13: El final de una era

TRECE

El final de una era

—¿Un centenar? —gruñó Caledor. El heraldo de Yvresse se estremeció cuando el Rey Fénix se levantó como un resorte de su silla y enfiló hecho una furia hacia él—. ¿Un centenar de lanceros es todo lo que el príncipe Carvalon puede ceder?

—Somos un pueblo pacífico —respondió el heraldo, haciendo una reverencia preñada de contrición—. Son pocos los que se alistan voluntarios, y de ellos, la mayoría van destinados a las guarniciones que protegen nuestras ciudades de los ataques de los miembros de las sectas.

Caledor se volvió para encarar a los elfos que se hallaban presentes en el Templo de Asuryan, que se había convertido en su sala del trono temporal. Además de Thyriol, también estaban Finudel y Athielle, Dorien, Thyrinor, Koradrel, Tithrain de Cothique, el sumo sacerdote Mianderin, y su heraldo mayor, Carathril. Separados de los príncipes, se encontraban apiñados los representantes de Eataine y de Yvresse, que ahora observaban con recelo al Rey Fénix.

—¿Cómo puedo afrontar una guerra sin un ejército? —inquirió Caledor—. Llevamos seis años de campañas y luchas, y durante ese tiempo hemos mantenido a raya a los druchii. Ahora ha llegado el momento de asestar otro golpe.

—Nuestras bajas también han sido cuantiosas —señaló Thyriol—. Cada naggarothi acumula dos siglos de entrenamiento para esta guerra, y la mayoría han pasado muchos más años ejercitándose en la guerra. No podéis esperar que el enfrentamiento entre nuestros inexpertos reclutas y un enemigo de esas características sea equilibrado. De no ser por vuestros dragones, Ulthuan ya habría sucumbido. Una estrategia basada en la contraofensiva está fuera de toda discusión.

—Entonces, ¿debemos limitarnos a esperar el siguiente ataque de los druchii? —replicó Dorien—. ¿Les dejamos que vuelvan a reunir sus fuerzas mientras sus lacayos de las sectas nos mantienen distraídos corriendo de reino en reino detrás de ellos? Deberíamos marchar sobre Anlec y acabar de una vez con esto.

A Tithrain se le escapó una risita nerviosa, y todas las miradas se volvieron hacia el joven regente de Cothique.

—Anlec es inexpugnable —dijo el príncipe—. Ya hemos oído todos las historias que circulan sobre sus defensas. Un río de fuego rodea sus imponentes murallas, y veinte torres vigilan sus inmediaciones. Aun si lográramos atravesar Nagarythe y llegar con nuestras fuerzas intactas, no conseguiríamos tomar una fortaleza así.

—Disponemos de una docena de dragones —afirmó Dorien—. Un río de fuego no los detendría.

—Quedan once —le corrigió Koradrel—. El príncipe Aelvian y Kardraghnir cayeron en Cracia, durante la batalla con los naggarothi. Mis capitanes me informaron de la mala noticia anoche. Docenas de lanzavirotes lo derribaron del cielo.

La noticia fue recibida con los gruñidos de varios de los presentes y con la mirada glacial de Caledor. Koradrel se encogió de hombros.

—Eso no cambia nada —respondió el Craciano—. ¿De qué nos serviría la captura de Anlec? Malekith recuperó la capital de su reino y no le sirvió de nada. El mundo ha cambiado. Los naggarothi nunca firmarán un tratado de paz.

—¿Adónde queréis llegar? —inquirió Thyriol.

—Al exterminio —aseveró Caledor.

El mago clavó la mirada con los ojos entornados en el Rey Fénix.

—¿Y qué pasa con los adeptos a las sectas? —preguntó Thyriol—. ¿También los matamos a todos?

—Si es necesario… —respondió Caledor, aguantando la mirada del mago. No había ni un atisbo de complacencia en la respuesta del rey. No obstante, si se quería restaurar la paz en Ulthuan, había que eliminar todo foco de amenaza—. Somos un pueblo dividido. La prosperidad y las oportunidades han enmascarado esas divisiones, peno ahora han salido a la luz. Los druchii, y cualquiera que decida seguirlos, deben ser exterminados o expulsados de Ulthuan.

—Como bien habéis señalado, carecéis de ejército —apuntó Finudel—. ¿Aun así creéis que podéis atacar Nagarythe?

—No —respondió Caledor—. Nuestra supervivencia sólo se debe a que el enemigo ha dividido sus fuerzas. Han ocupado Tiranoc, y han atacado simultáneamente Eataine, Ellyrion, Cracia y Avelorn buscando una victoria rápida. Si le obligamos a concentrar todas sus huestes en un único lugar, y nosotros reunimos nuestras fuerzas para enfrentarnos a ellas, nos arriesgamos a perder la guerra en una sola batalla.

—Hasta el momento en el que dispongamos de un ejército comparable al de los druchii, no podemos medirnos en igualdad de condiciones —afirmó Thyrinor—. Nuestra mayor esperanza radica en atraer uno a uno a sus ejércitos y derrotarlos.

—Vuestros dragones no pueden estar en todas partes a la vez —dijo Thyriol—. ¿Cómo planeáis detener los próximos avances enemigos?

—No podemos hacerlo —respondió Caledor, sentándose de nuevo. Observó a los príncipes de uno en uno, tratando de medir su grado de resolución. Pese a que lo que vio no lo tranquilizó, decidió continuar—: Tenemos que evitar que los druchii logren una gran victoria. Nos replegaremos cuando nos encontremos con ellos, quemando los campos y arrasando los almacenes. Nagarythe no es una tierra fértil, así que dependen de sus capturas para sustentar a sus tropas.

—¿Y eso, durante cuánto tiempo? —preguntó Tithrain, con el gesto horrorizado—. Esas tierras también alimentan a nuestro pueblo. Vamos a acabar matándonos de hambre. Tal vez podríamos aguantar una estación, pero…

—Se hará durante el tiempo que sea preciso —replicó Caledor—. Desangraremos a los druchii haciéndolos pasar hambre y matándolos en el campo de batalla. Tenemos que actuar con determinación en esta materia. Vendrán tiempos difíciles, pero llegarán acompañados de una victoria.

—No —espetó Athielle, atrayendo el gesto contrariado del Rey Fénix—. Los pastizales de Ellyrion son demasiado valiosos como para convertirlos en campos estériles. Nuestras praderas y nuestras caballadas son fruto del trabajo de generaciones, y ahora no podemos tirar por la borda todos esos esfuerzos. Eso sería otorgar una victoria al enemigo.

Caledor fulminó con la mirada a la princesa, pero ésta ni se inmutó. Entonces, el rey se volvió a Finudel, y, si bien el príncipe parecía indeciso, Caledor sabía que apoyaría a su hermana en cualquier discusión.

—¿Y qué pasa con Cracia? —inquirió el Rey Fénix, volviéndose a Koradrel.

—Los druchii han saqueado de continuo la escasa cosecha que producimos —respondió el príncipe craciano—. Con nuestros cazadores en la guerra, los monstruos se han vuelto más atrevidos y atacan en manada las granjas. Todo lo que nos queda lo necesitamos nosotros para sobrevivir.

—Los reinos orientales deben proveer de alimentos a los reinos occidentales hostigados —aseveró Caledor—. Si no pueden mandar soldados, que envíen comida.

—Me temo que podemos ofrecer muy poco en ese sentido —señaló Thyriol—. Durante mucho tiempo hemos dependido de las provisiones procedentes de las colonias; y esas provisiones se han reducido. Elthin Arvan es víctima del mismo caos que está asolando Ulthuan.

—Si vuestros pueblos no se dedican a la agricultura, tendrán que luchar —replicó Caledor—. Todo elfo que pueda empuñar una lanza debe recibir entrenamiento. De lo contrario, morirá desarmado.

—Y mientras estamos ocupados en preparar un nuevo ejército, ¿qué hacemos? —preguntó Tithrain.

—Esperar a que los druchii vuelvan a atacar —respondió Caledor.

* * *

Morathi sentía cada resuello como si un clavo oxidado le rasgara el corazón. Se inclinó sobre la figura inerte de Malekith, y vio en ella al hermoso elfo que había sido, no el rostro devastado y descarnado que yacía en el vasto lecho. Los ojos de Malekith parpadearon brevemente al reconocer a su madre. Una mano atrofiada se tendió hacia la de Morathi, y ésta la apresó y se la llevó al pecho mientras se arrodillaba junto a la cama.

—¿Qué noticias hay? —susurró el príncipe de Nagarythe con sus labios agrietados.

—Nuestros subordinados son una decepción, querido —respondió Morathi—. El advenedizo Caledor ha repelido nuestras últimas ofensivas. Elude la lucha abierta; se vale de sus dragones para atacar nuestros ejércitos mientras se encuentran marchando y luego se retira.

—Es un cobarde.

—No. Es listo —contestó Morathi, depositando la mano de Malekith junto a la cadera de éste. Mientras acariciaba el cuero cabelludo sin pelo de su hijo, las escamas de piel se desprendían y caían sobre la sábana blanca—. Sabe que no puede derrotarnos, de modo que intenta retrasar nuestra victoria mientras le sea posible. Nuestros comandantes le han seguido el juego durante demasiado tiempo. Tendré que obligarle a entrar en acción.

—¿Y sobre lo otro? —inquirió Malekith, incorporándose ligeramente en la cama, con los ojos clavados en su madre.

—Progresa adecuadamente, hijo —respondió la sacerdotisa—. Lo has hecho muy bien todos estos años de tormento, pero debes esperar un poco más. Una obra de esas características precisa de mucho tiempo para acabarse de perfeccionar, pero en cuanto esté lista, se te restituirá la gloria.

El rostro arrasado de Malekith se arrugó y asomó una sonrisa.

—Puedo esperar. Regresaré triunfante y nadie se interpondrá en mi camino.

—Será glorioso —dijo Morathi—. Pero todavía hemos de mantener en secreto que estás vivo. Tu sacrificio en las llamas es un símbolo para nuestro pueblo, y hasta que tu resurrección sea completa, es mejor que sigan aferrados a esa creencia. Me duele tanto como a ti que se te haya rechazado como regente de Nagarythe, pero es lo mejor.

Malekith no dijo nada y cerró los ojos. Morathi se puso en pie.

—Debo encargarme de algunos asuntos engorrosos. Descansa.

Morathi echó un último vistazo a su hijo y abandonó la cámara. Recorrió sus aposentos congregando un séquito de siervas y de criados a su estela. Descendió por la escalinata central del palacio de Aenarion acompañada por el eco de los alaridos agónicos que llegaban de las mazmorras que se extendían debajo de la ciudadela.

—Creía que había dado instrucciones de que se cosiera la boca a todos los prisioneros —dijo Morathi, dirigiéndose a una de sus criadas.

—Haré saber a los torturadores del descuido que han cometido —respondió la sierva, con un brillo de vil entusiasmo en los ojos.

El séquito siguió a la reina por el gran salón y por la escalinata que partía del palacio y descendía a la vasta explanada exterior. Cinco mil naggarothi formaban en silenciosas filas detrás de sus capitanes y estandartes correspondientes. Habían sido congregados al amanecer para someterse a la revista de la sacerdotisa, y ahora el sol se precipitaba por el horizonte.

Morathi despidió a su conciliábulo con una sacudida de su mano enjoyada y cruzó la plaza con largas zancadas, directamente hacia Bathinair, quien estaba plantado delante del pequeño ejército. La reina se detuvo frente a él, con los ojos entornados.

—Dame tu espada —ordenó Morathi.

Bathinair se la quedó mirando perplejo, pero obedeció y desenfundó la resplandeciente hoja mágica. Morathi se la arrebató y la sostuvo en alto, examinando la excelente factura del arma. El príncipe siguió con la mirada a la reina, que lo dejaba atrás y hacía señas a uno de los capitanes de la compañía para que se acercara a ella.

—¿Cómo te llamas? —espetó Morathi.

—Ekheriath, majestad —respondió el capitán, haciendo una honda reverencia.

—¿Te gustaría convertirte en el príncipe Ekheriath? —le preguntó.

—Lo que sea para serviros, majestad —contestó el elfo, acompañando su respuesta con una reverencia más superficial—. Para mí será un honor asistir a vuestra corte.

Morathi acometió su ataque con una velocidad mayor que la de una serpiente y hundió la espada de Bathinair en la garganta del capitán, quien se desplomó con un grito ahogado y con los ojos rebosantes de dolor y del sentimiento de traición. La reina hurgó en la herida con la hoja, y Ekheriath se retorcía y gemía con cada movimiento de la espada.

—Los príncipes no me fallan —aseveró Morathi, extrayendo la hoja de la garganta del capitán.

Soltó una patada en el rostro del elfo despatarrado y reanudó la marcha, haciendo señas a otro capitán con la espada ensangrentada.

—¿Nombre? —gruñó Morathi.

—Nemienath, majestad —balbuceó el soldado, cuyos ojos se desviaban hacia el cuerpo todavía agonizante de Ekheriath, que se había puesto a cuatro pies sobre el charco cada vez más extenso de su sangre y se sujetaba la garganta herida con una mano.

—¿Te gustaría convertirte en príncipe?

Nemienath no respondió; su mirada saltaba de un lado a otro como si fuera un animal acorralado.

—¿Y bien?

El capitán se estremeció al oír la voz severa de Morathi.

—Todos los que os servimos desearíamos contar con vuestro favor —respondió el capitán, evitando mirarla a los ojos.

—Entonces mata a Bathinair —replicó Morathi, arrojando la espada hacia Nemienath—. Puedes ocupar su puesto.

Bathinair giró en redondo al oír aquello, con los ojos desorbitados del pavor. Morathi sonrió con satisfacción cuando Nemienath no mostró ningún atisbo de vacilación y cruzó la plaza con la espada calada para la acometida. Bathinair trató de repeler el golpe con el brazo protegido por el brazal de la armadura, pero la hoja mágica atravesó la pieza metálica sin detenerse y le cercenó el brazo a la altura del hombro. Bathinair se derrumbó en el suelo con un grito y con el brazo convertido en una fuente de sangre. Nemienath se volvió fugazmente a Morathi antes de asestar el golpe mortal y sepultar la espada en el cuello desprotegido de Bathinair.

La hechicera hizo una indicación a Nemienath para que volviera y se arrodillara ante ella. Así hizo el capitán, que hincó una rodilla en el suelo y agachó la cabeza. La reina se inclinó para envolver con su mano la barbilla del soldado y le alzó la cabeza para mirarlo a los ojos, con una sonrisa dibujada en sus labios carmesíes.

—¿Qué se siente al ser príncipe? —preguntó en un arrullo.

—Es un honor, majestad —respondió Nemienath—. Acrecentaré la gloria Nagarythe en vuestro nombre.

—¿Sí? —dijo Morathi con dulzura. Nemienath asintió, atrapado por la mirada de la reina. La sonrisa de Morathi se frunció y la reina espetó con un gruñido—: ¡He tenido que darte una espada para que me hinchas de honor! ¿Por qué me habéis fallado tantas veces en el pasado?

Las yemas de sus dedos empezaron a chisporrotear con una energía mágica que envolvió la cabeza de Nemienath. Un rayo negro recorrió el cuerpo tembloroso del elfo, chamuscándolo, arrancándole gajos de carne y reventándole los vasos sanguíneos. Morathi dejó que el cadáver humeante se desplomara contra las losas de mármol, y la espada de Bathinair se desprendió de la mano muerta y cayó repicando al suelo.

La reina deambuló entre las filas de guerreros naggarothi.

—¡Ninguno de vosotros merece estar a mi servicio! —bramó—. O sois unos incompetentes, o bien unos traidores; no sabría decirlo. Os doy la fuerza de Nagarythe y vosotros la malgastáis. Os pido una tontería, una menudencia, y sois incapaces de dármela. ¡Lo único que quería era la cabeza de Yvraine!

—Los poderes de la Reina Eterna son extraordinarios —gritó uno de los guerreros—. ¿Cómo podemos luchar contra la propia Ulthuan?

Morathi estuvo a punto de arrojar una respuesta furibunda, pero se contuvo. Al anónimo guerrero no le faltaba razón, aunque eso no era una excusa para las derrotas sufridas. Yvraine disfrutaba del poder de la Reina Eterna, y ése era un premio muy apetecible. Hacerse con el control de Avelorn, apoderarse de la fuerza de Yvraine, sería una victoria más jugosa que su simple exterminio. Además, había otro motivo para ver humillada a Yvraine antes de matarla, pues, como hija de Aenarion y de su primera esposa, se había confabulado con los príncipes del Primer Consejo para negar a Malekith su derecho a ser coronado Rey Fénix. Ahora suplicaría clemencia postrada a los pies del legítimo rey de Ulthuan, y tendría que admitir que se había equivocado al oponerse a su hermanastro.

—Yo puedo igualar el poder de la Reina Eterna —declaró Morathi, volviéndole la sonrisa a los labios, complacida por las conclusiones que había arrojado el discurrir de sus pensamientos—. Cuando le arrebate su poder mágico y la vea postrada ante mí, todo el mundo reconocerá la supremacía de los naggarothi y de la reina legítima de los elfos. Reunid todas las fuerzas que podáis, incorporad a los khainitas y a las bestias de los Annulii. ¡Reunid un ejército que merezca luchar bajo mi mando!

* * *

El cielo había desaparecido, oculto por el incendio de Avelorn. Una nube de humo cubría el reino, desde las montañas de Cracia hasta el Mar Interior. Liderado por Morathi, el ejército de Nagarythe quemaba todo lo que encontraba a su paso, extendiendo un manto de desolación por los dominios de la Reina Eterna. Exigidos por su reina y aterrorizaos por las represalias con las que castigaba cualquier retraso, los príncipes y los oficiales del ejército naggarothi arrasaban todo foco de resistencia.

Como en ocasiones anteriores, Yvraine movilizó las selvas como medida de autoprotección del reino; pero esta vez, la Reina Eterna se enfrentaba a la magia de Morathi y de su conciliábulo, formado por los hechiceros más poderosos de Nagarythe. Los encantamientos de Avelorn fracasaban contra los tenebrosos conjuros de los naggarothi, y, como una plaga propagándose por la hoja de una planta, el avance de los druchii no se detenía.

Temiéndose lo peor, Yvraine envió un mensaje a Caledor para recordarle sus obligaciones con la Reina Eterna. El Rey Fénix no acudió a Avelorn; por el contrario, envió a Thyrinor y a otros dos príncipes dragoneros junto con un ejército formado por diez mil guerreros, la mayor parte de ellos reclutas recién salidos de las plazas de entrenamientos y obtenidos de los reinos orientales tras muchas súplicas. Thyrinor encabezaba las huestes, que cruzaron el Mar Interior a bordo de las naves de Eataine y desembarcaron en la costa de Avelorn, anticipándose al avance druchii. Allí, Thyrinor fue recibido, como lo habían sido su primo y Carathril antes que él, por la Guardia de Doncellas de la Reina Eterna. También como en esas ocasiones anteriores, Yvraine se manifestó por medio de su capitana Altharielle.

—Me enfurece y me aflige ver tamaña devastación en el corazón de Ulthuan —declaró Thyrinor, que había desmontado de Anaegnir para hablar con Altharielle—. Ojalá nos hubierais avisado antes.

—Los bosques más externos no tienen ninguna trascendencia —respondió la Reina Eterna, cuyos ojos verdes refulgían por efecto de la magia—. Es el Valle de Gaen donde radica el poder de Avelorn. El Aein Yshain debe ser protegido a toda costa. Su cercanía al santuario de Isha impulsa mis poderes hasta sus cotas más elevadas. Morathi cree que ya he dado todo de mí, pero se equivoca. Dejaremos que se acerque, atraída por el premio, y ella misma será la responsable de su muerte.

—Vuestra estrategia es arriesgada —señaló Thyrinor—. Si permitimos que los druchii se acerquen tanto al Valle de Gaen, nos quedamos sin espacio para una retirada.

—Sin embargo, es el escenario perfecto para una batalla —replicó Altharielle-Yvraine—. El angosto istmo reducirá parte de la ventaja del ejército druchii, y los obligará a arrojarse contra nuestros arcos y lanzas.

—Entiendo —dijo Thyrinor—. Si ése es vuestro deseo, lo acataré. Continuaremos por mar bordeando la costa y acamparemos en el istmo del Valle de Gaen.

—Tomad en consideración los consejos de la Guardia de Doncellas —le advirtió la Reina Eterna—. No pongáis el pie en el Valle de Gaen salvo que hayáis recibido la invitación del propio reino de Avelorn. Sabed que si se infringe este mandamiento, yo no podré hacer nada para proteger a quienes penetren en el valle.

Thyrinor se estremeció y asintió con la cabeza.

—Creedme, majestad, nadie hará caso omiso de vuestra advertencia —contestó el príncipe—. Con vuestro permiso, nos dirigiremos hacia el este y ya no pisaremos tierra firme hasta dentro de dos días.

—Hasta entonces, príncipe Thyrinor —dijo Altharielle-Yvraine—. El enemigo estará pisándoos los talones, no os entretengáis.

Thyrinor describió una honda reverencia, enfiló de regreso a Anaegnir y se encaramó a la silla trono instalada en el lomo del dragón.

—Este lugar rezuma magia —dijo Anaegnir, agitando la lengua con asco—. En el aire flota ese olor empalagoso de la corrupción del caos.

Thyrinor también lo notaba; eran las corrientes de magia negra que descendían arremolinadas desde el vórtice ubicado en los Annulii, atraídas por los conjuros de Morathi y de sus seguidores. Del mismo modo que el humo emponzoñaba el cielo, la magia negra emponzoñaba el espíritu, y envolvió como un sudario los pensamientos del príncipe, que no pudo evitar imaginar sobrecogido qué sucedería si su misión fracasaba y Morathi se apoderaba del Aein Yshain.

Con un poder tan extraordinario en las manos de la reina de los druchii, Ulthuan se sumiría en una época tan tétrica como lo había sido la de los demonios. Las sectas de los cytharai se impondría al culto a los dioses celestiales, y los elfos se extinguirían exterminados por su propia ferocidad y sacrificados por sus hermanos. Thyrinor podía ver con la misma claridad que vería un paisaje que se extendiera ante sus ojos las piras ardiendo día y noche, y oír con la misma nitidez los alaridos de las víctimas de los sacerdotes.

Ya había visto todas esas cosas a lo largo y ancho de Ulthuan, perpetradas a menor escala por los sectarios que sembraban el terror y la discordia entre sus opositores. El príncipe sintió como se le revolvía el estómago al recordar los restos ensangrentados y carbonizados que se habían hallado en templos secretos y alrededor de altares rodeados de huesos.

—Antes moriré que ver ese sufrimiento —dijo para sus adentros, abrochándose las correas que lo afirmaban a la silla.

Con una batida de las alas, Anaegnir emprendió el vuelo, y luego viró para dirigirse hacia la flota fondeada frente a la playa.

* * *

—Están desesperados.

Morathi lanzó una mirada de fastidio al subalterno que había interrumpido sus pensamientos. El hechicero retrocedió espantado por las motas de energía que revoloteaban en los ojos de Morathi. De haberse encontrado la reina de peor humor, una mirada asesina habría sido el castigo menos severo que habría infligido a un subordinado con incontinencia verbal. Afortunadamente para el elfo, Morathi estuvo de acuerdo con su afirmación mientras contemplaba el ejército que se estiraba para cruzar la angosta franja de tierra que se extendía delante de ellos. Aquél sería el último e infructuoso intento de pararle los pies.

Al otro lado de las líneas plateadas y azueles, rojas y verdes, se encontraba el Valle de Gaen. Morathi podía saborear los poderes que emanaban de él y que destellaban como un campo de estrellas doradas dispuestas sobre una bóveda de frondas. El suelo que pisaba la hechicera vibraba sacudido por la magia, y la energía conseguía filtrarse en dosis mínimas por su cuerpo y provocarle escalofríos pese a que estaba envuelta por remolinos de magia negra que la protegían del contacto directo con los encantamientos defensivos de la Reina Eterna.

—Preparaos para el ataque —ordenó Morathi, haciendo una indicación a un domador para que le acercara su montura.

El elfo condujo un enorme caballo alado hasta la reina. La criatura tenía el pelo negro, y unas alas membranosas y estriadas, como de murciélago gigante; su crin era como una llama, roja y de un vivo color naranja, y de la frente le sobresalían tres cuernos de forma helicoidal recubiertos de oro. De las orejas y de los orificios del hocico le colgaban unos enormes talismanes, hechos de hierro negro y que representaban runas khainitas. El oscuro pegaso piafó y resopló, tensando las riendas que asía el domador, y a punto estuvo de tirarlo al suelo.

Morathi agarró las riendas con una mano y vertió magia en los músculos de su brazo para dejarlo duro e inmóvil como una piedra. El oscuro pegaso sacudió con fuerza la cabeza e intentó caminar hacia atrás, pero se detuvo en seco y se tambaleó hasta casi perder el equilibrio mientras Morathi permanecía quieta y le impedía retroceder. La criatura relinchó y dobló las patas delanteras para inclinarse y permitir que Morathi pudiera subir a su lomo desnudo y acomodarse entre sus ásperas alas.

—¿Por qué no estamos atacando aún? —inquirió Morathi al percatarse de que su ejército todavía no se había puesto en marcha.

—Tienen tres dragones, majestad —respondió un capitán, señalando hacia el cielo cubierto por el humo. Unas figuras enormes se deslizaban recortadas sobre las nubes grises, arrojando fuego por las bocas—. Si avanzamos y perdemos la cobertura de los lanzavirotes, acabarán con nosotros.

—Da la orden de ataque —espetó Morathi—. No os preocupéis por los dragones.

Dicho lo cual, gruñó una orden a su montura y emprendió el vuelo por el cielo atiborrado de humo.

* * *

El miedo se apoderó de Thyrinor cuando divisó una figura negra que se elevaba desde el corazón del ejército druchii. Daba la impresión de que una nube oscura envolvía al jinete, y de vez en cuando se observaban en ella algunos destellos, como si se tratase de un lejano cielo nocturno. Más que por la vista, la inquietud del príncipe provenía de lo percibido con su sentido mágico. El jinete del pegaso era como un agujero en medio de los vientos mágicos, como un sumidero por el que se drenara toda la magia, y la fuerza de ese cúmulo de energía arrastraba la conciencia de Thyrinor. Lo más parecido que había experimentado nunca era lo que le provocaba la presencia de Thyriol, pero lo que en el mago había sido una sensación de calidez, en la hechicera era un frío vacío que absorbía toda la energía que fluía a su alrededor.

Sólo un elfo podía acumular tantos poderes sobrenaturales: Morathi.

—La hechicera no es más que una criatura —dijo Anaegnir, percibiendo el temor que atenazaba a su jinete—. Una cosa frágil y quebradiza.

—Morathi no ha vivido tanto tiempo gracias a su fragilidad —replicó Thyrinor—. Los demonios no pudieron destruirla; tampoco el príncipe Malekith.

El dragón soltó un gruñido y se lanzó en picado, enderezándose para interceptar al pegaso, que ascendía por el cielo. El resto de los jinetes dragoneros se zambulleron siguiendo a Thyrinor y flanquearon al príncipe. Debajo de ellos, el ejército druchii iniciaba su avance, y las líneas de lanceros y de caballeros se apretaban para formar columnas y atravesar la angosta franja de tierra. Desde las alturas, Thyrinor divisaba las dos porciones del Mar Interior separadas por el istmo, y la espuma de las olas trazaba a izquierda y a derecha los contornos blanquecinos de la oscura masa de la infantería druchii.

Según descendía, con el viento agitándole la capa, Thyrinor sentía el aumento de presión que experimentaba su espíritu. Unas tenues sombras bailaban delante de sus ojos, y unos rostros con el gesto lascivo y hechos de humo denso y de aire se retorcían en torno a él. Se sentía como si estuviera cayendo a toda velocidad por un pozo profundísimo, engullido por él. Levantó la mirada y vio que el manto de humo que se extendía sobre su cabeza se arremolinaba y se contorsionaba como una serpiente marina, deslizándose de un lado a otro.

—¡Cuidado! —gritó a Anaegnir—. ¡Gira a la izquierda!

El dragón no le hizo caso y siguió directo hacia Morathi, con las fauces abiertas y las patas delanteras extendidas. Thyrinor echó un vistazo atrás y vio que un enorme zarcillo de espirales de humo se precipitaba por el cielo en dirección a él.

—¡A la izquierda! —gritó—. ¡A la izquierda!

El dragón se deslizó hacia un lado, pero ya era demasiado tarde, y Thyrinor y Anaegnir quedaron atrapados en una vorágine de humo asfixiante. Dragón y jinete, zarandeados y azotados, salieron despedidos de mala manera por el cielo, perseguidos por la espiral de humo, cada vez más densa.

Thyrinor soltó una embestida con su lanza, pero no halló resistencia. La niebla tóxica se posó sobre sus hombros como una pesada piedra y le envolvió y le oprimió el cuello y el pecho como si fuera la mano de un coloso. Anaegnir también forcejeaba, escupiendo llamas y sacudiendo la cabeza mientras sus escamas se abollaban y sus huesos crujían.

Con un ruido de metal machacado, el peto de la armadura de Thyrinor cedió y le aplastó el pecho. Sus costillas se quebraron y el yelmo no soportó la presión y reventó; los trozos astillados de los huesos perforaron los pulmones y el corazón del príncipe. Anaegnir lanzó un alarido estridente; se le combaron las alas y se le partieron los huesos. La fuerza titánica de la magia negra estaba estrujando a jinete y dragón. Unos regueros carmesíes se deslizaron desde los ojos de Thyrinor, desde sus oídos, su nariz y su boca, y empaparon la túnica que vestía debajo de la armadura. Ahogado en su propia sangre, el príncipe se desplomó hacia un lado, sujeto por los arneses de la silla, escapándosele el aire que quedaba en su cuerpo, en sus órganos y en sus vasos sanguíneos.

* * *

Una ovación se propagó por las filas del ejército naggarothi cuando los restos devastados del caledoriano y de su dragón se estrellaron contra la espesura del bosque. Morathi, intoxicada por el conjuro y pletórica por la aniquilación de su enemigo, acompañó los vítores con su risa. Los otros dos dragones se separaron y ascendieron por el cielo, reacios a correr riesgos por el momento. Morathi orientó su montura para emprender la persecución de la bestia que había huido hacia el norte; un dragón de escamas del color del jade y con púas y garras negras. La hechicera desenfundó su espada encantada y la enarboló de manera desafiante mientras su pegaso se deslizaba por el aire, directo al monstruo que surcaba el cielo encima de ellos.

El príncipe dragonero también desenfundó su hoja, que resplandeció con un brillo rubicundo recortada en el humo y las nubes negras. Ambos jinetes acortaban rápidamente la distancia que los separaba, lanzados el uno contra el otro y con las espadas listas para la acometida.

Cuando estaban a punto de colisionar, Morathi tiró con fuerza de las riendas y obligó al pegaso a virar a la derecha mientras ella descargaba su espada, trazando un arco en el aire, directa hacia el caledoriano. La hoja despidió un rayo negro que atravesó la armadura del jinete del dragón y recorrió la hoja blandida por el elfo. Morathi lanzó entonces un gruñido y musitó unas tenebrosas plegarias dedicadas a sus demoníacos aliados. La magia negra fue acumulándose a su alrededor mientras circunvolaba el dragón, y la energía destellante se precipitó desde el jinete a su montura. Las escamas de la bestia explotaban y sus púas vibraban mientras la magia negra recorría el contorno del voluminoso cuerpo de la bestia. El dragón solté un alarido y se retorció, escupiendo fuego hacia la hechicera.

La nube oscura que envolvía a Morathi se solidificó, enclaustró a la reina en una esfera oscilante de energía y repelió las llamas. Ofendida por el ataque, Morathi salió disparada a lomos de su pegaso en persecución del dragón, que se había lanzado en picado para tratar de huir, si bien sus movimientos eran arduos e iba dejando una estela pestilente a carne chamuscada.

El pegaso se desvió y viró bruscamente para ponerse a la altura del aterrorizado dragón; el equino alado, más ágil, se echaba encima de su rival mientras el dragón giraba pesadamente a un lado y a otro. Viendo que no podría escapar, el dragón se detuvo, dentro de sus posibilidades, en seco y sacudió la cola hacia Morathi. La hechicera se agachó, y la punta de la cola con púas de la bestia pasó a menos de un palmo de su cabeza. Morathi descargó entonces su hoja, y abrió un tajo irregular en la parte inferior de la cola del dragón; por la grave herida se filtró la magia negra de la espada, y la carne rajada y los músculos afectados empezaron a descomponerse y gorgotear, y una nube de vapor salió despedida por el aire. Con un inaudito alarido estridente, el dragón se dio la vuelta, sacudiendo las patas traseras como si fueran látigos, y una de sus garras impactó en el costado del pegaso y le abrió una herida del tamaño del puño de Morathi.

La reina de Nagarythe hizo acopio de todo el desprecio del que era capaz y, haciendo caso omiso de los chillidos del pegaso, hundió la punta de su espada en la parte inferior desprotegida del dragón. Con un alarido salvaje, vertió en la espada toda la magia negra que albergaba en su espíritu y descargó todos y cada uno de los maleficios y de las maldiciones que conocía contra la panza del dragón.

Lánguidamente, el pegaso dio media vuelta, con la sangre manándole del tajo en el costado. Sobre él, Morathi contemplé cómo la piel cubierta de escamas del dragón explotaba desde dentro. La putrefacción se propagaba rápidamente desde la herida que le había infligido en el vientre; las escamas de la bestia se marchitaban y se desprendían de su cuerpo; su carne se desintegraba convertida en polvo; y sus huesos se fragmentaban.

La criatura que había vivido durante milenios ahora era víctima de la putrefacción de la eternidad. Su cuerpo se descomponía en pedazos; su carne caía en trozos recubiertos de moho, que se desmenuzaban en migajas que la brisa dispersaba.

Exhausta por el torrente de magia que le había recorrido el cuerpo, Morathi dejó que el pegaso se posara de nuevo en tierra. La reina se deslizó por el costado de la bestia y a punto estuvo de perder el conocimiento. Mientras respiraba jadeante, unas voces demoníacas le susurraban en el oído y la llama del Caos fluctuaba en su mente. Por unos instantes, las diminutas figuras, arremolinadas de la oscura nube que la seguía a todas partes rodearon a la reina y mostraron sus minúsculos rostros con colmillos, riendo y mofándose de ella.

Morathi se enderezó, enfundó la espada y sacudió la mano para dispersar la neblina que había formado el círculo en torno a ella.

—Todavía no ha llegado el momento de retribuiros por vuestra ayuda. Dejadme en paz, escoria de los otros mundos.

Haciendo un gran esfuerzo, Morathi trajo de vuelta los zarcillos de magia negra que habían proliferado por el exterior y los encerró en su mente, musitando un conjuro de control y apaciguamiento. La nube se aplacó y pareció introducirse en su cuerpo, filtrándose por cada uno de los poros de su piel; la tez pálida de Morathi fue adquiriendo un brillo que emitía una luz sobrenatural.

Cuando se apoderara del Aein Yshain, no tendría ninguna necesidad de realizar esos peligrosos pactos. Todas las fuerzas de Ulthuan y toda la magia del Vórtice estarían bajo su control.

* * *

Un estremecimiento de pavor se propagó por las filas del ejército que protegía el Valle de Gaen cuando el segundo dragón fue derribado.

Yvraine sintió el miedo acariciándole la piel como una brisa gélida. Ya no era el momento para corazones débiles. La Reina Eterna se arrodilló sobre la hierba, y su túnica verde se mimetizó con el suelo. Hundió los dedos en la tierra, cerró los ojos y dejó que su espíritu se fundiera con Avelorn.

Soltó un grito ahogado de dolor al sentir los árboles talados como si fueran tajos en su cuerpo, y los claros calcinados de los bosques como si fueran quemaduras en su piel. La corrupción que representaba la presencia de Morathi la quemaba por dentro; la reina hechicera contaminaba el suelo que pisaban sus pies. Sobreponiéndose al intenso dolor, Yvraine tocó la veta que representaba el Aein Yshain. Obsequio de Isha, la diosa madre, el árbol sagrado palpitaba con la energía de la vida y con la luz del amor y de la armonía. La Reina Eterna dio unos golpecitos en el resplandor dorado para sanar las heridas que la destrucción de su bosque había infligido a su espíritu, y dejó que los cálidos rayos se filtraran por las yemas de sus dedos y se propagaran por la fértil tierra.

En torno a la Reina Eterna, los arbustos y las flores retornaron a la vida. Expandiéndose en una onda, la energía vital llegó hasta el ejército elfo, arrastrando consigo los aromas primaverales y la calidez estival. La Reina Eterna sintió como el poder de Isha se introducía en los corazones y en las mentes de las tropas encargadas de su defensa y dejaba su impronta en cada uno de los guerreros, colmándolos de una fe y de una resolución renovadas.

Las trompetas arrojaron sus notas desafiantes y acallaron el tamtán de los tambores y de los cuernos druchii. Nítidas voces se alzaron para entonar los himnos de los reinos congregados, que resonaron con una armonía que fue ganando en claridad y acabó silenciando las imprecaciones y los gritos de guerra de los naggarothi.

Yvraine fue aún más lejos, más allá de las costas del istmo, y probó el agua salada del Mar Interior y el fuerte sabor de las algas que crecían en el lecho marino. Se deslizó por las olas, incorpórea y libre, hasta más allá de donde se extendían los cúmulos de humo corrupto y donde el sol reverberaba en la superficie del agua. Atraída por los rayos del sol, Yvraine emprendió el vuelo y bailó entre las nubes. Con sus manos etéreas hizo señas a los vientos para que acudieran a su lado, y los hizo arremolinarse y fluctuar a su antojo.

La brisa empezó como un leve soplo de viento, apenas un susurro que acariciaba las copas de los árboles. Yvraine se concentró y atrajo los elementos, y convenció a las corrientes de aire para que la siguieran. El viento arreció y sacudió los estandartes y los penachos. Cada vez soplando con más violencia, el vendaval dobló las ramas de los árboles, tiró de las capas y de las túnicas de los elfos y combó la hierba. Aun así, Yvraine le exigió más, y, profiriendo sus lamentos a través de las frondas de las selvas, el fenómeno se convirtió en un viento huracanado que hizo crujir los troncos de los árboles, arrastró ramas y hojas caídas y empezó a arremolinarse.

Los elfos interrumpieron sus cánticos, cuyas últimas silabas viajaron arrastradas por el viento aullador. Yvraine se expandía cada vez más lejos, asida a su cuerpo por los más finos hilos de plata, casi vencida por el conjuro que ella misma había desatado.

El viento impactó contra los naggarothi como un muro sólido que lanzó por los aires a los elfos, estrelló unos caballos contra otros y arrancó los estandartes de sus astas y éstas de las manos de quienes los portaban. Los lanzavirotes salieron volando, y sus proyectiles se desparramaron por el tapete de hierba del istmo. Unas criaturas monstruosas bramaron con los ojos entornados azotados por el huracán. Los druchii se caían unos encima de otros; las lanzas se partían y los escudos planeaban por el aire.

Entonces se produjo una explosión de magia negra procedente de Morathi. Como un furioso fuego negro, su conjuro para contrarrestar el de la Reina Eterna se abrió paso por el vendaval y consumió la energía que alimentaba los vientos. Fuego y viento pugnaron, y la mente de Yvraine sintió el contacto con la de su enemiga.

Tanto la Reina Eterna como la hechicera retrocedieron al notar que sus mentes se tocaban y se repelían. Yvraine fue arrancada de su inmovilidad y se desplomó sobre el suelo, mientras que Morathi se derrumbó de rodillas.

Todo transcurrió durante un instante tan fugaz, que bien podría no haber ocurrido; sin embargo, Yvraine notó que todo su ser había sido corrompido. La oscuridad de Morathi se había filtrado a su interior. La hechicera, por su parte, se sentía asqueada por el contacto con la Reina Eterna, y su esencia brillaba como una hoguera en su mente.

Mutuamente extenuadas, ambas reinas buscaron la ayuda de sus vasallos. Morathi acudió tambaleante a su conciliábulo; Yvraine, a la Guardia de Doncellas. Mientras ellas se recuperaban, los ejércitos enfrentados prosiguieron su avance hacia la batalla.

Diez años de cruenta guerra no dejaban un resquicio para la clemencia. Los elfos de la Reina Eterna y los naggarothi se entregaron a la lucha con una ferocidad despiadada. Las ballestas de repetición causaban estragos entre las líneas de lanceros enemigas. El cielo aparecía encapotado por las masas de proyectiles disparados por los lanzavirotes desde ambos bandos. El único dragón superviviente arrasaba los escuadrones de caballería de Nagarythe, mientras que las hidras, los basiliscos y otras criaturas del Caos traídas desde los rediles que se extendían en las profundidades de Anlec, destrozaban a sus presas con sus garras, sus dentelladas y sus miradas aterrorizadoras.

Cuando los elfos de la Reina Eterna se imponían a sus rivales, los druchii sólo tenían que pensar en el precio que habrían de pagar por su fracaso para redoblar sus esfuerzos. Cuando, por el contrario, los naggarothi dominaban la situación, los defensores de Avelorn evocaban a Yvraine para sacar fuerzas de flaqueza, conscientes de que, tal vez, estaban luchando por la supervivencia de su raza.

La sangrienta batalla se prolongó durante casi todo el día sin que ninguno de los bandos consiguiera una ventaja significativa. Las hechiceras de Morathi arrojaban proyectiles de magia negra que eran rechazados por los escudos radiantes que los magos de Saphery extendían sobre sus tropas. Los espíritus de los bosques luchaban al lado de los elfos, y los hombres árbol y las dríadas devastaban la infantería naggarothi envueltos en volutas de magia arbórea. Príncipes naggarothi, a lomos de mantícoras a medio domesticar, la emprendían a golpes con sus espadas llameantes con los Yelmos Plateados de Cothique mientras sus bestias rugían, soltaban dentelladas y perforaban petos de armaduras y bardas con los aguijones de sus colas.

Constreñido por el estrecho istmo, el campo de batalla se, había vuelto impracticable por la cantidad de muertos y moribundos que yacían en el suelo. El fragor de alaridos y gruñidos de los heridos se imponía a los feroces gritos de batalla de quienes aún podían seguir luchando.

Morathi contemplaba la carnicería riendo, y susurraba amenazas a sus comandantes para instarles a que acabaran con los defensores de Avelorn. Yvraine, por su parte, asistía a la masacre entre sollozos; la sangre de los elfos contaminaba sus tierras y corrompía el aura de Isha que protegía el Valle de Gaen.

El amanecer ya estaba cercano cuando uno de los bandos consiguió una victoria parcial significativa.

En su persecución a un escuadrón de caballeros que había emprendido la huida, el príncipe Melthiarin y su dragón se acercaron demasiado a la batería de lanzavirotes de los druchii. Rápidamente, el cielo se cubrió de proyectiles negros que envolvieron al dragón y a su jinete y que se alojaron por todo el costado de la bestia. Al reparar en que el enemigo tomaba tierra, los caballeros perseguidos volvieron a formar, emprendieron la carga y acabaron con el caledoriano y con su monstruosa montura a golpes de lanza y de espada; si bien el príncipe y el dragón dieron buena cuenta de un gran número de los jinetes naggarothi antes de perecer.

La lucha amainó y los dos ejércitos se separaron brevemente. Los líderes de ambos bandos sabían que sus destinos estaban a punto de ser revelados.

Con sus fuerzas casi agotadas, los druchii eran conscientes de que tenían al alcance de la mano la última oportunidad para su victoria. Morathi arrebató el corcel a uno de sus comandantes, se plantó delante de sus tropas y los alentó a continuar enarbolando su espada, cuya hoja encantada cristalizaba el aire que entraba en contacto con ella. Los druchii se congregaron en torno a su figura para acometer la carga definitiva; incluso los heridos se arrastraban por el suelo e intentaban levantarse, temerosos de que se los acusara de cobardía por no luchar hasta el final.

La línea de elfos que tenían enfrente era exigua; apenas unas manchas plateadas, doradas y azules que moteaban el horizonte boscoso del Valle de Gaen. Los clarines tocaron a asamblea y los guerreros se congregaron alrededor de sus respectivos estandartes, desbaratando las montañas de cadáveres para poder formar parapetados tras sus muros de escudos y sus matorrales de lanzas.

En pleno avance de los druchii, una figura solitaria emergió de las filas de las tropas defensoras. Yvraine, con su vestido verde y amarillo sacudido por la brisa, y con sus largos mechones de pelo ondeando al viento, se situó con los brazos extendidos frente a los guerreros enemigos.

—¡El Valle de Gaen nunca será tuyo! —espetó la Reina Eterna, con las lágrimas resbalándole por las mejillas.

—¡No puedes impedirlo! —respondió Morathi—. ¡Lo único que tengo que hacer es tender la mano y cogerlo!

—No puedo permitirlo —dijo Yvraine.

El suelo empezó a temblar. La luz interior de Yvraine se hizo ms intensa e irradió de sus ojos, mientras de las yemas de sus dedos se desprendían partículas de energía que iban directamente a la tierra.

Altharielle salió disparada hacia la Reina Eterna.

—¡Aún podemos vencer! —gritó la capitana de la Guardia de Doncellas—. ¡No lo hagáis!

Yvraine se volvió a su capitana.

—Es demasiado tarde —respondió la Reina Eterna. Al hablar, de su boca se precipitaba un torrente de luz—. Ulthuan está herida, pero el Valle de Gaen debe sobrevivir.

—Pero, vuestros poderes… —Altharielle soltó la lanza y tendió una mano suplicante hacia su reina.

—Es mejor que desaparezcan a que sean sustraídos para servir a fines maléficos —respondió Yvraine—. Ya no podemos confiarles nuestras vidas.

—¿Qué haces? —bramó Morathi, poniendo su montura al galope y desenfundando la espada.

El suelo tembló y derribó a las tropas de ambos bandos y a Morathi de su caballo. Sólo Yvraine se mantuvo erguida, inmóvil como el mismísimo Aein Yshain, como una parte imperecedera de Avelorn. A su espalda, en el corazón del Valle de Gaen, brotó un resplandor dorado que tiñó el cielo, hizo desaparecer las nubes de las postrimerías de las tarde consumidas por su luz y aquietó el viento.

—¡Corre! —dijo Yvraine—. ¡Corre mientras aún puedas!

Morathi se levantó desmañadamente y al oír las palabras de Yvraine se volvió hacia ella. Y estaba a punto de interpelarla cuando el suelo volvió a temblar y aparecieron unas grietas que atravesaban el istmo de costa a costa. Una muralla de aguas espumosas se precipitó por las hendiduras abiertas en la tierra de Avelorn sobre ambos ejércitos.

Los elfos no necesitaban que nadie les dijera lo que tenían que hacer. Los restos de las huestes naggarothi huyeron hacia los devastados territorios de Avelorn, mientras que las tropas defensivas salieron disparadas hacia los barcos fondeados en los mismos límites del Valle de Gaen. Morathi, atrapada en medio del desastre, echó un vistazo a derecha y a izquierda, y luego detrás, y comprendió que el agua la sepultaría antes de que pudiera alcanzar un lugar elevado.

—¡Espíritus de Anaekhian, escuchad a vuestra señora oscura! —bramó, desprendiéndose de la espada para alzar los brazos—. ¡Ha llegado el momento de que cumpláis vuestra parte de nuestro sangriento contrato!

Miles de palomillas negras, con inscripciones rojas de runas del Caos en las alas, emergieron del cuerpo de Morathi, envolvieron a la sacerdotisa fundiéndose con ella y la convirtieron en una sombra que levantaron por el aire justo cuando las dos trombas de mar colisionaban debajo de ella.

Las aguas se arremolinaron alrededor de Yvraine y la elevaron, y una voluta de agua trasladó delicadamente a la Reina Eterna de regreso al Valle de Gaen mientras el istmo quedaba sumergido bajo las olas. Muchos elfos de ambos bandos habían sido demasiado lentos y las aguas los habían engullido; entre ellos Akhinelle. Los cadáveres cubrían la superficie espumosa y agitada del mar, arrastrados de un lado a otro por la furia de las olas.

Posándose sobre la orilla del Valle de Gaen, mientras las corrientes marinas del nuevo estrecho impelían las naves de los elfos y las alejaban de la costa, Yvraine contempló la retirada del ejército druchii en la orilla opuesta. La Reina Eterna suspiró, embargada por una sensación de vacío y de extenuación. El Valle de Gaen se había separado definitivamente del resto de Ulthuan, y la desaparición del istmo simbolizaba la desvinculación de sus poderes mágicos que la Reina Eterna había obrado entre su santuario y Ulthuan.

Yvraine dio la espalda a las aguas, que empezaban a calmarse, y se adentró en el bosque, en dirección a sus aposentos en las profundidades del Aein Yshain. Había protegido el claro sagrado, pero a costa de renunciar para siempre de sus poderes. Los árboles se apartaron a su paso y abrieron una vasta avenida que desembocaba en el Claro de la Eternidad. Al final del camino, el resplandor de Isha se atenuaba; sus hojas perdían su fulgor y su corteza había dejado de brillar con la energía dorada.

La Reina Eterna seguía siendo la regente de Avelorn, pero el gobierno de Ulthuan ahora recaía exclusivamente en el Rey Fénix.