15: El martillo de Vaul

QUINCE

El martillo de Vaul

Desde el exterior de la tienda llegaba el ruido amortiguado de sollozos; dentro del pabellón, la pena y la ira de aquellos que habían huido de Cothique era mucho más estruendosa. Un puñado de príncipes y de nobles habían escapado del reino acompañados por sus séquitos antes de que las rutas de salida del reino hubieran sido bloqueadas por los druchii. Los regueros de lágrimas estriaban el rostro de Tithrain mientras escuchaba las plegarias apasionadas de los desposeídos. Caledor observaba impasible, guardándose para sí sus consideraciones. Tithrain había obrado correctamente y, obedeciendo el mandato del Rey Fénix, había trasladado tres mil soldados de caballería y de infantería hacia el sur para que se sumaran al ejército de Caledor en Yvresse. Más tropas habían llegado desde lugares más lejanos y habían engrosado el campamento que ocupaba una extensión de tierra comprendida entre las colinas arboladas de los Annulii y el Gran Océano.

—No podemos volver —respondió Tithrain a quienes le suplicaron que rescatara a los elfos atrapados en Cothique—. También nosotros moriríamos en el intento, y nuestra causa no se vería beneficiada por ello.

—Hemos enviado guerreros a otros reinos —le recriminó uno de los nobles, con la mirada clavada en Tithrain, si bien sus palabras iban dirigidas a Caledor—. ¿Qué queda ahora del pacto que hicimos para luchar unidos?

—Cothique será liberada —declaró Tithrain. Se volvió fugazmente a Caledor, que le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza—. Tenéis mi promesa. La Guardia del Mar de Lothern se unirá a nosotros en breve con el grueso de la flota de Eataine. En las costas de Ellyrion se ha congregado otro ejército que está preparándose para emprender la marcha hacia Lothern.

—Eso llevará mucho tiempo —señaló otro elfo, con su elegante ropa hecha jirones por la huida precipitada—. Ya hace casi medio año de la llegada de los druchii. ¿Por qué esos refuerzos no pueden atravesar el Mar Interior?

—Saphery ya no es seguro —dijo Tithrain—. Los druchii tienen espías en todas partes, y sería conveniente que no descubrieran que reducimos nuestras fuerzas desplegadas en el oeste.

—¡Nuestro pueblo está desangrándose y muriendo y vos no hacéis nada! —La arrebatada acusación provenía de una anciana dama elfa que señalaba con el dedo a Caledor—. ¡Simplemente os quedáis ahí sentado, con los brazos cruzados!

El Rey Fénix había oído las quejas suficientes para llenar toda una vida.

—¿Quién miró hacia otro lado cuando yo pedí ayuda por primera vez? —bramó Caledor, levantándose de su silla—. Os pedí que me entregarais un ejército y me respondisteis que no teníais tropas para luchar. No me culpéis ahora por las consecuencias de vuestra pasividad.

El estallido furibundo del rey silenció a la dama, pero el noble que se había pronunciado anteriormente tomó el relevo en la defensa de su causa.

—¿Con qué se suponía que íbamos a luchar? —espetó—. ¿Con copas y con tenedores? Se nos prometieron armas, armaduras. ¿Dónde están?

Caledor frunció el ceño, sorprendido por la pregunta.

—Los fuegos de las fraguas de Vaul arden noche y día para equipar nuestros ejércitos —respondió el Rey Fénix—. Las remesas parten con destino a todos los reinos cada luna nueva.

Las palabras de Caledor provocaron una oleada de preguntas y de desmentidos.

—Hace más de tres años que no llega una remesa —replicó Tithrain, haciendo señas a sus súbditos para que guardaran silencio—. Pensamos que tal vez habían sido enviadas a otros reinos.

—Eso no es cierto —aseveró Caledor, meneando la cabeza—. Hotek me aseguró que todo aquel que lo deseara recibiría un yelmo y un escudo, una lanza y una armadura.

—Quizá fueron interceptados por el enemigo —sugirió Tithrain—. Las armas nunca llegaron a Cothique.

—¿En tres años? —espetó otro de los nobles, resoplando con desdén—. ¡Era una promesa hueca, admitidlo!

—Dejadme solo —dijo el rey, que volvió a sentarse y se envolvió la barbilla con la mano.

Aún se oyeron algunas protestas manifestadas entre dientes que rápidamente fueron atajadas por Tirhrain. El príncipe condujo a sus súbditos fuera de la tienda y desde la puerta lanzó una última mirada preñada de preocupación al Rey Fénix.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó el joven príncipe.

—Nada bueno —respondió el Rey Fénix.

Una vez solo, el Rey Fénix llamó a Carathril y le dictó una carta dirigida a Hotek, en la que convocaba al sumo sacerdote de Vaul para una reunión en Tor Caled en la que debería explicar la discrepancia en las afirmaciones de ambas partes. Después dictó otra misiva destinada a Dorien, para informarle de su próximo regreso y de la visita de Hotek; no obstante, prefirió no comentar a su hermano el tema de las remesas desaparecidas por miedo a su reacción virulenta.

Antes de poder partir, Caledor debía asegurarse de que dejaba Yvresse libre de toda amenaza. La frontera con Cothique era estrecha y estaba flanqueada por las montañas y por el mar. Las peculiaridades del territorio habían permitido que los druchii se apoderaran del reino con una relativa comodidad, pero también hacía que la ruta de paso al reino vecino fuera predecible y facilitaba su protección. Mientras Thyriol mantuviera el control de Saphery y la flota de Lothern protegiera las Islas Cambiantes que se extendían desde la costa yvressiana, los druchii no podrían lanzar un ataque sorpresa.

No era que Caledor esperara una nueva ofensiva tan pronto, pues, de acuerdo con los informes que le habían entregado los pocos afortunados que habían cruzado la frontera desde la invasión druchii, éstos estaban más preocupados en someter a los habitantes de Cothique.

El Rey Fénix pasó un tiempo considerable en compañía de sus oficiales, elaborando detalladas disposiciones para el ejército. Los dragones representaban su arma más poderosa, aunque ya se había demostrado que estaban lejos de ser indestructibles, y los príncipes de Caledor serían los encargados de formar una implacable fuerza de reserva con base en Yvresse. En el caso de que los druchii intentaran cruzar a Yvresse, los jinetes dragoneros lanzarían una respuesta contundente mientras el resto de las fuerzas leales se reunían para confrontar la amenaza.

Cuando Caledor tuvo la tranquilidad de que podía regresar a su reino para ocuparse del asunto de los pertrechos, emprendió el viaje a lomos de Maedrethnir. Durante el transcurso de su viaje a Caledor, el Rey Fénix se reunió con Thyriol en Saphery y con el príncipe Aerethenis en Lothern. La situación en ambos reinos iba todo lo bien que podía esperarse. Los magos oscuros habían arrasado buena parte del territorio de Saphery con sus prácticas brujescas, pero los súbditos leales a Thyriol habían conseguido confinarlos en las montañas. Aerethenis, por su parte, dio garantías a Caledor de que su flota mantenía el control de Mar Interior y que permanecía alerta a cualquier amenaza de invasión procedente del norte de Ellyrion o de la devastada Avelorn.

Del oeste llegaban pocas noticias, lo que era motivo de turbación para el Rey Fénix, aunque le tranquilizaba el convencimiento de que, por el momento, los druchii habían volcado toda su atención en Cothique. Caledor se desvió de su itinerario y pasó unos días en Tor Elyr con Finudel y Athielle, que vigilaban las fortalezas del norte en manos de los druchii y las torres de vigilancia erigidas en los pasos montañosos. Apenas si había actividad de la que informar, y daba la impresión de que, por ahora, la guerra se había trasladado casi enteramente al este.

Para preocupación de Caledor, todos los príncipes se quejaron de recibir menos armas de las prometidas, y no únicamente en los últimos tiempos. Caledor albergaba la esperanza de que Hotek le ofreciera una explicación satisfactoria para la escasez de las remesas —una falta de materia prima, tal vez—, pero temía que otras fuerzas de naturaleza mucho más siniestras estuvieran detrás del asunto, si bien no conseguía figurarse de qué modo. El Rey Fénix pensaba que de haber habido traidores en la flota caledoriana, éstos ya habrían sido desenmascarados, pues los druchii necesitaban las embarcaciones como el comer para poder enfrentarse a las naves de Lothern.

Cuando por fin llegó a Tor Caled, Caledor fue recibido sin apenas ceremonia. Los guerreros que podrían haber conformado la guardia de honor estaban empleados en una empresa mucho más útil, como era la patrulla de la frontera con Tiranoc. Dorien recibió a Caledor acompañado por un puñado de criados de su séquito, y los dos hermanos se dirigieron directamente al salón del trono.

—Me siento como un animal enjaulado —rezongó Dorien mientras Caledor se instalaba en su trono.

Aparecieron varios criados que traían comida y vino, pero el Rey Fénix rechazó los manjares con un gesto de la mano, preocupado por la actitud de su hermano.

—No puedo ser rey a menos que tenga la certeza de que Caledor se mantiene seguro —replicó—. A ti he confiado su cuidado, porque sé que antepondrás la protección de nuestras tierras a cualquier otra cosa.

—Aquí no hay guerra —se quejó Dorien—. No llega ni un rumor de batalla desde Tiranoc, y me paso el día sin hacer nada. Finudel no me necesita, y no hay sectas a las que expulsar. Me siento desaprovechado, Imrik, cuando podría estar luchando en Cothique.

—Cuando esté preparado para echar a los druchii de Cothique, te llamaré, Dorien —dijo el rey, sin dar importancia a que su hermano se hubiera dirigido a él con su antiguo nombre—. Eres el primero que elegiría para luchar a mi lado.

—Entonces, ¿por qué estás aquí y no liderando el ejército en Cothique? —preguntó Dorien, sirviéndose un poco de vino.

—¿Todavía no ha llegado Hotek? —inquirió el Rey Fénix.

—No. Hace más de un año que no lo veo —respondió Dorien, que se dio cuenta de la expresión de gravedad de su hermano y también torció el gesto con preocupación—. ¿Ocurre algo?

—No lo sé —confesó Caledor—. El suministro de armas ha menguado. He convocado a Hotek para pedirle explicaciones. Ya tendría que haber llegado.

—Quizá el trabajo lo mantiene ocupado —sugirió Dorien—. Me habló de su deseo de crear armas más potentes tras la guerra contra los demonios. Ha forjado varias hojas mágicas para los príncipes de Caledor.

—Sea como fuere, ahora eso puede esperar —aseveró Caledor—. Mañana iremos al templo. Dedicaré esta noche a mi familia.

Y así fue. Anatheria y Tythanir se reunieron con el Rey Fénix en sus aposentos. Para sorpresa de Caledor, su esposa lo recibió con un afecto sincero, si bien su hijo compareció ante él con una actitud educada aunque distante.

Tras la comida, los tres se sentaron en la terraza desde la que se dominaba toda Tor Caled. Por primera vez en más de tres años, Caledor había dejado de lado la armadura y llevaba puesta únicamente una túnica. Saboreó el vino de su copa de cristal —de una cosecha anterior a la guerra— y disfrutó de unos breves instantes de sencilla felicidad, hasta que asuntos más importantes ocuparon de nuevo su mente.

—¿Cuándo me enseñarás las palabras de mando para los dragones? —preguntó Tythanir.

—Cuando tengas la edad adecuada —respondió Caledor.

—Alcanzaré mi edad adulta dentro de dos años —dijo el muchacho—. Dorien se niega a enseñármelas. ¿Cómo voy a estar preparado para ir a la guerra cuando sea mayor de edad si ni siquiera sé ser un príncipe dragonero?

—Dorien hace lo correcto —dijo Anatheria—. Eres demasiado joven para pensar en esas cosas.

—Cuando sea adulto, tendrás que enseñarme —afirmó Tythanir.

—Soy el Rey Fénix —repuso Caledor, forzando una sonrisa—. No estoy obligado a nada.

—Y yo soy tu sucesor —replicó Tythanir—. Algún día seré el Rey Fénix. Estoy aprendiendo a manejar la espada, la lanza y el arco, y, como príncipe de Caledor, ¡tengo el derecho a conocer los secretos de los dragones! ¿Acaso prefieres que tu sucesor no tenga ni idea de lo que es una guerra?

—Los príncipes elegirán al próximo Rey Fénix —dijo Caledor. Su sonrisa se esfumó—. Si yo muriera en la próxima batalla, te aseguro que tú no serías el escogido. Si alguna vez eres coronado rey, recibe el honor con alegría, pero no lo esperes ni lo desees. Fíjate en la locura que se apoderó de Malekith por ansiar el Trono del Fénix.

—No obstante, algún día seré el príncipe regente de Caledor, y sería una vergüenza que fuera un jinete dragonero torpe.

—Todavía tienes que conseguir el dominio de tus armas —le advirtió Caledor—. No creas que estás preparado para entrar en combate.

—Seré uno de los guerreros más grandes de Ulthuan —declaró el joven príncipe—. Un líder tiene que dar ejemplo.

—Y eso hace tu padre —repuso Caledor—. Cuando tengas la edad adecuada, te enseñaré los secretos de los dragones, pero no antes.

Irritado, Tythanir se disculpó y dejó al rey y a su esposa solos contemplando la ciudad.

—Está orgulloso de ser el hijo del Rey Fénix —dijo Anatheria.

—Ser príncipe de Caledor debería ser su motivo de mayor orgullo —replicó el rey—. El anhelo de una posición elevada no reporta nada bueno.

—No pongas coto a sus sueños con tu aversión personal hacia el poder —dijo su esposa—. La ambición no siempre es sinónimo de codicia.

—Eso poco importa —dijo Caledor—. Estoy esforzándome por una victoria que no está cerca. ¿Quién puede decir cómo será el mundo dentro de un año? Ni siquiera sé lo que pasará mañana, y el futuro de Tythanir me queda muy lejos.

—No te desanimes —le alentó su esposa. Anatheria se levantó de la silla y fue a sentarse en el sofá junto a Caledor. Posó una mano en la rodilla de Caledor y añadió—: He hablado con Carathril, y me ha explicado lo que está sucediendo en Cothique. El sufrimiento de ese pueblo no es culpa tuya. Tú hiciste lo correcto.

—Lo sé. No me arrepiento de la decisión que tomé.

—Y si Athel Toralien ha caído, tal vez recibas refuerzos de las colonias.

—Todavía no han llegado —dijo Caledor—. El único motivo de su demora puede ser su negativa a venir. Me temo que con los naggarothi fuera de Ekhin Arvan, los líderes del resto de las ciudades no estén demasiado preocupados con el destino de Ulthuan.

—Como rey, es tu deber hacer que se preocupen —aseveró Anatheria. Caledor asintió sin demasiado entusiasmo.

—Ya veremos —dijo el rey—. A ver con qué nos despertamos mañana.

* * *

El día siguiente amaneció con el cielo encapotado y con un viento frío. Dorien y Caledor volaban hacia el sur con destino al Yunque de Vaul, el mayor templo consagrado al tullido dios herrero de los elfos. La noche ya se les echaba encima cuando Caledor divisó el fulgor de llamas en la distancia. Situado en el extremo de la cordillera del Espinazo del Dragón, y separado del resto de las montañas por una vasto valle, un pico solitario proyectaba su sombra sobre la costa, envuelto por nubes y gases.

Los dragones viraron para dirigirse a la vertiente norte de la montaña, en cuya ladera de roca negra se había cavado un sendero de escalones que ascendía, serpenteando por la pronunciada pendiente, hasta la boca de un túnel flanqueada por dos gigantescos pilares. Sobre cada una de las columnas se alzaba una estatua de Vaul con las piernas flexionadas; en la de la izquierda, el dios de los artífices trabajaba sobre un yunque, con un martillo de rayos en las manos; en la otra, aparecía encadenado, sollozando sobre la Espada de Khaine que había forjado.

Ante estas columnas se posaron los dragones. Su llegada no pasó desapercibida, y del templo emergieron varios acólitos, equipados con pesados delantales y gruesos guantes, para ver cómo descendían de las bestias los príncipes.

—No esperábamos vuestra visita —dijo uno de los jóvenes elfos, con sus ojos intactos abiertos como platos de la sorpresa—. ¿Buscáis a Hotek?

—Así es —respondió Caledor—. Condúcenos hasta él.

—Ahora mismo está ocupado —respondió el acólito—. Ha estado trabajando duro con los herreros principales en el santuario interior. Enviaré un mensajero para que le anuncie vuestra llegada.

Caledor accedió a que los condujeran a él y a Dorien hasta el interior del templo. Los llevaron hasta una cámara secundaria cuyas paredes de roca lisa estaban cubiertas de gruesos tapices en los que se representaba a Vaul y a sus sacerdotes forjando armas para Aenarion. El estruendo de los, martillos resonaba por los austeros pasillos, y el olor a azufre estaba presente en cada bocanada de aire que se inspiraba.

Los dos príncipes esperaron un rato en silencio, hasta que los sobresaltó el eco de unas voces alteradas. Las palabras llegaban distorsionadas tras su paso por el laberinto de cámaras y de túneles del templo, de modo que eran ininteligibles, sin embargo la ira con la que eran pronunciadas era evidente.

—Parece que a Hotek no le hace gracia recibir invitados —dijo Dorien, esbozando una sonrisa.

—No es sólo eso —replicó Caledor, poniéndose en pie.

Justo en el momento en el que el rey se enderezaba, un alarido de dolor retumbó por todo el templo, seguido por una retahíla de chillidos aterrorizados. Caledor salió disparado de la cámara, con la espada desenfundada y con Dorien a su estela.

Casi inmediatamente, los príncipes aparecieron en otra estancia con las paredes flanqueadas por toneles. Un acólito pasmado los recibió con los ojos completamente abiertos.

—¿Dónde está Hotek? —le interrogó Caledor.

El elfo señaló en completo silencio una de las dos puertas que había en el lado opuesto de la cámara, y el Rey Fénix salió corriendo hacia ella mientras seguían llegando más gritos desde las profundidades del templo.

Caledor y Dorien se encontraron entonces en una vasta caverna, dividida por un río de fuego sobre el que se extendía un estrecho puente en arco. Otro puñado de estatuas de Vaul flanqueaban el paso elevado, todas ellas con el dios de los herreros enarbolando el martillo de rayos. En el otro lado de la sima se divisaba, a través del fuego y de la neblina que emanaba del río de lava, un tumulto de elfos vestidos con túnicas y de guarniciones de sacerdotes enzarzados en una pelea.

Caledor enfiló por el puente, con Dorien pisándole los talones, y, cuando alcanzó la parte más alta de la construcción en forma de arco, vio que dos puertas de bronce descomunales se abrían en la pared del fondo de la cámara. Al otro lado de las puertas centelleaban las luces de los hornos, y Caledor notó el flujo de magia que se deslizaba por las puertas abiertas.

El rey descendió a la carrera la otra vertiente del puente, ignorando por completo qué estaba sucediendo. Había por lo menos una docena de sacerdotes luchando; algunos, armados con martillos de forja; otros, con cuchillos o espadas sustraídas de los arsenales. Y aún otros que empleaban las manos, e intentaban arrastrar a sus contrincantes hasta la sima tomada por el fuego. Cuatro cuerpos pertenecientes a ambos bandos yacían en el desnudo suelo rocoso.

Caledor no sabía a quién respaldar. Cinco sacerdotes bloqueaban el paso por las puertas abiertas, y el resto estaba intentando colarse dentro. El rey no sabía si los traidores trataban de tomar el santuario interior, o si éstos eran los que impedían el acceso a los otros.

—¡Abrid paso al Rey Fénix! —bramó Dorien, adelantándose a Caledor espada en mano y despejándole las dudas, pues los sacerdotes que intentaban penetrar en el santuario se apartaron, mientras que los otros cerraron filas para plantar cara al príncipe caledoriano.

Dorien se agachó para esquivar un martillo que cortaba el aire hacia él y hundió la punta de su espada en el vientre de su agresor. Caledor se unió a su hermano; cargó con el hombro por delante contra otro sacerdote renegado y lo tiró al suelo, y su espada encontró el pecho de su oponente y le rajó las costillas y el esternón dejando una estela de fuego.

A su espalda, los demás sacerdotes se pusieron en acción y, profiriendo gritos furibundos, cargaron contra los elfos que custodiaban la puerta. La energía de la magia crepitó en el aire cuando las hojas y los martillos con inscripciones de runas colisionaron. Caledor seccionó la pierna de otro rival y lo superó de un salto mientras el elfo se desplomaba. Sin mirar a los demás, el rey se adentró como un rayo en el santuario interior.

La cámara del templo era una vasta caverna que se asomaba al cráter principal del Yunque de Vaul. Un mar de fuego bullía, controlado por unos guardas mágicos que lo desviaban hasta los hornos alineados en uno de los lados del templo-forja. Había varios yunques y mesas de trabajo, pero en el centro de la estancia se levantaba el altar-yunque principal. Bañado en oro y con runas grabadas, refulgía con una energía mística cuya fuerza frenó en seco a Caledor. Varios acólitos huían apresuradamente por una salida lateral, cargados con lo que parecían las piezas de una armadura negra.

Caledor sólo les dedicó una mirada fugaz, pues detrás del altar-yunque divisó a Hotek.

Iba vestido con su toga ceremonial, y sus brazos desnudos estaban cubiertos de torques y brazaletes encantados; alrededor del cuello lucía un collar de hierro. En la mano izquierda empuñaba una espada, cuya hoja parecía la tajada de una noche cerrada; mientras que en la derecha blandía el Martillo de Vaul, utilizado para forjar los más extraordinarios artefactos de los elfos y cuya cabeza tenía rayos grabados.

—¡Rendíos! —espetó Caledor, dando un paso hacia el sumo sacerdote.

—¡Quieto! —le advirtió Hotek, levantando el Martillo de Vaul por encima de la cabeza.

—¿Qué habéis hecho? —interrogó el Rey Fénix, deslizándose lentamente hacia su derecha, con la intención de interponerse entre Hotek y el túnel por el que habían huido los acólitos.

—¿Quién dejó tullido a nuestros dios? —inquirió el sacerdote en un tono rayano en el delirio—. ¿Quién lo encadenó a su yunque para obligarlo a trabajar en las armas más atroces?

—Khaine —respondió Caledor, conocedor del mito.

—¿Y quién sois vos para hacer lo mismo conmigo? —dijo Hotek—. ¿Por qué trabajar para los siervos cuando se puede trabajar directamente para el amo?

—Estáis confabulado con los druchii —espetó Caledor, acercándose un par de pasos al sacerdote.

—¿A los «oscuros»? —Hotek se echó a reír—. ¡Qué simple sois! Vuestros insultos os ciegan. Ellos sirven a una causa mayor, y nuestro pueblo recuperará la grandeza de antaño.

—¿A qué causa? —preguntó Caledor, acercándose un poco más.

—Al dominio del mundo, por supuesto —respondió Hotek.

—¿Qué os ha ofrecido Morathi? —Caledor casi tenía al sacerdote al alcance de la mano; estaba a un salto y a una acometida con su espada de acabar con todo esto.

El rey vaciló un momento, deseoso de oír la respuesta. Oyó que Dorien le gritaba desde la puerta y se volvió fugazmente hacia él para indicarle con la mano que no se moviera.

—¿Qué podría desear un siervo de Vaul? —insistió el Rey Fénix.

—Los secretos de los enanos —contestó Hotek—. Llevo una eternidad intentando entender las labores de sus runas, pero me resultan inescrutables. Sin embargo, con los poderes de la verdadera magia, con la ayuda de la brujería, he descifrado esos secretos de las baratijas de los enanos. El poder será mío, y con él, superaré incluso al Domadragones en los conocimientos sobre Vaul.

—Estás corrompido —gruñó Caledor—. Todas tus obras están contaminadas.

El Rey Fénix tensó los músculos y se preparó para abalanzarse sobre el sacerdote.

—Estoy ciego; aun así veo lo que te propones —dijo Hotek en un hilito estridente de voz—. ¡Te lo advertí!

El sacerdote descargó el martillo contra el yunque con todas sus fuerzas, y la caverna fue escenario de una explosión abrasadora de luz. Un crujido ensordecedor retumbó por todo el santuario, como si fuera el centro de una nube de tormenta, y el suelo y las paredes vibraron sacudidas por la detonación. Del yunque salieron despedidos haces de rayos que cegaron a Caledor; uno de los fucilazos le alcanzó en el hombro y lo tiró rodando por el suelo, y la espada se le resbaló de la mano.

Con los ojos rebosantes de lágrimas, Caledor vio que Hotek salía corriendo indemne y enfilaba por el túnel lateral. Aturdido por el impacto de energía que había recibido, el Rey Fénix se tambaleó y volvió a derrumbarse cuando intentó ponerse en pie. Se llevó al labio superior una mano enfundada en un guantelete y en el dedo encontró sangre procedente de la nariz. Todavía resonaba en sus oídos el martillazo contra el yunque, y los ojos le hacían chiribitas.

Caledor se dio la vuelta para comprobar el estado de Dorien, y divisó a su hermano derrumbado contra una de las puertas. Por un momento temió que se hubiera roto el cuello y estuviera muerto, pero Dorien dejó escapar un leve gemido y levantó una mano que apoyó en un costado de su yelmo.

Los sacerdotes y acólitos que seguían vivos entraron como una exhalación en la cámara. Sus gritos llegaban a Caledor como unos chillidos metálicos y lejanos, y no entendía una palabra de lo que decían. El Rey Fénix permitió que lo ayudaran a ponerse en pie; apenas podía sostener la cabeza erecta. Les indicó con la mano que fueran hacia el túnel por el que había huido Hotek, pero los elfos hicieron unos vehementes gestos de negación con la cabeza, y sus excusas se perdían confundidas en medio de sus oídos palpitantes y de los latidos de su corazón.

* * *

Un registro exhaustivo de los aposentos de Hotek sacó a la luz una serie de diarios y un buen número de extraños artefactos que los sacerdotes identificaron como burdos experimentos en la forja de runas. Los manuscritos más recientes habían desaparecido, probablemente sustraídos por los vasallos de Hotek; no obstante, Caledor se sentó rodeado por los que quedaban y pasó toda la noche leyéndolos, mientras Dorien y el resto de los sacerdotes exploraban el laberinto de túneles que recorría el volcán en el que se había excavado el templo.

Dorien y los sacerdotes regresaron poco después del amanecer y le informaron de que no habían encontrado nada.

—Nadie conoce mejor los túneles que Hotek —dijo uno de los sacerdotes—; ha pasado siglos explorándolos. Me temo que tenía planeada su ruta de huida desde hace mucho tiempo. Ni siquiera un ejército completo lograría dar con él, y nosotros sólo disponemos de dos docenas de elfos en buenas condiciones para acometer la búsqueda.

—¿Adónde crees que se dirigirá? —preguntó Dorien.

—Creo que acudirá a sus señores y a su señora en Nagarythe —respondió Caledor, levantando un diario—. Morathi lo atrapó para su causa apelando al orgullo y a la curiosidad de Hotek mucho antes de que estallara la guerra. Le dio tesoros de los enanos para que los estudiara; le puso delante unos enigmas que ella sabía que no resolvería. Cuando Hotek le informó de sus fracasos, le envió una hechicera para que lo ayudara, y, valiéndose de la magia negra, descifraron algunos de los secretos de la forja de runas. Hotek quedó así atrapado en la senda de la traición.

—Ha pasado muchos años trabajando en secreto —dijo el sacerdote, hojeando uno de los volúmenes encuadernados en piel—. Ha tomado notas meticulosas, pero no soy capaz de descifrar muchas de ellas que se refieren a prácticas de magia negra y sacrificios que yo no entiendo.

—Está haciendo una armadura —dijo Caledor—. Vi a sus vasallos huyendo con él, y en sus diarios empieza a referirse a ella desde el comienzo de la guerra contra los naggarothi. Con qué objeto está haciéndolo, no consta en ningún lado. El resto de los sacerdotes que actuaban bajo su influjo han estado utilizando la forja para abastecer a los druchii de armas con encantamientos, y han estado desviando las remesas de pertrechos hacia Nagarythe.

—La traición lleva perpetrándose desde hace tiempo —dijo Dorien—, y, por ello, es sumamente perjudicial.

—Se ha llevado el Martillo de Vaul —señaló el sacerdote—. Sin él, nuestras labores de forja se ven considerablemente afectadas. Hotek era el más sabio de todos nosotros, y ahora hemos perdido los encantamientos más poderosos. Sin duda caerán en manos de los druchii, que los volverán contra nosotros.

—Está siendo un año realmente nefasto —dijo Dorien—. Parece como si las fuerzas contra las que nos enfrentamos no dejaran de crecer, mientras que las nuestras menguan día a día.

—Sí —convino Caledor, asintiendo apesadumbrado.

—Tenemos que encontrar una manera de contraatacar, de equilibrar la balanza —dijo Dorien.

Por primera vez desde que había sido coronado Rey Fénix, Caledor se sentía superado por la tarea que se le presentaba. Después de cada victoria que había cosechado, el enemigo había resurgido. Cualquier ventaja que creía poseer —los dragones, los magos de Saphery, los poderes de Reina Eterna, los artificios de Vaul— se la habían arrebatado. En trece años que duraba ya la guerra, nunca se había sentido derrotado pero ahora no veía el modo de salir victorioso de ella.

Se volvió a Dorien y vio fe y resolución en la expresión de su hermano. Los sacerdotes de Vaul aguardaron expectantes, tal vez con una pizca de desesperación, la respuesta del Rey Fénix. Pero Caledor no tenía ninguna respuesta que ofrecerles. No había una estrategia infalible que diera un vuelco a la situación. Se sentía desamparado y sin esperanza, y la carga del deber nunca le había pesado tanto.

—Seguiremos luchando —declaró al fin. Sus palabras le sonaron huecas en la cabeza, pero insufló ánimos en los elfos que lo rodeaban.

* * *

La sensación de ardor nunca desaparecería. Todavía atormentaba la mente de Malekith mucho después de que su cuerpo pereciera dolorosamente en la llamas. ¿Se habría sentido así su padre? ¿Sería ese deseo de escapar del influjo de la bendición de Asuryan lo que lo había empujado a empuñar la Espada de Khaine?

Esa idea aplacó al príncipe de Nagarythe. Su padre lo había soportado, y también él lo haría. ¿Qué era este martirio sino otra oportunidad de demostrar su superioridad? Cuando se presentara de nuevo ante los príncipes para reclamar su derecho a ser coronado Rey Fénix, ninguno de ellos se atrevería a alzar su voz en contra. Quedaría clara su fortaleza de carácter. ¿Quién de ellos podría negar que había superado la prueba de Asuryan? Sonrió al pensar en ello, y la carne agrietada de lo que quedaba de su rostro se arrugó.

La envidia alimentaba su resistencia. El usurpador, Bel Shanaar, había preparado a Imrik como a un semental campeón, cuando en realidad no era más que una mula lenta y pesada. Los demás príncipes no habían visto la realidad cegados por los arrullos de Bel Shanaar. Cuando se presentara la prueba de que Asuryan había aceptado a Malekith, se darían cuenta de la red de mentiras tejida por los caledorianos y por sus partidarios. Tal vez, incluso Imrik se arrodillara ante él, igual que había hecho él, con tanta elegancia, ante los pies de Bel Shanaar.

La cortina que rodeaba el lecho se agitó, y Morathi se inclinó sobre él. Malekith intentó incorporarse para besarla en la mejilla, pero su cuerpo no le respondió. Una punzada de dolor que le recorrió toda la columna vertebral lo dejó postrado bajo las mantas, como si le hubieran colocado encima un peso descomunal. Su boca se frunció, y por ella brotó un gruñido de dolor.

—No te muevas, mi hermoso hijo —dijo Morathi, posando una mano en la frente de Malekith—. He traído a alguien a quien deberías recibir.

Un elfo escuálido apareció junto a la hechicera; tenía el rostro lívido, y los ojos blancos e inutilizados, aunque los mantenía clavados en el príncipe.

—Mis saludos, majestad —dijo el recién llegado—. Soy Hotek.

El recuerdo de ese nombre se abrió paso por el mar de llamas que asolaba la cabeza de Malekith y emergió a la superficie. El sacerdote de Vaul. El elfo que lo colocaría en el lugar que le correspondía. El hecho de que estuviera aquí significaba…

—¿Está lista? —preguntó Malekith, con la voz quebrada por el júbilo—. ¿Ha llegado ya el momento?

—Todavía no —respondió Morathi—. Caledor ha obligado a Hotek a huir de su templo y ha venido a Anlec para acabar su trabajo.

—La interrupción y la pérdida del templo añadirán, tal vez, un año a la fecha prevista para la culminación de mi trabajo —respondió el sacerdote—. Sí. No tengo ninguna duda; cuatro años más y el trabajo estará listo.

¿Cuatro años? La idea de pasarse cuatro años más así avivó las llamas que envolvían los pensamientos de Malekith. Cuatro años más encerrado en ese caparazón. En ese tiempo sus ejércitos podrían ser destruidos, y su reino, derrocado. ¿Por qué tenía que prolongarse esa tortura?

En las cámaras de los pisos inferiores, los elfos que deambulaban por el palacio se detuvieron al oír un estridente alarido de dolor que resonó en las estancias y en los pasillos, pero enseguida se encogieron de hombros y reanudaron sus tareas sin pensar más en ello, convencidos de que Morathi estaba torturando a una nueva víctima por puro pasatiempo o placer.

* * *

Mientras se miraba las puntas de los dedos, Illeanith se preguntó si las manchas negras se habrían propagado desde el día anterior. Tenía las uñas completamente negras, y las yemas, de un oscuro color grisáceo, y no sentía nada cuando tamborileaba con ellos sobre la parte plana de la delgada hoja de la daga. No sólo le preocupaban los dedos; también tenía una sensación extraña en la boca del estómago, una presencia maligna que parecía estar alimentándose de ella, robándole las fuerzas y el espíritu. Sólo la magia negra paliaba la necrosis que se extendía por sus dedos.

La víctima amordazada del sacrificio la miraba con los ojos abiertos como platos y llenos de lágrimas; el azul de sus iris refulgía intensamente a la luz de las velas. Ya había dejado de forcejear para liberarse de las cadenas de hierro que lo ataban al altar de piedra, y ahora observaba atentamente a Illeanith, desviando una y otra vez la mirada hacia el cuchillo con inscripciones de runas que la elfa sostenía en las manos.

—Tu muerte será mucho más provechosa que tu vida —dijo Illeanith, dirigiéndose a su prisionero.

Recordó que se trataba de un sastre. En una ocasión había confeccionado una capa de seda para su padre, Thyriol. Le miró las manos, tan finas y hábiles como cuando manejaban la aguja y el hilo.

—Cuando esos hermosos dedos dejen de moverse para siempre, devolverán la vida a los míos.

El elfo estaba desnudo, y su cuerpo ya estaba preparado con los ungüentos y las runas que había aprendido en el grimorio. Había estudiado sus páginas detenidamente, en secreto, y conocía muchos conjuros de memoria. El que se traía entre manos era un poco complicado, pues no sólo incorporaba palabras en élfico, sino también frases y sonidos en la lengua oscura, la lengua de los demonios y de las bestias del Caos.

Illeanith leyó en voz alta, llevando la punta de su cuchillo a la garganta de su víctima. Se detuvo, distraída, intentando recordar el nombre del desdichado. Daba igual. Desterró esa preocupación de la mente y volvió a empezar, esta vez con más brío, concentrándose en cada sílaba.

Según salían las palabras de su boca, de las marcas y de las cicatrices repartidas por el cuerpo del prisionero empezaron a brotar finos regueros de sangre. El elfo lanzó un gruñido de dolor, con los dientes apretados y el pecho palpitante, pero Illeanith no le prestó atención, concentrada como estaba en la dicción de los versos, asegurándose de pronunciar cada palabra con precisión y exactitud. La elfa notó cómo se acumulaba la magia negra en la cámara, filtrándose desde las plantas inferiores de la torre, como un árbol nutriéndose por sus raíces.

Las volutas de energía oscura se fundieron con la sangre y avivaron el color carmesí del vital líquido. La víctima jadeaba penosamente, y sus ojos erraban por la estancia. Alrededor de las vigas blancas se congregaban tenebrosas figuras, y en los pálidos bloques de piedra de las paredes oscilaban sombras.

Concluido su conjuro, Illeanith hundió suavemente la daga en la garganta de su presa. El elfo gargareó y pereció, y su cuerpo se desplomó sobre las baldosas sin armar demasiado alboroto. Cuando la hechicera extrajo la cuchilla y la dejó a un lado, la herida empezó a manar sangre a borbotones. Illeanith zambulló los dedos en el torrente carmesí y rápidamente se dibujó una runa en cada mejilla con el espeso líquido. Las runas de sangre trazadas en su piel despidieron un fulgor con un inquietante matiz oscuro, y ambos brillos confluyeron y formaron un aura fluctuante de energía.

—¡Mi señora!

Illeanith se volvió con el ceño arrugado. Uno de sus acólitos había irrumpido en la cámara. La hechicera le indicó que se marchara con un gesto cargado de desprecio y devolvió la atención a la ceremonia que estaba llevando a cabo.

—Ha llegado algo procedente del norte, señora —dijo el acólito—. Una extraña nube que no se mueve con el viento.

Illeanith se quedó inmóvil justo cuando hundía los dedos en el aura de energía mágica que envolvía el cadáver del sacrificado. Respiró hondo, haciendo caso omiso de las preocupaciones que de repente se apretujaban en su cabeza, y trazó un sigilo con las yemas de los dedos. Por donde pasaban, sus manos dejaban una estela luminosa de un brillo oscuro.

Se detuvo; pronunció las palabras finales y engulló la energía mágica.

—Es Saphethion, mi señora.

Illeanith ya lo sabía. Pero ahora no era el momento para la distracción. La hechicera se estremeció, y un maullido grave escapó por sus labios mientras la vida del cadáver fluía al interior de su cuerpo. La molestia que la corría en el estómago se aplacó, e Illeanith alzó las manos mientras contemplaba cómo retrocedían las manchas grisáceas de su piel. Sin embargo, el conjuro no había purgado toda la contaminación de su cuerpo, y todavía persistía una tenue coloración oscura en sus dedos y en sus uñas.

Recogió la daga, se volvió al acólito y vio que se habían apelotonado más elfos en la puerta.

—Había dicho que no quería interrupciones —dijo Illeanith, dirigiéndose al primer elfo.

—Pero, señora, Saphethion…

Illeanith clavó la daga debajo de las costillas del acólito y le perforó los pulmones. El elfo se derrumbó sobre las baldosas del suelo con un grito ahogado. La hechicera paseó la mirada por su conciliábulo.

—Nada de interrupciones —espetó—. ¿Queréis morir despedazados por los demonios o ser arrastrados al Reino del Caos?

—Tenemos que irnos —dijo Andurial—. Tendremos encima la ciudad flotante antes del anochecer.

—No —respondió Illeanith—. Estamos preparados. Ya nunca más huiremos.

—No podemos enfrentarnos al poderío de Saphethion —dijo el hechicero—. Sería una locura. No hemos tenido noticias de los demás; tal vez seamos los únicos de nuestra orden que quedamos en Saphery.

—Y si nos vamos, jamás regresaremos —aseveró Illeanith.

La bruja salió a trancos de la cámara, seguida por Andurial y los adeptos, y enfiló hacia la escalera de caracol que conducía a la azotea de la torre.

—Les demostraremos que todavía no nos han derrotado. Morathi nos ha prometido su respaldo, y no le fallaremos.

Desde la azotea de la torre, Illeanith oteaba la vertiente septentrional del valle. Las faldas de las montañas estaban cubiertas de nieve; el manto blanco se extendía sobe los arroyos helados y las rocas negras, recubría los bosques de abetos y ocultaba las cavernas y las madrigueras que perforaban las laderas.

Una nube de un tono más claro aparecía recortada sobre el cielo gris, matizada por un brillo dorado que no guardaba ninguna relación con el sol que se zambullía en las cumbres occidentales. Illeanith la contempló durante un rato, acompañada por su séquito, que aguardaba en silencio a su espalda.

—Subid a todos los prisioneros que queden —ordenó la hechicera, volviéndose a sus acólitos—. Ya sabéis lo que hay que hacer.

—Todavía estamos a tiempo de escapar —insistió Andurial—. Los túneles que parten de los sótanos de la torre conducen al sur. ¿Para qué vamos a dejar que nos cacen como a ratas?

—¡Mataron a mi hijo! —rugió Illeanith—. Él mató a mi hijo, a su propio nieto. Y le haré pagar con sangre su crimen. Deshaceos de esas dudas cobardes y emprended los preparativos.

* * *

Desde lo alto de su propia torre en el corazón de Saphethion, Thyriol tenía la mirada fija en el sur, en dirección a la ciudadela que sobresalía de la ladera arbolada del Anul Tinrainnith. Sentía la magia negra que rondaba aquel lugar, y sabía que no se había equivocado al adivinar el escondrijo de Illeanith. Su hija era la última que quedaba con vida de los hechiceros que se habían rebelado contra él. Y se había ocultado allí, en la torre que la había visto nacer. Era tan predecible que Thyriol se sintió un tanto decepcionado.

Por el valle que se extendía debajo, cubierto por la sombra de la ciudad flotante, cuatro mil arqueros y lanceros marchaban hacia la torre. Thyriol sospechaba que Illeanith tenía vasallos dispuestos a luchar: miembros de las sectas y agentes de los dioses menores, amigos que le mantuvieron su lealtad tras su traición y ciudadanos a los que hubiera hechizado o amenazado para ponerlos a su servicio. Por ello, el señor de Saphery sabía que la batalla que se avecinaba probablemente no se decidiría con flechas y lanzas. La magia era el arma que habían empleado ambos contendientes hasta entonces, y también la magia había sido la culpable de la devastación de buena parte de su reino.

A pesar de que se enfrentaba a su hija, la hechicera no le despertaba ningún sentimiento de compasión. Illeanith estaba poseída por sus ansias de poder, e incontables eran las vidas que se había llevado por delante en su persecución de la maestría en las artes oscuras. Thyriol detectaba que los vientos mágicos estaban corrompidos por la sangre derramada en los sacrificios.

El sol se ponía por el oeste y el cielo se teñía de unos intensos rojo y púrpura cuando Saphethion alcanzó la torre. Miles de faroles mágicos arrojaban su brillo por las ventanas de la elevada construcción, creando en el valle un campo artificial de estrellas multicolor. La propia torre brillaba también con una luz sobrenatural, de tonos amarillos y un rojo imponente. El resplandor rubicundo moteaba los árboles recubiertos de nieve y se reflejaba en las laderas heladas. En las cámaras que se extendían en los sótanos del palacio, los magos de Thyriol se reunían para ponerse manos a la obra. Para el señor de Saphery era como si los viera: estarían formando un círculo alrededor del cristal gigante situado en el centro de Saphethion, ataviados con túnicas blancas y atiborrados de amuletos y de brazaletes, de coronas y de anillos; luego entonarían su canto con voz susurrante y calmada, y lentamente atraerían la magia del mundo hasta el refulgente corazón en forma de diamante de la ciudad.

Un marcado contraste con la ladera y el patio de la torre, en los que resonaban los alaridos agónicos y los conjuros pronunciados con voz estridente. Thyriol sintió la agitación de la magia negra bajo sus pies, más intensa a medida que sus vasallos acercaban Saphethion a la ciudadela. Las bestias de las montañas aullaban y rugían cuando eran liberados en el valle para que dieran rienda suelta a su naturaleza destructora. Unos gritos roncos anunciaron la salida de una columna de guerreros con armaduras negras por la puerta de la torre; armados con unas lanzas en cuyas moharras irregulares reverberaba la luz de las antorchas.

Thyriol dejó que su mente se trasladara hasta la de Menreir, quien dirigía la ceremonia que estaba realizándose en las entrañas de la ciudad. Todo estaba preparado, y el mago ordenó a sus vasallos que liberaran los poderes del corazón de Saphethion.

La magia crepitó por toda la ciudad; los chapiteles de las torres despidieron chispas y rayos, y la energía chisporroteó por las celosías de cristal que envolvían la estructura de todos los edificios que se levantaban sobre los escarpados cimientos de Saphethion. Por un momento, mientras la magia recorría centelleando las calles y los tejados, la ciudad brilló como una estrella.

Las vetas de cristal del lecho rocoso de la ciudad se encendieron y bañaron de luz blanca la torre que se alzaba debajo. Thyriol dio entonces la orden a los magos de que desataran la furia de Saphery.

Una lluvia de relámpagos azules cayó sobre la torre; los rayos de energía mágica salían despedidos de la parte inferior de Saphethion. Los ladrillos estallaban y las tejas se hacían añicos, las piedras se desmenuzaban y las losas salían volando por los aires hechas pedazos. La tormenta de magia arremetía contra paredes y torres, ganando en intensidad antes de amainar y regresar con más fuerza. Las torres de entrada se derrumbaron; sus puertas macizas se convirtieron en serrín y los terraplenes desaparecieron.

Sin embargo, la torre central permanecía intacta, envuelta por un miasma de fluctuante energía negra que anulaba el ataque mágico. Illeanith conocía bien los poderes de Saphethion; había estudiado los conjuros que activaban la ciudad y había concebido encantamientos para contrarrestar sus ataques y salvaguardar su conspiración.

Es más; conocía los puntos débiles de la ciudad.

Thyriol percibió el flujo de magia negra. Las docenas de sacrificios que estaban realizándose le provocaron una sensación de náuseas; el asesinato atroz y sangriento de los inocentes propagaba la energía tóxica por los vientos mágicos.

Unas bolas de fuego hicieron erupción en las torres de Illeanith y ascendieron por el cielo en columnas de energía oscura alimentada por la sangre de los sacrificados. Las llamas colisionaron con la base rocosa de Saphethion e hicieron añicos los conductos de cristal: las geodas y los canales que formaban la red de energía mágica de la ciudad.

Durante largo tiempo se prolongó la batalla; un intercambio de rayos y fuego que fundió la nieve e incendió los bosques de la ladera que albergaba la torre. El fragor de la lucha se propagó montaña arriba desde el valle en el que los soldados de Thyriol se enfrentaron a los vasallos de Illeanith.

Saphethion se deslizó hasta cubrir la torre como un eclipse a la inversa que ocultó la ciudadela a los ojos de Thyriol. La ciudad vibraba con el impacto de los rayos mágicos y rugía con cada descarga de magia elevada. Alrededor del señor de Saphery, los magos pugnaban con Illeanith por el control de los vientos mágicos y por extraer de ellos más energía que el oponente. Thyriol contaba con sus magos y con el corazón de Saphethion; mientras que Illeanith tenía a su conciliábulo, con sus dagas ensangrentadas, y unas provisiones, al parecer, infinitas, de víctimas para sacrificar.

Thyriol fue imponiéndose poco a poco en el duelo por el control, y el vórtice, embravecido, se arremolinaba alrededor de la ciudad flotante. Los fuegos que emergían de la torre fueron remitiendo hasta extinguirse por completo y a la vez. Sin embargo, el escudo sombrío que envolvía la torre central aguantó firme la nueva tormenta desatada por Saphethion.

Thyriol ordenó el cese de hostilidades y salió al patio de la torre. Allí lo esperaban los criados con su pegaso. El mago se encaramó a su corcel alado y ascendió al cielo de Saphethion, donde se le unieron magos de menor rango montados sobre águilas gigantes y más pegasos.

El príncipe de Saphery, empuñando su báculo llameante, hizo una indicación a sus subordinados para que descendieran a la torre.

* * *

Illeanith divisó el descenso vertiginoso de los magos, todos ellos blandiendo un báculo refulgente y una espada de fuego, que atravesaban los límites de la ciudad directos hacia ella.

Sus cálculos habían fallado.

—¡Echadlos! —espetó a sus vasallos. Y sacudiendo la daga hacia los prisioneros que quedaban vivos, apenas una docena en medio de la carnicería perpetrada en la azotea de la torre, añadió—: ¡Usadlos todos!

Bajó apresuradamente por la escalera en dirección a sus aposentos, envuelta por el chisporroteo de los rayos mágicos y los chillidos de los sacrificados procedentes de lo alto de la torre. Una vez allí, se echó una gruesa capa sobre los hombros y llenó a toda prisa una bolsa con libros y utensilios de brujería. Estallaron los gritos agónicos de sus adeptos pereciendo en la azotea, y la hechicera apretó el paso y se deslizó por la escalera que conducía a las catacumbas. La torre volvió a temblar y del techo cayó una lluvia de cascotes de yeso. La escalera y los pasadizos estaban llenos de escombros, y en un par de ocasiones tuvo Illeanith que emplear sus poderes para despejar el camino, arrojando salvajes rayos de magia para destruir los obstáculos.

A medida que descendía a los abismos de la torre, el flujo y el reflujo de magia se incrementaban; los bloques de piedra de las paredes vibraban y en el aire flotaba pesada energía oscura que manaba del suelo, y desde arriba llegaban el crepitar de las llamas y unos aullidos de origen sobrenatural.

Illeanith oyó a su padre gritando su nombre, y su voz retumbó por los pasillos y por las escaleras. La hechicera no vaciló en su huida; cerró de un portazo un rastrillo con una sacudida de la mano y se adentró corriendo en una cámara cavada hoscamente en las profundidades de la ciudadela. Musitando unas palabras que tenía preparadas, Illeanith liberó un conjuro sin interrumpir su carrera. Las paredes de roca empezaron a vibrar y el suelo tembló durante unos segundos. Con un crujido ensordecedor, el techo se derrumbó a su espalda y la cámara subterránea quedó sellada.

Delante de ella, una red de túneles se internaba en las montañas. Sacó una varita del cinturón y la energía hizo brillar la punta. La luz alumbró las paredes húmedas y el suelo cubierto de charcos; había goteras y regueros de agua por todas partes.

No era el final que había previsto, pero todavía seguía viva. Illeanith no era tan orgullosa como para no reconocer una derrota. Ya llegaría el día que se vengara de su padre.

Llegada a una bifurcación, sintió el flujo de magia y oyó los golpes que propinaban contra el obstáculo de rocas que había creado por medios brujescos. Sus perseguidores estaban acercándose, y todavía le quedaba un largo camino hasta Nagarythe.