DIECISÉIS
Un nuevo poder
Como en ocasiones anteriores, la guerra quedó en suspenso sin un claro dominador. Todavía conmocionado por la traición de Hotek, Caledor se sintió alentado por las noticias llegadas de Saphery Thyriol y sus magos se habían impuesto a los druchii y los habían expulsado de su reino; no obstante, buena parte del territorio de Saphery había quedado devastado por las batallas de magia libradas, y la mayoría de los hechiceros oscuros, incluida la hija del príncipe, habían sobrevivido para asolar el mundo con sus perversos poderes. Casi con total seguridad, los malignos hechiceros habían huido a Nagarythe, y Thyriol se apresuró a invitar a Caledor a convocar un nuevo consejo en su palacio para discutir el siguiente movimiento.
Los príncipes acudieron a la llamada de Caledor y quedaron maravillados de la ciudadela flotante de Thyriol. A pesar de que sus torres blancas exhibían las cicatrices de la cruenta batalla, era impresionante cómo se levantaba del suelo la monumental y resplandeciente construcción; y los príncipes congregados y sus séquitos contemplaban desde las terrazas el mundo que menguaba bajo sus pies.
Con la fortaleza sobrevolando las colinas de Saphery, Thyriol inauguró el consejo, en el que estaban representados todos los reinos salvo los de Nagarythe y Tiranoc; incluso Yvraine se había dignado a enviar una delegación que hablara en su nombre, si bien la mayor parte de sus embajadores sólo hablaban para reiterar que la Reina Eterna poco apoyo podía prestarles ya en la guerra y que todos sus esfuerzos se centraban en resucitar Avelorn. Ya había mantenido esa actitud en el pasado, después de la guerra contra los demonios, y daba la impresión de que se contentaba con que la guerra se desarrollara en Ulthuan y de que prefería no interferir en ella.
Se revalidaron las promesas entre Caledor y los príncipes. El sacrificio de Cothique había supuesto un duro golpe para los señores de Ulthuan, que habían temido que sus reinos corrieran la misma suerte. Fiel a su palabra, Caledor no había permitido que los druchii se expandieran desde Cothique; lo que sumado a la purga de Saphery propició un consenso general en la consideración de que la guerra en los reinos orientales había entrado en un periodo de estancamiento. Sin embargo, Tithrain discrepaba.
—Habláis como si la guerra hubiera terminado —aseveró el príncipe de Cothique—. Mi pueblo sigue padeciendo las miserias y las torturas de las hordas de khainitas que han arrojado contra él. No cometáis los mismos errores del pasado; no creáis que la amenaza ha desaparecido. Algún día, tal vez dentro de muchos años, pero tan seguro como que el sol sale cada día, los druchii se aburrirán de mi pueblo y saldrán en busca de los vuestros. ¿A quién tendré que prestar mi apoyo entonces?
—Una observación acertada —dijo Finudel—. Estaré encantado de cruzar el Mar Interior a la cabeza del ejército de Ellyrion y atacar desde Saphery. Si otras fuerzas se desplegaran desde Yvresse, acorralaríamos a los druchii y los aplastaríamos.
—Un plan digno —señaló Carvalon—. Como reino vecino de Cothique, Yvresse no duerme tranquilo, consciente de que los druchii podrían presentarse en nuestras puertas en cualquier momento. Dadme un año y reuniré todas las compañías que me sea posible. Traeré de vuelta de las colonias todas las tropas de las que pueda prescindirse allí.
—¿Un año? —bramó Tithrain—. ¿Un año más de torturas y de sufrimientos para aquellos a los que juré proteger?
—Un año —repitió Carvalon, que paseó la mirada por el resto de los príncipes, recopilando gestos de conformidad, hasta posarla en Caledor—. Si el Rey Fénix así lo desea, por supuesto.
Caledor contempló los rostros de los elfos presentes en el salón del trono de Thyriol y en ellos encontró determinación. Los gestos de los príncipes se habían endurecido desde la primera vez que había puesto sus ojos en muchos de ellos hacía más de una década. Entonces, en el comienzo de la guerra, la amenaza parecía lejana, incluso quizá imaginaria. Ahora todos habían comprobado ya la realidad del peligro que encarnaban los druchii. El alistamiento de tropas se había incrementado, pues el pueblo llano de todos los reinos sufría diariamente los relatos angustiantes de los actos perpetrados por los naggarothi, y aquellos que habían profesado un amor por la paz durante toda su vida se resignaban ahora al baño de sangre.
—De acuerdo —respondió Caledor—. Dentro de un año, los ejércitos se unirán como debimos haber hecho hace tiempo. Expulsaremos al enemigo de Cothique. Una vez finalizada esa misión, nos dirigiremos al oeste y liberaremos Tiranoc de los caciques. Nagarythe quedará aislada.
Ese año transcurrió sin incidentes destacables. Abundaron los rumores sobre luchas en Nagarythe, y Caledor oyó que los seguidores de Alith de Mar habían reanudado las hostilidades contra las tropas de Morathi. Los príncipes habían dado su respaldo incondicional a Caledor y, valiéndose de todas sus influencias y habilidades políticas, habían hecho arribar naves cargadas de elfos desde el otro lado del Gran Océano, desde Elthin Arvan y más allá, preparados para servir al Rey Fénix. Muchos de los llegados eran colonos de segunda y hasta de tercera generación que pisaban por primera vez el suelo de Ulthuan, y venían envueltos en una extraña atmósfera de optimismo, pues la imagen que traían de la tierra natal de sus antepasados estaba pintada con los colores de la nostalgia, libre de la mancha que suponía la realidad de la guerra.
Los druchii no permanecieron por entero de brazos cruzados, y continuaron realizando incursiones en Cracia con la intención de apoderarse del reino y establecer una ruta por tierra entre Gothique y Nagarythe. La flota de Eataine todavía controlaba los mares, y a menudo interceptaban las naves que transportaban suministros al reino naggarothi desde los territorios ocupados en el este.
Por boca de elfos liberados en esas acciones de abordaje, los súbditos del Rey Fénix se enteraban del terror que asolaba Cothique. Una hechicera khainita, de nombre Hellebron y nacida en las colonias, lideraba a los druchii invasores. La población había sido esclavizada y obligada a trabajar en los campos y en las minas al son de los latigazos para proveer Nagarythe de alimentos y de minerales. Los focos de resistencia habían sido exterminados, y todo aquel que simplemente mirara mal a los capataces druchii era arrastrado hasta uno de los numerosos templos de Khaine que habían proliferado a lo largo y a lo ancho del reino.
El miedo regía Gothique, y los esclavos creían que habían sido abandonados a su suerte. Sin esperanzas de ser rescatados, muchos se habían unido a los druchii y habían abrazado su tétrica adoración a los cytharai, y en su caída habían arrastrado a sus familiares y amigos.
Estas noticias eran lo que más perturbaba a Caledor. Había que cortar de cuajo el más leve indicio de que la colaboración con los druchii era posible. La alianza de los reinos era frágil, y un nuevo revés haría saltar por los aires todo lo que se había construido hasta el momento y la causa común se vería dividida en intereses individuales.
Caledor durmió mal durante todo el año. Vivía con la expectativa de que le anunciaran una nueva ofensiva druchii en cualquier momento, y desde el episodio del Yunque de Vaul, sufría ataques provocados por las secuelas de la explosión que Hotek había desencadenado con el Martillo de Vaul. Echaba de menos los consejos de amigo de Thyrinor, y suspiraba por los momentos de soledad que había disfrutado en otros tiempos. Regresó una vez a Tor Caled, pero no halló reposo de sus preocupaciones; Dorien y el resto de su familia eran una constante fuente de distracciones y de interrupciones, y sólo unos días después de su llegada volvió a partir con destino al santuario de la Isla de la Llama.
Las atenciones de Mianderin y de sus sacerdotes poco hicieron para mejorar el ánimo del Rey Fénix, pero al menos el Templo de Asuryan era un lugar silencioso. La muda Guardia del Fénix mantenía su vigilia; pero su mera presencia y su renuencia a hablarle sobre su destino pasaron a engrosar el saco de frustraciones que arrastraba Caledor. El Rey Fénix pasaba muchas horas en la orilla de la isla, con la mirada perdida por las aguas tranquilas del Mar Interior, tratando de hallar un destello de estabilidad, un rayo de esperanza.
Así, contemplando la puesta de sol, lo encontró Mianderin un día.
—Ni siquiera Aenarion tuvo que hacer frente a los problemas que os acosan —dijo el sumo sacerdote.
—¿Lo conocisteis? —preguntó sorprendido Caledor.
—No —respondió Mianderin, torciendo los labios con media sonrisa—. Hablaba de manera figurada.
El Rey Fénix soltó un resoplido de decepción y devolvió la mirada al mar anaranjado.
—Aenarion tenía un enemigo claro y definido —agregó el sacerdote, sin tomar en cuenta el bufido desdeñoso de Caledor—. Cuando la lucha es contra nosotros mismos, ¿cuándo sabemos que hemos logrado la victoria?
Caledor permaneció callado, aunque se mordió la lengua para no pedir al sacerdote que lo dejara solo.
—Vos os enfrentáis a una plaga, a una corrupción del espíritu —continuó Mianderin, acercándose al Rey Fénix—. Eso es algo que no se puede perforar con una lanza ni cortar con una espada. Aenarion salió victorioso de su guerra no por las armas que blandía, sino por el símbolo que representaba. No podía vencer a los demonios solo, pero luchó, y eso sirvió de inspiración para muchos otros que depositaron en él sus esperanzas. Así las convirtió en realidades.
—¿Adónde queréis llegar? —espetó Caledor.
—Os haré una pregunta —respondió el sacerdote—. ¿Por qué el Rey Fénix se ha escondido aquí, lejos de sus súbditos?
Caledor dio media vuelta y se alejó por la playa de arenas blancas, dejando a Mianderin a su espalda. No tenía tiempo para inútiles elucubraciones filosóficas.
—Pensad en ello —le gritó el sumo sacerdote—. ¡Cuando sepáis la respuesta, sabréis lo que debéis hacer!
* * *
Cuando Caledor regresó a Yvresse, se encontró una hueste de guerreros aguardando su llegada. Fieles a sus promesas, los príncipes habían redoblado sus esfuerzos para proporcionarle un ejército a la altura de un Rey Fénix, y cerca de treinta mil elfos esperaban a su comandante en jefe. Otras diez mil unidades se hallaban con Thyriol y Finudel en Saphery, preparados para atravesar las montañas y atacar por el oeste.
Se empezó a trazar el plan de batalla, y los halcones mensajeros realizaban viajes de ida y vuelta entre ambos ejércitos mientras Caledor concretaba su estrategia. Sus huestes lanzarían una ofensiva rápida a lo largo de la costa, apoyada por la flota de Lothern. Privados de sus naves, los druchii quedarían atrapados entre las fuerzas de Caledor y el ejército procedente de Saphery. Como última medida, se decidió que Koradrel regresara a Cracia y reforzara las defensas de su reino, no fuera a ser que los druchii emprendieran un ataque desde Nagarythe con la intención de enlazar con sus tropas sitiadas en Cothique.
El día señalado llegó. Era principios de verano. Caledor recuperó algo de su viejo orgullo mientras se encaramaba a Maedrethnir y contemplaba la columna que desfilaba por la carretera costera. Los años de limitarse a reaccionar a las ofensivas de los druchii y de pasividad habían menoscabado su fuerza de voluntad, pero aquella mañana volvía a sentirse dueño de su destino. Si la campaña salía bien, su ejército estaría en situación de atravesar Cracia y de trasladar el escenario de las luchas a Nagarythe.
Se habían enviado dos dragones a Cracia y otros dos a Saphery. El resto de los jinetes dragoneros, entre ellos Dorien, emprendieron el vuelo junto a su rey; y por primera vez en muchos años, Caledor recibió la ovación de los elfos que permanecían en tierra.
El Rey Fénix bajó la mirada hacia el sinuoso río plateado y blanco que se deslizaba entre el intenso azul del mar y el exuberante verdor de las tupidas colinas de Yvresse. La contemplación desde las alturas le recordó la belleza de un ejército en marcha, y, por un momento, Caledor fue feliz. Sin embargo, esa sensación se esfumó en cuanto recordó que no marchaba para enfrentarse contra hombres bestia salvajes ni contra fieros orcos, sino contra hermanos elfos. El choque con la realidad no lo entristeció; más bien despertó en su interior un profundo sentimiento de rencor. La ambición de los naggarothi lo había convertido en un asesino de elfos, y nunca podría perdonar eso a los druchii.
El ejército cruzó la frontera con Cothique sin hallar oposición. Sin embargo, lo que encontraron resultó mucho más desalentador que todo un ejército preparado para luchar. Los pueblos estaban arrasados, las puertas de las casas y de las granjas estaban destrozadas, y sus moradores habían sido sacados a rastras de ellas. Los campos y los caminos estaban sembrados de cadáveres recientes. Nutridas bandadas de cuervos y de otras criaturas carroñeras describían círculos en el aire, mientras que los asentamientos que la columna iba encontrando a su paso estaban infestados de ratas que se daban un atracón con los despojos de las víctimas de los druchii.
A primera vista, la carnicería no tenía sentido. Los campos estaban intactos, y no se habían saqueado los almacenes. Algunos cuerpos mostraban indicios de haber sido utilizados en rituales de sacrificio —el pecho abierto en canal, los órganos extirpados, montones de huesos calcinados—, pero la mayoría simplemente habían sido asesinados y abandonados a la intemperie, con un tajo en la garganta o una cuchillada en el estómago.
A medida que se adentraban en el reino se hacía más palpable la presencia de los adoradores de Khaine. Los soldados de Caledor se toparon en su camino con templos engalanados con huesos y entrañas, y con las losas de los altares llenas de muescas que revelaban el uso continuado de las dagas para sacrificios; las piras habían ardido con furia, y montones de huesos carbonizados moteaban los campos. Todo apuntaba a la recuperación de un Cothique yermo, y los elfos marchaban en un silencio inquebrantable; algunos se veían sobrepasados por las escenas que presenciaban y se derrumbaban sobre las rodillas, llorando, incapaces de proseguir la marcha.
En las grandes ciudades, las masacres eran aún peores. Las plazas y las explanadas estaban atiborradas de cadáveres; desde elfos recién nacidos hasta ancianos. Los adoquines estaban teñidos del rojo de la sangre, y las paredes lucían runas pintarrajeadas con el líquido carmesí. Calador envió a Carathril y a varios mensajeros más de regreso a Yvresse para que pidieran a los sacerdotes y sacerdotisas de Ereth Khial que acudieran a preparar como era debido a los muertos. Caledor no les envidió la tarea; sabía que pasarían muchos años hasta que los supervivientes de Cothique enterraran a todos sus muertos.
Tras varios días de marcha, el ejército todavía no se había encontrado con ningún obstáculo. Aquí y allá aparecían supervivientes anonadados que habían permanecido escondidos en las cuevas y en los bosques; algunos, incluso, se habían camuflado entre las pilas de cadáveres para escapar de las mortales atenciones de los druchii. Todos ellos describían las orgías de sangre que habían asolado el reino desde la llegada de la primavera. Pueblos enteros habían desaparecido arrasados por los druchii que recorrían los bosques y los campos destrozando todo lo que encontraban a su paso.
Matar por matar. No tenía sentido; ni siquiera las atrocidades de los khainitas podían explicarlo.
Según pasaron los días, se hizo evidente que no hacía demasiado tiempo que los druchii habían abandonado Cothique. Un poco más al norte aparecieron más refugiados —primero a docenas, luego a centenares—, que descendían de las altas montañas.
Finalmente, las tropas de Caledor se encontraron con las de Finudel y Thyriol, que llegaban acompañadas por más de tres mil elfos que habían escapado de la masacre.
—El enemigo ha sido llamado a Nagarythe —dijo Thyriol—. Desconozco con qué objetivo.
—¿Qué sentido podía tener esta carnicería? —inquirió Athielle, que conservaba su gesto adusto a pesar de los horrores que había visto.
—La ira —respondió Thyriol—. Los khainitas actúan cegados por la ira; en esta ocasión, tal vez azuzada por la llamada a Nagarythe. Cuando se enteraron de que debían marcharse, resolvieron asesinar cuanto pudieran antes de partir.
Las noticias desalentadoras no habían acabado. Cuando llegaron a Anirain, la capital, se encontraron con que la ciudad era un vasto conjunto de estructuras carbonizadas; las paredes de los edificios habían desaparecido, y de las construcciones apenas quedaban los cimientos. La masa informe de cuerpos que hallaron en todos y cada uno de los comercios, viviendas, torres y palacios, daban testimonio de lo que había ocurrido: encerrados en ellos por los khainitas, más de diez mil elfos habían sido quemados vivos por las llamas que habían arrasado la ciudad. Tal era el hedor a carne chamuscada, que el ejército se vio obligado a trasladarse. Las deserciones en las filas de las compañías se incrementaron significativamente, pues centenares de elfos angustiados huían a sus hogares.
El ánimo de Caledor era un reflejo de la devastación que lo rodeaba. Ocho días antes había visto una puerta entreabierta para el optimismo, una semilla para la esperanza de la que, alimentándola, habría brotado el árbol de la victoria. Pero todas esas ideas eran un recuerdo remoto mientras contemplaba a los soldados, con las bocas embozadas con pañuelos, sacando los cadáveres de los escombros; una labor que parecía que iba a durar una eternidad.
Su ira ya se había agotado. Ya no le quedaba odio para los autores de aquella matanza; de unas cotas que superaban todos los límites, de una maldad tan oscura que no podía verse. Caledor se alejó de las tropas y ascendió a las montañas a lomos de Maedrethnir. Pidió al dragón que lo dejara solo y fue a parar a un tranquilo lago de montaña; se sentó en la orilla y contempló su reflejo en el agua.
Pasó llorando toda la noche. Desde el crepúsculo hasta el alba, Caledor dio rienda suelta al dolor que había ido acumulándose en su interior durante trece años. Vertió lágrimas por los fallecidos, por su primo Thyrinor y por los miles de elfos a quienes se había arrebatado la vida. Lloró por su hijo, por el mundo en el que estaba creciendo y que permitía que ocurrieran esas atrocidades. Y en último lugar, el Rey Fénix lloró por sí mismo, de dolor, de debilidad y de pura desesperación.
Cuando amaneció, Caledor puso orden en su cabeza y voló de regreso a su ejército. El mundo no había acabado, ni los druchii se habían alzado aún con la victoria. Sin duda, la retirada de las tropas enemigas de Cothique revelaba un nuevo giro en el desarrollo de la guerra; un cambio que Caledor estaba resuelto a recibir preparado.
* * *
Los lamentos de los prisioneros resonaban en las bastas paredes de piedra; los gemidos y los aullidos desesperados retumbaban amplificados en la vasta mazmorra en la que permanecían encadenados. Varios elfos ataviados con túnicas negras estaban plantados delante de los prisioneros, armados con dagas cuyas hojas refulgían con inscripciones de runas macabras.
Una de las celdas alojaba un horno de carbón que un par de esclavos, con las espaldas llenas de cicatrices y dotados de fuelles, se encargaban de mantener llameante. Junto a la forja se encontraba Hotek, enfundado en su panoplia, con el Martillo de Vaul en una mano y un fajo de pergaminos en la otra. Estaba estudiando sus anotaciones cuando Morathi entró como una exhalación seguida por tres hechiceras. Detrás de ellas llegaron más esclavos, con los ojos extraídos para que no pudieran ver la carga que transportaban.
En el interior del féretro atado con correas a las espaldas de los elfos iba Malekith, cuyo cuerpo devastado yacía sobre cojines de seda, oculto bajo una sábana moteada de sangre. Sus ojos miraban fijamente desde su máscara de carne chamuscada, y los aullidos de los prisioneros se intensificaron al posar sus miradas en aquella visión espantosa. A la orden de Morathi, los esclavos depositaron el lecho del príncipe en el centro de la cámara y luego fueron conducidos fuera de la mazmorra, azotados por sus capataces.
—Tendrá que levantarse —dijo Hotek, deslizando sus ojos ciegos hacia el príncipe recostado.
—No puedo —farfulló Malekith—. Las llamas me arrebataron las fuerzas.
—Será breve —dijo el sacerdote de Vaul, con una sonrisa ladina—. Pronto seréis más fuerte de lo que fuisteis nunca.
—Yo te daré la fuerza —añadió Morathi.
La reina enfiló a trancos hasta una prisionera, la agarró de la larga y enmarañada melena y la obligó a postrarse. Con la otra mano hizo una seña al acólito que tenía al lado, y éste le entregó su daga.
La reina hechicera empezó a entonar un conjuro; las palabras salían escupidas, ásperas, como si fueran insultos, de sus labios enrojecidos. La cautiva se contorsionaba sin fuerzas, apresada por la mano de Morathi, y sus ojos deambulaban por la mazmorra buscando una salida. Con un movimiento fugaz, la reina rebanó la garganta de la elfa y devolvió la daga a su dueño. Luego, sostuvo el cadáver cogido por el pelo, y con la mano libre formó un cuenco que llenó con la sangre que manaba de la herida y se la tragó. Su rostro quedó teñido de carmesí.
Una figura penumbrosa brotó alrededor de la muchacha muerta, y una especie de serpientes hechas de sombras se arremolinaron en torno a ella, hurgando en la herida abierta de su garganta. Morathi arrastró el cuerpo hasta Malekith, dejando un rastro de sangre en el árido suelo de piedra. La criatura de sombras las siguió, con sus oscuros zarcillos fluctuando, buscando el preciado líquido que ansiaba.
—Bebe —dijo Morathi, utilizando de nuevo la mano para recoger un poco de sangre y llevarla a la boca sin labios de su hijo. Malekith lamió el fluido rojo como un animal, y sintió unos dolores tremendos al tragarlo.
La sombra se deslizó por el brazo de Morathi, salpicada de gotitas de sangre y reptó por sus hombros para erguirse junto a Malekith. El ente informe vaciló un momento, dando unos toquecitos con sus extremidades etéreas en la sangre que caía por la barbilla descarnada del príncipe. Cuando esas gotas desaparecieron, la sombra se contrajo y se introdujo por la boca abierta de Malekith.
El príncipe naggarothi empezó a jadear y se estremeció, sacudiendo el cuerpo de un lado a otro; sus ojos sin párpados permanecían clavados en su madre, y se golpeaba las caderas con los puños apretados. Al cabo, con otro estertor, se derrumbó sobre el féretro, con los dedos temblando, y permaneció inmóvil unos segundos.
La risa tranquila de Malekith silenció los lamentos de los prisioneros y secó sus lágrimas. Con una lentitud extremadamente cauta, el príncipe se incorporó y se quitó de encima la sábana ensangrentada.
—La vida da vida —dijo el príncipe. Su voz había recuperado algo de su timbre de antaño.
—No durará —le advirtió Morathi, cogiendo la mano que le ofrecía su hijo.
Malekith sacó una pierna del féretro y después la otra. Con la ayuda de su madre se levantó y permaneció de pie, tambaleante. Morathi le soltó la mano y retrocedió. El príncipe dio un paso vacilante, y luego otro, siempre con su risa resonando en las paredes. Con las fuerzas regresándole, irguió el cuerpo y se volvió a Hotek.
—Estoy listo.
El sacerdote asintió e hizo una indicación a sus ayudantes. Cada uno de ellos sujetaba una pieza metálica negra, de líneas curvas y recubierta de runas. Algunas eran reconocibles: un peto, unos avambrazos, una gorguera, unos guanteletes. Otras parecían traídas de otro planeta, pues tenían unas formas extrañas, arrastraban largos tramos de malla negra, o estaban sujetas con unas bisagras que parecían mal colocadas.
Se introdujo la primera pieza en el horno. Los esclavos recibieron una ráfaga de latigazos para que incrementaran el ritmo con los fuelles. Hotek musitó plegarias a Vaul mientras avivaba las llamas, hasta que el fuego empezó a arder con furia. El sacerdote introdujo las manos en el horno y retiró la pieza de armadura. Insensibilizado al calor del metal, la llevó hasta Malekith, que observaba el proceso con los restos de su frente arrugados en gesto de concentración.
—Esto te quemará —dijo Hotek.
Malekith le respondió con una risotada estridente que recordaba a la de un loco.
—Ya estoy más que quemado —masculló el príncipe—. ¡Vamos!
Uno de los acólitos se acercó con un remache humeante agarrado con unas tenacillas. Hotek y su asistente se agacharon; el sacerdote apretó la pieza metálica al rojo vivo contra el cuerpo de Malekith, y un silbido acompañó la emanación de una columna de vapor. Una risita tonta salió de la boca destrozada de Malekith.
—Ahora —dijo Hotek.
El acólito colocó el remache en la pieza de armadura, y Hotek, al tiempo que musitaba un conjuro, le dio unos suaves golpecitos con el Martillo de Vaul para introducirlo por el hueco preparado para tal efecto y clavarlo en el hueso de Malekith.
El príncipe soltó un gruñido de dolor, y se tambaleó brevemente. Deseó con todas sus fuerzas poder cerrar los ojos, pero tuvo que conformarse con abstraerse de la realidad y viajar hasta el lugar que se había creado en las profundidades heladas de su mente.
Se imaginó a sí mismo sentado en un trono de oro, embutido en la armadura de su padre. Los príncipes desfilaban ante él y se postraban para besarle los pies mientras un coro de doncellas entonaba cánticos de alabanza hacia su figura. El sol se ponía sobre la ceremonia y proyectaba intensas sombras. En una jaula colocada cerca del trono, una figura incorpórea se contorsionaba: el fantasma de Bel Shanaar traído desde Mirai para que fuera testigo de la coronación del legítimo Rey Fénix.
Malekith dio un respingo que lo trajo de vuelta a la realidad. Dos cuerpos yacían a sus pies. Su cuerpo ardía con un fuego renovado, aunque no era más doloroso de lo que ya estaba acostumbrado. Los acólitos revoloteaban a su alrededor, rellenando con la sangre de los sacrificios las runas grabadas en las piezas de la armadura ya colocadas en su cuerpo, recorriendo los surcos con pinceles hechos con cabello de elfo.
Ya tenía las pantorrillas y los pies envueltos en hierro negro humeante. No recordaba haber levantado los pies, aunque era consciente de que tenía que haberlo hecho en algún momento. Notaba los remaches incrustados en los talones y en los dedos de los pies, y se echó a reír al ocurrírsele que era como un caballo de batalla al que estuvieran herrando.
Se oía un canto. Su madre observaba en silencio, pero las voces de sus adeptos se propagaban como un silbido por toda la cámara, y sus versos se solapaban, creando una armonía arrítmica cargada de magia.
Le clavaron más roblones en los muslos descarnados y le remacharon unas piezas atravesándole de lado a lado las rodillas.
El dolor se hacía más insoportable a medida que le incrustaban las piezas al rojo vivo en el cuerpo. Era un dolor físico que nada tenía que ver con el dolor que le había desgarrado el alma cuando Asuryan le había dado su bendición; aun así, era dolor, y Malekith se estremeció.
Mil palomas blancas surcaron el cielo azul para celebrar el momento de su ascensión al trono al son del millar de clarines que sonaban en su honor.
Cuando volvió a ser consciente de lo que estaba ocurriendo, se encontró enfundado, desde los pies hasta el cuello, en la armadura. Todo su cuerpo temblaba. Ya empezaba a sentir cómo lo abandonaba la fuerza del espíritu que se había tragado.
—Demasiado pronto —masculló—. Me voy a caer.
Morathi se apresuró a hacer una seña a un adepto, que sacrificó a otro elfo cautivo y llevó su sangre en un cáliz de plata ancestral hasta Malekith. El príncipe cogió la copa y permaneció inmóvil. Se dio cuenta de que hacía más de una década que sus manos no sostenían nada. Examinó los dedos de su nueva mano, todos ellos perfectamente articulados. Reconoció las obras de los enanos en las que estaba inspirado su diseño y se sonrió. Las extraordinarias aventuras que había vivido en el pasado seguían dando frutos.
Bebió la sangre, recreándose en la capacidad de flexión de su brazo de armadura, semejante a la de uno de carne y hueso, y rememoró un recuerdo feliz: compartiendo una copa de vino con su buen amigo el Alto Rey Snorri Barbablanca.
Recordó la expresión de confusión del anciano enano. El sabor del vino elfo no tenía nada que ver con el del brebaje de los enanos. Snorri había engullido de un trago el vino de la copa. Malekith le había servido un poco más y le había dicho que lo saboreara, que lo dejara extenderse por su boca y humedecerle la parte interior de las mejillas. Siempre dispuesto a probar cosas nuevas, el Alto Rey había hecho caso a Malekith, y con gran ostentación le demostró que el líquido iba de una a otra de sus mejillas; luego inclinó hacia atrás la cabeza y gargareó, lo que provocó la risa del naggarothi, que no daba crédito a sus ojos.
Snorri se relamió y…
Snorri estaba muerto.
El recuerdo dio un vuelco y a Malekith se le cayó el alma a los pies. Sabía que una parte de él había muerto con el noble enano. No sólo porque nunca se hubiera permitido confiar en alguien como había confiado en Snorri; ni tampoco porque nunca se hubiera permitido conocer la fragilidad de la amistad. El dolor que deja en el corazón una pérdida es insoportable, y Malekith se había extraviado en la profunda pena que había sentido por la muerte de su amigo.
Las llamas se avivaron y Malekith regresó al presente. Un velo rojo le nublaba la visión. Descubrió que era su propia sangre.
Pestañeó.
Ese simple gesto le produjo una alegría inconmensurable. Le habían colocado unas placas metálicas finísimas en los párpados. Volvió a pestañear y luego dejó los ojos cerrados, disfrutando de la oscuridad, mientras el tiempo seguía pasando.
* * *
—Ya está —anunció Hotek.
Malekith flexionó los brazos y dobló las piernas, probando su nuevo cuerpo. Lo sentía como carne propia, si bien la sensación de abrasamiento no había remitido. Media docena de elfos muertos yacían despatarrados a sus pies, degollados; su sangre embadurnaba su carcasa de hierro. Notaba la presencia de sus espíritus deslizándose por él, atrapados en las runas de la armadura.
—Todavía falta algo —dijo Malekith—. Mi corona.
Hotek lo miró confundido y se volvió a Morathi a la espera de una explicación. La hechicera llamó a un acólito que se acercó con un cojín de terciopelo. Sobre él yacía un aro metálico de un apagado color gris y con unas puntas que sobresalían cada una con un ángulo distinto, como si fuera una corona diseñada por un loco.
Morathi tendió la mano hacia ella, pero Malekith la agarró de la muñeca. La hechicera soltó un aullido de dolor, arrancó el brazo de la mano de su hijo y retrocedió. Tenía quemaduras en la piel.
—No puedes tocarla —dijo Malekith—. No es tuya; es mía.
El príncipe cogió la Corona de Hierro, en sus manos parecía hecha de hielo. Mientras Morathi se soplaba la muñeca quemada, Malekith levantó la extraña corona y se la ciñó a la frente.
—Suéldalo —dijo—. Conviértelo en un elemento del yelmo.
Hotek hizo lo demandado, y clavó más roblones en el cráneo de Malekith antes de fijar la corona con hierro fundido. El príncipe se llevó la mano a la cabeza y tiró de la corona para asegurarse de que no se desprendería.
Satisfecho, volvió a cerrar los ojos y dejó que su mente abandonara su cuerpo, saboreando la magia negra que bullía en la cámara de la mazmorra; advirtió las ráfagas de energía y, montada en ellas, su mente salió disparada por el techo de la sala y cruzó las numerosas plantas en las que estaba dividido el palacio de su padre, como un meteorito que ha sido llamado de regreso a las estrellas. Anlec iba menguando a medida que ascendía, y Malekith abandonó el nivel de los mortales para entrar en el reino de la magia pura.
Como había ocurrido la primera vez que se había ceñido aquella corona, Malekith se asomó al Reino de Caos, los dominios de los Dioses del Caos. Sin embargo, en esta ocasión no tenía miedo. El príncipe se materializó con su nuevo cuerpo de armadura, todavía al rojo vivo, y su presencia arrojó un resplandor llameante por los dominios de los Dioses del Caos que podía ser considerado como un desafío.
Malekith experimentó unas sensaciones que no podían captarse con sentidos mortales. Los Dioses del Caos estaban depositando lentamente su atención en él.
—¡Soy Malekith! —declaró. Una espada llameante apareció en su mano—. Hijo de Aenarion, la pesadilla de los demonios. ¡Escuchad mi nombre y recordadlo! ¡Soy el rey legítimo de los elfos!
Como un cometa de energía, Malekith regresó a su cuerpo. Las runas de su armadura hicieron erupción y arrojaron llamas negras mientras él se reincorporaba a su caparazón artificial. Abrió los párpados metálicos y dejó al descubierto sus globos oculares de fuego negro.
Examinó a los elfos congregados a su alrededor. Le parecieron pequeños e insignificantes. Su voz retumbó de una manera extraña al salir de su yelmo y rebotar en las paredes de la cámara.
—He vuelto —aseveró—. Rendidme homenaje.
Todos los presentes obedecieron rápidamente y se arrodillaron, salvo una elfa, que lo miraba con una expresión de felicidad incontenible.
—¡Viva Malekith! —gritó Morathi, con lágrimas doradas resbalándole por las mejillas—. ¡Viva el Rey Brujo de Ulthuan!