14: Ríos de sangre

CATORCE

Ríos de sangre

La masacre de Avelorn y las drásticas acciones emprendidas por la Reina Eterna propiciaron un cese de la lucha abierta. La ausencia de huestes naggarothi que saquearan los reinos rebajó la presión que constreñía a Caledor. Sin embargo, la reunión de las tropas enviadas a Avelorn había supuesto una reducción en las guarniciones de todos los reinos orientales, lo que había tenido como consecuencia un aumento en los sacrificios y los asesinatos cometidos por los miembros de las sectas.

Una paz relativa se instaló en Ulthuan mientras los bandos enfrentados se reagrupaban y estudiaban nuevas estrategias. Cuando el otoño tocaba a su fin, los príncipes recibieron la convocatoria para un nuevo Consejo en la Isla de la Llama. Como en ocasiones anteriores, no se ponían de acuerdo sobre qué plan seguir. Caledor habló poco y dejó a los príncipes que discutieran entre sí.

—Los naggarothi nunca se recuperarán de su última derrota —insistió Dorien, dirigiéndose al consejo, enfundado en su armadura—. Ahora es el momento de invadir Nagarythe.

—Nosotros también hemos sufrido muchas bajas —señaló Tithrain—. Todas las tropas que conseguí reunir cayeron en Avelorn. Los adoradores de los cytharai merodean por todo Cothique. Si envío lo que me queda de ejército, estaré abandonando a mi pueblo.

—Tithrain tiene razón —dijo Carvalon, regente de Yvresse—. Ya que hemos obligado a los naggarothi a refugiarse en su reino, deberíamos centrar todos nuestros esfuerzos en asegurar nuestros hogares para evitar los ataques perpetrados desde dentro.

—No hemos obligado a los naggarothi a refugiarse —replicó Finudel, descargando una mano enfundada en un guantelete en la mesa a la que estaba sentado—. Todavía hay muchos en el norte de Ellyrion. Deberíamos reunir allí nuestros ejércitos y empujarlos al otro lado de las montañas.

—No olvidéis Tiranoc —dijo Thyriol. El mago, inquieto, tamborileaba con sus dedos, y sus ojos saltaban continuamente de un príncipe a otro—. Sería un error pensar que los druchii han huido a Nagarythe. Todavía controlan varios pasos montañosos, y la amenaza sobre Caledor, Ellyrion, Cracia, e incluso Eataine, sigue vigente. No podemos proteger todos esos reinos a la vez.

—¿Hemos recibido alguna noticia de los Anar? —preguntó Athielle—. ¿Siguen luchando desde dentro de Nagarythe?

—Alith de Anar ha muerto —respondió Caledor.

Athielle, horrorizada, lanzó un grito ahogado.

Un murmullo de inquietud se propagó por el resto de los príncipes.

—Los druchii llevan algún tiempo alardeando de ello —explicó Mianderin, el sacerdote—. Según parece, los asesinos de Morathi lo atraparon. No debemos contar con disponer de ayuda desde el interior de Nagarythe.

—La última vez que esperamos el movimiento de los naggarothi, Avelorn fue arrasado —espetó Dorien—. ¿Cuál será el siguiente reino que sacrificaremos?

—Los druchii no harán nada hasta la primavera —declaró Caledor—. Aprovechad el invierno para erradicar de vuestros reinos las sectas que aún queden. Los dragones patrullarán las montañas; además, emplazaremos guarniciones en los pasos. Reuniremos todas las fuerzas que podamos en Ellyrion, en Caledor y en Cracia con el nuevo cambio de estación.

Se haría lo que el Rey Fénix ordenara. Los guerreros de Cracia y de Caledor, cuyos reinos habían estado libres de la amenaza de las sectas, siguieron al Rey Fénix en una expedición de purga por los dominios de Eataine y de Yvresse. Los progresos eran lentos, pues los miembros de los cultos eran hábiles en las artes de pasar desapercibidos, y, cuando eran descubiertos, luchaban hasta la muerte, conscientes de que ya no podían esperar la clemencia del enemigo. Cuando el invierno acabó, se había restablecido la seguridad en Lothern y en Tor Yvresse, y todo lo que entraba y salía de las ciudades era fuertemente vigilado para evitar el regreso de las sectas.

Durante la primavera, los desvelos del Rey Fénix se centraban en Yvresse. La tarea se había revelado más ardua de lo que había temido en un principio, pues las numerosas islas que salpicaban la costa del reino proporcionaban centenares de refugios secretos a quienes pretendían socavar el poder del Rey Fénix y arremeter contra sus partidarios.

Eataine había puesto a disposición de Caledor los barcos de la Guardia del Mar a cambio de los dos dragones enviados a Lothern para defender la ciudad de un posible ataque naval druchii. Incluso los pilotos más experimentados hallaban dificultades en la patrulla de los estrechos y de los canales de Yvresse, así que se había optado por sembrar la costa de flotillas reducidas, con el objetivo de interceptar los grupos de sectarios que intentaban llegar a Ulthuan para cometer sus fechorías.

Caledor se sentía frustrado por cualquier tipo de retraso, pero el Rey Fénix no pertenecía a la clase de líderes que incumplen una promesa únicamente por la dificultad que entraña. Un día tras otro, departía con los capitanes y con los cartógrafos para determinar las rutas de las patrullas y para planificar expediciones por las islas más extensas con la misión de aniquilar cualquier campamento de sectarios. En algunas ocasiones, el Rey Fénix se sumaba a las patrullas marítimas y, a lomos de Maedrethnir, sobrevolaba el archipiélago, permanentemente envuelto en un manto de niebla, buscando algún indicio revelador de pobladores sectarios. Barcas pesqueras y pueblos enteros se espantaban cuando veían llegar al Rey Fénix y a su monstruosa montura, descendiendo en picado desde el cielo listo para embestir.

Finalmente, cuando la primavera dio paso al verano, Caledor se preparó para dirigirse a Cothique acompañado por un reducido ejército, ya que había destinado a un gran número de sus fuerzas y a sus príncipes dragoneros a la costa opuesta del Mar Interior, para que cooperaran en la protección de Ellyrion y de Cracia. Los druchii apenas si habían realizado un puñado de incursiones desde el otoño, y el Rey Fénix sospechaba que Morathi planeaba una nueva ofensiva.

Siempre con la preocupación de que la ocupación de Tiranoc amenazara a su vecino reino natal, Caledor nombró a Dorien guardián del reino y le cedió la regencia mientras él se hallaba inmerso en sus obligaciones como Rey Fénix. Dorien recibió con desagrado la noticia, pues pensaba que el hecho de que lo enviara de vuelta a Tor Caled representaba una especie de castigo por defender abiertamente la invasión Nagarythe. Pese a que Caledor trató de convencerlo de lo contrario, resaltando la confianza que estaba depositando en él, Dorien enviaba frecuentemente mensajes desde su reino pidiendo que se le permitiera encabezar un ejército para la liberación de Tiranoc.

Preocupado porque su hermano acometiera una acción imprudente, el Rey Fénix interrumpió su avance hacia Cothique y regresó a Caledor para tratar de calmar los ánimos de Dorien. La mañana que tenía previsto emprender el viaje hacia el sur, llegó un halcón mensajero cargado con un cristal de Thyriol. El ave había entrado directamente en la tienda de Caledor, lo que había provocado el sobresalto del Rey Fénix y de sus guardias cracianos.

—Dejadlo —ordenó el rey cuando uno de los Leones Blancos ya enfilaba hacia el ave rapaz.

Caledor abandonó los mapas que estaba examinando y desasió la bolsita atada a la pata del ave. No era la primera vez que Thyriol utilizaba ese medio para comunicarse con él, pero mientras sacaba el cristal del saquito y lo depositaba sobre una mesa baja, tuvo el pálpito de que la llegada apresurada del halcón anunciaba noticias importantes.

Había acertado.

La imagen resplandeciente de Thyriol apareció en el centro del pabellón, deambulando por las alfombras. El mago estaba más inquieto de lo habitual, y se retorcía los dedos y sacudía la cabeza mientras hablaba.

—Rey Caledor, me temo que he tenido los ojos demasiado tiempo alejados de Saphery —dijo el mago—. Mientras os ayudaba a encontrar a los sectarios en los demás reinos, las tinieblas se han cebado en mis propios dominios. A pesar de que he puesto todo mi empeño en su extinción, los agentes de Morathi llevan mucho tiempo intentando empujar a algunos de mis vasallos hacia la senda tenebrosa. Pensaba que les había hecho comprender la locura que representaba anhelar los poderes de la brujería, pero mis advertencias parecen haber caído en saco roto. Hoy mismo he descubierto que se estaban llevando a cabo prácticas de brujería entre las paredes de mi palacio. Mi nieto Anamedion está muerto, y mi hija Illeanith ha huido con los magos renegados.

Thyriol interrumpió su deambular y se llevó una mano a la frente, con la cabeza gacha. Al cabo, se enderezó y reanudó su paseo de ida y vuelta.

—El hecho no tiene ninguna trascendencia directa. El palacio ha sido asegurado y lo he trasladado a un lugar seguro en las montañas. Si deseáis mandarme un mensaje de respuesta, el halcón me encontrará. Los hechiceros andan libres y causarán todos los estragos que estén en su mano. Han corrompido a algunos de mis estudiantes, y no exageraría si os explicara el daño que aún pueden causar.

El mago se detuvo y tendió una mano hacia el cristal, en un gesto que era la mitad de súplica y la otra mitad de disculpa.

—Lo lamento, pero hasta que esta nueva amenaza sea eliminada, mis magos deben regresar a nuestro reino y buscar a estos practicantes de las sectas oscuras. Sé que esto os deja prácticamente indefenso contra la brujería de Morathi, pero ha de ser así. Las torres de Saphery albergan muchos y muy valiosos secretos que no pueden caer en las manos de los druchii. También sé que, en estos momentos, apenas si podéis desprenderos de las tropas de las que disponéis, pero cualquiera que sea el número de soldados que podáis enviar a Saphery para ayudarnos será de un valor incalculable. Somos un reino menos preparado aún que Cothique e Yvresse para una guerra convencional. Sin embargo, nos ha tocado a nosotros, y sé, en lo más hondo de mi corazón, que las batallas que nos esperan serán terribles.

Thyriol hizo una reverencia somera.

—Ahora debo dejaros y prepararme para las batallas que se avecinan, majestad. Os informaré en cuanto sepa algo más.

La imagen despidió un resplandor final y se desvaneció. Caledor se quedó mirando el cristal con el ceño fruncido, fastidiado por no poder responder al momento. Llamó a un escribiente y le dictó un breve mensaje de contestación destinado a Thyriol, en el que le prometía su apoyo inmediato. Convocó a otro heraldo y le ordenó que viajara a Caledor para comunicar a Dorien que la visita del Rey Fénix se cancelaba. Una vez concluidas estas diligencias, Caledor reunió a sus príncipes y oficiales para discutir el siguiente paso.

La noticia de la agitación que se vivía en Saphery se propagó por el campamento. Varios capitanes de Eataine y de Yvresse, reinos fronterizos con Saphery, pidieron permiso para regresar junto a sus príncipes y asegurarse de que sus dominios quedaban protegidos de cualquier amenaza que pudiera salpicarles de la confrontación inminente entre los magos y los hechiceros.

Caledor rechazó de plano las peticiones de los príncipes, y anunció que el ejército emprendería la marcha hacia Saphery para ayudar al príncipe Thyriol. El Rey Fénix también tenía en cuenta que el despliegue que proponía acercaría sus fuerzas al Mar Interior, lo que agilizaría su movilización en el caso de que los naggarothi hicieran algún movimiento en el oeste.

Al día siguiente, mientras el ejército formaba la columna de marcha para cruzar las montañas en dirección a Saphery, una cuadrilla de jinetes, ataviados con los colores del príncipe Tithrain, llegó sin aliento al campamento. Los exhaustos heraldos rechazaron todas las atenciones e insistieron en comparecer inmediatamente ante Caledor. El Rey Fénix los recibió al aire libre, pues durante los preparativos para la marcha, los criados habían desmontado el pabellón.

—¿Qué ocurre? —inquirió el Rey Fénix, sospechando que el inexperto príncipe regente de Cothique iba a importunarlo con una preocupación insignificante o con un temor infundado. No sería la primera vez.

—¡Los naggarothi han regresado! —respondió el jefe de los heraldos, quitándose el yelmo y haciendo una honda reverencia—. ¡Están atacando Cothique!

—¿Qué? —exclamó Caledor—. ¿Cómo han podido atravesar Cracia tan rápido?

—No lo han hecho, majestad —dijo el heraldo—. Llegaron a bordo de una flota descomunal y desembarcaron a no más de seis jornadas de viaje. Un ejército de por lo menos treinta mil soldados está atravesando el Anul Annurii. El príncipe Tithrain no puede detenerlos con las pocas miles de tropas con las que cuenta.

Caledor no salía de su perplejidad. ¿Cómo se las habían ingeniado los druchii para mantener oculto un ejército de tal magnitud hasta ese momento? ¿Y de dónde habían sacado tantas naves para transportarlo? La respuesta no tardó en aparecérsele.

—Elthin Arvan —dijo Caledor.

—¿Disculpad, majestad? No os he entendido —dijo el heraldo.

—Los druchii han abandonado Athel Toralien —aseveró el rey—. Han traído de vuelta a Ulthuan a todos los guerreros que tenían desplegados en las colonias para acometer una nueva ofensiva.

—Como vos digáis —dijo el heraldo—. ¿Qué respuesta deseáis que transmitamos a nuestro príncipe?

Caledor no contestó al punto. Podía marchar hacia el norte ya mismo, pero su ejército y sus dragones estaban repartidos por toda Ulthuan, y carecía de sentido enfrentarse a las huestes enemigas con las tropas de las que disponía. Tenía que hacer regresar del oeste a todos los guerreros que le fuera posible, aunque no se fiaba de dejar desprotegidos Ellyrion y Cracia.

—Dile a Tithrain que se esconda —respondió al fin. Los heraldos se quedaron atónitos. Sulfurado, Caledor se extendió en sus instrucciones—: Debe evitar la confrontación a toda costa y conservar todas las tropas que pueda hasta mi llegada.

—¿Y qué ocurre con los civiles? —preguntó horrorizado el heraldo—. ¿Qué harán ellos mientras nuestros príncipes permanecen escondidos? ¿Cómo podéis abandonarlos a su suerte?

—También ellos deben ocultarse —dijo Caledor, insensibilizándose a la dureza de su decisión—. De lo contrario, morirán.

* * *

Los gemidos de los prisioneros y los gritos de los moribundos que yacían en los altares eran música para los oídos de Hellebron; una pieza orquesta de dolor, sufrimiento y muerte que parecía el himno del mismo Khaine. La elfa levantó la voz para alabar al Dios de las Manos Ensangrentadas mientras observaba cómo arrastraban hasta el altar de Khaine a otra cothana, que en vano forcejeaba para zafarse de los sectarios. Sus captores la arrojaron encima de la losa ensangrentada.

En la pira situada a cierta distancia, las llamas rugían con tanta furia que Hellebron sentía el calor que despedían pese a que se hallaban más allá del alcance de una flecha. La columna de humo y fuego se elevaba alta en el cielo para entregar los espíritus de los sacrificados al Señor de la Muerte. Hellebron sintió que un escalofrío de júbilo le recorría el cuerpo al contemplar la pira y pensar en los centenares de elfos que ya habían sido asesinados. Otros muchos miles los seguirían, hasta que Cothique sucumbiera a los aceros de los khainitas.

El reino había sido su generosa recompensa por haber acabado con él, así llamado, Rey Sombrío. Era una retribución por la muerte de su hermana a manos del príncipe Anar. Más aún, suponía un reconocimiento de su dedicación al culto de Khaine, y había llegado acompañado por una ristra de alabanzas salidas de los labios de Morathi. Hellebron se había recreado en cada cumplido; se había regodeado de las lisonjas de los oficiales y de los príncipes reunidos mientras Morathi enumeraba sus logros y los ponía como ejemplo para todos los demás.

Después había regresado, todo lo rápido que le había permitido el barco que la transportaba, a la flota que aguardaba fondeada, acompañada por su padre, el príncipe Aladrian. De nombre, el ejército, las huestes desposeídas de Athel Toralien, era de su padre, pero ella sabía que en espíritu le pertenecía. Durante los largos años de asedio que había soportado su ciudad natal en las colonias, Hellebron había inculcado el culto a Khaine y sus rituales en la población, y cuando las fuerzas desplegadas contra ellos se multiplicaron, el pueblo de Athel Toralien se entregó al Dios de las Manos Ensangrentadas.

El resto de los elfos de las colonias había revelado su debilidad de espíritu y había caído frente a los muros de la ciudad una y otra vez, y sus cuerpos se habían recogido para ofrecérselos al Señor de la Muerte en agradecimiento por la protección que dispensaba a Athel Toralien. Las tropas asaltantes que alcanzaban las murallas habían sido hechas prisioneras, y sus chillidos interminables habían mantenido a los ejércitos sitiadores en vela durante noches, mientras los habitantes de la ciudad celebraban festejos para honrar a su deidad sedienta de sangre.

En un principio, Hellebron se había sentido consternada cuando Alandrian les había comunicado a ella y a Lileath que iban a entregar la ciudad al enemigo, y sólo se sintió aliviada cuando se enteró de que Athel Toralien sería arrasada y de que todos sus habitantes serían evacuados a Ulthuan. La población de Athel Toralien había demostrado ser más fuertes que sus hermanos de Nagarythe, y ahora regresaban a su ancestral patria para ayudar a los príncipes y a los capitanes que en el pasado los habían mirado por encima del hombro.

Sonriéndose con el recuerdo evocado, Hellebron reunió a su guardia personal, cuya capitana era Liannin, en otro tiempo sirvienta de Hellebron y ahora la más despiadada de sus vasallas. El cuerpo de trescientas guerreras, que Hellebron había bautizado con el nombre de las Novias de Khaine, había sido el primero en desembarcar, y había caído sobre Cothique como una tormenta sangrienta.

Expertas en las mortíferas artes de Khaine, las guerreras de la guardia de Hellebron iban totalmente desnudas salvo por un par de retales y de piezas de acero; renunciaban a la armadura en favor de la velocidad, pues confiaban en matar antes de que las mataran en lo que suponía una demostración de su fe en la protección que les dispensaba Khaine. Llevaban el pelo cuidadosamente recogido en mechones puntiagudos y con trenzas; un peinado que fijaban con sangre apelmazada. Su piel pálida estaba cubierta de tatuajes y de runas que declaraban su devoción a Khaine, y tenían los labios teñidos de la sangre que habían bebido. La mayoría exhibía unos ojos vidriosos y mascaban hojas narcóticas que las hacían inmunes al dolor, y todas mostraban con orgullo las cicatrices de las heridas recibidas en la batalla, y que pintaban con esmero para llamar la atención sobre ellas. Durante la batalla ingerían otros tipos de drogas que las sumían en un estado de frenesí, y, valiéndose de los secretos que Hellebron y su hermana desaparecida habían compartido con ellas, empapaban sus aceros en los venenos más letales. En Athel Toralien, las Novias de Khaine habían sido la pesadilla de las tropas sitiadoras, y habían participado en las batallas más atroces. En Cothique, todavía no se habían puesto a prueba, un hecho que las enervaba.

—¿Cuándo nos enfrentaremos a un enemigo de verdad? —preguntó Liannin. Apoyó las manos sobre las espadas gemelas que llevaba enfundadas prendidas de la cintura y se relamió, saboreando los restos de sangre que le salpicaban los labios—. Estamos obligando a Khaine a alimentarse de pueblerinos.

—Cuando las hogueras consagradas a Khaine se vean desde el salón del trono de Caledor, el Rey Fénix se verá obligado a venir —respondió Hellebron—. Cuando los gritos de los sacrificados por Khaine se oigan en el Templo de Asuryan, Caledor tendrá que enfrentarse a nosotros.

—¿Y hasta entonces? —inquirió Liannin.

—Hasta entonces, Khaine se deleitará con la purria que le arrojemos —dijo Hellebron—. Se han descubierto refugiados escondidos en cuevas, en las colinas al oeste. Centenares. Traedlos vivos si podéis; de lo contrario, matadlos mientras pronunciáis el nombre de Khaine.