DIECISIETE
Más sangre en las llanuras
Costaba creer que se hubieran frustrado definitivamente las ambiciones de Morathi y de los druchii, aunque entre los príncipes había quien estaba convencido de que su salida de Cothique era una prueba irrefutable de ello. Carvalon y Tithrain eran los abanderados de esa corriente de opinión, y sostenían que el ejército druchii seguramente se había replegado para reforzar las defensas de su propio reino; incluso llegaron a proponer que se enviara embajadores a Nagarythe para iniciar las conversaciones para un acuerdo.
A Caledor no le convencían ni lo más remotamente aquellos argumentos, y advirtió a sus príncipes de que mientras no se matara a Morathi ni se doblegara a los druchii, no existiría la posibilidad de que el enemigo se planteara algún tipo de tratado de paz. El debate discurrió en un tono acalorado fomentado por el deseo personal del Rey Fénix de poner fin de una vez a la guerra.
—Lo fácil sería creer que estamos a punto de lograr la victoria —confesó a Thyriol una noche.
Los dos señores elfos compartían una jarra de vino en una terraza del palacio flotante del mago mientras contemplaban las aguas del Mar Interior en las que reverberaba la luz de la luna. La tranquilidad que se respiraba casi hacía posible olvidar las tribulaciones de los últimos doce años. Casi. Caledor no podía desterrar de su mente las escenas que había presenciado, sobre todo la masacre de Cothique.
Thyriol también parecía muy cambiado por sus propias experiencias bélicas. Su hija y su nieto se habían rebelado contra él, y había acabado matando a este último. Además, varios magos a los que había considerado estrechos colaboradores, amigos incluso, habían mordido el anzuelo de la magia negra. De modo que la tristeza dominaba al señor de Saphery que acompañaba a Caledor junto a la balaustrada, con los hombros caídos y la espalda encorvada como si llevara encima una pesada carga.
—Debo concordar con vuestro dictamen —dijo Thyriol. Dejó escapar un leve suspiro y tomó un trago de vino de su copa, con la mirada perdida en la distancia—. Nos enfrentamos a un enemigo que no tiene nada que envidiar a los demonios en cuanto a irracionalidad y determinación. Nunca capitularán ni aceptarán una paz por las buenas. Hay una parte de mí que cree que deberíais permitir el envío de una delegación a Nagarythe, aunque sólo fuera para que su fracaso sofocara estas falsas esperanzas que merman la resolución de nuestros aliados.
—Eso sería un error —repuso Caledor—. Cualquier atisbo de debilidad sería aprovechado por los druchii. Y el ruego de entablar conversaciones sólo servirá para ofrecerles una oportunidad de manipular la realidad. Prefiero que algunos príncipes conserven sus dudas a conceder al enemigo los medios para dividirnos más de lo que ya estamos.
—Sí. Tenéis razón —dijo Thyriol.
El anciano mago permaneció mudo y, por una vez, fue Caledor quien sintió la necesidad de hablar, de llenar el silencio para eludir la compañía de sus sombríos pensamientos.
—No hemos conseguido nada —dijo el Rey Fénix—. Tantas muertes, tanta devastación, y ninguno de los bandos hemos logrado nada. Una vez más tengo que esperar, atemorizado por lo que los druchii se propongan intentar a continuación. ¿Cómo es posible que un solo reino pueda ser un oponente a la altura del resto de Ulthuan?
—Por la codicia y el miedo —respondió Thyriol—. Los druchii se dividen en dos grupos. Están los que se guían por su propia codicia, por su deseo de poder y de dominación; luego están los que temen a sus gobernantes, sobre todo a Morathi, y saben que sumarse al saqueo y a la lucha es un mejor destino que el que les aguardaría si se rebelaran. Ésas son las ventajas de una tiranía.
Caledor apuró su copa de vino. Estaba un poco bebido y algo más melancólico aun de lo que era habitual en él. Se inclinó sobre la balaustrada y se asomó abajo, más allá del borde de la base de la ciudadela flotante, para contemplar las olas bañadas por la luz de la luna que lamían suavemente las orillas de Saphery.
—No me arrepiento de nuestra decisión —dijo Thyriol.
—¿Qué decisión? —inquirió Caledor, con los ojos fijos en la costa.
—La de haberos coronado Rey Fénix —respondió el mago—. Sois el mejor de todos nosotros, Caledor.
—Yo era la mejor opción —afirmó el Rey Fénix—. Me pregunto si podría haberse evitado todo esto de haber actuado yo antes.
—Nadie podía predecir el ataque de locura de Malekith —dijo Thyriol—. De todos los príncipes, vos erais el más categórico en la denuncia de las confabulaciones y de las tramas de los naggarothi.
—Pero no actué —se lamentó Caledor—. Si hubiera aceptado el nombramiento como general de Bel Shanaar, tal vez nos habríamos ahorrado esta guerra.
—No os diré que no —dijo Thyriol—. La vuestra fue una decisión egoísta; pero no más que muchas otras que se tomaron entonces.
El príncipe mago cogió la copa de Caledor y se acercó a una mesita, donde escanció lo que quedaba de vino en las copas de ambos. Regresó junto al Rey Fénix y le devolvió su copa.
—No sois dado al arrepentimiento —dijo Thyriol—. No cojáis ahora ese hábito. Cuando el futuro pinta tan negro, resulta tentador remontarse al pasado y lamentarnos de nuestros errores en vez de enfrentarnos al presente. Tengo la sensación de que vos no sois así.
—No —aseveró Caledor—. A lo largo de mi vida he tenido pocas cosas de las que arrepentirme, y menos tiempo para hacerlo que la mayoría. Siempre que ha habido una lección que aprender, la he aprendido.
Caledor respiró hondo y se volvió con media sonrisa en los labios a su compañero.
—Un brindis —propuso el Rey Fénix—. ¡Por los oídos sordos y por la obstinación insensata!
El mago frunció el ceño, confundido por la propuesta.
—¿Por qué queréis homenajear esas cosas? —inquirió Thyriol.
—Porque tal vez acabe demostrándose que son mis mejores cualidades —respondió riendo Caledor.
* * *
El cambio de estación no trajo nuevas ofensivas; lo que avivó el fuego de las especulaciones entre los príncipes leales a Caledor. Los nobles que apoyaban al Rey Fénix no se ponían de acuerdo sobre el posible objetivo del siguiente ataque enemigo; si Cracia, Ellyrion o, quizá, el mismo Caledor. Quienes creían que los naggarothi habían agotado sus fuerzas defendían con más ímpetu que nunca que se emprendiera algún tipo de acercamiento con Nagarythe. Para Caledor resultaba muy complicado rechazar esas propuestas sin dar una imagen de belicista empedernido, si bien se mantenía firme en su decisión.
El consejo fue convocado en el Templo de Asuryan cuando el verano dio paso al otoño. La figura de Tithrain brilló por su ausencia, aunque el hecho era comprensible dadas las atroces circunstancias en las que vivía su reino. La reconstrucción de Cothique fue el primer punto que se trató en el consejo.
—Yvresse abastecerá de todos los suministros que sean necesarios —prometió Carvalon—. Un Cothique débil es un riesgo para mi reino. Hemos sido muy afortunados al salvarnos de los peores estragos la guerra.
—Se enviará a Cothique toda la ayuda que se pueda —afirmó Aerethenis de Eataine—. Me temo que mi reino aún no se ha recuperado por completo de la invasión naggarothi, pero nuestra flota, como en ocasiones anteriores, está a disposición de este consejo.
—Saphery apenas si puede ofrecer ayuda —se disculpó Thyriol—. La brujería de los druchii arrasó nuestros campos, y lo poco que tenemos debe ir dirigido primero a nuestro pueblo.
Caledor dejó que los príncipes continuaran hablando y les permitió de buen grado que organizaran una flota de ayuda a Cothique. Poco podía aportar él como Rey Fénix, y, como príncipe del montañoso reino de Caledor, no tenía víveres de sobra que ofrecer. Cuando se concretaron los detalles de la organización de la flota, la conversación se desvió hacia el asunto de las sectas.
—Apenas se han perpetrado asesinatos o sacrificios en Saphery desde la derrota de los hechiceros —anunció Thyriol.
—En Eataine no se han producido disturbios desde la purga —informó Aerethenis.
—Lo mismo puede afirmarse de Yvresse —dijo Carvalon—. No se ha descubierto ni un sectario durante este último año.
—Ésas son noticias nefastas —aseveró Caledor.
—¿Por qué decís eso? —inquirió Finudel—. Sin duda son motivo de celebración. Quizá no hayamos derrotado aún a los druchii, pero sus agentes y sus simpatizantes han sido expulsados de nuestros reinos.
—Mi opinión es otra —señaló el Rey Fénix—. Se han escondido, pero eso no significa que hayan desaparecido para siempre.
—¿Estáis sugiriendo que están esperando el momento oportuno para reaparecer? —preguntó Thyriol.
—A lo mejor no —dijo Carvalon—. Yo comparto la opinión de Finudel. Si bien no hemos extirpado hasta el último sectario de nuestros dominios, son conscientes de que ahora el viento les sopla en contra. Sus amos naggarothi los han abandonado.
—No nos entreguemos a la autocomplacencia —advirtió Aerethenis—. Durante el asedio de Lothern, los traidores aguardaron el momento propicio para manifestarse pese a la sucesión de asaltos fallidos de los naggarothi. Son unas criaturas ladinas que saben cuándo es el momento de atacar para causar más daño y destrucción.
—Es cierto —dijo Caledor—. No volverán a mostrarse hasta que desviemos la atención hacia otros asuntos. Están esperando una nueva ofensiva naggarothi para que apartemos la mirada de ellos.
—Poco podemos hacer para combatir eso —observó Thyriol—. Si han optado por ocultarse, simplemente es imposible atraerlos para que salgan de sus escondrijos.
—Hay armas más sutiles que los dragones y las espadas —apuntó Mianderin, que hasta entonces parecía haber estado dormitando en su silla, aunque ahora resultaba evidente que había estado escuchando la conversación con atención—. No es que como sacerdote del diáfano Asuryan esté sugiriendo el uso de la mentira ni mucho menos, pero me parecería una estrategia acertada ofrecer a los miembros de los cultos una falsa esperanza. Si lo que queremos es que los sectarios salgan a la luz pública, deberíamos parecer más débiles de lo que somos en realidad.
—Una maniobra clásica —señaló Finudel—. Una artimaña con todas las de la ley. Tal vez, incluso esos mismos agentes de los druchii informen a Nagarythe y el enemigo realice un movimiento desacertado llevado por la precipitación.
—¿Cuál sería el señuelo? —inquirió Thyriol.
—Una marcha sobre Tiranoc —respondió Caledor, que rápidamente tuvo una idea formada en la cabeza—. Reuniremos un ejército en Ellyrion, pero, en realidad, estaremos engrosando las filas de las guarniciones que van tras los sectarios.
—De todas formas, el ejército deberá dispersarse para pasar el invierno —dijo Athielle—. En estos momentos no hay un solo reino que pueda alimentar tantas tropas durante la estación de las heladas. Difundiremos el rumor de que el ejército se ha trasladado a Ellyrion; la flota de Lothern puede hacerlo parecer mandando varias naves a realizar la travesía por el Mar Interior. En realidad, las compañías regresarán a sus respectivos cuarteles.
—¿Y qué pasa si nuestro engaño funciona y los druchii deciden lanzar una ofensiva? —preguntó Koradrel—. Cracia no aguantará solo; ni tampoco Ellyrion.
—El enemigo apenas si dispone de tiempo para una invasión antes de la llegada del invierno —dijo Caledor—. Nagarythe es una tierra con un clima riguroso, y los druchii tendrán más dificultades que nosotros para conseguir suministros. De todas maneras, si intentan alguna acción, será por medio de los adeptos a las sectas, y si éstos son tan idiotas como para atreverse a salir, encontrarán pocos apoyos.
—¿Y en primavera? —preguntó Thyriol—. Tanto si arrastramos a los sectarios fuera de sus escondites como si no, su exterminio no implica la rendición del enemigo.
—Un doble engaño —respondió Caledor, esbozando una sonrisa—. Correremos la voz de que nuestro plan de atacar es una artimaña; cuando en realidad llevaremos con la mayor presteza posible el ejército a Ellyrion y asaltaremos Tiranoc. Estoy seguro de que en el reino todavía quedan elfos que estarán encantados de alistarse en nuestras filas.
—¿Asaltar Tiranoc? —dijo Garvalon—. ¿Tan seguros estamos de nuestras fuerzas como para correr el riesgo?
—De lo que estoy seguro es de que retrasarlo no nos hará más fuertes —contestó Caledor.
El plan se puso en marcha. Se despacharon, con gran alarde y descaro, emisarios con destino a las guarniciones para que informaran de la artimaña que estaba fraguándose, con la esperanza de que las disposiciones fueran interceptadas y cayeran en manos de los druchii. Entretanto, los príncipes regresaron a sus respectivos reinos con los verdaderos planes y con la instrucción tajante de que no se confiaran a nadie más. Llegada la primavera, Caledor transmitiría la orden de congregar el ejército a Thyriol, quien informaría al resto de los príncipes mediante sus cristales mensajeros. Para cuando los druchii se enteraran de que el ejército rival estaba reuniéndose en Ellyrion, ya sería demasiado tarde, y carecerían de tiempo de reacción.
Por primera vez en muchos años, Caledor abandonó el consejo con cierta confianza en sus posibilidades. No obstante, después de la experiencia de ver cómo su optimismo se hacía añicos durante la recuperación de Cothique, el Rey Fénix no se dejó llevar por la esperanza, y más bien se sintió satisfecho por haber recuperado la iniciativa de la guerra. Pasó el invierno en Tor Caled con su familia, cuya compañía toleró mejor que durante su visita anterior.
El invierno en Caledor era especialmente severo. Vientos huracanados y lluvias torrenciales castigaban las montañas durante toda la estación, y ningún elfo se aventuraba a salir de su casa a menos que no le quedara más remedio. Los dragones se cobijaban en sus cuevas, y el rey pasaba muchas horas asomado a las ventanas del palacio, con la mirada fija en el norte, preguntándose si la inclemencia de la meteorología no sería el producto de algún conjuro de sus enemigos.
Una granizada notó Tor Caled durante los últimos días invernales. Unas bolas de hielo grandes como puños aporreaban las tejas de los tejados y acribillaban los adoquines de las calles. El hielo sobresalía de los aleros de los tejados de las casas y de los palacios, y los centinelas que patrullaban las murallas buscaron refugio en sus cuartos de guardia, donde se calentaban en hogueras de braseros mágicos.
En medio del aguacero apareció una figura solitaria, profusamente abrigada contra las arremetidas del cielo. El misterioso visitante llegó a caballo hasta las puertas de la ciudad y solicitó permiso para entrar tras identificarse como Carathril, heraldo mayor del Rey Fénix. Conscientes de que sólo las noticias más urgentes podían haber obligado al mensajero a emprender su viaje con aquel tiempo terrible, los centinelas de guardia enviaron mensajeros por delante de ellos para avisar a Caledor de su llegada y condujeron a Carathril al palacio lo más rápido que pudieron.
El heraldo compareció en el salón del trono de Caledor con un aspecto de lo más desaliñado. Se había desprendido de las pieles más pesadas y de la capa, pero su larga cabellera caía lacia sobre su túnica empapada; los criados del Rey Fénix le habían colocado una manta sobre los hombros. El soberano ordenó que se trajera vino caliente para su heraldo; luego hizo una indicación a Carathril para que tomara asiento en uno de los sillones dispuestos alrededor del trono y él mismo se sentó a su lado.
—Los druchii se han puesto en movimiento —anunció el heraldo, con los dientes castañeándole. Estaba pálido y demacrado, con los labios lívidos, y el agotamiento le nublaba los ojos—. Finudel envió un mensaje a la Isla de la Llama. Las fortalezas del norte de Ellyrion se han quedado vacías; las guarniciones han desaparecido. Llegó un águila que informó de que un ejército oscuro estaba marchando hacia el sur por los Annulii, en dirección al Paso del Águila. Finudel y Athielle reunirán todas las tropas que puedan conseguir, pero solicitan que congreguéis vuestro ejército para hacer frente al ataque.
Los criados aparecieron con comida y bebida. Caledor dio instrucciones a Carathril de que descansara y se recuperara mientras él meditaba sobre las noticias que acababa de darle. El Rey Fénix se reunió con su hermano en sus aposentos y le contó lo que estaba sucediendo.
—Cabalgaré hasta las cuevas de los dragones —dijo Dorien—. Mientras yo los despierto de su hibernación, tú debes reunir todas las tropas que puedas para ayudar a los ellyrianos.
—Envía a tus jinetes más veloces a Lothern y que la Guardia del Mar parta inmediatamente hacia la costa de Ellyrion —dijo Caledor—. Enviaré a Carathril de vuelta a la Isla de la Llama con la noticia de que emprendemos la marcha. Lleva los dragones a Tor Elyr; los príncipes irán conmigo.
—Los druchii están locos emprendiendo una campaña en invierno —apuntó Dorien—. En Nagarythe, la nieve debe de haber causado estragos.
—Algo los habrá empujado a ello —dijo Caledor—. A menos que controlen los elementos. Tal vez nuestra estrategia de hacerlos salir ha funcionado mejor de lo que esperaba.
—Sólo habrá funcionado si derrotamos a su ejército —señaló Dorien—. Este ataque preventivo nos ha pillado con la guardia bajada.
—Sí que resulta perturbador —convino el Rey Fénix—. Temo que nuestros secretos hayan sido revelados y que los druchii conozcan parte de mis intenciones. ¿Qué otra explicación podría tener una campaña tan precipitada?
—No le des demasiadas vueltas, hermano —dijo Dorien, abriendo el baúl donde guardaba su armadura—. Los druchii no piensan de una manera racional, e intentar comprenderlos es participar de su locura.
Caledor deseó a su hermano que tuviera un viaje sin incidentes y regresó al salón del trono. Carathril parecía algo recuperado de su terrible experiencia invernal; sin embargo, su semblante se tomó en la viva imagen de la resignación cuando Caledor le informó de que debería partir al día siguiente para entregar mensajes al resto de los reinos.
—Ojalá pudierais disfrutar de la hospitalidad de mi reino por más tiempo —se disculpó Caledor, posando una mano en el hombro del heraldo—. Nadie ha invertido más esfuerzo en nuestra causa que vos.
—Parece que Morai Heg ha elegido para mí una vida transcurrida en una silla de montar —dijo el heraldo—. Mi barco espera mi regreso inmediato. No hay por qué retrasar mi partida; saldré esta misma noche.
Caledor le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y apretó la mano alrededor del hombro de Carathril.
—Bel Shanaar cometió muchos errores, pero la elección de su heraldo no fue uno de ellos —dijo el Rey Fénix.
Carathril forzó una sonrisa. Sus manos envolvían una taza de humeante ponche caliente de vino y especias. Caledor abandonó al heraldo y acudió junto a su esposa y su hijo para explicarles que pronto debería partir.
* * *
La marcha hacia el norte era una pesadilla. Las tormentas invernales no amainaban, y el ejército de Caledor hacía su camino a través del viento y de la lluvia. Las carreteras que recorrían las montañas tenían más de arroyos poco profundos, y los aludes de barro y los desprendimientos a menudo les bloqueaban el paso, lo que retardaba aún más el progreso.
Mientras descendían hacia las estribaciones que se extendían entre Caledor y Ellyrion, el tiempo mejoró; aun así, de ningún modo las condiciones meteorológicas propiciaban una marcha rápida. El ejército viajaba ligero de víveres y de pertrechos, pues la severidad del temporal les había obligado a dejar en Tor Caled los vehículos de transporte. Las tropas ellyrianas sufrirían de la misma privación de máquinas de guerra —ese tipo de artefactos no se avenía con la velocidad de movimientos de las columnas de Guardianes de Ellyrion—, de modo que Caledor diseñó una estrategia adecuada a las características del ejército que tenía a su disposición. Intentar contener a los druchii en el Paso del Águila sería una imprudencia; además, tendría que convencer a Finudel y a Athielle para que le permitieran desplegarse por las llanuras, donde se sacaría mayor provecho a los dragones y a la caballería del Rey Fénix.
La meteorología mejoraba a un ritmo constante mientras cruzaban la frontera con Ellyrion. Las tormentas se convirtieron en chubascos, hasta que finalmente dejó de llover cuando los chapiteles de las torres de Tor Elyr aparecieron en el horizonte. Caledor se sintió aliviado cuando divisó una gran cantidad de pabellones y de caballadas alrededor de la capital de Ellyrion. El ejército ellyriano seguía allí. Su confianza se incrementó cuando vio seis dragones patrullando por el cielo, atentos a la posible aproximación del enemigo.
La reunión que Caledor mantuvo con Finudel y con Athielle fue breve. Los príncipes estuvieron conformes con el plan ideado por el Rey Fénix y enviaron escuadrones de sus caballeros de escuetas armaduras al Paso del Águila para vigilar la llegada de los druchii. Dos dragones los acompañaron como escolta, para garantizar que no sufrieran un ataque. Por otro lado, el ejército conjunto marchó durante dos jornadas hacia el oeste; una decisión que tenía como fin proteger Tor Elyr de un ataque.
La espera era tensa. Nadie conocía con certeza las dimensiones de las huestes naggarothi, y Caledor no podía sacarse de la cabeza la idea de que simplemente se trataba de una estrategia de divertimiento enemiga, diseñada para desviar su atención de otro objetivo. El Rey Fénix envió a uno de sus príncipes dragoneros al norte, para que alertara a Koradrel de Cracia de la posibilidad de que los druchii lanzaran una nueva ofensiva contra su reino y para que diera a su primo garantías de que marcharía en su ayuda de inmediato si sus temores se revelaban ciertos.
Los guardianes enviados para vigilar al enemigo regresaron tres días después, y confirmaron que un nutrido ejército de druchii había dejado atrás el Paso del Águila y se dirigía hacia Tor Elyr. Un dragón negro, además de varios grifos y mantícoras, acompañaba las huestes naggarothi. Eso no inquietó en exceso al Rey Fénix, pues sus dragones serían un duro rival para las bestias druchii.
Con el beneplácito de Finudel y de Athielle, Caledor ordenó al ejército iniciar la marcha. El Rey Fénix estaba ansioso por enfrentarse cuanto antes al ejército naggarothi. Con esta nueva ofensiva desbaratada, Caledor tendría las manos libres para responder a otra ofensiva o, como era su esperanza, para poder reunir su ejército y lanzar un ataque en territorio de Tiranoc a principios de la primavera.
El cielo aparecía encapotado sobre los ejércitos de Caledor y de Ellyrion que enfilaban hacia el Paso del Águila. El invierno todavía daba sus últimos coletazos, y ráfagas de lluvia gélida barrían las llanuras llegadas desde las cumbres.
Los exploradores informaron de que el enemigo había acampado en las estribaciones de los Annulii. Al parecer, su intención era custodiar la entrada al Paso del Águila; un hecho que confirmaba las sospechas de Caledor de que las huestes druchii habían sido movilizadas para interferir cualquier intento del Rey Fénix de asaltar Tiranoc. A la luz de estas noticias, la marcha apresurada hacia el sur de los naggarothi tenía más sentido, y daba a entender un cambio en la estrategia que habían seguido en los años precedentes.
—Tal vez Carvalon y Tithrain tenían razón —sugirió Finudel, que recibía como anfitrión a Caledor en el pabellón que compartía con su hermana.
El ejército se encontraba a dos jornadas de marcha del campamento druchii, y Caledor había convocado a los príncipes y a los capitanes para un último consejo antes de la batalla.
—Los druchii han agotado sus energías y ya no pueden dividir sus tropas para lanzar ofensivas en los demás reinos —añadió Finudel.
—No —aseveró Caledor—. ¿Por qué no defienden la entrada occidental del paso? Lo único que puede atraerlos al este es Tor Elyr.
—¿Y eso qué cambia? —inquirió Dorien—. El enemigo ha cometido un error, y nosotros deberíamos aprovecharlo.
—En eso estoy de acuerdo —apuntó el Rey Fénix—. Atacaremos según lo planeado. La caballería ellyriana formará el ala sur del contingente y flanqueará el campamento enemigo por el oeste para bloquear el camino al Paso del Águila. El resto del ejército participará en el ataque.
Se diseñaron planes más detallados a partir de la información que aportaron los piquetes de exploradores. Los druchii habían ocupado una cadena de colinas que se extendía de sureste a noroeste, protegido al este por un lago. La masa de agua no era obstáculo para los dragones; Caledor aprovecharía el descuido enemigo y cruzaría el lago a la cabeza de sus dragones para atacar el flanco desprotegido de los naggarothi mientras la infantería los hostigaba por el sur.
Cuando el plan estuvo decidido, los príncipes y los capitanes regresaron a sus compañías. Caledor aún se quedó un rato más con Finudel y con Athielle.
—Si mis planes os parecen equivocados, podéis decírmelo —dijo el Rey Fénix a los príncipes ellyrianos, tras detectar un atisbo de renuencia en ambos.
—El plan está bien —respondió Finudel; si bien intercambió una mirada fugaz con su hermana.
—Sin embargo, si falla, el enemigo tendrá el camino despejado hasta Tor Elyr —añadió Athielle—. Si la victoria se nos escapa, nos veremos desplazados al sureste, lejos de la ciudad.
—Mejor que no falle —dijo Caledor—. Ninguna batalla está ganada de antemano, pero no podemos permitir a los druchii instalarse y hacerse fuertes en la vertiente oriental de las montañas. Abandonar el norte de Ellyrion para trasladarse al sur sugiere que los druchii podrían intentar utilizar vuestro reino como paso previo a la invasión de Caledor.
—No quiero parecer duro, pero ¿tan malo sería eso? —observó Finudel—. Es decir, Caledor apenas se ha visto afectada por la guerra, y sus defensas son sólidas.
—Tendrían que destruir Tor Elyr —dijo Athielle—. Querrían evitar la amenaza que la ciudad supondría para su campamento provisional. Aquella idea llenó de consternación a Finudel.
—Eso nos devuelve a nuestra preocupación inicial —señaló el príncipe—. Quizá los druchii tienen otro ejército en el paso, esperando a que nosotros dejemos desprotegido nuestro flanco con el ataque al campamento.
—Si veis otra manera de proceder, decídmelo ahora —dijo Caledor—. De lo contrario, dentro de dos días atacaremos.
Los regentes de Ellyrion no ofrecieron un plan mejor, de modo que Caledor regresó a su tienda. Dio permiso a sus criados para que se retiraran y se sentó absorto en sus pensamientos, intentando adivinar el propósito de la invasión druchii. Contempló la situación desde todos los ángulos, y la estrategia de divertimiento o el preámbulo de una aproximación a Caledor seguían pareciéndole los motivos más probables.
Lo que quiera que fuera que tramaban los druchii, Caledor estaba resuelto a aniquilar su ejército y lidiar con las consecuencias que se derivaran de ello. Tal como Dorien le había advertido, enredarse en buscar segundas intenciones en las acciones de los fanáticos naggarothi carecía de sentido.
* * *
El viento que se levantó traía el frío de las montañas, y las nubes bajas componían un uniforme manto gris desplegado en el cielo. La vanguardia de los guardianes de Finudel se, había enzarzado en una pequeña escaramuza con unos exploradores naggarothi a media mañana, y habían obligado a los piquetes enemigos a regresar a su campamento. El ejército de Caledor se aprestó desplegado en una línea de batalla mientras en el campamento enemigo los cuernos tocaban y las filas de lanceros y de ballesteros formaban junto a las tiendas.
Una barricada levantada con afiladas estacas defendía el flanco sur, y la breve incursión de un escuadrón de caballeros reveló que también se habían cavado zanjas; lo que imposibilitaba una carga de caballería. Aquello no supuso un contratiempo para Caledor, pues en sus planes no entraba arriesgar su caballería en un ataque frontal. Mientras varios millares de druchii se congregaban para la batalla, el Rey Fénix supo que su plan funcionaría. El enemigo no suponía un rival de entidad para un ataque aéreo desde el lago.
Mezclado con el negro y el púrpura de los naggarothi se distinguían varios estandartes rojos decorados con símbolos khainitas. Su descubrimiento despertó la ira entre las tropas de Caledor, que recordaron las atrocidades perpetradas en Cothique. El Rey Fénix dedicó duras palabras a sus capitanes para que no permitieran que las ansias dé represalias nublaran su juicio; debían seguir al pie de la letra el plan establecido, y no ensañarse en los khainitas movidos por la sed de venganza si eso significaba un desvío en lo acordado.
Tras recibir las promesas de que todo transcurriría tal como el Rey Fénix había decidido, Caledor emprendió el vuelo montado sobre Maedrethnir. El dragón estaba algo hosco.
—Un día húmedo para una batalla —retumbó el dragón—. ¿Me sacas de la comodidad de mi guarida por esta chusma?
—Mira allí, al oeste del campamento —respondió Caledor.
Posado sobre un saliente rocoso, un dragón negro replegaba las alas. Desde aquella distancia, Caledor no distinguía ningún detalle del jinete, cuya ubicación resultaba extraña si su intención era apoyar a sus tropas.
Dos mantícoras y otros tantos grifos con sus respectivos jinetes emprendieron el vuelo y sobrevolaron el campamento, pero el dragón y el elfo que lo montaba no se movieron. La criatura era enorme, y su figura sobresalía de los pabellones de los druchii. Caledor no tuvo ninguna duda de que aquel dragón debía ser la montura de un importante príncipe druchii.
Entre las tropas naggarothi había otras bestias que los domadores guiaban hasta sus posiciones a base de aguijadas. Las criaturas caminaban pesadamente envueltas en nubes de vapor y de humo en su avance por los espacios que les había dejado la infantería.
Caledor emprendió un vuelo rasante y ordenó a sus capitanes que tocaran a avance. Las trompetas resonaron a lo largo de la línea plateada y blanca y, al unísono, el ejército del Rey Fénix inició la marcha. Finudel y sus Guardianes de Ellyrion se escindieron de la columna principal y enfilaron hacia el oeste, mientras que Athielle y su caballería emprendieron una ruta más directa por el norte, que la situaba entre su hermano y el enemigo con la misión de atajar cualquier intento de contraofensiva.
Para no revelar tan pronto sus intenciones, Caledor sobrevoló en círculo sus tropas en compañía del resto de los príncipes dragoneros. Cuando el enemigo estuviera a tiro de las flechas, los dragones se dirigirían hacia el este y arremeterían contra los naggarothi desde el lago.
Aprovechando el privilegio que le proporcionaba la altura, el Rey Fénix examinó la disposición del campamento druchii. No difería de otros que había visto con anterioridad, y las tiendas se alzaban en ordenadas filas. Sin embargo, Caledor se fijó en varios grupos de tiendas que conformaban el límite sureste del campamento, y le pareció que las dimensiones del asentamiento eran excesivas para el número de tropas que habían formado para la batalla. El Rey Fénix se tomó un momento para reflexionar, y concluyó que aquello confirmaba sus sospechas de que el campamento estaba pensado para funcionar como un asentamiento provisional, y que se había preparado para recibir y albergar más tropas en el futuro mientras se construían las fortificaciones.
Algunos sectarios no fueron capaces de mantener sus posiciones y salieron de la línea druchii. Sus aullidos y sus chillidos pudieron oírse mientras Maedrethnir se deslizaba siguiendo la línea del ejército de Caledor. Las compañías de lanceros no interrumpieron su avance, y dejaron que los arqueros, que se detuvieron y formaron largas líneas con los arcos prestos, se encargaran de los khainitas.
Con la primera ráfaga de flechas, los khainitas acometieron la carga contra la parte central del ejército de Caledor, y una nube de saetas los envolvió. Los sectarios caían por docenas alcanzados por las disciplinadas descargas de los arqueros, e iban dejando una estela de cuerpos semidesnudos. Haciendo caso omiso de sus compañeros caídos, los khainitas insistieron en su carga hacia los arqueros.
Ni un sectario alcanzó la línea rival, pero su ataque suicida había alterado la cohesión del ejército de Caledor. Las compañías de lanceros estaban entrando en el radio de acción de las ballestas de repetición enemigas sin la cobertura de los arqueros. Si esperaban a que éstos se reunieran con ellos, los proyectiles enemigos causarían estragos entre sus filas; si, por el contrario, continuaban el avance, se arriesgaban a ser flanqueados por las tropas de una contraofensiva.
—¡Únete a los lanceros! —gritó Caledor en dirección a Dorien, agitando la lanza hacia el enemigo—. ¡Llévate a Anatherion!
Dorien le hizo un gesto para confirmarle que le había oído, y los dos dragones se lanzaron en picado y rápidamente alcanzaron a las compañías de lanceros. El enemigo había concentrado las fuerzas de su línea para contrarrestar aquel ataque a costa de debilitar los flancos, todavía con la confianza intacta en la defensa natural que les proporcionaba el lago. Caledor hizo una indicación al resto de los príncipes dragoneros para que lo siguieran y enfiló hacia el este, en dirección al lago.
Dorien y Anatherion se deslizaron en un vuelo rasante por encima de la línea druchii, y sus dragones vomitaron fuego sobre los guerreros armados de ballestas de repetición mientras los lanceros de Caledor se afanaban para superar las zanjas defensivas. Las mantícoras y los grifos salieron disparados por el campamento y enseguida un barullo de bestias emprendió el vuelo y se lanzó contra las líneas de infantería. Las criaturas de menor tamaño pretendían separar a los dos dragones, de modo que centraron sus ataques en uno. Dorien y su compañero se percataron de la amenaza y ascendieron por el cielo, casi punta de ala con punta de ala, y dejaron atrás a las mantícoras y a los grifos. Tras un breve intercambio de impresiones, volvieron a descender de una manera fulgurante hacia las mantícoras, con los dragones escupiendo fuego y con las garras abiertas.
Caledor no perdía ojo de la batalla principal mientras Maedrethnir sobrevolaba el lago, removiendo las aguas tranquilas con las batidas de sus alas. Los lanceros ya casi habían alcanzado la línea druchii y los arqueros se apresuraban para procurarles una cobertura con sus flechas. La caballería de Athielle ya había llegado a las colinas que se levantaban al oeste del campamento y enfilaba hacia el norte para sorprender al enemigo por la retaguardia. En cuestión de segundos, Caledor y sus dragones se presentarían en el extremo oriental del asentamiento, y los druchii estarían rodeados.
Una serie de movimientos en el campamento enemigo atrajo la mirada del Rey Fénix. Docenas de tiendas estaban siendo desmanteladas rápidamente, y bajo las lonas aparecían baterías de lanzavirotes de repetición. En cuanto eran descubiertas, las máquinas de guerra empezaban a arrojar sus mortíferos proyectiles. La primera descarga devastadora, disparada por los naggarothi mientras trasladaban los artilugios más allá de la estacada, segó la línea de lanceros, que cayeron por veintenas.
Caledor se encontró volando por una nube de lanzas con las moharras de hierro y con una runa letal refulgiendo en las astas. Maedrethnir hizo lo que pudo para esquivar la cortina de proyectiles, pero algunos repiquetearon en sus escamas y le rasgaron el costado mientras viraba para poner rumbo norte. Una lanza le atravesó un ala y le dejó un boquete abrasador, y el dragón soltó un gruñido de dolor.
Detrás de Caledor, Imrithir y su montura no tuvieron tanta suerte. Alcanzado de lleno por la ráfaga de proyectiles, el príncipe se desplomó sobre su silla con el pecho perforado por una lanza; por su parte, su montura agitó las patas para arrancarse los dos proyectiles que le sobresalían de la garganta y cayó al lago en picado, provocando una tremenda erupción de agua.
Contra tal densidad de proyectiles enemigos, las compañías de lanceros se las veían y se las deseaban para avanzar un metro. Los soldados que superaban con éxito las estacadas y eludían los proyectiles se convertían en un blanco fácil para las ballestas de repetición, y caían a centenares. Caledor se escabulló rápidamente hacia el norte, fuera del alcance de los lanzavirotes, y buscó una ruta alternativa para su incursión en el campamento enemigo. Sin embargo, se percató de que un cordón de máquinas de guerra rodeaba toda la colina.
La batalla había dado un vuelco en un abrir y cerrar de ojos. Athielle se vio obligada a renunciar a la carga de sus guardianes, y no tuvo más remedio que dejar que la infantería se metiera en la boca del lobo sin poder prestarles apoyo. Hidras y quimeras se sumaron a la lucha, aplastando y mordiendo elfos, y escupiendo fuego y gases paralizantes que causaban estragos.
Sobre el campamento, Dorien y Anatherion hicieron cuanto pudieron para cernirse sobre las máquinas de guerra druchii, pero constantemente tenían que desistir hostigados por la mantícoras y los grifos. Para evitar ser derribados, los dos príncipes tenían que irse cada vez más hacia el norte, lejos de la infantería asediada.
Ahora que los druchii habían revelado los lanzavirotes ocultos hasta entonces, Caledor comprendió la astucia con la que habían sido emplazadas, ya que si un dragón intentaba descender para destruir una de las baterías, se convertía en un blanco fácil para al menos otro par de lanzavirotes. El Rey Fénix sobrevoló el campamento, buscando en vano alguna grieta en las defensas. Con las máquinas de guerra enfrente, los capitanes de infantería habían tocado a retreta, y la línea había retrocedido hasta las zanjas, donde al menos los soldados podían cobijarse de las constantes descargas de los lanzavirotes. No obstante, sólo era una solución provisional, pues en algún momento tendrían que avanzar o retirarse, y entonces serían abatidos.
Caledor tenía que pensar algo rápido. La infantería druchii estaba recuperando la formación tras el tumulto inicial para avanzar aprovechando la ventaja que habían conseguido. La situación era mala, pero un movimiento decisivo ahora podía dar un vuelco a la batalla y ponerla a favor de las fuerzas del Rey Fénix.
Caledor se fijó en que el jinete dragonero naggarothi no se había movido. Tal vez el príncipe era precavido y no quería arriesgarse a participar en la lucha, o tal vez, simplemente quería dejar abiertas sus opciones. Sea como fuere, Caledor no podía confiar en lograr una victoria a menos que consiguiera sacar de allí al dragón negro, preferiblemente llevándoselo lejos de la cobertura de los lanzavirotes.
Maedrethnir viró de nuevo, a una altura excesiva para los proyectiles druchii. Caledor divisó más movimiento en el campamento enemigo. Desde tan alto era imposible distinguir nada, pero al rey le pareció ver que unas manchas penumbrosas se deslizaban de una tienda a otra.
—¿Qué ves tú? —preguntó a Maedrethnir, cuya vista era aún mejor que la del Rey Fénix.
El dragón miró hacia abajo, se detuvo y permaneció cernido. Un extraño retumbo salía de su pecho: un ruido característico de los dragones para expresar sorpresa.
—Parecen sombras caminando —respondió Maedrethnir—, pero no veo los cuerpos que las proyectan.
Durante el tiempo que estuvo observando, Caledor vio que las sombras informes convergían en uno de los lanzavirotes. Pareció producirse algún tipo de escaramuza, y los artilleros druchii que manejaban el artefacto desenfundaron sus espadas para enfrentarse a un contrincante que Caledor no lograba distinguir. Lo que fuera que estuviera atacando a las cuadrillas de los artilugios bélicos no tardó en aplastarlas. La batería enmudeció, y las sombras se dispersaron por el campamento hasta que reaparecieron junto a otro lanzavirotes.
—¡Al ataque! —bramó Caledor, viendo la oportunidad—. ¡Por el este!
Maedrethnir no vaciló; plegó las alas y se lanzó en picado. Caledor notó el escalofrío que recorrió el cuerpo del dragón cuando entraron en el radio de acción de las catapultas de flechas. Sin embargo, las máquinas no lanzaron ninguna descarga, y montura y jinete prosiguieron su vertiginoso descenso. Ya más cerca, Caledor distinguió un grupo de elfos que bregaba con las cuadrillas de los lanzavirotes. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, pero sabía que no había tiempo que perder.
El Rey Fénix echó un vistazo arriba y comprobó que el resto de los príncipes dragoneros se habían percatado del descenso seguro de su rey y que, envueltos en los rugidos y en las bolas de fuego de sus monturas, se lanzaban en picado, enardecidos por la sed de venganza contra los druchii que habían estado martirizándolos. Advertidos del ataque de los dragones, la infantería reanudó el avance, acompañada por el sonido de las trompetas que anunciaban el asalto, y, por fin, Athielle y Finudel pudieron dar vía libre a la carga de sus escuadrones de caballería.
Caledor echó un vistazo al dragón negro y vio que su jinete no había movido un dedo tras el cambio de rumbo que había experimentado la batalla. No obstante, el Rey Fénix tuvo que encargarse de un asunto más apremiante, pues una mantícora y su jinete emprendieron el vuelo desde la línea druchii directos hacia él.
—Ten cuidado con el aguijón —advirtió Caledor a su dragón.
—No será la primera mantícora que mate —respondió Maedrethnir, soltando una risotada—. Tú preocúpate del jinete, que yo te enseñaré cómo tratar a un bicho de ésos.
El druchii iba sentado a horcajadas sobre la bestia rugiente y empuñaba una lanza recubierta de una energía crepitante. Caledor rechazó la embestida con su escudo, y la magia del encantamiento protector que refulgía en él saltó a la moharra de ithilmar. La lanza del Rey Fénix encontró el muslo del jinete de la mantícora; le atravesó la armadura y el hueso y se introdujo en el costado del monstruo, que lanzó un aullido de dolor y descargó su aguijón contra la parte inferior de Maedrethnir. El dragón agarró el apéndice restallante con una de sus garras traseras y con la otra asió a la mantícora por la garganta.
Batiendo poderosamente las alas, Maedrethnir ascendió por el cielo, arrastrando a la mantícora. El jinete druchii seguía vivo y arremetió con su lanza contra el cuello del dragón, pero Caledor desvió la punta con su propia pica. Maedrethnir giró ligeramente, se pasó la cola de la mantícora a una garra delantera y de una dentellada se la seccionó. El aguijón cayó rápidamente del cielo mientras la monstruosa bestia se revolvió violentamente, retorciéndose y gruñendo, aprisionada en la garra inflexible del dragón.
—Y ahora, el golpe de gracia —declaró Maedrethnir.
El dragón apretó la mandíbula alrededor del jinete y atravesando el espinazo de la mantícora. Los dientes de Maedrethnir rechinaron triturándole las vértebras, y los chaparrones de sangre regaron el lejano campamento que se extendía debajo. Haciendo un último esfuerzo, el dragón flexionó el cuerpo y las patas y partió en dos la mantícora; soltó los pedazos ensangrentados y el cadáver del jinete se desprendió de su montura mientras los restos del monstruo caían dando vueltas hacia el suelo.
En cuanto devolvió la mirada a la infantería druchii, Caledor supo que la batalla estaba ganada. El enemigo abandonaba a la desesperada sus posiciones y regresaba en tropel al campamento. Cuando Finudel y Athielle emergieran por el lado opuesto del campamento, los druchii no tendrían escapatoria. Muchos soldados naggarothi tiraban las armas y suplicaban clemencia; sin embargo, los caballeros y los lanceros hacían oídos sordos a sus ruegos mientras estrechaban el cerco en torno a ellos, matando a todo aquel que se cruzaba en su camino.
Los dos grifos y sus respectivos jinetes habían sido exterminados por los otros príncipes dragoneros, y la mantícora que había sobrevivido huía hacia el este, pues su jinete había decidido que una retirada a tiempo era procedente. Caledor miró de nuevo hacia el dragón negro. El hecho de que su jinete no entrara en acción y se conformara con contemplar la masacre resultaba perturbador. Se preguntó si no sería más que una ilusión creada por los brujos druchii y ordenó a Maedrethnir que se dirigiera hacia él. En cuanto el rey y su montura pusieron rumbo a él, el dragón emprendió el vuelo, y sus poderosas alas proyectaron una sombra descomunal sobre el campamento.
Por simple despecho, el druchii se deslizó por un escuadrón de Guardianes de Ellyrion de Athielle, derribando docenas de jinetes y de caballos mientras su dragón exhalaba unas nubes de humo venenoso que intoxicó a muchos más. El monstruo de escamas negras se inclinó lánguidamente y enfiló hacia el oeste. Caledor advirtió entonces un fugaz resplandor azul —una espada llameante con la que el jinete le dedicaba un saludo burlón—, e inmediatamente el dragón remontó el vuelo, directo hacia las nubes. Llevaba demasiada ventaja para intentar alcanzarlo, y enseguida desapareció engullido por el celaje que se extendía sobre las cumbres.
Perturbado por aquella visión e inseguro de su significado, Caledor condujo a Maedrethnir hasta el suelo. Buena parte del campamento ya había sido arrasado, y el único foco de resistencia parecía encontrarse en un grupo de elfos con atavíos negros que se había refugiado en un bosquecillo de la vertiente norte de la colina.
—¡El fuego los obligará a salir! —dijo Dorien, pasando a ras de suelo montado sobre su dragón junto al rey Fénix.
Caledor no tuvo tiempo de responderle, pues su hermano ya remontaba el vuelo para alcanzar la altura precisa para acometer su ataque en picado.
Un grito llegado por su izquierda reclamó su atención.
—¡Suspended el ataque! —bramó Finudel, deslizándose al galope entre las hileras de tiendas devastadas, seguido por sus jinetes, que se las veían y se las deseaban para mantener el paso de su príncipe.
—¡Son nuestros aliados! —gritó Athielle, apareciendo con igual precipitación por el oeste.
Los hermanos príncipes frenaron sus monturas junto a Caledor, con los semblantes horrorizados.
—Los naggarothi del bosque no son enemigos —anunció Finudel—. Los conozco.
—¡Son los Sombríos de Anar! —jadeó Athielle—. No les hagáis daño.
Mascullando una retahíla de maldiciones, Caledor ordenó a Maedrethnir que emprendiera el vuelo con un bramido, y jinete y dragón se lanzaron directos hacía la arboleda mientras Dorien acometía su descenso fulgurante, dejando una estela de humo y fuego que emanaba de las fauces de la bestia. Caledor sabía que no tenía sentido gritarle, pues el rugido del viento impediría oír nada a su hermano.
—Ponte delante de ellos —ordenó a Maedrethnir—. ¡Rápido!
El dragón salió disparado hacia el bosquecillo; las violentas rachas de viento que levantaban las batidas de sus alas derribaban a los elfos situados debajo. Caledor encogió el cuerpo y levantó el escudo para desviar la corriente de aire por encima de su cabeza y así evitar que la fuerza del viento lo arrancara de la silla.
Dorien no frenó, probablemente interpretando que Caledor estaba sumándose al ataque. Lo único que el rey podía hacer contra el embate del viento era sujetar con fuerza la lanza y el escudo y escudriñar por sus Ojos convertidos en dos estrechas rendijas.
Maedrethnir rugió, y todo su cuerpo vibró por el sobreesfuerzo. El bramido ensordecedor tocó la fibra sensible de Caledor, que por un momento se sintió dominado por un miedo primario que a punto estuvo de hacerlo soltar la lanza. El dragón había lanzado un rugido de desafío, un bramido de caza, una declaración de territorialismo que estaba fuera del alcance de cualquier otra criatura.
La montura de Dorien reaccionó instintivamente, y se desvió de la trayectoria que lo conducía al bosquecillo para cargar precipitadamente contra Maedrethnir, contestándole con otro rugido. Dorien casi salió despedido de su silla trono por el repentino cambio de dirección de su dragón y perdió su escudo, que se estrelló contra los árboles mientras los dos dragones se deslizaban como rayos el uno hacia el otro.
Caledor se dio cuenta de que Maedrethnir, al pronunciar su rugido de desafío, había revertido a su estado más salvaje. El Rey Fénix bramó los encantamientos del Domadragones, intentando restituir al dragón de su comportamiento primitivo, y supuso que Dorien estaría haciendo lo mismo.
Maedrethnir soltó un extraño chillido de dolor que irrumpió de repente en su furibundo arrebato. El dragón plegó las alas y cayó por el cielo como una enorme piedra, de modo que la otra criatura pasó de largo, y sólo pudo volver a desplegarlas parcialmente antes de estrellarse contra el suelo, con las patas extendidas para reducir la violencia del impacto. Los troncos de los árboles saltaron por los aires hechos trizas y las ramas salieron disparadas en todas las direcciones bajo el peso del dragón. Convertidos en una avalancha de tonos verdes y marrones, dragón y jinete se precipitaron por la suave ladera de la colina, con Maedrethnir abriendo con las garras profundos surcos en el suelo para frenarse.
Finalmente pararon, y el dragón plegó el cuerpo, jadeando penosamente. Caledor tenía un dolor lacerante en el cuello, y se dio cuenta de que estaba apretando los dientes tan fuerte que se le habían agarrotado los músculos de la mandíbula. Haciendo un esfuerzo, el rey abrió la boca, y una punzada de dolor le recorrió los costados del cuello.
Maedrethnir meneó la cabeza, despidiendo humo por el hocico mientras recobraba el sentido.
—¿Estás bien? —preguntó el dragón, torciendo el cuello para volverse a Caledor.
El Rey Fénix lanzó un gruñido y asintió como buenamente pudo, incapaz de hablar. Soltó el escudo y la lanza en el suelo y se arrancó el yelmo ornamentado y los guanteletes. Se frotó el cuello y las manos y estiró la espalda, asustado por la posibilidad de haberse roto la columna vertebral. No notó ningún dolor y relajó el cuerpo; se inclinó hacia el dragón para darle unas palmaditas en el lomo.
—No estamos solos —dijo Maedrethnir.
Caledor paseó la mirada en derredor y se encontró rodado por varias docenas de elfos con atuendos negros y con los arcos combados y con sus flechas apuntando directamente hacia él. Uno de los elfos se acercó al rey; el arco que empuñaba era un hermoso objeto de color plata y blanco, con la cuerda más fina que el cabello de una dama. Unos ojos oscuros, sepultados en la capucha del elfo, clavaban su mirada gélida en el rey. El desconocido bajó lentamente su arco, y el resto de los elfos de oscuros atuendos lo imitaron de inmediato.
—Vos debéis de ser el Rey Fénix —dijo el líder de los misteriosos elfos, quitándose la capucha para dejar al descubierto una sencilla corona de plata—. El que se hace llamar Caledor.
—Y vos debéis de ser Alith de Anar —respondió Caledor—. El que se hace llamar el Rey Sombrío.
* * *
Los ellyrianos habían emprendido la batida del bosque en busca de Caledor. El Rey Fénix oyó que Finudel gritaba su nombre. Otra voz, más suave, llamaba a Alith; pertenecía a Athielle. Al oír la voz de la princesa, Alith sufrió un cambio en su comportamiento; hizo una indicación a Caledor para que desmontara y dispersó a sus guerreros con un brusco bramido.
Maedrethnir se acomodó para facilitar a Caledor que se desabrochara los arneses y bajara al suelo alfombrado de ramas. Cuando estuvo junto al Rey Sombrío, Caledor se encontró con un elfo de una estatura menor de la que había imaginado, y también mucho más joven; probablemente no debía llegar a los cien años, cuando, por sus hazañas, Caledor lo había tenido por un veterano de guerra.
—Malekith sigue vivo —dijo Alith.
Lo primero que pensó el Rey Fénix fue que no había entendido bien.
—¿Cómo habéis dicho?
—Malekith, el príncipe de Nagarythe, aún está vivo —repitió Alith.
—Os equivocáis —repuso Caledor, meneando la cabeza—. Murió quemado por la llama de Asuryan. He hablado con elfos que estuvieron presentes.
—Y yo he hablado con él, no hace mucho —replicó Alith, con una sonrisita asomándole a los labios—. ¿Quién de los dos estará equivocado?
—¿Cómo es posible?
Aquella noticia escapaba a los límites de la comprensión de Caledor. Los relatos de Thyrinor, de Carathril y de Finudel hablaban del cuerpo devastado que se habían llevado los vasallos de Malekith del Templo de Asuryan.
—Brujería —señaló Alith—. Lleva una armadura encantada del color de la medianoche, aunque todavía arde con el calor residual de la forja. Me pidió que me aliara con él.
—¿Que hizo qué?
Cada nueva revelación era más increíble aún que la anterior. Caledor miró detenidamente a Alith, intentando descubrir en él algún indicio de subterfugio, pero no detectó nada, ni tampoco se le ocurrió ningún motivo por el que el último miembro vivo de la Casa de Anar se inventaría una fábula ridícula como ésa.
—Malekith sigue vivo gracias a la magia, y ahora se hace llamar el Rey Brujo —explicó Alith—. Hoy mismo lo habéis visto.
—¿Os referís al jinete del dragón? —inquirió Caledor.
—Sí. Ése era el Rey Brujo —respondió Alith—. Cuando acudió a mí en las ruinas de Elanardris, me ofreció un sitio a su lado. Rechacé su propuesta.
—Vuestra palabra es la única garantía que tengo de que lo que decís es cierto —dijo Caledor—. ¿Cómo lograsteis sobrevivir?
—Corriendo —contestó Alith, con media sonrisa en los labios—. Corriendo muy rápido. Nos siguieron hasta las montañas, pero nosotros conocíamos las cumbres y los pasos mejor que nadie, así que escapamos. Seguí a Malekith hacia el sur; de ese modo me enteré de lo que planeaba llevar a cabo aquí.
—Tenéis mi agradecimiento por la parte que os toca, aunque vuestra participación era innecesaria —dijo Caledor.
—¿Innecesaria? —Las carcajadas de Alith estaban salpicadas de desprecio—. Como ya les dije una vez a vuestro hermano y a vuestro primo, yo lucho por Nagarythe. Eso es todo.
—Demostradme que no debéis fidelidad a Malekith —exigió Caledor—. Juradme vuestra lealtad al Trono del Fénix.
—Eso nunca —espetó Alith, deslizando la mano al pomo de la espada que llevaba prendida a la cintura—. Nunca más volveré a jurar lealtad a ningún rey. Nagarythe no os pertenece, ni podéis mandar sobre él; es mío.
—Mi padre estuvo presente cuando Malekith se postró ante Bel Shanaar y le juró lealtad —gruñó Caledor—. ¿Quién sois vos para hacerme de menos a mí?
—Soy el Rey Sombrío —respondió Alith, que, tocándose la corona ceñida a su frente, añadió—: Ésta es la corona de Nagarythe; la que el mismísimo Aenarion llevó puesta. Mi abuelo fue el último de los grandes príncipes, un igual de vuestro progenitor. No creáis que, porque me vista de sombras, he abandonado mi linaje.
—No ofreceré protección a quien no me jure vasallaje —dijo Caledor.
—No necesito vuestra protección. Nagarythe no os necesita como rey —replicó Alith.
El descendiente de la familia Anar echó un vistazo por encima del hombro de Caledor y su semblante se transformó; la ira desapareció de su rostro, sustituida por la severidad.
—No creáis que ya habéis visto lo peor de esta guerra, Caledor —dijo atropelladamente el Rey Sombrío—. Morathi ha sabido todo este tiempo que su hijo sobreviviría y ha estado reuniendo un ejército para él, formado por los naggarothi más despiadados, por auténticos caballeros de Anlec. Morathi los ha mantenido ocultos, incluso para mí, en la Isla Marchita, donde han sido aleccionados en las artes más mortíferas de Khaine en su mismo altar ensangrentado. Nunca os habéis enfrentado a nada igual. Todavía no habéis visto ni la mitad de las fuerzas de Nagarythe. Preparaos para lo que está a punto de llegar.
—Es imposible que quede en Nagarythe un ejército como del que habláis —dijo Caledor—. Los druchii han sufrido numerosas derrotas durante estos últimos años. ¿Qué me decís de la hueste que hemos aplastado hoy?
Alith se echó a reír con amargura; el siniestro sonido de las carcajadas puso a Caledor el vello de punta.
—Hoy habéis hecho una escabechina con un puñado de tiranocii asustados —dijo el Rey Sombrío—. El Rey Sombrío los tiene aterrorizados, y luchan en su ejército como reclutas. Prefieren morir atravesados por las espadas de vuestros guerreros a enfrentarse a los khainitas que Malekith ha puesto al mando de las tropas. La noticia de la tragedia de Cothique se ha propagado hasta los lugares más recónditos.
Los ruidos de la batida sonaban cada vez más cercanos; el destrozo que había causado la caída de Maedrethnir no pasaría desapercibida. La incomodidad de Alith creció y el Rey Sombrío lanzó una mirada a Caledor. De repente había recuperado el aspecto del príncipe bisoño, atribulado y desamparado, que Caledor había visto al principio.
—Muchos me creyeron muerto, y no sin razón —dijo el Rey Sombrío—. Decidle a Finudel que sigo vivo; dejo a su discreción que Athielle también lo sepa. Preferiría que la princesa no me viera.
—Sois vos quien preferiría no ver a la princesa —apuntó Caledor, leyéndolo en la expresión de Alith.
—No puedo. Renuncié a esa vida cuando me convertí en el Rey Sombrío.
—Sois una tipo extraño, Alith de Anar —dijo Caledor—. No me gusta que os hagáis llamar rey, pero si alguna vez necesitáis mi ayuda, hacédmelo saber.
—¿El elfo que adopta el nombre de su abuelo y que tiene un dragón como mejor amigo me dice que soy raro? —dijo riendo Alith. En un tono más grave, añadió—: No soy un perro de caza al que podéis llamar cuando os place. Soy el lobo, y cazo a mi manera. Combatiré a los druchii, pero no bajo vuestro mando. Os lo repito, Nagarythe no os pertenece; es mío. Manteneos alejado.
Alith giró en redondo y salió disparado hacia la penumbra del bosque; rápidamente desapareció fundido con las sombras. Segundos después, el Rey Fénix oyó la voz de Finudel gritando su nombre a su espalda y se dio la vuelta.
—¿Qué era eso? —preguntó el príncipe ellyriano.
—Ya hablaremos después —respondió Caledor, abrumado por las serias advertencias de Alith.