11: Los dragones negros

ONCE

Los dragones negros

El ejército del Rey Fénix se desplegó por el valle en una sinuosa línea de tonos plateados, rojizos y verdosos que contrastaban con la palidez de las rocas y cuya homogeneidad rompían aquí y allá los estandartes que portaban las compañías de los demás reinos: el verde pálido de los lanceros de Cothique y el púrpura que ondeaba por encima de los arqueros de Saphery.

La hueste no era muy numerosa; apenas la componían cuatro mil elfos, incluidos los quinientos caballeros de Caledor que conformaban la avanzada. Si los informes de los exploradores eran correctos, más del doble de soldados druchii marchaban hacia el este por el paso, directamente al encuentro de las tropas de Caledor. A pesar de ello, el enemigo no las tenía todas consigo.

Maedrethnir se deslizaba con ligereza por el cielo, ayudado por, las rachas de viento ascendente que llegaban desde las montañas que flanqueaban el paso. El aire frío que le acariciaba las escamas resultaba agradable, pues le enfriaba la sangre y el fuego que albergaba en su interior. Despidió una nube de humo por las fauces y por el hocico mientras se ladeaba por encima del ejército y ascendía impelido por otra ráfaga de viento, escudriñando con los ojos entornados las faldas de las montañas, en busca de algún indicio que revelara una emboscada naggarothi.

El dragón apenas si notaba el peso del trono ni del Rey Fénix encaramado a su lomo, y durante unos instantes disfrutó de la sensación de volar, dejándose llevar a un lado y a otro por las corrientes de aire y dejando dos finas estelas vaporosas que nacían en las puntas de sus alas a su paso por las nubes bajas.

Maedrethnir notaba algo más aparte del viento: la magia que palpitaba procedente del Vórtice de los elfos. La sentía como si fuera una delgada capa de aceite aplicada sobre su cuerpo, como un regusto acre en la boca, como un pitido distante en los oídos. Recordó una ocasión anterior en la que había cruzado aquellas montañas sin esa repugnante sensación, cuando la Reina Eterna regía en Ulthuan y los dragones jugaban en los cielos.

Aun entonces, Maedrethnir ya era viejo, y su memoria se remontó todavía más atrás, hasta antes incluso de la caída de los Ancestrales y del advenimiento del Caos que corrompió las tierras. Recordó cuando la isla no era más que una cadena de volcanes que sobresalía del océano. Recién salido del cascarón, Maedrethnir había jugado con sus semejantes, saltando de una cumbre humeante a otra ayudándose de las alas, todavía en proceso de desarrollo.

Entonces, el aire era más ligero y el mundo más frío, de modo que el fuego que ardía en su interior no era más que un esbozo, no el infierno furioso que ahora se veía obligado a contener. Inconscientemente, soltó un rugido de irritación al recordar aquel extraño día de hacía muchos milenios, cuando los cielos se habían escindido en grietas multicolor y habían aparecido las naves estelares plateadas de los Ancestrales. Los dragones se habían dispersado, aterrorizados por la llegada de los intrusos. Muchos buscaron refugio en las grutas más recónditas y en los océanos; sin embargo, algunos se quedaron para averiguar qué se proponían aquellos seres extraños.

El sol aumentó de tamaño y la temperatura de los cielos se disparó, y los Ancestrales construyeron templos y ciudades en las junglas que habían prosperado gracias a la benevolencia del nuevo clima. La mayoría de los dragones habían expresado su preocupación, y habían llamado a sus hermanos para combatir y expulsar a los invasores. Los más ancianos y los más sabios, sin embargo, se mostraron más cautos y, siguiendo el ejemplo de sus antepasados, se retiraron sigilosamente a los rincones apartados del mundo y aguardaron acontecimientos.

Entre ellos estaba Indraugnir, el padre de Maedrethnir. Junto con muchos de sus semejantes y de sus parientes, el anciano señor de los dragones buscó refugio en las cuevas de los volcanes, pero ni siquiera en ellas encontraron la paz. Maedrethnir se sonrió y se volvió para echar un vistazo al jinete que llevaba en el lomo. ¿Qué podía saber Caledor del trastorno que había provocado su raza? Él lo desconocía todo sobre las tribulaciones de aquellos días y sus noches, cuando la tierra había retumbado y los mares habían rugido. Los siervos de los Ancestrales, los abotagados slann, habían levantado la isla del lecho marino, y las montañas habían escupido humo y fuego. Los dragones temblaban mientras las cuevas que habían convertido en sus hogares se derrumbaban a su alrededor, pero Indraugnir les advirtió que debían mantenerse ocultos si no querían que los Ancestrales también los exterminaran.

Transcurrido un tiempo, el suelo se asentó de nuevo y aparecieron los primeros elfos. Maedrethnir los había observado con sus progenitores desde su refugio de la montaña, donde se incubaba la nueva nidada, al amparo de la penumbra que reinaba debajo de los volcanes. Con los Ancestrales llegó la primera mácula de la magia, y la isla enseguida quedó sumida en ella, presente en cada nube y en cada brizna de hierba.

Pese a tratarse de unos intrusos, los elfos parecían pacíficos, y los dragones habían regresado a sus guaridas, donde soñaban con el día que volvieran a disfrutar de la libertad de surcar los cielos como habían hecho en el pasado. Indraugnir entretenía a sus crías y a sus aliados con historias ancestrales sobre la guerra con los shaggoths y los ogros dragón, y les advertía sobre el influjo oscuro de los poderes que existían más allá de los cielos y que habían corrompido a los primos deformados de los dragones.

—¡Mira allí!

El grito de Caledor y su lanza apuntando hacia el suelo despertaron a Maedrethnir de su ensimismamiento. El dragón se sacudió para despabilarse, alarmado porque el letargo seguía haciendo mella en él pese a hallarse surcando los cielos. Un escalofrío de expectación recorrió el cuerpo de Maedrethnir cuando avistó una marea de figuras con armaduras negras en el valle que se extendía debajo de él: la vanguardia del ejército druchii.

—¿Quieres que les saludemos? —preguntó el dragón.

Sin embargo, Maedrethnir no necesitaba una respuesta, y plegó las alas para zambullirse en dirección al valle. El viento le afilaba las orejas y le resbalaba por las escamas, desterrándole los efectos postreros de su somnolencia. Con el corazón acelerado, Maedrethnir se anticipó a la embestida encogiendo las garras. Los elfos situados debajo se dispersaron despavoridos en todas direcciones ante el descenso vertiginosos del dragón y de su jinete, y su pánico despertó en Maedrethnir sus viejos instintos depredadores.

El dragón sintió el impulso embriagador de arremeter contra la minúscula presa que se desperdigaba, de despedazarla, de soltarle una dentellada y arrasarla con sus garras. Dominado por su entusiasmo de depredador, el dragón se lanzó en picado y extendió las alas para frenarse. Notó el fuego que se avivaba en su garganta y que lo incitaba a desatar toda su furia. Lanzó un rugido ensordecedor amplificado por su voracidad primitiva que resonó por todo el valle.

Desde las rocas y los arbustos diseminados por el suelo del valle salieron despedidas lanzas negras. Maedrethnir sacudió un ala y dio un viraje, y los proyectiles pasaron de largo a toda velocidad. A la primera siguió otra ráfaga de saetas, éstas disparadas por un lanzavirotes que cubría el flanco de los druchii. Dos largas flechas encontraron el cuerpo del dragón, pero las puntas metálicas chirriaron y los astiles de madera crujieron al estrellarse sin fortuna contra las duras escamas del hombro de Maedrethnir. Una nube de flechas arrojadas desde docenas de ballestas de repetición envolvió al dragón; sin embargo, las saetas tamborileaban sobre su piel, causando el mismo daño que las gotas de lluvia, mientras Maedrethnir revoloteaba en medio de la oscura tormenta de flechas.

Más proyectiles de astil largo surcaron el cielo arrojados por las máquinas de guerra de los druchii. Maedrethnir torció el cuerpo y repelió dos flechas de un puntapié con la pata delantera; el resto fallaron el blanco o rebotaron en las duras escamas que protegían los hombros del dragón.

Maedrethnir aterrizó en medio de los arqueros, envuelto en el fragor de alaridos estridentes y de huesos rotos y haciendo puré a media docena de druchii con la mole de su cuerpo. Una erupción de llamas emergió de la garganta del dragón, que movió a un lado y a otro su cuello carbonizando todo lo que quedaba a su alcance, soportando el dolor que le provocaba el fuego en la boca y en la barriga.

Agotado de momento el fuego interior, Maedrethnir soltó una enorme bocanada de aire, y el humo y los vapores se arremolinaron alrededor de sus fauces. Imrik gritó algo desde el lomo del dragón, pero éste no oyó una palabra, subyugado por la necesidad de matar, y siguió barriendo el suelo con sus garras, devastando armaduras y cuerpos con las uñas como si éstas fueran espadas, arrancando vísceras, decapitando y mutilando elfos. Maedrethnir se dio la vuelta y de un salto apresó con sus mandíbulas a un druchii que había emprendido la huida; los eslabones metálicos de la malla del elfo se combaron entre los dientes como cuchillas de la bestia. El cadáver cortado en dos del elfo aterrizó en el suelo; por el cuello del dragón se deslizaban regueros carmesíes.

La sangre encendió aún más a Maedrethnir y despertó en su interior una voracidad que había permanecido saciada durante años. El dragón arqueó el cuello y soltó otro rugido, arrojando llamas por los orificios de su hocico azuzadas por el frenesí de la cacería. Apenas se apercibía de los destellos plateados que brillaban a su alrededor, pertenecientes a la lanza de Imrik, que trinchaba y desmenuzaba al puñado de arqueros que había escapado de la ira del dragón.

Maedrethnir sintió un pinchazo en el costado, y la repentina punzada de dolor se abrió paso por la neblina teñida de rojo sangre que lo había mantenido obnubilado hasta entonces.

—¡Los lanzavirotes! —espetó Imrik, señalando hacia el norte con su lanza, cuya asta estaba embadurnada de radiante y resbaladiza sangre—. ¡Destruye los lanzavirotes!

Maedrethnir advirtió el olor embriagador y adictivo a terror y a muerte, y tuvo que reprimir otro acceso de ira desbordante. Echó un vistazo a su costado derecho, donde sentía el dolor, y descubrió un proyectil que sobresalía de sus costillas, justo debajo del ala. Con un alarido, se extrajo el asta asida con los dientes e hizo trizas la flecha del tamaño de una lanza.

Luego dio una sacudida final con la cola que descoyuntó otro puñado de druchii y remontó el vuelo, jadeando mientras desplegaba las alas y ganaba altura con cada una de sus poderosas batidas. Puso rumbo a la ladera en la que se habían instalado, entre las escarpadas rocas, tres máquinas de guerra, y los arqueros desaparecieron rápidamente de su vista. Otra ráfaga de proyectiles alargados se estrelló contra su piel, sin causar más daño que el desprendimiento de algunas escamas. Una de las cuadrillas se afanaba en sustituir el cargador de proyectiles de la parte superior del artilugio, y hacia ellos puso rumbo el dragón.

Los guerreros druchii soltaron de las manos el pesado mazo de flechas y giraron sobre los talones para emprender la huida, justo unos instantes antes de que Maedrethnir embistiera el lanzavirotes y provocara una lluvia de astillas, de cuerdas partidas y hierros retorcidos. Los arbustos y las tocas no eran el parapeto idóneo para el manto de llamas que emergió de las fauces del dragón y que arrasó hojas y ramas, resquebrajó rocas y calcinó a los guerreros elfos embutidos en sus armaduras fundidas. Otro grito de Imrik desvió la atención del dragón hacia su izquierda; pero fue demasiado tarde. Un segundo lanzavirotes disparó su carga de media docena de saetas, y las seis impactaron con un ruido seco en los cuartos traseros y en la cola de Maedrethnir. La mayoría se quebraron al chocar contra las escamas, pero un par tuvieron éxito y hundieron sus puntas corvas en la carne del dragón. Con los labios tensos por la ira, la bestia se dio la vuelta, se abalanzó sobre los elfos y decapitó de una dentellada a uno de los integrantes de la cuadrilla, mientras con una zarpa delantera abría en canal al otro, desde la entrepierna hasta el cuello, atravesando malla y músculos.

El dragón se tomó un respiro. Las alas de su hocico se ensancharon mientras aspiraba el olor de la batalla: a horror y a sangre, a piel y a hierba aplastada. Sin embargo, advirtió algo más, un olor familiar aunque desconocido que añadía un ligero matiz al aire. Si bien no era capaz de distinguirlo, aquel olor despertaba algo en su interior, algo que se incrustaba en las zonas primitivas de su cerebro como los proyectiles que tenía alojados en el costado.

Un ligero movimiento atrajo la atención del dragón: una sombra que se deslizaba presta por las rocas de la ladera. Maedrethnir levantó la cabeza por puro instinto y divisó una figura alada recortada sobre las nubes. Caledor también la había visto.

—¿Qué es eso? —preguntó el Rey Fénix.

La oscura figura que destacaba en el cielo pálido era demasiado grande para tratarse de una mantícora o de un grifo. Maedrethnir olfateó de nuevo el aire, incapaz de creer que realmente fuera lo que sospechaba.

—Es un dragón —gruñó Maedrethnir—. El corrupto y vil.

Haciendo caso omiso de la orden de Caledor de esperar, Maedrethnir remontó el vuelo con la intención de enfrentarse a la nueva amenaza. El otro dragón se apercibió de su acercamiento y dio un viraje con un ala ladeada que dejó al descubierto unas escamas tan negras como la brea y unos ojos que parecían despedir fuego. De entre los dientes de la criatura salía despedida una humareda burbujeante de gases verdes que envolvía al monstruo y a su jinete, enfundado en una armadura dorada, en una repugnante neblina.

—¿Es un dragón? —preguntó Caledor, atenazado por la confusión y el miedo—. ¿Cómo es posible?

—Recibió el influjo de los poderes que existen más allá de los cielos —rugió Maedrethnir—. ¿Es que no lo notas?

Un aura oscura envolvía al dragón negro, y cuando las dos bestias estuvieron más cerca, Maedrethnir descubrió que su oponente llevaba en la cabeza unos arreos con incrustaciones de gemas negras y que sus riendas eran unas cadenas de oro asidas por el jinete. Su piel oscura estaba sembrada de cicatrices de viejas heridas, testimonio de los crueles métodos de adiestramiento que había sufrido.

Era repugnante. Maedrethnir siempre había sabido que, durante siglos, las nidadas no conservaban todos los huevos. Los dragones suponían que los robaban los depredadores que se atrevían a compartir las cuevas con ellos: criaturas pálidas y con los ojos saltones que hurgaban en los desechos de las capturas de los dragones. Ahora parecía que se resolvía el misterio, y que los naggarothi se habían apoderado de los huevos para incubarlos, criar a los monstruos y amaestrarlos para utilizarlos en su provecho.

—Hay que destruirlo —gruñó Maedrethnir, batiendo las alas cada vez más rápido y con la sangre resbalando por su cuerpo.

Caledor se preparó para la primera acometida, y el dragón notó el extremo posterior de la lanza del Rey Fénix apoyado en su costado. El otro dragón aceleró; su jinete enarbolaba un tridente con las puntas corvas. Maedrethnir llevaba siglos sin luchar contra otro dragón, ya fuera por cuestiones de apareamiento o de territorialismo, pero conservaba sus viejos instintos. Su oponente gozaba de la ventaja de la altura, pero el ángulo casi recto con el que realizaba su rápido descenso revelaba su inexperiencia.

Maedrethnir soltó un coletazo y sacudió el ala izquierda para prácticamente detenerse en seco en pleno vuelo. El dragón negro rebasó a Maedrethnir y a Caledor agitando frenéticamente las garras en dirección al cuello y al rostro del dragón caledoriano mientras el tridente de su jinete cortaba el aire por encima de sus cabezas sin causar daño. Imrik, por el contrario, alcanzó con su lanza el lomo del dragón negro, y su punta encantada abrió un tajo en las escamas de ébano de la bestia.

Maedrethnir dio media vuelta y se lanzó en picado en persecución de su rival, ladeando las alas y virando para seguir la estela del dragón negro, que giraba a izquierda y a derecha para quitarse de encima a su perseguidor. De menor tamaño que Maedrethnir, el dragón negro era más ágil en los virajes, y cuando Maedrethnir le soltó una dentellada en la cola, la criatura cambió bruscamente de dirección y con una rápida batida de alas ascendió de nuevo por el cielo, directo hacia las nubes.

Maedrethnir, más trabajosamente que su rival, suspendió el descenso y emprendió la ascensión. Cada una de sus poderosas batidas de alas lo acercaba un poco más a su presa, que desapareció engullido por la masa de nubes. Rugiendo enrabietado, Maedrethnir se adentró en el manto blanco con los ojos bien abiertos, atento a cualquier señal del otro dragón.

—Vigila la retaguardia —dijo Caledor.

Maedrethnir volvió la vista atrás y vio que el Rey Fénix escudriñaba a un lado y a otro las nubes, que se arremolinaban cada vez que sacudía las alas. Un alarido llegó desde su derecha, amortiguado por las nubes, y, un segundo después, el dragón negro emergió a la vista como un relámpago con las garras abiertas.

Maedrethnir giró para encarar el ataque, pero no con la celeridad necesaria para eludir la arremetida del dragón. Las uñas duras como diamantes de su rival se hundieron en su hombro; entretanto, Caledor desplazó el escudo hacia el otro costado y desvió el tridente del jinete, cuyos tres afilados arpones crepitaron con energía mágica.

El dragón negro se cebó en Maedrethnir, apretando con fuerza las garras para hundirle aún más las uñas: craso error.

Maedrethnir arqueó el cuello e hincó los dientes en el ala derecha de su contrincante, atravesándole la piel y los tendones y rompiéndole los huesos. Lanzando un alarido que brotó acompañado por una densa columna de gases nocivos, el dragón negro soltó a Maedrethnir y se distanció de él, con el ala herida manando sangre a borbotones.

Los vapores del aliento del dragón, virulentos y corrosivos, asaltaron el hocico de Maedrethnir, que empezó a sentir escozor en la garganta y una picazón en los ojos. Asfixiado por los gases y momentáneamente ciego, el anciano dragón describió precavidos círculos en el aire. Caledor sufría el mismo trance, y tosía y hacía arcadas plegado sobre sí mismo en su silla trono.

El dragón druchii apareció fugazmente a la derecha de los caledorianos, descendiendo en picado antes de desaparecer engullido por la densa masa de nubes. Maedrethnir también emprendió el descenso, y se lanzó totalmente perpendicular al suelo hasta que emergió del lecho de nubes y alcanzó el cielo despejado. Torció el cuerpo hacia la derecha y arqueó el cuello para echar un vistazo al nimbo que se extendía sobre ellos, buscando la sombra del dragón negro.

—¡Allí! —espetó Caledor, señalando a la derecha y por encima de su posición. Una sombra deambulaba sobre sus cabezas; sin duda el naggarothi y su montura estaban explorando las nubes en busca del Rey Fénix y de su dragón, sin saber que éstos se encontraban debajo de ellos—. Ve por ellos.

Maedrethnir soltó un rugido, indignado porque su jinete juzgara necesario darle aquella instrucción, y salió disparado hacia arriba, impulsado por las rápidas batidas de sus alas. Empezaban a dolerle las heridas, pero hizo caso omiso del dolor y siguió volando para embestir al dragón negro directamente por debajo.

Como un volcán en erupción, Maedrethnir irrumpió en la nube, escupiendo el fuego de su gaznate para envolver en llamas al dragón enemigo y a su jinete. La bestia druchii dio un rápido giro que le permitió eludir el grueso de las llamaradas; sin embargo, la maniobra lo ensartó en la moharra de la lanza de Caledor. El arpón de ithilmar se hundió en el vientre de la criatura, despidiendo un destello blanco de fuego mágico. El dragón negro soltó un alarido y se inclinó hacia un costado para aliviar el esfuerzo del ala herida.

Maedrethnir se elevó por encima del enemigo, se arrojó en picado y se asió con las garras a la cola maltrecha de la criatura. El jinete druchii enarbolaba el tridente para intentar lanzar un tajo hacia atrás, pero el respaldo de la silla trono se lo impedía. Desvalido, el dragón negro caía directo hacia el suelo, con Maedrethnir aferrado a su espalda, abriéndole heridas horrendas con las garras, sembrándole el lomo y los cuartos trasero de ronchas sanguinolentas.

Debajo, los ejércitos de ambos bandos se habían enzarzado en una batalla. Una oscura falange de caballeros naggarothi había penetrado en la masa blanca de los lanceros de Caledor. Por su parte, los caballeros de yelmos plateados del Rey Fénix desfilaban en largas columnas para flanquear las huestes naggarothi. Los druchii se habían hecho acompañar por sectarios khainitas, que desde el cielo aparecían como unas manchas rojas de carne desnuda que se arrojaban una y otra vez contra los elfos leales a Caledor, y en todas las ocasiones, sus acometidas eran frustradas por nubes de flechas y por los proyectiles de las piezas de artillería.

El caótico tumulto fue transformándose en un conjunto de filas y compañías bien definidas según perdían altura los dragones. El suelo pedregoso del paso estaba sembrado de cuerpos, ataviados tanto de uniformes negros como blancos, en lo que suponía una prueba en la forma de pilas de cadáveres del ardor salvaje con el que se habían empleado ambos ejércitos.

El dragón negro rugió, despidiendo gases repugnantes por la boca abierta, y sacudió con desesperación las alas para intentar reducir la velocidad de la caída. Sin embargo, Maedrethnir sujetaba con firmeza a su presa, a pesar de las contorsiones y del forcejeo de ésta, y con las garras le escarbaba en el espinazo.

Ya se distinguían individualmente las figuras enfrascadas en la lucha: un capitán con un penacho rojo en el yelmo enarbolaba la espada en dirección a los ballesteros druchii; un oficial naggarothi rebanaba la garganta de un lancero derrumbado; sectarios enloquecidos trinchaban los cuerpos de los caídos de ambos bandos para arrancarles los órganos; un muro de lanzas —los Yelmos Blancos— embestía por el flanco a los caballeros naggarothi.

Cuando los separaba del suelo una distancia menor que el alcance de un arco, Maedrethnir soltó al dragón negro, desplegó las alas y tensó los músculos para detenerse, con los tendones tan tirantes que a punto estuvieron de partírsele. La bestia druchii se retorció, rociando el suelo de sangre, y sacudió las alas frenéticamente; pero fue en vano.

El dragón y su jinete se estrellaron contra las rocas con un estruendo ensordecedor, y el impacto desató una lluvia compuesta en igual medida de fragmentos de piedra y de huesos.

Maedrethnir reanudó el descenso con la intención de no dejar nada al azar, y cuando el dragón negro pugnaba por erguirse sobre sus patas retorcidas, con las alas rotas y caídas, privadas de toda utilidad, la montura de Caledor lo embistió y le apretó la mandíbula alrededor del cuello, justo debajo de la cabeza, y las púas y los colmillos de su rival se quebraron por la presión titánica. Con las garras destrozó el vientre del dragón negro; le arrancó escamas y músculos y le dejó al aire las costillas y los órganos.

Impulsándose con una batida de las alas, Maedrethnir se abalanzó sobre el dragón negro, le retorció el cuello con la mandíbula y se oyó un crujido de huesos rotos; luego meneó la cabeza a derecha e izquierda para golpear repetidamente la cabeza del dragón negro contra las piedras, hasta que le abrió el cráneo. A continuación, el dragón rojo soltó a su presa y se volvió para hundir los colmillos en las tripas expuestas de su oponente, y se dedicó a triturarle los huesos y a despedazarle las mollejas.

Maedrethnir se dio un festín y se atiborró de la carne de su adversario. Hacía milenios desde la última vez que había saboreado la carne de dragón, y la engullía en trozos enormes, royendo los huesos para extraer el tuétano La sangre del dragón se filtraba en su organismo, paliaba el dolor de las heridas y acallaba los gritos de Caledor, encaramado a su lomo.

Un objeto contundente retumbó en la parte superior del cráneo de Maedrethnir y dejó al dragón aturdido durante unos instantes. Atolondrado, el dragón retrocedió a trompicones, alejándose del cadáver del dragón negro, y miró a su alrededor buscando al agresor.

—¡El jinete está escapando! —espetó Caledor, golpeando de nuevo a su montura con el asta de la lanza.

Maedrethnir respondió con un gruñido a la imprudencia que había cometido el elfo al reprenderle de esa manera, y dio un paso en dirección al cuerpo sin vida de su rival; no obstante, otra ristra de insolencias procedente del Rey Fénix lo detuvo. Maedrethnir sintió ganas de quitarse de encima al jinete y de desprenderse de los arneses que los mantenían unidos. Sin embargo, Caledor pronunció unas palabras que llegaron a lo más profundo de la mente de Maedrethnir, unas poderosas palabras descubiertas por el Domadragones. Acobardado, el dragón se desplomó sobre la barriga y sacudió la cabeza, tratando de erradicar la sensación de modorra que estaba apoderándose de su cerebro; hasta que la voz pausada de Caledor se abrió paso por la neblina somnolienta.

—Tu enemigo está huyendo —dijo el Rey Fénix—. Atrápalo.

Maedrethnir miró en derredor y divisó al naggarothi a cierta distancia, arrastrándose por las rocas con una pierna rota. El dragón rugió y enfiló dando saltos hacia él, con las alas a medio desplegar. Su figura se cernió por encima del druchii, quien se dio la vuelta y desenfundó la espada que llevaba prendida del cinturón. La hoja brilló con una luz gélida que dañó los ojos de Maedrethnir; el dragón respingó hacia atrás, prácticamente ciego.

Caledor no se dejó amedrentar, y ensartó en su lanza al naggarothi, perforándole el peto de la armadura y el corazón. El druchii esgrimió frenéticamente su espada, la descargó contra la lanza de ithilmar y el acero dejó una estela de partículas de hielo en el aire. Caledor apretó con fuerza y empujó a su debilitado oponente contra el suelo, donde quedó fijado atravesado por la lanza.

—Acaba con él —ordenó el Rey Fénix.

Maedrethnir levantó una pata delantera y la descargó sobre el druchii, que quedó aplastado, yelmo incluido, bajo el peso del dragón. Maedrethnir parpadeó para eliminar las chiribitas que le hacían los ojos tras el deslumbramiento que le había provocado el resplandor gélido de la hoja del druchii y recuperó cierta serenidad. La voracidad depredadora había remitido, y el fuego que le ardía en la barriga se había enfriado. El dragón rojo se estremeció al sentir de repente el dolor de las heridas.

Recordó entonces al dragón negro, y pensó con repugnancia en la esencia pervertida de la bestia.

—He de volver con mis hermanos —dijo Maedrethnir.

—Cuando la batalla esté ganada —respondió Caledor.

—¡No! —replicó enfurecido el dragón—. Debo hablarles de los dragones negros. Tengo que informarles y despertar a mis hermanos del letargo.

—Cuando la batalla esté ganada —repitió Caledor.

Con la agilidad de una serpiente, Maedrethnir torció el cuello y sus colmillos cortaron con facilidad las correas de la silla trono. A continuación, encogió los hombros, y la estructura se deslizó suavemente por su lomo. La silla del Rey Fénix aterrizó de mala manera en las rocas.

—Gana tú tu batalla, elfito —dijo Maedrethnir—. Yo te ganaré la guerra.

Antes de que Caledor se recuperara de su asombro y pudiera pronunciar las palabras que dominaban la voluntad de Maedrethnir, éste remontó el vuelo y siguió el contorno de la ladera rumbo al sur, elevándose en el cielo con las poderosas batidas de sus alas.

* * *

Ni la niebla ni la noche suponían un estorbo para la vista afilada de Maedrethnir. El dragón se deslizaba entre las cumbres volcánicas con la soltura que habría demostrado si en vez de en una noche cerrada lo hubiera hecho al mediodía. Alumbrado por el resplandor de la lava y la luz de las estrellas, el dragón sobrevoló los picos de Caledor, con el cuerpo y la mente crispados por una indignación rayana en el odio.

Emprendió un vertiginoso descenso al valle de las cuevas y replegó las alas cuando aterrizó en los aledaños de la gruta con la entrada más amplia. Sus zarpas iban arañando el suelo rocoso, estriado por las garras de miles de dragones, mientras se adentraba en la penumbra, acompañado por el eco de respiraciones fatigosas que resonaban en las paredes del vasto túnel. Maedrethnir tenía el costado derecho malherido, y le dolían los músculos tras dos jornadas de vuelo ininterrumpido; sin embargo, las noticias que llevaba eran de una urgencia que le impedía descansar.

Enfiló directamente hacia la cámara más profunda, pasando de largo los numerosos pasajes que partían del túnel principal. La temperatura descendía a medida que se adentraba en la tierra, y su aliento cálido emanaba en densas nubes de vapor que se condensaban en las paredes de piedra, alisadas por el roce de las escamas de los dragones que los recorrían.

La cámara era extensa; un enorme agujero en el mundo rodeado de estalactitas y estalagmitas más grandes que las torres de los elfos, y que sobresalían como los colmillos de las bestias entregadas al letargo que allí se concentraban. El musgo luminoso que tapizaba algunas zonas y los enjambres de luciérnagas le daban la apariencia de una bóveda celeste nocturna plagada de estrellas, matizada de tenues tonos de verde, de color naranja y de amarillo por los reflejos de la luz en las vetas de cristales que surcaban las paredes y los bordes de las geodas de formas angulares.

El túnel por el que había llegado Maedrethnir desembocaba en un precipicio, en cuyo fondo se extendía la inmensa gruta. El dragón abrió las alas, se elevó en el aire de un salto y planeó plácidamente entre los levantamientos rocosos. Según se aproximaba al centro de la caverna, pudo ver a los dragones. Unos pocos, los que se habían sumido en el letargo durante las últimas centurias, todavía hacían algún movimiento sutil, y sus pechos se hinchaban y se contraían cada vez que inspiraban y espiraban grandes bocanadas de aire; a su alrededor, el suelo brillaba cubierto por la placa de hielo que se había formado al congelarse el vapor.

Los demás permanecían inmóviles, y sólo se les distinguía del entorno por la sutil diferencia del tono de sus escamas. Muchos habían pasado a formar parte de las rocas, y las estalagmitas cubrían sus cuerpos inmóviles y fundían los dragones con el suelo. Los espinazos de las bestias se habían convertido en los cimientos de inmensos pilares que se elevaban hacia el techo, y sus extremidades eran como riachuelos de lava solidificada, en algunos tramos recubiertos de una especie de liquen que despedía un brillo apagado.

Maedrethnir se detuvo en las inmediaciones del corazón de la cámara, envuelto por la extraña e inquietante penumbra. Salvo por el revoloteo de los insectos gigantes que convivían con los dragones, la quietud era absoluta. El dragón giró sobre su propio eje; sus garras arañaban el suelo y levantaban esquirlas de roca que salían despedidas por el aire. Mientras se movía levantaba la cola para evitar las puntas afiladas de las estalagmitas más pequeñas.

Se enderezó, apoyando una pata delantera a un pilar, y estiró el cuello. Lanzó un rugido que llegó a todos los rincones de la cámara y regresó rebotado desde todos los ángulos. El rugido, largo y poderoso, provocó el derrumbamiento de algunas estalactitas, cuyo estruendo al estrellarse contra el suelo se sumó al eco retumbante del bramido de Maedrethnir.

El dragón cerró la boca, y de su hocico brotaron unas llamitas danzarinas. Maedrethnir esperó a que las resonancias de su rugido se atenuaran lentamente hasta desaparecer.

Algo se movió en la oscuridad; se oyeron ruidos de roce de escamas y de arañazos de garras en el suelo, a los que rápidamente se añadió el tintineo de fragmentos de roca y de cristales de hielo golpeando el suelo. Un dragón a la izquierda de Maedrethnir levantó su voluminoso cuerpo y se sacudió el manto que lo había cubierto durante siglos. Un ojo amarillo entreabierto brilló en la penumbra.

Por todas partes se repitieron los movimientos y los ruidos a medida que los dragones durmientes regresaban del prolongado letargo, tosiendo polvo y llamas. Una imponente columna rocosa tembló y finalmente se hizo trizas, y los fragmentos de piedra se desparramaron por el suelo, al tiempo que un dragón verde, casi tan grande como Maedrethnir, arqueaba el lomo y se ponía en pie lentamente, estirando sus cuatro patas, robustas como troncos.

—¡Despertad, hermanos! —bramó Maedrethnir—. ¡Tiempos pavorosos nos acechan!

* * *

Carathril observaba la carretera de entrada a Lothern desde lo alto de la torre norte. Frente a él se extendía un páramo. Tras cinco años de asedio, los Druchii habían talado hasta el último árbol, habían explotado los campos hasta convertirlos en eriales y habían arrasado todos los pueblos y granjas. Las ruinas ennegrecidas de las construcciones sobresalían de la tierra yerma. El hedor a muerte flotaba en el aire. Entre los restos de un edificio adyacente, a no demasiada distancia, Carathril distinguía varios cuerpos desparramados por los escombros, con sus pálidas túnicas salpicadas de sangre y con las extremidades dobladas de una manera antinatural. Había sido testigo de numerosas escenas como aquélla a lo largo de los últimos años; sin embargo, cada vez que contemplaba una nueva masacre de inocentes, su ira se avivaba y le recordaba por qué había que parar los pies a los druchii.

Una columna de elfos entraba en la plaza que tenía a su espalda. Caminaban de una manera cansina, avanzando penosamente por las losas irregulares, con los ánimos por los suelos a causa de la cantidad de batallas que acumulaban a sus espaldas. Contemplaban la desolación con ojos sombríos; algunos sollozaban; otros marchaban con un gesto impasible y de total abatimiento; la mayoría, asustados, con las miradas vacías por el sufrimiento que se había infligido.

—Somos demasiado pocos —dijo Eamarilliel, otro capitán de la guardia—. Seríamos unos ilusos si creyéramos que podemos derrotar a los naggarothi.

—Están congregando de nuevo sus fuerzas —replicó Caratbril en un hilo de voz.

Alrededor de la ciudad, columnas de guerreros de armaduras negras marchaban hacia sus posiciones. Durante semanas habían estando arribando naves atiborradas de refuerzos para el ejercito sitiador. Una y otra vez, la armada de Lothern había partido para impedir el desembarco enemigo, pero únicamente habían conseguido retrasar el siguiente asalto, no desbaratarlo.

Carathril divisaba bestias monstruosas que eran aguijoneadas por las cuadrillas de domadores para obligarlas a avanzar: hidras de varias cabezas envueltas en los gases de su aliento abrasador. El tam-tam de los tambores que convocaban a la lucha retumbaba en las murallas de la ciudad.

—Tenemos que aguantar —dijo el antiguo heraldo, pero su voz carecía de convicción.

—Somos demasiado pocos —repitió Eamarilliel.

—La última vez también éramos demasiado pocos —dijo Carathril—. Y sin embargo, conservamos la ciudad.

Con el semblante huraño, exhaustas, las tropas defensoras de Lothern subieron la escalera de la muralla armados de arcos y lanzas y ocuparon sus posiciones a lo largo de la banqueta. Desde su posición privilegiada, Carathril podía contemplar cómo embarcaban las huestes druchii en los barcos varados en la orilla, con la intención de bordear la ciudad y lanzar una ofensiva por el este simultánea al asalto por el oeste.

—Creo que ésta será la batalla definitiva por Lothern —confesó Eamarilliel—. Están reuniendo hasta el último soldado para arrojarlo contra nosotros.

El asalto quedó inaugurado por una descarga de proyectiles llameantes procedentes de las piezas de artillería naggarothi y dirigidos a la entrada principal. Las enormes flechas se incrustaron en la puerta de madera maciza con el estruendo de una horrenda granizada. De la torre y de la muralla saltaron chispas, alcanzadas por otra ráfaga de proyectiles dirigida a las defensas de la ciudad, y sobre los soldados cayó una lluvia de esquirlas metálicas, astillas y cascotes.

Carathril ni se inmutó cuando una flecha pasó acariciando a toda velocidad las paredes de una tronera y ensartó uno detrás de otro a tres elfos que tenía justo a su derecha. Estallaron bramidos que ordenaban que se retirara a los heridos mientras los tambores druchii insistían en su tamtán y arrancaba el avance de las tropas enemigas.

Carathril paseó la mirada por el nutrido ejército druchii, que emprendía la marcha desde la orilla, en dirección a la entrada de la ciudad, como un manto invasor negro y púrpura que se desplegaba lentamente. No le quedó más remedio que reconocer la veracidad de la afirmación de Eamarilliel. El enemigo se acercaba repartido en tres grandes huestes, bajo la cobertura de la tormenta desatada por sus máquinas de guerra, y sin guardarse tropas de reserva; en el caso de que las tropas defensoras repelieran el ataque, nada impediría a éstas salir a la caza del enemigo derrotado.

El antiguo heraldo se preguntó qué habría provocado ese cambio en la estrategia druchii. ¿Se debería a la confianza que tenían en la victoria? ¿Se habrían producido acontecimientos desconocidos para él que habían obligado al enemigo a tomar esa decisión? Carathril se recreó en esa idea unos instantes, ilusionado por la posibilidad de que los druchii hubieran sufrido una serie de reveses en otros territorios y que ahora estuvieran actuando llevados por la desesperación.

Un bosque de escaleras brotó en medio de las huestes druchii, y altas torres de asedio progresaban por la marea de las compañías de lanceros. Los lanzavirotes arrojaban una tormenta de saetas, mientras que los arietes, en forma de numerosas criaturas aterradoras, oscilaban de las cadenas, transportados por artilugios con ruedas con púas. Carathril esperaba lanza en mano; en la ciudad no había flechas suficientes para todos los guerreros, de modo que los tiradores inexpertos como él ya no disponían de arcos. Lo único que podía hacer era aguardar a que el enemigo alcanzara la muralla.

Una torre forrada de pieles humedecidas para protegerla de las flechas incendiarias, flanqueada por dos enormes hidras que le hacían de escolta, estaba siendo conducida directamente hacia la entrada de la muralla, triturando con las llantas de acero de sus ruedas los cadáveres de ambos bandos, apenas si bamboleándose arrastrada por caballos y demás criaturas, que tiraban de ella fustigados por los domadores druchii. Una rampa que parecía la mandíbula de un monstruo descomunal con colmillos de hierro se cernió sobre la muralla, lista para ser bajada y desparramar khainitas por el interior de la torre.

En medio del fragor de la batalla, otro sonido atrajo la atención de Carathril: gritos en la ciudad que se extendía a su espalda. El capitán echó un vistazo por encima del hombro y divisó horrorizado una columna de humo que se elevaba desde los edificios levantados en torno al Estrecho de Lothern. Los almacenes estaban ardiendo, y Carathril distinguió unas figuras que correteaban por las calles antorcha en mano; sin duda, los sectarios habían entrado en acción aleccionados por sus cabecillas naggarothi, tal vez avisados de su intención de asaltar la ciudad por métodos clandestinos.

Carathril no fue el único que se percató de la felonía que estaba sufriendo la ciudad a sus pies, y muchos se vieron en el dilema de guardar la posición o regresar a la ciudad para plantar cara a la nueva amenaza. Escuadrones de caballeros se deslizaron por las calles y dispersaron a los saboteadores, pero los sectarios volvían a congregarse inmediatamente y se emboscaban para hostigar con piedras, aceros y fuego a sus pretendidos perseguidores.

Carathril no sabía qué hacer. La torre de asedio estaba a menos de un disparo de flecha, y proseguía su férreo avance, traqueteando. Los adeptos a las sectas estaban internándose en la explanada aledaña a la entrada, con la intención evidente de abrir las puertas desde dentro a los druchii. Los lanceros descendían en tropel de las torres para proteger la recia puerta, que había resistido todo lo que los druchii habían arrojado contra ella durante cinco años, pero que, sin embargo, carecía de mecanismos de defensa contra los traidores que la abordaran desde dentro.

—¡Arqueros, proteged la muralla! —bramó Carathril—. ¡Lanceros, conmigo!

El capitán dio media vuelta para enfilar hacia la escalera que descendía a la plaza cuando se topó cara a cara con Aerenis, que había sido ascendido a capitán durante los largos años de asedio y que, por tanto, comandaba su propia compañía.

—Tenemos que asegurar la puerta y regresar a la muralla —dijo Carathril, dirigiéndose a su colega—. Sígueme.

Aerenis hizo un gesto negativo con la cabeza y no se movió de donde estaba. Un escalofrío aterrador recorrió la espalda de Carathril cuando reparó en las extrañas expresiones de los rostros de los soldados que conformaban la compañía de Aerenis.

—No puedo permitirte hacer eso, amigo —replicó Aerenis.

—¿Qué es esta locura? —inquirió Carathril, apartando de un empujón a un lancero para encarar a Aerenis.

—Lo siento, Carathril —se disculpó su amigo, con el gesto realmente compungido—. Deberías haberme escuchado.

Perplejo, Carathril reaccionó por puro instinto cuando la espada de Aerenis enfiló hacia su garganta, y repelió la hoja con el asta de su lanza; a punto estuvo de escapársele el arma de la mano. Atónito, el antiguo heraldo apenas si tuvo tiempo para levantar el escudo y protegerse de la siguiente acometida.

—¿Te has vuelto loco? —espetó Carathril, desviando otro tajo—. ¡El enemigo caerá sobre nosotros de un momento a otro!

—El enemigo ya está aquí —replicó Aerenis—. ¿Es que no lo ves?

Horrorizado, Carathril vio que el resto de la compañía de Aerenis se había abalanzado sobre los lanceros desplegados por la muralla, y la lucha entre las compañías se extendió por el tramo de banqueta comprendido entre los dos baluartes de la torre de entrada; entretanto, la torre de asedio continuaba acercándose, avanzando pesadamente.

—¿Por qué lo haces? —jadeó Carathril, embistiendo con la moharra de su lanza al capitán renegado.

—Vosotros queríais mantenerme alejado de la bella Glaronielle —respondió Aerenis, que arremetió con su acero contra las piernas de Carathril y obligó a éste a retroceder y apretarse contra la piña de guerreros que luchaban a su espalda—. Ereth Khial me ha garantizado el amor que siempre anhelé.

—¿La reina del Inframundo? —Carathril no cabía en sí de su asombro. Nunca había sospechado esas prácticas de su amigo, ni siquiera en los momentos en los que Aerenis caía presa de la melancolía más exacerbada—. ¿Por ellas estás traicionando a tu ciudad?

—Con la ayuda de los sacerdotes de Nagarythe traeremos de regreso a los que se fueron, y yo tendré a Glaronielle a mi lado como no pude hacerlo cuando vivía.

Carathril rio con aspereza y embistió con su lanza a Aerenis en el pecho, pero la acometida se vio frustrada por el borde del escudo de su contrincante.

—Voy a enviarte a Mirai para que te reúnas con Glaronielle, de eso puedes estar seguro —dijo Carathril—. Los sacerdotes de Nagarythe te utilizarán como ofrenda a Ereth Khial para sus propios negocios con la Reina Oscura.

Esa insinuación encendió aún más los ánimos de Aerenis, y su gesto de taciturna resignación se tomó en una mueca de una fiereza salvaje que echaba chispas por los ojos. Carathril levantó el escudo y aguantó la frenética cadena de golpes, descargados con tal ferocidad que cada uno de ellos acrecentaba el entumecimiento que atenazaba el brazo del antiguo heraldo.

—¡Volveré a ver a Glaronielle! —rugió Aerenis, asestando un tajo tras otro—. ¡Estaremos juntos y nos casaremos y tendremos hijos!

—¡Ya lo creo que estaréis juntos! —replicó Carathril, con un desprecio absoluto por el monstruo en el que se había convertido su amigo.

Carathril ladeó un poco el escudo para desviar la siguiente acometida de su rival y Aerenis se tambaleó hacia un lado arrastrado por la inercia del golpe; entonces, Carathril, en un único movimiento fluido, se abalanzó sobre él y le hundió la punta de la lanza en el costado, justo debajo del brazo. Aerenis soltó un alarido de dolor y cayó rodando al suelo; la espada se deslizó de su mano. Carathril no vaciló; extrajo la lanza del cuerpo de Aerenis y volvió a hundírsela en la garganta, empujándola con todas sus fuerzas, espoleado por la ira que había desatado en su interior la traición de su amigo. La moharra de la lanza chocó contra el suelo de la muralla, y a punto estuvo de separar la cabeza de Aerenis del cuerpo.

Carathril arrancó el arma del cadáver de su contrincante y echó una ojeada por encima del hombro. La sombra amenazadora de la torre de asedio se cernía sobre ellos. Los lanceros renegados se habían visto infinitamente superados en número y habían sucumbido a manos de las tropas leales a Lothern; no obstante, su irrupción había sembrado la anarquía en la torre de entrada. La estructura de asedio ya estaba a menos de una veintena de pasos de la muralla. Carathril veía cómo vibraban las cadenas que sostenían la rampa, que podía desplegarse en cualquier momento.

—¡Conmigo! —gritó el capitán, plantado en el extremo opuesto al lugar por donde se produciría el asalto, enarbolando la lanza por encima de la cabeza para restaurar la formación de sus guerreros—. ¡Luchad hasta que no os quede una gota de sangre!

Carathril observó detenidamente el rostro atroz pintado en la madera de la torre, mirándolo como si fuera una bestia real hubiera de ser temida. Aferró el escudo y la lanza, afirmó las piernas y esperó a que la rampa se desplegara sobre la muralla.

Se oyó un crujido estruendoso y una racha de viento derribó al capitán contra el suelo de piedra. Llevado por la sospecha de la intervención de la brujería, Carathril paseó la mirada en derredor, buscando algún rastro de Eitreneth pese a que no había notado ningún flujo de magia.

Un segundo después, la torre de asedio explotó en mil pedazos, y un torrente de cuerpos ensangrentados se precipitó al vacío cuando la estructura se derrumbó. De la nube de polvo emergió un dragón de escamas verdes, de cuyas fauces y garras colgaban cadáveres y marañas de escombros, que surcó el cielo por encima de la torre de entrada liberando una lluvia de cascotes.

Carathril contempló boquiabierto a la monstruosa criatura, que giraba abruptamente y se zambullía en las ruinas de la torre de asedio, escupido fuego y calcinando todo aquello que había sobrevivido a su devastadora carga inicial.

—Debe de haber una docena —masculló un lancero, tumbado en el suelo junto a Carathril.

Carathril, con una risita de incredulidad, se levantó desmañadamente y divisó el puñado de dragones que arrasaban las filas druchii. Las hidras escupían fuego mientras las bestias de escamas rojas y verdes, azules, plateadas y doradas, causaban estragos en el ejército naggarothi, aplastando sus piezas de artillería, abriendo vastas brechas entre los arqueros y los lanceros y bregando con los monstruos esclavizados por los druchii.

El antiguo heraldo reconoció la bandera que flameaba en la silla trono de la mayor de las criaturas, un enorme dragón rojo: era el estandarte del rey Caledor. La lanza del Rey Fénix abrió en canal una docena de caballeros enfundados en armaduras mientras su dragón desgarraba y trituraba sus monturas e iba dejando un rastro de sangre a su paso.

Carathril soltó la lanza y el escudo, agarró al lancero por el peto de la armadura y lo levantó del suelo; lo rodeó con los brazos y se fundió con él en un abrazo mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Caledor ya está aquí —sollozó Carathril—. Caledor ha venido…

* * *

No había nada más emocionante que liderar una escuadra de dragones hacia la batalla. Dorien reía con alborozo, disfrutando de la experiencia, mientras su montura sobrevolaba, a escasos metros de sus cabezas, el ejército del Rey Fénix. Thyrinor, Earethien y Findeir surcaban el cielo a su zaga. Su dragón, Nemaerinir, participaba de su entusiasmo y emitía un ruido sordo que acompañaba las risas del jinete.

La hueste marchaba hacia el norte tras pasar el invierno en Caledor. Una breve incursión en Eataine había revelado la desesperada situación de Lothern; por otro lado, sin embargo, el Rey Fénix también había recibido información sobre una nueva ofensiva contra Ellyrion, de modo que los jinetes de los dragones habían acudido prestos a la ciudad sitiada y habían aplastado a las fuerzas naggarothi en una tarde, mientras que la infantería y la caballería había puesto rumbo a Tor Elyr.

Los prisioneros capturados en Lothern habían destapado una amenaza de unas proporciones que Dorien jamás habría imaginado. Todos los naggarothi parecían haber sido movilizados para atacar simultáneamente Lothern, Ellyrion y Cracia. El resto de los reinos a duras penas podían reunir las tropas necesarias para sofocar a los despiadados sectarios que ya se encontraban dentro de sus fronteras, y Caledor no había tenido más remedio que dividir a los príncipes dragoneros. El Rey Fénix había volado a la Isla de la Llama para convocar un nuevo Consejo de príncipes de los reinos orientales, y había dejado a Dorien al mando.

Dorien había entendido la gravedad de las palabras de su hermano cuando le había comunicado que debía dirigirse al norte; la victoria en Lothern no serviría de nada si se permitía la caída de Ellyrion. Dorien había sugerido que todos los príncipes dragoneros participaran en la campaña de Ellyrion, pero el Rey Fénix había sido tajante en su negativa, argumentando que se desplegaría a los príncipes por toda Ulthuan para demostrar que no luchaban por un solo reino. Para Dorien, eso carecía de sentido, pero no había insistido en su postura, por temor a que su obstinación llevara al rey a relevarlo como general y a poner en su lugar a Thyrinor o a otro príncipe.

Debajo de los dragones, el ejército desfilaba por una carretera que conducía en línea recta hasta el Paso del Águila, donde se esperaba que tuviera lugar la siguiente ofensiva druchii. El aviso, junto con la promesa de marchar al lado del ejército de Ellynion, había llegado por medio de una carta enviada por Finudel y Athielle; una misiva que concluía con una vehemente súplica que no había hecho más que acrecentar la sensación de urgencia en Dorien.

Ellyrion era una tierra de colinas chatas y pastos sinuosos que festoneaba el Mar Interior por el este y limitaba con los Annulii por el oeste. Los campos que atravesaba el ejército estaban desiertos, pues las famosas caballadas de Ellyrion habían sido conducidas a la capital para servir al ejército del reino. Desde el aire se divisaban los vestigios de antiguas batallas: asentamientos carbonizados y campos arrasados revelaban los lugares donde los ellynianos y el ejército de Caledor habían mantenido a raya a los druchii.

Los elfos marchaban durante todo el día y buena parte de la noche, y sólo descansaban las horas previas al amanecer. Dorien sufría por los retrasos, ya que no podía evitar pensar que sus jinetes dragoneros podían haber llegado al Paso del Águila con varios días de antelación si no se hubieran visto obligados a mantener el paso de la infantería y la caballería. Todas las mañanas se despertaba con el temor de recibir un mensaje de los ellynianos en el que le informaban de que los refuerzos llegaban demasiado tarde; todas las mañanas se despertaba con el temor de dirigir la vista al noreste, en dirección a Tor Elyr, y divisar columnas de humo alzándose desde una ciudad arrasada.

Sin embargo, no se habían visto columnas de humo ni había llegado ningún mensajero, y el ejército se encontraba a menos de una jornada de marcha de la entrada oriental del Paso del Águila. Dorien había dado instrucciones a los dragoneros de que se adelantaran para intentar ubicar el campamento del ejército druchii así como para averiguar el paradero de los ellyrianos. Sumadas ambas fuerzas, formarían una hueste que no encontraría rival en ningún ejército naggarothi, al menos en opinión de Dorien, si bien Thyrinor seguía repitiendo las advertencias de Caledor sobre el exceso de confianza.

Ya casi era mediodía cuando Dorien divisó una mancha oscura en el horizonte, al norte: una densa y vasta nube de tormenta que se extendía de este a oeste y que servía como pista de baile para los relámpagos que recortaban el negro celaje.

—No es una vulgar tormenta —dijo Nemaerinir—. Apesta a brujería.

—Es que lo es —respondió Dorien, notando la magia que descendía de los Annulii arrastrada por el viento—. Un conjuro de los druchii, no hay duda.

El príncipe indicó al resto de los nobles dragoneros que se juntaran. Echó un vistazo atrás, hacia el suelo, y vio que su ejército marchaba con paso brioso por la carretera. Thyrinor, a lomos de Anaegnir, se colocó a la altura de Dorien y su dragón.

—Al parecer, llegamos tarde —dijo Thyrinor.

—Tal vez no sea así —respondió Dorien, voz en grito—. Tenemos que apresurarnos para averiguar qué está ocurriendo.

Los dragones se elevaron en paralelo y enfilaron directamente hacia la tormenta. Recién entrada la tarde llegaron al nubarrón. La oscuridad había remitido ligeramente, y podía verse a los dos ejércitos desplegados por las praderas que se extendían debajo. Las negruzcas huestes de los naggarothi parecían una lanza abriéndose paso por el resplandeciente ejército ellyniano.

Caballeros de pesadas armaduras estaban aglutinándose para cargar contra la infantería ellyriana, que tenía a su espalda un río sinuoso en cuya orilla opuesta se extendía un denso bosque. Los Guardianes de Ellyrion estaban un poco más al este, desplegados en una línea: un flujo y reflujo de jinetes de armaduras plateadas montados sobre caballos blancos que cargaba contra los druchii y se replegaba rápidamente, repitiendo una y otra vez la misma acción, como las olas rompiendo en las rocas; como una marea que se retira, obligadas en cada repliegue a retroceder un poco más hacia el este.

—¿Qué es eso? —gritó Thyrinor, señalando prácticamente debajo de ellos.

Dorien no podía creer lo que veía. Era como si otro ejército estuviera cargando contra el flanco sur de los druchii; otro ejército también vestido de negro y plata y portando estandartes con motivos naggarothi.

—¡Los traidores están luchando entre sí! —exclamó, riendo Thyrinor—. Tal vez deberíamos dejar que se maten.

La voz del príncipe quedó sepultada bajo un grave gruñido de Nemaerinir que hizo vibrar el cuerpo del dragón, cuyas sacudidas se propagaron por la espalda de Dorien.

—Un dragón negro —espetó Nemaerinir, y viró hacia el este.

No había lugar a dudas; un dragón de escamas del color del ébano acechaba a la caballería ellyriana, deslizándose en un vuelo rasante por sus filas.

—¡Thyrinor, sígueme! —gritó Dorien—. ¡El dragón negro es nuestro! ¡Earethien, Findeir, exterminad la caballería naggarothi!

Estos últimos levantaron sus lanzas en gesto de asentimiento y los dragones se escindieron en dos parejas; una puso rumbo norte y la otra, este.

El enemigo pareció no enterarse de la llegada de los dragones, que pasaban desapercibidos con los nubarrones de fondo. El dragón negro y su jinete estaban haciendo una carnicería con los ellyrianos, y cada una de sus acometidas era como un golpe de guadañada que segaba las filas de la caballería y dejaba el suelo cubierto por un manto de muertos y heridos. Nemaerinir emprendió el descenso, y Dorien atisbó el objetivo que merecía las atroces atenciones del general enemigo: una figura reluciente, ataviada de blanco y plata, que se encargaba de mantener la formación de los caballeros contra el ataque del dragón. A medida que se acercaba, el príncipe distinguió unos largos y ondulados mechones de cabello dorado, y supo de inmediato que sus ojos se habían posado en Athielle, la princesa regente de Ellyrion.

El dragón negro arremetía contra la escolta de la audaz princesa y se abría paso a dentelladas y zarpazos directo a ella. Los Guardianes de Ellyrion se arrojaban para cortar el paso al dragón y de ese modo proteger a su querida regente, pero lo único que conseguían era acabar mutilados y aplastados.

—¡Es mío! —rugió Dorien, calando la lanza mientras Nemaerinir se lanzaba disparado hacia el dragón negro.

—¡Dorien! ¡Espera! —le interpeló Thyrinor, siguiendo su estela.

Las fauces del dragón negro se cerraron alrededor de la cabeza de un caballo y decapitó al animal de un mordisco. De un latigazo con su cola plagada de púas arponeó a otros tres jinetes, les abolió los petos, les machacó las costillas y les pulverizó los órganos internos.

El camino hasta Athielle estaba prácticamente despejado; apenas una docena más de guardianes se interponían entre ella y el general druchii. Dorien orientó su lanza hacia el dragón, al considerar que éste representaba una amenaza mayor que el jinete naggarothi.

Cuando ya se disponía a embestir a sus adversarios, el dragón negro interrumpió de repente su ataque, estiró el cuello, olfateando el aire, y se volvió hacia Dorien, que ya se cernía sobre él. La monstruosa criatura dio media vuelta y remontó el vuelo, y la batida de sus alas provocó un vendaval que derribó a los jinetes de sus monturas y arrojó a éstas de costado contra el suelo. Un cúmulo de gases grasientos formó una niebla que envolvió al jinete y a la bestia mientras ésta se afanaba en ganar altura.

A la orden de Dorien, Nemaeninir viró a la derecha y luego hizo un quiebro a la izquierda, y el príncipe orientó hacia su objetivo la larga lanza por encima del cuello de su montura. El dragón negro giró sobre sí mismo y se alejó, y la lanza le alcanzó en la membrana del ala derecha y le abrió un boquete irregular en la piel de escamas. En un abrir y cerrar de ojos, Nemaerinir estaba detrás de la bestia enemiga, y le fustigó con la cola en los costados según lo rebasaba.

Thyrinor elevó su montura por encima de los demás dragones y Anaegnir plegó las alas para lanzarse en picado y atacar al enemigo por arriba. El druchii se revolvió en su silla y afirmó el extremo posterior de su lanza mágica a su montura para absorber el impacto, con la punta dirigida hacia el príncipe dragonero que se le echaba encima. El dragón negro se inclinó inesperadamente hacia la derecha, sacudiendo de una manera espasmódica el ala herida y alejando de Thyrinor la moharra de la lanza del druchii.

Dorien soltó un grito encolerizado cuando la lanza de Thyrinor hizo blanco. La punta atravesó el peto del naggarothi con una explosión de fuego mágico y lo arrancó de la silla trono en medio de una lluvia de arneses desgarrados y madera astillada. Las cadenas que hacían de riendas resbalaron de las manos del druchii cuando Thyrinor hizo rotar la lanza con un giro de muñeca, y el cuerpo del general cayó dando vueltas al vacío.

Nemaerinir circunvoló el dragón negro, le atacó el hocico con las garras y le arrancó trozos de piel que provocaron un chaparrón de gruesas escamas. La bestia druchii lanzó un rugido y escupió una inmensa nube de gas tóxico; luego, sacando fuerzas de flaqueza, se impulsó con las alas, dio media vuelta y salió disparado hacia el Mar Interior, con la sangre manándole de la herida, mientras Dorien y su montura se atragantaban con los gases nocivos que había dejado atrás.

Cuando la repugnante nube se disipó, Dorien orientó a Nemaerinir para salir en persecución del dragón; sin embargo, Thyrinor voló rápidamente para interponerse en su camino y levantó el escudo para llamar la atención de su primo.

—Esta batalla todavía está lejos de estar ganada —le gritó Thyrinor—. Tenemos asuntos más apremiantes que embarcarnos en la persecución de un enemigo herido.

Dorien miró abajo y comprobó la veracidad de las palabras de Thyrinor. Ayudados por los príncipes dragoneros, los ellyrianos estaban avanzando y poniendo tierra de por medio con el río. No obstante, los caballeros de Athielle y de Finudel estaban sufriendo el serio hostigamiento de las nutridas compañías de lanceros.

—Tienes razón, primo —reconoció Dorien, que oyó a Nemaerinir soltar un rugido de decepción—. ¡Ganémonos la gratitud aún mayor de los ellynianos salvando a sus regentes!

La pareja de dragones emprendió un descenso vertiginoso; aun así, los naggarothi tuvieron tiempo de prepararse para la embestida, y una ráfaga de proyectiles y de flechas surcó el cielo al encuentro de los caledorianos que se lanzaban hacia la infantería enemiga. Dorien dio un alarido cuando una saeta de astil negro rebotó en las escamas de Nemaerinir y se clavó en el muslo de su pierna derecha. Los encantamientos que los sacerdotes de Vaul habían vertido sobre su armadura no permitirían que perdiera la pierna, pero el dolor lo martirizaba desde la rodilla hasta la cadera.

—¿Estás herido? —preguntó Nemaerinir, reduciendo la velocidad del descenso.

—No es nada —espetó Dorien—. ¡Acabemos con esos desgraciados naggarothi de una vez!

Apenas los separaban unos metros de los naggarothi cuando millares de caballeros de armadura negra y de soldados huyeron en tropel de regreso al Paso del Águila, acosados por los dragones. Dorien se percató de que los ellyrianos no se sumaban a la persecución y recordó entonces el segundo ejército de naggarothi desplegado al sur. Con Thyrinor pegado a su estela, voló en dirección al enorme estandarte de Ellyrion, y junto a él divisó a Finudel.

Cuando Nemaerinir aterrizó no demasiado lejos del príncipe de Ellyrion, Dorien se estremeció al sentir una punzada de dolor que le recorría toda la pierna y le sacudía la espalda. Reprimió un gruñido y gritó hacia Finudel:

—El enemigo ha emprendido la huida, ¿por qué no salís tras él? Yo me encargaré del resto de las huestes naggarothi.

—Debemos atender a los heridos —respondió el príncipe ellyriano, voz en grito—. Además, los naggarothi del sur no son enemigos, son nuestros aliados.

—Qué extraño —musitó Dorien para sus adentros, y ya en voz alta, declaró—: Soy Dorien, hermano de Caledor. Seréis bienvenido a mi campamento esta noche.

—Una invitación que me complace aceptar —respondió Finudel—. ¿No os acompaña el Rey Fénix?

—Tiene otros asuntos que reclaman su atención.

—Entiendo. Tenéis la gratitud de Ellyrion, Dorien. Podéis estar seguro de que os colmaremos de vino y de obsequios en agradecimiento a lo que habéis hecho hoy por nosotros. Nos habrían destrozado de no ser por vosotros.

—¡Ya lo creo! —repuso Dorien, pero se dio cuenta de que no estaba siendo demasiado diplomático y añadió—: Sin embargo, vuestra valentía y vuestra destreza están fuera de toda cuestión.

—Acudiré a vuestro campamento al anochecer —dijo Finudel, prefiriendo pasar por alto el desaire que podía haber detectado en las palabras de Dorien—. De nuevo, gracias.

Dorien le dirigió un gesto de despedida con la cabeza y, sin esperar la orden del príncipe, Nemaeninir emprendió el vuelo. Dorien miró con avidez hacia el oeste, pero los naggarothi ya habían alcanzado el Paso del Águila. Suponía un riesgo enorme seguirlos al interior de las montañas sin apoyo, y el resto del ejército nunca los alcanzaría.

—¡Volved para pasar un buen rato cuando queráis, escoria naggarothi! —gritó hacia el ejército que se batía en retirada—. ¡Mis amigos y yo estaremos esperándoos!

* * *

Thyrinor estaba un poco achispado, pero le daba igual. Ese día había matado al general druchii y sus invitados ellyrianos habían brindado repetidamente en su honor. Por la que parecía ser la vigésima vez, narró el duelo con el jinete del dragón negro a una audiencia entusiasmada, poniendo mucho cuidado en otorgar a Dorien igual mérito en la muerte del naggarothi. Hasta el interior del gran pabellón de los príncipes llegaban las risas y las canciones de victoria caledorianas.

Cuando el relato llegó a su fin, suplicó a sus acompañantes que lo disculparan y fue en busca de otra jarra de vino. Se topó con una mesa atiborrada de comida y se dio cuenta de lo hambriento que estaba.

—Debéis sentiros muy orgulloso —dijo una voz a su espalda.

Thyrinor se dio la vuelta y se encontró con Carathril de Lothern. Pese a sus protestas, Caledor lo había restituido como heraldo del Rey Fénix en recompensa al papel que había jugado en su coronación y a los actos heroicos que había protagonizado según le había relatado el príncipe de Eataine. El heraldo tenía una expresión de impasibilidad en el rostro, incluso de abatimiento.

—Haces que parezca que matar al enemigo sea algo malo —respondió Thyrinor, una jarra de cristal llena de un pálido vino—. Por lo que he oído tú también has matado lo tuyo.

—Entre otros, a un amigo —contestó Carathril—. Nunca deberíamos entusiasmarnos por haber matado a otros elfos.

—No. Tienes razón, amigo mío —dijo Thyrinor, sonrojado por las palabras del heraldo—. El amor a la guerra es lo que nos diferencia de los naggarothi.

—Espero que ese rey también lo entienda así —dijo Carathril, que levantó la mirada cuando otro puñado de elfos entró en la tienda. Y añadió, con el ceño fruncido—: Algunos abrazan el odio con tanta vehemencia como los druchii.

Thyrinor siguió la mirada contrariada de Carathril y vio que otro elfo se había unido al grupo formado por Finudel y Athielle; se trataba de un extraño personaje ataviado con oscuros ropajes de caza, cuya tez pálida y negra cabellera delataban su origen naggarothi. El silencio se propagó entre los caledorianos congregados, y el recién llegado se convirtió rápidamente en el centro de atención. Thyrinor observó que Dorien se acercaba cojeando al recién llegado y detectó cierto tufillo a confrontación en el ambiente.

—Discúlpame, amigo mío —dijo Thyrinor, que se alejó apresuradamente para interceptar a su primo.

—¿A quién tenemos aquí? —inquirió Dorien, examinando con sus penetrantes ojos azules al desconocido con una hostilidad apenas si disimulada.

—Soy Alith de Anar, príncipe de Nagarythe.

—¿Un naggarothi? —inquirió Dorien, que enarcó una ceja con suspicacia y reculó ligeramente.

—Es un aliado, Dorien —aclaró Finudel—. Me temo que de no haber sido por las acciones de Alith nos habríais encontrado muertos.

El príncipe caledoriano ladeó la cabeza y miró con desdén al joven elfo. El señor de Anar le respondió con una mirada igualmente preñada de desprecio.

—Alith, os presento al príncipe Dorien —dijo Finudel, rompiendo el incómodo silencio que se había instalado entre los grupos de elfos vecinos—. Hermano menor del rey Caledor.

El príncipe naggarothi no hizo el más leve gesto y siguió con la mirada clavada en los ojos de Dorien.

—¿Dónde está Elthyrior? —preguntó Athielle, justo cuando Thyrinor se incorporaba al grupo. El caledoriano nunca había oído hablar del elfo al que se refería la princesa—. ¿Dónde estará?

—No lo sé —respondió Alith, meneando la cabeza—. Va donde Morai-Heg le indica. Los heraldos negros recogieron a sus muertos y desaparecieron en el Athelian Toryr. Puede ser que nunca más volváis a verlo.

—¿Anar? —inquirió Thyrinor, recordando el nombre que los naggarothi habían utilizado. El recién llegado pertenecía a la Casa de Eoloran de Anar, una de las estirpes más nobles de toda Ulthuan; sin embargo, tenía el aspecto de quien había pasado toda su vida en un pueblucho perdido de las montañas—. Me suena ese nombre. Se lo oí mencionar a los prisioneros que capturamos en Lothern.

—¿Y qué decían? —preguntó Alith.

—Que los Anar habían marchado con Malekith y se habían enfrentado a Morathi —respondió el caledoriano, tendiéndole una mano—. Me llamo Thyrinor. Y os doy la bienvenida a nuestro campamento, aunque mi temperamental primo no esté de acuerdo conmigo.

Alith estrechó de inmediato la mano que le ofrecía. Dorien se alejó refunfuñando y pidiendo más vino. Thyrinor se percató de que el naggarothi seguía con la mirada a su primo mientras éste se confundía entre la multitud y de que entornaba los ojos al reparar en su cojera.

—Está de mal humor —señaló Thyrinor—. Creo que se ha roto la pierna, pero se niega a que los curanderos se la examinen. Aún sigue con la tensión de la batalla. Mañana se le habrá pasado.

—Os agradecemos enormemente el apoyo que nos habéis prestado —dijo Athielle—. Vuestra aparición ha superado nuestras expectativas más optimistas.

—Hace cuatro días nos llegaron noticias de que los druchii estaban atravesando el paso y partimos sin demora —explicó Thyrinor—. Lamento no poder permanecer aquí, pues requieren nuestra presencia en Cracia. El enemigo ya ha atravesado las montañas, y el rey se embarca con su ejército para interceptarlos en Gothique. Mañana continuaremos hacia el norte, y luego cruzaremos Avelorn para atacar a los druchii desde el sur. Hoy hemos cosechado una victoria importante, y Caledor reconoce el sacrificio que ha supuesto para el pueblo de Ellyrion.

Alith giró el rostro, y Thyrinor observó que el naggarothi apretaba los puños y encogía los hombros.

—¿Alith? —dijo Athielle, acercándose al naggarothi. Thyrinor se dio cuenta del semblante consternado de la princesa e intercambió una mirada de preocupación con Finudel. El ellyriano meneó sutilmente la cabeza para prevenirle de la inconveniencia de cualquier comentario.

Alith se volvió a Athielle.

—Disculpad —dijo el elfo de la Casa de Anar—. No puedo compartir vuestro entusiasmo por la victoria de hoy.

—Pensaba que la muerte de Kheranion os haría feliz —señaló Finudel, acercándose a su hermana—. ¿No os habéis cobrado la venganza por lo que hizo con vuestro padre?

Thyrinor apenas si había prestado atención a las tribulaciones que asolaban a la familia Anar. En eso compartía la opinión de Dorien de que una guerra civil entre los naggarothi no era una mala noticia. Avistó a un camarero que pasaba junto a él portando una bandeja dorada llena de copas de vino y agarró una.

—No —respondió Alith a media voz—. Kheranion tuvo una muerte rápida.

Athielle y Finudel guardaron silencio, sorprendidos por la respuesta de Alith. Thyrinor regresó junto a Finudel y ofreció la copa al naggarothi, quien la aceptó a regañadientes.

—No hemos logrado muchas victorias —dijo el caledoriano, levantando su copa a modo de brindis hacia Alith—. Os agradezco vuestro esfuerzo y el de vuestros guerreros. Estoy seguro de que si el rey estuviera aquí, haría lo mismo.

—No lucho para obtener vuestros elogios —repuso Alith.

Thyrinor reprimió un gruñido de reprobación por la grosería del naggarothi y tomó un sorbo de vino.

—Entonces, ¿para qué lucháis? —inquirió el príncipe dragonero. Alith no respondió inmediatamente. Miró a Athielle y su gesto se suavizó una pizca.

—Perdonadme —dijo Alith, esbozando una leve sonrisa—. Estoy cansado. Mucho más cansado de lo que podríais imaginar. Ellyrion y Caledor luchan por su libertad, y yo no debería juzgaros por actos de los que no sois responsables.

Alith tomó un sorbo de vino e hizo una mueca de agrado. Alzó la copa junto a la de Thyrinor y miró a los ojos al príncipe caledoriano.

—¡Porque salgáis victorioso de todas vuestras batallas y por el fin de la guerra! —brindó el naggarothi. Sus ojos se desviaron fugazmente, pero enseguida volvieron a posarse en la mirada alborozada de Thyrinor.

El caledoriano advirtió la vacuidad de espíritu que reflejaban aquellos ojos y no pudo evitar apartar la mirada de ellos, reprimiendo un escalofrío.

—Me parece que ya os hemos importunado bastante —dijo Finudel, dando un golpecito en el brazo a su hermana para que lo acompañara.

Alith se quedó unos instantes mirando con anhelo a la princesa y luego devolvió la mirada a Thyrinor.

—¿Lucharéis hasta el final a pesar de los pronósticos? —preguntó Alith—. ¿Vuestro rey está dispuesto a dar su vida por la libertad de Ulthuan?

—Lo está —respondió Thyrinor—. ¿Creéis que sois el único que tiene razones de peso para luchar contra los druchii? Si es así, estáis equivocado, muy equivocado.

La presencia de Alith resultaba profundamente desasosegante. Thyrinor se dio la vuelta y llamó a Dorien, fingiéndose preocupado por su primo para poder abandonar la compañía del naggarothi. Fue a reunirse con Dorien y con el resto de los príncipes caledorianos en el centro del pabellón y apuró el contenido de su copa.

—No sé tú, pero yo prefiero no tener a los naggarothi de nuestra parte —dijo a media voz, temeroso de que el príncipe de Anar le oyera.

—No me fío de él —repuso Dorien, mirando por encima del hombro de su primo a Alith, que se había enfrascado en una conversación con Carathril—. Finudel ha cometido una estupidez aliándose con tipos de su calaña. Créeme, ese Anar acabará destapándose como un traidor. Me dejaría rajar la garganta antes que luchar a su lado. Mejor eso que una puñalada por la espalda.

Thyrinor observó a Alith de Anar con ojos suspicaces, consciente de la razón que encerraban las palabras de su primo. No sólo le había molestado del naggarothi su discurso y su comportamiento, sino que su espíritu estaba impregnado de una tenebrosidad que le llegaba hasta las entrañas, y Thyrinor no quería participar de ella.

Dio la espalda al naggarothi y lo desterró de sus pensamientos para centrarse en un grupo de siervas de Athielle que lo miraban con admiración desde el otro lado del pabellón. Se pertrechó con otra copa de vino y enfiló hacia ellas con una sonrisa en los labios.