DOCE
El marchitamiento de Avelorn
La flor estaba poniéndose mustia. Las hojas se abatían lacias y estaban amarilleando; el tallo se había encorvado y los pétalos azules se desprendían de ella con los bordes ajados. Yvraine se arrodilló junto a la planta y percibió el mal que la aquejaba. Toda Ulthuan estaba enferma. La magia negra se propagaba corrompiendo todo lo que tocaba. Estaban perpetrándose rituales atroces en nombre de los dioses menores. Los súbditos de la Reina Eterna estaban matándose entre sí a lo largo y ancho de la isla. La armonía de Ulthuan se había desbaratado, y el caos estaba apoderándose de todas las cosas.
Yvraine tocó con un dedo extendido una hoja fláccida y liberó una pizca de su poder. El flujo de vida insuflado por la magia de la Reina Eterna se filtró hasta la flor, que se enderezó y recuperó su colorido. No era más que un gesto simbólico; ella no podía curar una a una todas las heridas que devastaban Ulthuan.
La Reina Eterna se inclinó sobre la flor y hundió los dedos en la tierra, sintiendo en la piel el tacto de cada una de las partículas de tierra. Con el rostro oculto bajo su larga cabellera, cerró los ojos y respiró hondo, aspirando los aromas y la humedad de la tierra expuesta, absorbiendo la fuerza viva de Isha.
Dejó que su mente fluyera y abandonara su caparazón mortal, que los demás conocían con el nombre de Yvraine, y se sumergiera en la tierra del suelo, que se expandiera lentamente por el Valle de Gaen, por todo Avelorn y más allá, por cada brizna de hierba y por cada flor de Ulthuan.
Su espíritu empezó a sollozar cuando su mente percibió la amenaza horrible que representaban los ejércitos naggarothi desplegados por los pastizales y las praderas. Reculó sobresaltada cuando apreció el sabor a sangre de los ríos y de los arroyos. Las huestes acampaban bajo las enramadas de unos árboles ancestrales que talaban para alimentar sus hogueras.
La Reina Eterna regresó a Avelorn, consternada por las sensaciones que había experimentado: odio, codicia, fanatismo… y no únicamente en los corazones de los naggarothi. Siempre ocurría lo mismo: el mal engendraba mal para alimentarse de él. La inmundicia del Caos contaminaba el aire, el agua y la tierra, y su pueblo nunca estaría libre de su influjo.
Pese a la tenebrosidad de sus pensamientos, ella sabía que siempre había lugar para la esperanza. Los recuerdos que compartía con sus innumerables madres le permitían saber que Ulthuan había vivido una época mucho peor que la actual. La vida no podía extinguirse con tanta facilidad. Su corazón todavía se dolía de las heridas que los demonios habían infligido a Avelorn con su invasión. Los bosques se habían recuperado de esos angustiosos tiempos, si bien el mal mayor ya estaba hecho. Su padre, Aenarion, había empuñado la Matadioses, y con ello había instalado para siempre la violencia en los corazones de los elfos. No se podía culpar a los naggarothi por haberse convertido en lo que eran ahora, pues la semilla de su vileza se había sembrado en generaciones anteriores.
No obstante, esa semilla tenebrosa se había regado con intenciones maléficas. Los pensamientos de la Reina Eterna se encaminaron hacia la artífice de esta nueva era trágica: Morathi. Su resentimiento, su envidia y su codicia alimentaban esta guerra. Toda la sangre derramada resbalaba como una riada de las manos de la hechicera naggarothi.
Y esa riada ahora había alcanzado Avelorn. Guerreros embutidos en armaduras merodeaban por los bosques occidentales, llegados de las montañas de Cracia, matando y quemando todo lo que encontraban a su paso. Eran una auténtica fatalidad; intentaban domar y controlar la naturaleza.
La conciencia de la Reina Eterna se deslizó por las ramas y las raíces de los árboles para inspeccionar los campamentos naggarothi. Reparó en el goteo de la sangre de los altares para los sacrificios sobre la hierba; advirtió el olor a cadáveres calcinados del humo que se abría paso por su ramaje procedente de las piras, y sintió que por sus raíces corría el pavor animal de las criaturas del bosque que habían emprendido la huida.
El sol se puso, salió y se volvió a poner muchas veces mientras Yvraine observaba a los naggarothi, intentando adivinar sus intenciones. Los druchii ahuyentaban a todas las bestias; los lobos corrían al lado de los ciervos; los zorros, al lado de los conejos; los halcones surcaban los cielos al lado de las palomas. El miedo a la tenebrosa masacre que se había desatado en Avelorn unía a todas las criaturas.
Atraída por la ira de su reina, la Guardia de Doncellas se congregó en el claro alrededor de la figura inmóvil de Yvraine. A la brillante luz de plata y oro del Aein Yshain, el árbol favorito de Isha, las guerreras de Avelorn afilaban las moharras de sus lanzas y encordaban los arcos mientras aguardaban a que su señora volviera a salir a la superficie. También ellas percibían la discordia que se extendía por Avelorn, y habían acudido al claro sagrado para oír las instrucciones de su reina.
La muerte imperaba, y la violencia siempre acababa devorándose a sí misma. No obstante, había que proteger el bosque y a las criaturas que lo poblaban de la maldad de Morathi y de sus soldados.
Yvraine retornó a su forma mortal, cuya piel despidió un pálido resplandor mientras el espíritu se acomodaba en su interior. Se puso en pie y paseó la mirada por su ejército ataviado con lorigas de escamas doradas y capas verdes.
—Mi futuro marido no acude en nuestra ayuda —declaró con decepción—. Está demostrando ser tan indigno de confianza, corto de miras y egoísta como los demás. Ni siquiera ha venido aún a recibir personalmente mi bendición, ni se ha unido a mí para garantizar que el reino de la Reina Eterna prevalezca. Sin embargo, percibo que no estaremos solos. Desde más allá de Ellyrion se acerca el ejército de su hermano. Reuníos con ellos y mostradles los senderos que los conducirán a través de los bosques hasta nuestros enemigos. Guiadnos por los claros y las densas arboledas con vuestros arcos y lanzas y luego regresad junto a mí.
Expresada su voluntad, Yvraine se retiró a las cuevas que se extendían bajo las raíces arqueadas del Aein Yshain. Se sentó en su trono de raíces ensortijadas mientras los sirvientes trajinaban con los recipientes de calabaza hueca llenos de agua recogida de los manantiales sagrados que vaciaban en los estanques que rodeaban el sillón de la Reina Eterna. Los estanques mostraban imágenes de Avelorn, de este a oeste y de norte a sur del reino. Mientras el tiempo seguía transcurriendo en el mundo exterior, Yvraine compartía la vida con el gran árbol de Isha, para el que cada día era como un latido de corazón de su existencia.
La contemplación de las imágenes no tardó en llenar de inquietud a la reina cuando ésta descubrió una presencia en el claro sagrado. Yvraine se levantó del trono y su vestido, de tonos verdes y amarillos, se agitó como una tenue cascada a su espalda. Salió de la cámara y cuando emergió al claro, un hombre árbol de Avelorn estaba esperándola.
—Corazón de Roble —dijo la reina—. Mucho tiempo ha pasado desde el día que nos trajiste a mi hermano y a mí al Valle de Gaen, y también desde que hablaste en el Primer Consejo. ¿Qué te perturba tanto como para traerte a mi corte?
El hombre árbol se movió lentamente, extendiendo las ramas que eran sus extremidades e inclinando el tronco suavemente, como mecido por el viento, para hacer una reverencia a la Reina Eterna.
—Alguien que no debería venir aquí está de camino —respondió Corazón de Roble, enderezándose; lo que provocó que sus hojas de tonos marrones se agitaran. También él advertía el debilitamiento del poder de Avelorn, el marchitamiento otoñal de lo que debía haber sido una existencia transcurrida en un verano eterno. Hablaba en un tono sosegado, como el susurro del viento entre las ramas—. Ha hecho un pacto con los lobos y éstos lo conducen al Valle de Gaen.
Yvraine asintió y dio rienda suelta a su conciencia durante unos segundos para que buscara a la criatura a la que se refería el hombre árbol. Al cabo, la encontró. Se trataba de un elfo, desnudo salvo por el cinto de la espada, que corría con una nutrida manada de lobos.
—Tienes razón; no puede venir al Valle de Gaen —dijo la reina, regresando a su receptáculo corporal con un estremecimiento—. Sin embargo, tampoco podemos expulsarlo completamente desamparado. Percibo el espíritu del cazador en su interior. Ha llegado el momento de entregar el obsequio de Isha. Deja que los lobos lo lleven al Lago de la Luna y averigua si alberga el deseo de reclamar el regalo de Kurnous para sí.
—¿Y si insiste en buscar refugio en el Valle de Gaen? —suspiró Corazón de Roble.
—Está corrompido por las tinieblas y no puede entrar aquí —respondió la Reina Eterna—. Protege la virtud de nuestro hogar y oblígalo a irse, pero no le hagas daño.
—Como el bosque desee —dijo Corazón de Roble.
Cuando el hombre árbol se marchó del claro, Yvraine regresó para examinar al elfo por medio de sus visiones. El intruso era joven, apenas si había alcanzado la edad adulta, y la reina lo observó luchando con ferocidad con un caballero naggarothi. Era valiente, pero de corazón salvaje. De igual modo que Isha había elegido a Yvraine, Kurnous había escogido a ese elfo. El arco de la luna de Isha sería una recompensa más que suficiente a la bravura que había demostrado el joven en sus acciones en defensa de Avelorn; pero tendría que utilizarlo en otro lugar. El mal contra el que luchaba el elfo se hallaba tanto en su interior como en el mundo exterior, e Yvraine no podía arriesgarse a dar cobijo a una criatura de esas características en el Valle de Gaen en unos tiempos tan delicados.
La reina dejó al fiero cazador a su albedrío, lo desterró de la mente y regresó a la sala del trono para observar la batalla contra los naggarothi.
* * *
Los bosques de Avelorn no eran lugar para un dragón, y Dorien, lamentablemente, no había tenido más remedio que encabezar su ejército a lomos de un caballo. Thyrinor y el resto de los príncipes dragoneros habían volado hacia el norte para buscar a los naggarothi allí donde las montañas de Cracia daban paso a los vetustos bosques.
El príncipe caledoriano estaba nervioso. No le inquieta la perspectiva de una batalla contra los naggarothi —ansiaba entrar en acción—, sino la extraña naturaleza que lo rodeaba y sus silenciosos aliados. La Guardia de Doncellas se había unido a su ejército en la frontera de Avelorn con Ellyrion, y de una manera reposada pero tajante, su capitana había comunicado a Dorien que debían seguir a sus guerreras por los bosques y que ningún elfo debía desviarse de la senda impuesta. Pese a que no se había especificado qué mal podía acechar al incauto que saliera de excursión por su cuenta, las historias que circulaban sobre Avelorn eran tan perturbadoras que todos los guerreros comandados por Dorien sabían que debían acatar a rajatabla el edicto de las doncellas.
Por senderos tortuosos que parecían surgir de la nada en medio de los bosques al paso del ejército, la Guardia de Doncellas condujo a Dorien a través de las densas arboledas, siempre en dirección noroeste. Cuando se les preguntaba por el enemigo, las guerreras de Avelorn sólo respondían que se habían desplegado varios millares por el reino, y que ya estaban ocupándose de ellos. La marcha se prolongó durante varios días, cuyas noches Dorien pasaba en vela acostado en su tienda, escuchando el murmullo de los árboles, el ululato de los búhos y el aullido de los lobos. Todas las mañanas, cuando salía de su pabellón, estaba convencído de que el bosque había cambiado. Habían aparecido caminos que partían de los claros y que no habían existido la noche anterior; incluso los ríos parecían haber modificado sus cauces para permitir el paso franco del ejército.
Dorien había nacido en las montañas, y pasaron días sin atisbar un centímetro de cielo, que se mantenía oculto tras la bóveda de densa fronda; lo que sólo conseguía alimentar sus miedos. En la selva se sentía como en casa, un sentimiento que compartía con muchos elfos, pero sólo al visitar Avelorn se había dado cuenta de las cotas que habían alcanzado la domesticación y el moldeamiento, para la satisfacción de los deseos de los elfos, a los que se había sometido a las selvas de toda Ulthuan. Fuera de las fronteras de Avelorn, cada bosque y cada valle poseía una cualidad escultórica, pues se los había arreglado cuidadosamente para conferirles la apariencia de salvajes. Sin embargo, comparados con los bosques de la Reina Eterna, esas selvas se revelaban tan arregladas y seguras como los jardines de una mansión.
Los centinelas que hacían los turnos de guardia nocturnos comentaban entre cuchicheos los crujidos y los gemidos constantes de los árboles, el parpadeo de luces sobrenaturales y los extraños ojos que entreveían a la luz de la luna. La Guardia de Doncellas aseguraba a Dorien que no tenían nada que temer, y daban a entender que el desasosiego, por grande que fuera, que despertaba en los elfos de los demás reinos el comportamiento extraño de las tierras de Avelorn no tenía ni punto de comparación con el terror que estaban sembrando los invasores naggarothi. Dorien se tranquilizaba al oír eso; sin embargo, no conseguía sonsacarles ninguna respuesta cuando insistía en recabar más información.
Tras siete días y siete noches viajando a través de la selva con los nervios a flor de piel, Dorien fue informado de la proximidad de los naggarothi. Humo de hogueras llegaba arrastrado por la brisa, y daba la impresión de que los árboles habían incrementado su actividad.
—A diferencia de la Guardia de Doncellas, cuyo hogar son estas selvas, mi ejército no está preparado para luchar en estos tupidos confines —se lamentó Dorien a la capitana de la Guardia de Doncellas.
—No hay por qué preocuparse —respondió ella—. Tus caballeros gozarán de un terreno llano para acometer sus cargas, y tus arqueros dispondrán de claros adonde arrojar sus flechas.
—Si bien agradezco tus alentadoras palabras, no veo el modo de atraer a los naggarothi a esos campos propicios que afirmas tener preparados —replicó el príncipe—. Me temo que no se dejarán engatusar.
—Nuestros enemigos todavía no conocen la ubicación del campo de batalla; sin embargo, no tendrán más remedio que acudir allí —repuso Altharielle—. Avelorn te los entregará. Prepara tu ejército y continúa en dirección oeste sin desviarte. Tendrás tu batalla antes del mediodía.
Sin ofrecer ninguna otra explicación, Altharielle dejó a Dorien sumido en la confusión, y la Guardia de Doncellas abandonó el campamento en dirección oeste mientras el ejército se aprestaba para reiniciar la marcha. Dorien se encaramó a su montura y se incorporó a la columna de caballeros de Caledor que viajaba en la parte central del contingente. Por otra parte, los arqueros y los lanceros fueron enviados como avanzada en busca del claro del que había hablado Akhinelle.
Con la ausencia de la Guardia de Doncellas para guiarlos, el avance se realizó a un paso más lento. Dorien escudriñaba el cielo constantemente a través de las frondas para seguir el recorrido del sol, temeroso de llegar tarde a una cita que tendría lugar a una hora y en un lugar de los que sólo tenía una vaga idea.
Sin embargo, sus temores carecían de fundamento. Poco antes del mediodía regresó un piquete de exploradores con la noticia de que se oía el bullicio de batalla al oeste, si bien no habían conseguido avistar al ejército naggarothi. Los exploradores condujeron a la hueste del príncipe caledoriano en dirección a los gritos y los alaridos que retronaban entre los árboles.
Como bloqueado por una mano gigante, el bosque terminaba abruptamente a no demasiada distancia al oeste. Los árboles circundaban un vasto claro bañado por el sol, con el suelo tapizado por una tupida alfombra de hierba y de flores silvestres. Dorien lo contempló boquiabierto, si bien su admiración se esfumó en un abrir y cerrar de ojos, pues por el lado opuesto del claro emergía una marea de figuras ataviadas con túnicas negras; algunas cargando compañeros heridos. El fragor de la batalla sonaba cercano.
El flujo de naggarothi tambaleantes al claro soleado era continuo, hostigados por la lluvia de flechas que se precipitaba desde la penumbra de los árboles que lo cercaban. Varios millares de soldados enemigos recompusieron precipitadamente la formación en la llanura mientras el ejército de Dorien se desplegaba de norte a sur, con los caballeros en el extremo derecho de la línea de batalla, listos para barrer las huestes naggarothi.
Detrás de los naggarothi, el príncipe caledoriano divisó unas figuras oscuras moviéndose entre los árboles; juzgó, teniendo en cuenta el bullicio incesante de lucha y muerte, que se trataba de la Guardia de Doncellas.
Dorien ordenó a los ejecutantes de los cuernos que tocaran a avance, y su ejército emprendió la marcha en dirección a los naggarothi, con las lanzas y los arcos prestos. Los druchii habían formado una línea corta pero densa de lanceros y de ballesteros, en cuyo corazón se reunieron unos pocos centenares de caballeros de reserva. En las inmediaciones no había ni un tramo de terreno elevado donde parapetarse, y los naggarothi se veían ampliamente sobrepasados en número.
—Están cometiendo una estupidez quedándose para luchar —comentó Laudnenil, situándose con su caballo a la derecha de Dorien, portando el estandarte de la casa del príncipe.
—Creo que prefieren jugársela con nosotros que con los bosques —replicó Dorien.
—¡A mí me parece que no tiene otra opción! —exclamó perplejo Laudnenil, señalando hacia el lado opuesto del claro.
Los árboles estaban moviéndose. Era difícil discernir exactamente cómo lo hacían, pero los troncos y las ramas que marcaban los límites del claro progresaban en dirección a los naggarothi. El suelo temblaba ligeramente, y las monturas de los caballeros relinchaban y pifiaban.
Las flechas estriaron el cielo cuando los arqueros de Dorien tuvieron a los druchii a tiro. Los ballesteros enemigos avanzaron hacia las tropas del caledoriano, lanzando miradas preñadas de desconfianza al bosque que se cernía sobre ellos y respondiendo a las descargas que recibían. Pese a que se habían adentrado al menos quinientos pasos en el extenso claro, los naggarothi tenían los árboles a no menos de dos centenas de pasos a su espalda. Por todas partes se oían gimoteos estridentes y desesperados gritos de súplica. El bosque también se expandía por el norte y por el sur, constriñendo el claro con un grueso anillo de árboles.
Anulada la posibilidad de retirada, los naggarothi se detuvieron mientras el ejército de Dorien proseguía su avance para cargar contra ellos. Los caballeros druchii se desplegaron por el norte con la intención de interceptar a la caballería de Dorien mientras sus lanceros maniobraban para posiciones ventajosas. Entretanto, los proyectiles y las flechas surcaban el cielo procedentes de ambos bandos.
Cuando los dos ejércitos chocaron, Dorien recordó las advertencias de su hermano. A pesar de que los druchii eran considerablemente inferiores en número, había que tener en cuenta que se trataba de unos guerreros experimentados, criados en la violenta Nagarythe y curtidos en las colonias. Por el contrario, el grueso de su ejército, salvo por un puñado de caledorianos que habían participado en las luchas libradas de Elthin Arvan, apenas si habían participado nunca en una batalla. Tampoco había que olvidar que habían sido los dragones quienes habían desbaratado el sitio de Lothern y quienes habían expulsado a los naggarothi de las llanuras de Ellyrion. Dorien se lamentó de no haber sabido antes que Avelorn les proporcionaría un campo de batalla propicio; de lo contrario, no habría enviado a los dragones al norte.
Desterró esos pensamientos de su cabeza mientras las dos columnas de caballeros colisionaban. Los jinetes druchii iban protegidos de los pies a la cabeza por cotas de malla y armaduras, y con los rostros ocultos detrás de unos cascos dotados de estrechas viseras, mientras que sus caballos exhibían capizanas y bardas de launas. Prendidos de las puntas de las lanzas caladas de los naggarothi flameaban banderines negros y púrpura, y el suelo trepidaba bajo los cascos tachonados de metal de sus monturas negras.
Dorien desenfundó a Alantair, una reliquia de la guerra contra los demonios. La hoja, ligeramente curva, resplandecía con las inscripciones de runas, y una llama de color naranja recorría el filo desde la empuñadura hasta la punta. El príncipe caledoriano blandió el escudo, eligió un enemigo al que atacar y orientó su montura con unos delicados toquecitos con las rodillas. Se había fijado en un druchii con la armadura dorada y una capa negra revoloteando a su espalda, con el yelmo repujado con las facciones de un rostro demoníaco y rematado por unos retorcidos cuernos plateados. El caballero cabalgaba junto a un estandarte rojo con las runas de Anlec bordadas en hilo negro. Un capitán, pensó Dorien, o tal vez, incluso, un príncipe naggarothi.
—¡Por Caledor! —bramó el noble caledoriano, cuyo grito de guerra fue secundado por los Yelmos Plateados desplegados a su alrededor.
Por su parte, los naggarothi acometieron la carga entonando a coro un canto de tintes fúnebres al ritmo de los cascos de sus monturas. Las lengüetas irregulares de sus lanzas destellaban a la luz del sol.
En el último momento, el caballo de Dorien se inclinó hacia la derecha, y la lanza del naggarothi chisporroteó con una descarga de energía al impactar en el escudo del príncipe. El golpe estuvo a punto de tirar de la silla a Dorien, pero el príncipe apretó las piernas alrededor de su caballo, enarboló la espada por encima de la cabeza de la montura y la descargó cuando los dos guerreros se cruzaron; la hoja llameante atravesó el escudo de su oponente e hizo salir volando por los aires el brazo del druchii.
Dorien no tuvo tiempo para concluir el trabajo con ese naggarothi, pues otro caballero enemigo lo embistió con su lanza, que pasó rozándole el hombro. Dorien le respondió soltándole un tajo en la espalda sin detener su caballo.
El ímpetu de ambos bandos se disipó en cuanto chocaron y los caballeros enfrentados se fundieron en un tumulto expansivo. Los druchii desecharon las lanzas y sacaron hachas y espadas. Entretanto, Dorien soltaba tajos a diestro y siniestro, y la hoja llameante de Alantair atravesaba cuerpos y armaduras. El bullicio del choque de aceros, de los gritos de los guerreros y del pataleo y de los relinchos de sus monturas era ensordecedor.
Los cuerpos de caballos y de elfos de ambos bandos se apilaban sobre la hierba ensangrentada a medida que transcurría la encarnizada batalla. El corcel de Dorien resbaló en el estropicio y volvió a enderezarse, pero la maniobra dejó al príncipe con el flanco derecho desguarnecido. La hoja de un hacha impactó en un costado de su yelmo, y las runas protectoras inscritas en él resplandecieron con energía mágica. No obstante, el golpe lo dejó aturdido, y apenas si pudo rechazar la siguiente acometida blandiendo torpemente la hoja de Alantair. Dorien notaba la sangre deslizándose por su cuello y sentía que le iba a estallar la cabeza; además, como acudiendo a una llamada, le regresó el dolor de la pierna. Los curanderos habían hecho todo lo que estaba en sus manos, pero él no había dispuesto del tiempo de reposo que requería la recuperación.
Un caballero se interpuso entre Dorien y el druchii que lo hostigaba y hundió su espada por la rendija de la visera del naggarothi, por la que brotó un chorro de sangre. El druchii se deslizó de costado y se derrumbó contra el suelo. Dorien dedicó un saludo de agradecimiento al caballero caledoriano y espoleó su montura para incorporarse a la carga de la caballería, buscando un nuevo rival.
Por común deseo, ambos bandos fueron replegándose poco a poco con el propósito de ganar espacio para una nueva carga. Los temores de Dorien se habían cumplido, y los guerreros druchii habían igualado las fuerzas con sus caballeros pese a empezar la batalla en inferioridad numérica; sobre el suelo del claro yacían más cuerpos caledonianos que enemigos. Mientras los escuadrones formaban separados por un par de centenares de pasos, Dorien desvió su atención hacia la infantería. También en su caso, el empuje inicial del ataque había cesado, dando paso a una batalla desordenada y atroz.
Unos arcos de energía negra revelaban la participación de la brujería, y lanceros con túnicas blancas salían despedidos hacia atrás, con las armaduras al rojo vivo y con la piel quemada por las explosiones mágicas Una resplandeciente aura blanca que emanó de sus amuletos protectores recubrió al príncipe Theriun, al frente de las compañías de infantería, cuando otra explosión de energía oscura sacudió la línea. Los caballeros tenían que flanquear a los druchii, pero no había forma de hacerlo mientras la caballería enemiga siguiera suponiendo una amenaza. Si cargaban ahora, los escuadrones de Dorien recibirían un ataque por la retaguardia. Echó un vistazo fugaz a los caballeros druchii y vio que ya habían reemprendido el avance.
Dorien notaba la corriente de magia negra en el aire en la presión que ejercía en su nuca. La energía que despedía Alantair adulteraba la sensación. Sin embargo, lo que atrajo la atención de Dorien hacia el flujo y el reflujo de los vientos mágicos fue otra cosa: la energía que se filtraba por el suelo y que se acumulaba rápidamente.
Los druchii acometieron una nueva carga, con sus banderines flameando. Los Yelmos Plateados de Dorien, que todavía estaban atareados en la reorganización de sus unidades, recuperaban apresuradamente la formación para encarar el ataque naggarothi. Dorien se lamentó amargamente de no disponer de uno o dos dragones mientras contemplaba el muro negro con destellos dorados que se aproximaba a sus desordenados guerreros.
La magia que había emanado de la tierra estalló. Tal fue la violencia con la que irrumpió el cúmulo de energía mágica, que Dorien sintió como si el suelo se moviera. Bajo los cascos de los caballos de los druchii, la hierba salió disparada hacia el cielo, y brotaron a la superficie vides con espinas como dagas que trepaban y se enredaban, arrancando a los druchii de sus monturas, estrangulando y derribando caballos. En cuestión de segundos, un arbusto gigantesco había envuelto a los naggarothi, con las rígidas ramas apretadas alrededor de sus cuellos y de sus extremidades, y con sus espinas perforando mallas y carne. Los alaridos de los caballos agonizantes y los chillidos de pánico de los druchii acompañaban el pavoroso crujido y el chasquido de los zarcillos que seguían brotando de la tierra y cortando el aire con sus latigazos letales.
Dorien se percató de que en el bosque, más allá de las líneas de infantería enzarzadas en la lucha, volvía a distinguirse movimiento; si bien esta vez, de entre los árboles emergieron unas extrañas figuras, enormes y larguiruchas, con carne de madera y piel de corteza, que se adentraron con paso resuelto en el claro. A su zaga aparecieron otras criaturas de menor tamaño, saltando y corriendo con unas extremidades que parecían ramas. Unos seres espectrales armados con pequeños arcos revoloteaban alrededor de las ramas de los hombres árbol, disparando dardos resplandecientes contra las espaldas de los druchii.
Junto a ellos avanzaban, con sus andares pesados, osos gigantes. También manadas de lobos de pelaje negro irrumpían a la carrera en el claro, gruñendo y babeando. Halcones y búhos se lanzaban en picado desde las copas de los árboles, a la cabeza de bandadas de aves más pequeñas que envolvían las ballestas de repetición de los druchii, les picoteaban los rostros y les arañaban con sus garras.
Dorien devolvió la vista a los caballeros naggarothi. Sólo quedaban un par de docenas; el resto había sido destruido. Los druchii supervivientes, muchos desprovistos de sus caballos, se abrían paso por la vid mágica a base de hachazos. Dorien dio instrucciones para que la mitad de sus jinetes acabaran con la caballería enemiga, y ordenó al resto que lo siguiera, apuntando con su espada hacia la atribulada infantería naggarothi.
La carga de los Yelmos Plateados coincidió con la llegada de los hombres árbol a la línea de soldados druchii. Con sus puños como garrotes, las extraordinarias criaturas rompían huesos y abollaban armaduras; y sus dedos, henchidos de la fuerza que procuraban sus raíces hundidas de las profundidades, arrancaban yelmos y atravesaban petos. Las lanzas y las espadas de los druchii impactaban inofensivamente en los hombres árbol, que eran tan inmunes a los tajos como el más robusto de los robles. Aplastados y pisoteados, acorralados por los repuestos lanceros de Dorien, los druchii cayeron por centenares.
La carga de la caballería del príncipe supuso el golpe de gracia. Mientras los osos aplastaban cuerpos y los lobos capturaban a los druchii que habían emprendido la huida, los caballeros arremetieron contra el flanco enemigo y arrasaron las filas naggarothi, que se estrellaron contra el suelo derribados por el empuje de las monturas. Mientras Dorien decapitaba a un druchii, su corcel hacía puré con sus cascos el rostro de otro.
Los naggarothi lucharon hasta el último aliento, conscientes de que el bosque no ofrecía ningún refugio si optaban por la retirada. Rodeados por los elfos y los espíritus de Avelorn, los druchii se despidieron de la vida con maldiciones en los labios, jurando vengarse desde los infiernos de Mirai. La batalla se prolongó hasta bien entrada la tarde, y cuando concluyó, Dorien tenía el brazo dolorido del esfuerzo que le habían exigido tantas muertes.
Tras la batalla, Altharielle se presentó ante Dorien. La armadura de la capitana del ejército de doncellas estaba embadurnada de sangre, y ella llevaba la cabellera y la moharra de su lanza teñidas de carmesí. Su aspecto tenía algo de salvaje, y Dorien se maravilló de la extraordinaria cantidad de energía que había liberado la cólera de Avelorn.
El príncipe desmontó, dedicó una breve reverencia a la capitana de la Guardia de Doncellas y enfundó la espada.
—Me pregunto si Avelorn realmente necesitaba nuestra presencia —dijo Dorien.
Altharielle permaneció en silencio durante unos instantes. Sus facciones parecían despedir un pálido resplandor verdoso, y cuando miró a Dorien, sus ojos parecían tan ancestrales como el bosque que los rodeaba.
—Tenéis nuestra gratitud, Dorien de Caledor —dijo al cabo Altharielle—. No podríamos haber derrotado al enemigo solos.
—Ha sido un honor para mí proteger las ancestrales tierras de nuestro pueblo —repuso Dorien, que sentía el mismo brillo de magia telúrica que había percibido durante la batalla, si bien ahora se manifestaba de una manera más sutil, más difusa—. Sin la intervención de Avelorn, temo que no habríamos salido victoriosos.
—Los naggarothi regresarán —afirmó Altharielle.
—Dejaré todas las tropas de las que pueda prescindir. Sin embargo, nuestra presencia es tremendamente necesaria en otro lugar —respondió Dorien—. Cothique está amenazada, y mi hermano precisará de mí ayuda cuando parra tras el Consejo de los príncipes.
—Dad recuerdos de mi parte a vuestro hermano —dijo la capitana.
Dorien torció el gesto sorprendido. Miró con mayor detenimiento a Altharielle y se dio cuenta de que ya no estaba hablando con la capitana de la Guardia de Doncellas.
—Decidle que aguardo con impaciencia nuestras nupcias —prosiguió su interlocutora—. Y advertidle de que no debería retrasar en exceso su visita á Avelorn; apenas si nos quedan momentos para el regocijo.
—Reina Eterna —dijo Dorien—, disculpad la tardanza de mi hermano. Tiene demasiadas cosas en la cabeza, y temo que vuestra bendición no sea una de ellas.
Altharielle-Yvraine posó una mano en el brazo de Dorien y lo puso delicadamente en pie. El príncipe no levantó la mirada, temeroso de volver a mirar aquellos intensos ojos verdes.
—Llevaos a vuestros muertos de aquí —dijo la Reina Eterna—. Se os guiará hasta Cracia. Una vez allí, si seguís hacia el este, os encontraréis con Caledor en Cothique.
—Cracias, Reina Eterna —dijo Dorien—. ¿Qué hacemos con los cuerpos de los druchii? ¿Queréis que nos deshagamos de ellos?
Altharielle-Yvraine meneó la cabeza y echó la vista atrás.
—Avelorn se encargará de ellos —respondió en un tono que sonó como compungido—. El bosque se saciará con los restos de los druchii.
Dorien siguió la mirada de la reina y vio que los árboles del bosque ya estaban envolviendo los cadáveres de los naggarothi. Las raíces se enrollaban alrededor de los cuerpos y los arrastraban a las profundidades de la tierra vibrante. Parecía como si de las hojas de los árboles goteara sangre según se ensañaban en los cuerpos sin vida de los druchii.
—Ahora, marchaos.
Dorien reparó en que su interlocutora volvía a ser Altharielle. La fiereza de sus ojos se había desvanecido, y ahora el rostro que tenía enfrente parecía tan exhausto como debía de estarlo el suyo propio.
—Dejaremos un claro para que montéis el campamento para pasar la noche —dijo la capitana de la Guardia de Doncellas—. Nosotras partiremos hacia el norte al amanecen.
Dorien asintió con la cabeza, se dio la vuelta y llamó a gritos a su capitán. Cuanto antes abandonara la fabulosa Avelorn, antes recuperaría el sosiego.