de los bandos podrá cosechar una victoria definitiva.
—Es un duelo —dijo Malekith, que se echó a reír. Sus carcajadas brotaron como un discordante ruido metálico que resonó inquietantemente en el salón vacío—. Amago y acometida; esquivar y contraatacar. El primero que vacile, que pestañee, o que corneta un error, perderá.
—Hablas mucho, pero no acabo de entender tu estrategia —dijo Morathi—. ¿Cómo piensas salir de este punto muerto?
El Rey Brujo se puso en pie y enfiló hacia su madre, sofocando las llamas de la armadura para poder acercarse a ella. Tendió cortésmente una mano hacía Morathi y la ayudó a levantarse.
—¿Qué punto débil has encontrado en el enemigo? —preguntó la hechicera—. ¿Qué has descubierto? ¿Uno de los príncipes, quizá? ¿Uno que podría adscribirse a nuestra causa?
—No. Todos son leales a Imrik —respondió Malekith—. Imrik es el eslabón débil de la cadena.
—Te equivocas —repuso Morathi—. Algunos se atreven a ponerlo incluso a tu altura. Eso son tonterías, por supuesto, pero no carece de inteligencia ni de destreza.
—No tengo ninguna duda de que al final acabaré demostrando mi superioridad, pero todavía falta una eternidad para ese momento —dijo Malekith. El rey enfiló hacia la puerta seguido por Morathi, que tenía que correr para mantener el paso brioso de su hijo—. Imrik es el más destacado de los príncipes, como guerrero y como líder. Por eso nuestros enemigos se apoyan en él, por eso lo siguen. Pero, precisamente, ésa será su perdición.
—Nuestros rivales tienen un punto débil, una grieta en su armadura que debemos aprovechar —dijo Morathi, que empezaba a comprender las intenciones de su hijo—. Confían en Imrik. Su obstinación y su valentía los alientan para seguir luchando.
—Eso es —afirmó el Rey Brujo. Malekith se detuvo y recogió un cascote que se había desprendido del techo; apretó el puño alrededor de él y lo hizo trizas—. Sin Imrik, la resistencia se vendrá abajo. Imrik sabe que no puede derrotarme y se ha propuesto destruir mi ejército poco a poco. Así que iré de un sitio a otro, obligándole a mantenerse alerta; así pondré a prueba la determinación de sus aliados. Su decisión de evitar la batalla directa será su punto débil. No soy tan orgulloso como para ansiar matarlo con mis propias manos. Hay muchas maneras de acabar con un oponente.
Morathi tenía una sonrisa en los labios cuando Malekith abrió de un empujón las puertas del salón y entró en la antecámara. La voz del Rey Brujo retumbó en la estancia.
—¡Si matamos a Imrik, ganaremos la guerra!