10: El ataque a Lothern

DIEZ

El ataque a Lothern

Carathril abrió la puerta de la taberna, y una aromatizada ráfaga de humo escapó haciendo volutas a la calle. El heraldo indicó a Aerenis que pasara delante de él y luego entró y cerró la puerta a su espalda. En el interior reinaba la calma, como era de esperar al mediodía, y sólo había un grupo de clientes congregados alrededor de una mesa, junto a la hoguera. Carathril los reconoció como miembros de la Guardia de Palacio, de nuevo sin sorpresa, pues aquella cantina en concreto tenía por clientela casi exclusiva a los miembros de los cuerpos de guardia de los príncipes. Uno de ellos, Myrthreir, los saludó alzando la mano y les hizo una indicación para que fueran a sentarse con él en el banco acolchado que ocupaba.

—El Fiereano tinto de este año acaba de cumplir su periodo de reposo —dijo otro de los soldados, Khalinir, cuando Carathril y su acompañante se unieron al grupo. Tendió el brazo con su vaso hacia el heraldo—. Pruébalo, tiene un emboque muy afrutado.

Carathril aceptó el vaso de cristal y tomó un trago de vino. Despedía un delicado aroma a rosa, y tenía un sabor mucho más intenso del que era de su gusto, pero no estaba mal.

—Un vino de buen paladar —observó Carathril, con una expresión ambigua en el rostro.

Ofreció el vaso a Aerenis.

—Creo que me mantendré fiel a mi Oro de Saphery hasta la próxima temporada de la vid de invierno —manifestó Aerenis, declinando el ofrecimiento.

Una camarera, con una larga cabellera rubia recogida en una trenza que le recorría toda la espalda, se acercó a la mesa, y Carathril pidió una botella de su vino favorito. Aerenis pidió agua.

—Anoche asistí a una función de la Disertación sobre los cínicos, de Hythreir —comentó Khalinir—. Actuaba en la plaza del Zafiro. Un poco cursi, si he de seros sincero, pero parecía atraer a la gente con todas esas cosas sobre Aenarion y tal. Una vez más, Hythreir poniendo la popularidad por encima de la calidad.

—A mí me encantó su Reflexiones de un mercader de Lothern —confesó Fithuren, desde el otro extremo de la mesa—. Por supuesto, eso fue antes del regreso de Malekith. Su sentido del humor ha experimentado un cambio radical, y yo no acabo de comprender algunos de los elementos más oscuros que incorpora ahora a sus composiciones. Da la impresión de que se ha dejado arrastrar por sus propias congojas desde hace algunos años. Por la manera en la que a veces comparece en la plaza del Ópalo y recita sus lamentos, uno pensaría que es el único elfo en Lothern acuciado por las preocupaciones y los infortunios.

—Ya es bastante que tengamos que lidiar con esas execrables sectas cuando estamos de servicio, no quiero seguir oyendo hablar de ellas cuando guardo la lanza —protestó Myrthreir—. El príncipe hace pública una proclama tras otra y sigue habiendo gente lo suficientemente ciega como para entregarse a esos demagogos y agitadores. Hace sólo cinco días encontramos una guarida de athartistas que se hacían pasar por una agrupación de profesionales del bordado en Calihan. Os diré una cosa, cuando vimos lo que habían estado bordando con sus agujas, un escalofrío me recorrió la espalda. Creedme, uno de los sectarios estuvo a punto de sacarme un ojo con las uñas.

—¿Los desterrasteis? —preguntó Aerenis.

—Por supuesto —respondió Fithuren—. Hasta nueva orden del príncipe, los escoltamos hasta el Amil Annanian. He oído que esta mañana partió otro barco con cerca de doscientas almas depravadas a bordo. Más de medio centenar están siendo tratados por los sacerdotes de Ereth Khial.

—Si eso significa que nos ahorramos sangre derramada, no veo que haga ningún daño —aseveró Aerenis.

—Una vez capturados se muestran muy dóciles —apuntó Myrthreir.

—La mayoría son gente normal —dijo Aerenis—. Algunos sólo buscan una respuesta, o una vía de escape, o cariño. Por mi parte, no veo qué tienen de malo muchas de sus actividades. He oído que en Nagarythe practican sacrificios sangrientos y exhiben todo tipo de comportamientos salvajes, pero aquí, en Lothern, la mayoría de los sectarios que arrestamos no son más que almas desorientadas buscando un camino.

—Sus actividades están prohibidas, aunque no atenten directamente contra los demás —dijo Myrthreir.

—Pero ¿por qué se han prohibido? —preguntó Aerenis en un tono reposado. La camarera regresó con las bebidas encargadas y Aerenis tomó un trago de agua antes de proseguir—: El príncipe y sus consejeros deciden que los poemas y las representaciones de Hythreir son virtuosos, mientras que publica decretos en contra de escritores como Elrondhir o Hythryst por considerarlos sediciosos y peligrosos. Hace cinco años, Elrondhir era el poeta de la corte del príncipe Haradrin, y ahora es un proscrito.

Carathril se había habituado al carácter taciturno de Aerenis desde su regreso a Lothern. Había encontrado la ciudad cambiada de un modo irrevocable desde la traición del príncipe Aeltherin y la muerte del príncipe Haradrin, si bien aún quedaban individuos en el ejército y en la clase noble que se negaban a aceptar el peligro que subyacía en las tenebrosas sectas.

Seguían circulando rumores y chismes que afirmaban que, de alguna manera, Haradrin había incitado a Aeltherin a entrar en las sectas, y esas eran precisamente las teorías conspirativas a las que ahora se refería Aerenis. Carathril había conversado en numerosas ocasiones con su amigo acerca del modo en el que Aeltherin había perecido, y sabía que era un asunto que seguía obsesionando a Aerenis, como también lo hacía la muerte de Glaronielle, la amiga de su hermana. El príncipe se había suicidado a lo bonzo en compañía de sus inconscientes seguidores, y la espantosa escena seguía persiguiendo a los que fueron testigos de ella. Aunque Aerenis nunca lo había admitido, a Carathril le resultaba evidente que su compañero había albergado sentimientos por la muchacha fallecida; unos sentimientos que tal vez nunca había confesado a la interesada cuando ésta aún vivía.

Aerenis se había vuelto más frío, y el dolor que lo consumía acentuaba su carácter introvertido según pasaban los años. Ya nunca bromeaba despreocupadamente, y cuando reía, en su risa siempre había un poso de amargura. Rara vez podía disfrutarse de su compañía, pues buscaba la soledad la mayor parte del tiempo que no estaba de servicio; Carathril nunca había insultado a su amigo interrogándolo a fondo sobre dónde se escondía, a veces durante periodos de varios días.

Absorto en sus pensamientos, Carathril no se percató de que Myrthreir estaba dirigiéndose a él.

—¿Carathril? —le reclamó el miembro de la guardia real.

—Lo siento, mi mente andaba surcando otros cielos, como las águilas en las montañas —se disculpó, lanzando una mirada a Aerenis. Si su amigo recordó la vieja conversación a la que hacía referencia, no dio muestras de ello, y se mantuvo callado y con la mirada fija en el vaso.

—Preguntaba si la Compañía Zafiro formaba parte de la expedición de mañana a las montañas —repitió Myrthreir.

—Sí. Llevaré la compañía hasta Hal Mentheon y me reuniré con el capitán Fyrthril, de la Compañía Rubí —respondió Carathril.

—¿Hal Mentheon? —inquirió Aerenis con brusquedad—. No me lo habías dicho.

—¿A qué viene esa preocupación? —preguntó Carathril.

—En esa ciudad vive mi hermana —explicó Aerenis—. Espero que no corra peligro.

—Nos reuniremos en Hal Mentheon, pero la misión nos llevará al interior de las montañas, a un lugar cercano al Enullii Caith, en la frontera con Caledor —tranquilizó Carathril a su amigo—. Estoy seguro de que en la ciudad todo está orden; de lo contrario, Fyrthril habría informado.

—Sí, seguramente tengas razón —musitó Aerenis, devolviendo la mirada al vaso de agua.

Carathril apuró el vino del vaso y se escanció un poco más, y dejó que la conversación siguiera su curso sin apenas intervenir, asintiendo de vez en cuando para mostrar su conformidad con alguna afirmación, o sonriendo en respuesta a algún comentario ingenioso. Aerenis se disculpó poco antes del anochecer y se marchó. Pese a que Carathril estaba preocupado por su amigo, recibió agradecido el ambiente más distendido que se instaló en la mesa tras la marcha de su adusto compañero. Como era habitual en los tiempos que corrían, la conversación discurrió sin rumbo fijo hasta desembocar en el tema de Nagarythe.

—Un mercader craciano me ha dicho que el ejército de la casa de Anar permanece sitiado en la ciudadela de Cauthis, justo al oeste del Paso del Grifo —dijo Khalinir.

—Esa información ya está desfasada —replicó en tono burlón Myrthreir—. Tal vez una guerra civil entre los naggarothi no sea una mala noticia para nosotros. No entiendo por qué el príncipe está tan preocupado. Nagarythe está muy lejos de Eataine. Nos enteraríamos si cruzaran a hurtadillas Tiranoc y Ellyrion para atacarnos, ¿no?

Carathril guardó silencio. Conocía a Alith de Anar y profesaba cierta simpatía por los naggarothi que se mantenían leales al Trono del Fénix. Cualesquiera que fueran los derroteros que siguiera la inminente guerra, Carathril sabía en lo más profundo de su corazón que los Anar serían por siempre jamás víctimas de sus lealtades, y les agradecía infinitamente que se opusieran a Morathi. Myrthreir tenía razón en una cosa: las posibilidades de que Lothern entrara en combate eran tan remotas como las suyas propias sin que mediara un viaje a las colonias.

Estaban reclutándose nuevos guerreros, y Carathril sabía que llegaría un día en el que tendría que marchar de nuevo bajo el estandarte de Eataine. Hasta entonces se conformaba con dejar la acción y las preocupaciones para los demás. Como muchos de sus colegas, su primer quebradero de cabeza era la seguridad del príncipe y de sus compatriotas. Lucharía cuando se lo ordenaran, pero de momento intentaba disfrutar de la relativa paz en la que vivían mientras durara.

Con el pretexto de que al día siguiente debía partir con su compañía, Carathril se disculpó y abandonó la taberna en un momento en el que su fuerza de voluntad y su sobriedad todavía se lo permitían.

En su camino de regreso al cuartel por las calles empedradas de Lothern, meditó sobre esa delgada línea difusa que separaba el disfrute de la vida ociosa de la depravación de las sectas. La entrega absoluta a una vida de sensaciones, dejando de lado los miedos, las dudas y las angustias de la realidad racional, era una tentación que conviviría eternamente con los elfos. Los placeres que procuraban la amistad y el amor no tenían rival, pero los abismos más tenebrosos de la ira y de la congoja también eran una fuente de sufrimiento para Carathril y para su pueblo.

Todos transitaban por el peligroso camino que discurre entre el dolor y el éxtasis, enzarzados en una lucha eterna contra la avidez que el advenimiento de Aenarion había despertado en sus corazones: el deseo de lucha y de conquista, la ascensión a las cumbres de los sentidos sólo al alcance de la mente y del cuerpo de los elfos.

Carathril, sin embargo, no sentía tal deseo. Su vida ya había sido lo suficientemente azarosa; de modo que ansiaba una vida mundana y predecible con tanto afán como los sectarios buscaban lo estimulante y lo peligroso. Satisfecho porque todavía se resistía a las tentaciones de la naturaleza elfa, y amodorrado por el vino, Carathril se durmió con la tranquilidad de sentirse en paz consigo mismo.

* * *

Aerenis despertó a Carathril poco después del alba. Traía un vaso de agua fresca del pozo del cuartel, una pequeña rebanada de pan, una porción de mantequilla y un tarro de resplandeciente miel.

El lugarteniente de Carathril parecía de mejor humor que la noche anterior, y el capitán le comentó su impresión.

—Veré a mi hermana cuando lleguemos a Hal Mentheon —explicó Aerenis—. No la veo desde hace dos veranos, ni a mis primos ni a mis sobrinos. No olvides que soy un tipo de campo, no un niño criado en las calles de Lothern como tú.

—Te entiendo —dijo Carathril—. Yo no tengo una familia a la que echar de menos, pero supongo que la ciudad y sus habitantes son lo más parecido a ello.

La compañía formó para la marcha a Hal Mentheon, y pronto puso rumbo oeste y abandonó Lothern para reunirse con soldados procedentes de otros rincones de Eataine. Ubicada entre el Mar Interior y la costa exterior de Ulthuan, el reino era una hermosa extensión de colinas onduladas y granjas que iba tomándose más abrupta según se internaba por el oeste hasta alcanzar las estribaciones de las Montañas del Espinazo del Diablo, que constituían la frontera natural con Caledor.

El centenar de elfos realizó el viaje con paso firme por una carretera costera; con praderas y pastizales a su derecha, y, a su izquierda, acantilados no demasiado elevados, estriados por tortuosos senderos y caminos que descendían a las numerosas ensenadas y playas que festoneaban la costa. El viento entraba desde el mar, salitroso, arrastrando ráfagas de la llovizna que arrojaba el cielo encapotado; sin embargo, la marcha se hacía llevadera gracias a los frecuentes intervalos en los que el sol asomaba entre las nubes.

Pasado el mediodía, la compañía hizo un alto en el camino para descansar. Se habían detenido en un pueblecito pesquero que se levantaba al abrigo de un acantilado de piedra caliza que se extendía como una luna pálida alrededor de una bahía de aguas verdes. La mayoría de las barcas se habían echado al mar, y sus velas y sus cascos blancos se divisaban en la distancia, recortados en el mar oscuro. Se descargaron los víveres de los carros que transportaban los pertrechos de la compañía.

Carathril se separó de sus soldados y anduvo un trecho para reclinarse sobre un muro de piedra pintado de blanco que delimitaba los terrenos de una granja. Con los brazos apoyados en la parte superior del muro, y la lanza y el escudo a un lado, contempló el mar y observó las aves que circunvolaban los picos del acantilado, y cuyos gritos estridentes desgarraban el aire por encima del estruendo de las olas que rompían contra el acantilado que se extendía debajo.

El capitán llevó la vista mar adentro y contempló la línea del horizonte meridional, solazándose en la tranquilidad que infundía la uniforme vastedad azul del océano. Aerenis se acercó a él, le ofreció un fardo con pan y carne en salazón y se apoyó con la espalda contra el muro.

—En días como hoy se hace difícil creer que algo malo esté ocurriendo en Eataine —dijo Carathril.

—Tal vez no está ocurriendo nada malo —replicó Aerenis—. Disfruta de la paz mientras dure.

—Si fuera tan fácil —dijo Carathril. Lanzó un suspiro y cerró los ojos; aspiró hondo el aire del mar, dejándose acariciar por los cálidos rayos del sol—. El enemigo está más cerca de lo que pensamos. Me cuesta creer que Lothern esté totalmente libre de las sectas; además, probablemente hayan encontrado refugio en otras partes de Eataine.

—¿No te has parado a pensar que quizá se haya convertido a las sectas en el enemigo que se debe combatir cuando ha convenido?

—¿Qué quieres decir? —inquirió Carathril, volviéndose a su amigo.

—Unas pocas, como los khainitas, se han aprovechado de los inocentes, pero la mayoría no hacen ningún daño, ¿no te parece? —dijo Aerenis—. ¿Qué más da que unos cuantos de nuestros compatriotas busquen de vez en cuando una vía de escape placentera? ¿O que quieran conversar con los espíritus de los muertos? ¿Eso justifica el sufrimiento que ha causado la persecución de esos individuos?

—Las sectas suponen una trampa para el espíritu —aseveró Carathril—. Se trata del daño que inflige a nuestra cultura, a nuestra sociedad, lo que convierte la adoración de los cytharai en una fuente de malestar. Ya viste en lo que se transformó el príncipe Aeltherin. Las sectas alteran el juicio y erosionan la moral de nuestro pueblo.

—Y entonces hay que matarlos a todos, ¿no? —dijo Aerenis—. ¿Te parece ésa la solución?

—No lo sé —reconoció. Carathril—, pero parece inevitable que sólo un baño de sangre restaurará las cosas. Los naggarothi han movilizado a sus aduladores y a sus agentes, y las sectas responderán rebelándose contra el poder establecido de los príncipes y del Rey Fénix. Si se rindieran pacíficamente, podría evitarse el derramamiento de sangre.

—Detecto un rastro de arrogancia en ese enfoque del problema —replicó Aerenis—. ¿Por qué las exigencias sólo caen del lado de las sectas? ¿Qué medidas se han tomado para ayudar a sus miembros, para incorporar sus necesidades y sus deseos a nuestra sociedad? Se les ha tachado de parias; ahora de criminales. ¿Y aún te preguntas por qué reniegan de la autoridad de sus príncipes?

Sin una respuesta que ofrecer a Aerenis, Carathril devolvió la vista al mar. Su lugarteniente era un elfo de buen corazón y comprensivo, y no falto de razón en lo que había dicho. Sin embargo, pese a todas las injusticias que los sectarios se quejaban de haber sufrido, Carathril no podía borrar de su mente las truculentas escenas que había presenciado en Ealith muchos años atrás, ni tampoco era capaz de olvidar la fuerza cautivadora que había intentado incorporarlo al servicio de los cytharai.

Sus ojos deambularon distraídamente por el mar mientras meditaba las palabras de Aerenis. Al oeste, divisó una vela, mayor que la de una barca pesquera, que asomaba detrás de un cabo; miró atentamente y vio aparecer un barco halcón bicasco, con ambas velas infladas por el viento y con una bandera azul claro flameando en el tope.

Tras él apareció uno más; y detrás de éste, otro.

Atónito, Carathril contempló la flotilla mientras ésta viraba para entrar en la bahía. En total contó once naves; dos de ellas, imponentes navíos dragón de tres cascos con las cubiertas atestadas de elfos.

—¿Qué se le ha perdido en Eataine a una flota tiranocii? —preguntó Carathril, volviéndose a Aerenis. Éste estaba observando atentamente la flota, con una expresión de desconcierto e incredulidad en el rostro.

—Tú tienes una vista más aguda que la mía —dijo Aerenis, entoldándose los ojos con la mano para protegerlos del sol que tenían prácticamente encima de la cabeza—. Me parece ver soldados a bordo.

Carathril devolvió la mirada a la flota que entraba en la bahía. Forzando la vista, descubrió que Aerenis tenía razón. A lo largo de las bordas de los barcos había elfos enfundados en armaduras y armados de escudos y lanzas. Cuando la flotilla entró en un tramo de mar bañado por el sol, Carathril también vio que los guerreros iban ataviados con uniformes negros y púrpura, y que sobre sus cabezas ondeaban estandartes con esos mismos colores.

—¡Naggarothi! —rugió el capitán de Lothern—. Deben de haber capturado la flota de Tiranoc.

—¿Tenemos a los naggarothi en Eataine? —Aerenis parecía más confundido que sobrecogido.

—Hemos de regresar a Lothern —dijo Carathril, impulsándose con el muro para separarse de él.

—Tengo que avisar a mi familia. —Aerenis actuaba como si no hubiera oído lo que Carathril había dicho.

El lugarteniente echó a correr, gritando a los soldados que se habían quedado junto a la carretera. Carathril salió detrás de él, dando instrucciones a la compañía para que formara. La confusión y la disconformidad se cebaron en los soldados. Algunos, como el propio Aerenis, tenían familia fuera de la ciudad y querían regresar a sus hogares para alertarlos del ataque naggarothi.

—Caerán sobre Eataine como una tormenta de ira —imploró Aerenis, agarrando a Carathril por la manga de la túnica—. Debemos avisar a nuestro pueblo de la amenaza que lo acecha.

Carathril veía claro que no sería fácil restablecer el orden entre sus guerreros. Echó un vistazo fulgurante al mar y vio que el primero de los barcos halcón ya se acercaba al puerto y que por la borda ya asomaban las pasarelas para el desembarco.

—Los que quieran volver a Lothern, que vengan conmigo —dijo atropelladamente, recorriendo la compañía con la mirada—. Los que quieran poner a salvo a sus familias, que vayan corriendo por ellas y las lleven a la ciudad. Si eso no es posible, les sugiero que busquen refugio en Caledor. No creo que los naggarothi osen desatar la cólera de los príncipes dragoneros.

Cerca de un tercio de la compañía se escindió del grueso de la tropa y enfiló hacia el norte y hacia el oeste. Carathril retuvo un momento a Aerenis cogiéndolo del hombro.

—Reúne a tu familia y llévala a Lothern —le dijo el antiguo heraldo—. Lleva también a todos los elfos que puedas de Hal Mentheon.

Aerenis asintió con la cabeza.

—Asegúrate de que nos abran las puertas. Tardaré dos días o más en llegar hasta mi familia y luego regresar.

—Me aseguraré de que el príncipe envía al ejército para escoltaros —prometió Carathril—. Ahora he de irme. Cuídate, amigo mío. —Y tú, mi capitán.

Carathril contempló durante unos segundos a Aerenis, que se alejaba a todo correr por la carretera a la caza del menguante grupo de uniformes verdes y plateados que se dirigía apresuradamente hacia el oeste. El capitán volvió la vista al este e indicó al resto de la compañía que formara. Echó un vistazo al puerto y sintió una punzada de culpabilidad mientras observaba las tropas negras y plateadas desembarcando de las naves e internándose en el pueblecito pesquero. Su exigua compañía no podía hacer nada contra los millares de naggarothi que estaban desembarcando. Su deber era alertar a los ciudadanos de Lothern y asegurarse de que se cerraran las puertas marítimas.

El capitán arrancó con paso brioso, seguido por la compañía, e hizo oídos sordos a los primeros gritos y alaridos transportados por la brisa marina.

* * *

Las masas de nubes se habían adentrado en las tierras de Eataine durante la noche y la habían cubierto con un velo de oscuridad; las lunas no eran más que unos puntos de luz tenue estancados en el este. Docenas de incendios, ciudades y pueblos consumidos por las llamas por obra de los naggarothi, salpicaban la penumbra a lo largo de la costa. Desde la muralla de Lothern, Carathril también podía ver otras luces; se trataba de las teas que portaban los soldados del príncipe —desplegados en largas filas que confluían en la ciudad— para guiar a los elfos que buscaban refugio.

Desgraciadamente, muy pocos habían llegado durante el último día y medio; sólo un par de millares habían conseguido escapar del ataque naggarothi. Aerenis todavía no había notificado al cuartel su regreso, y Carathril se temía lo peor, si bien albergaba la pequeña esperanza de que su amigo se hallara de vuelta en la ciudad sin que él se hubiera enterado y que estuviera demasiado ocupado atendiendo a su familia.

Un poderoso gong resonó por toda la ciudad, y Carathril se dio la vuelta. Bañada por la pálida luz de la Torre Resplandeciente, Lothern permanecía en calma, aquietada por la ofensiva naggarothi. Entre las dos puertas marítimas se concentraba otro buen número de luces, pertenecientes a los faroles de las naves de la flota de Eataine: docenas de barcos que se cobijaban de las naves de Tiranoc capturadas por los naggarothi que merodeaban por la costa.

Habían sido numerosas las voces que se habían alzado para pedir al príncipe que abriera las puertas marítimas y permitiera que la flota diera rienda suelta a su ira contra los invasores, pero la idea se había rechazado. Aerethenis, sobrino del asesinado Haradrin, contaba con pocos apoyos que respaldaran su nuevo estatus, y se resistía a poner en peligro las naves de Lothern, el arma más poderosa del reino. La decisión de abandonar a los habitantes de Eataine a la voluntad de los inmisericordes naggarothi era de una crueldad extrema, pero Carathril estaba de acuerdo con su señor. No tenía sentido arriesgarse a sufrir la invasión del puerto.

Las puertas que Carathril tenía debajo se abrieron una vez más para permitir la entrada de la multitud de elfos que llegaba por la carretera escoltados por compañías de caballeros que enarbolaban estandartes de un pálido color verde. Los refugiados traían los rostros demacrados después de haber huido por pastizales y praderas hostigados por el enemigo, y muchos de los caballeros regresaban maltrechos, con las armaduras abolladas y cubiertos de vendajes. Carathril escudriñó las caras de los elfos que atravesaban la puerta y soltó un grito de alivio cuando reconoció a Aerenis.

El capitán se deslizó por los escalones y fue a parar a la plaza en la que desembocaba la puerta. Divisó a Aerenis entre la multitud, acompañado por tres elfas adultas y dos muchachos.

—¡Alabado sea Asuryan por traerte de vuelta! —exclamó Carathril. Aerenis lo miró con el gesto sombrío.

—Asuryan no merece ninguna alabanza por lo que estamos sufriendo —replicó el lugarteniente—. La llama de Asuryan fue la que calcinó a Malekith y desencadenó esta guerra.

Las palabras de su amigo dejaron estupefacto y sin capacidad de respuesta a Carathril. Aerenis no dijo más y condujo a su familia por la plaza, hacia el lugar en el que los ciudadanos de Lothern aguardaban a los refugiados con comida, mantas y tinturas curativas.

Carathril echó la vista atrás atraído por el chacoloteo de los cascos de los caballos en los adoquines y vio a los caballeros que cruzaban la puerta. El capitán de los jinetes, cuya pluma verde refulgía a la luz de la Torre Resplandeciente, detuvo la montura junto a la torre de la entrada.

—¡Cerrad la puerta! —bramó el oficial—. ¡El enemigo ha llegado a Anir Morien!

—¿Qué pasa con el resto del ejército? —inquirió voz en grito Carathril—. No podemos abandonarlos.

El capitán miró a Carathril con gesto de sorpresa.

—¿Qué ejército? —preguntó el capitán, riendo amargamente—. ¡Esas antorchas que ves son de los naggarothi! Un puñado de compañías se ha quedado defendiendo Tir Athenor. Las demás han huido al Mar Interior. Los naggarothi llegarán a la ciudad al amanecer.

Carathril sintió una opresión en el pecho y que las piernas le flojeaban al oír la noticia. Las palabras del capitán habían llegado a los oídos de los elfos arremolinados en la plaza, y los gritos de consternación y los alaridos de pánico resonaron en los edificios circundantes. Anir Morien era la torre de vigilancia más cercana a las murallas de la ciudad, y si había caído en manos enemigas, los naggarothi se harían con el control de un importante puerto del Mar Interior.

La multitud huyó despavorida hacia las entrañas de la ciudad, propagando la funesta noticia.

—Encárgate de las murallas, yo iré a ver al príncipe —dijo el capitán de los caballeros, quien, sin aguardar la respuesta, giró el caballo y despareció al galope por la plaza.

Carathril se quedó petrificado, aterrado. Después de oír las espantosas noticias, muchos soldados abandonaban la muralla, ansiosos por reunirse con sus familias.

—¡Volved a vuestros puestos! —bramó Carathril, desenfundando la espada—. ¡Haréis mejor servicio a vuestros seres queridos empuñando vuestras lanzas y escudos!

Un puñado de soldados desobedeció la orden y se adentró en la ciudad, pero la mayoría se sintió intimidada por las palabras de Carathril y desfiló de regreso a las torres, con los semblantes adustos. El antiguo heraldo subió de nuevo el tramo de escalones de la torre de entrada y clavó los ojos en el oeste. El parpadeo de las antorchas naggarothi proseguía su aproximación incesante, deslizándose por los campos y los bosques como serpientes de fuego.

—Toca a rebato —ordenó Carathril, volviéndose a un corneta que tenía al lado.

El soldado se humedeció los labios, se llevó el largo cuerno blanco a la boca y emitió una nota atronadora que resonó por toda la ciudad. En cuestión de segundos se unieron a él los cuernos de las demás torres, y la llamada de alarma halló eco en las respuestas de los gongs y de las campanas de Lothern.

En la distancia, una luz más intensa incendió la noche: una mansión situada en la cumbre de una colina lejana estaba ardiendo. Carathril no veía de los naggarothi nada más que la marea de teas que se acercaba.

—¡Arqueros! —rugió Carathril.

Se escabulló a una de las torres de vigilancia y él mismo se pertrechó de un arco una aljaba. Regresó a la muralla y vio que a ambos lados de la puerta se habían reunido a varios centenares de elfos que escudriñaban la noche con las flechas ancladas a los arcos.

—¡Estad pendientes de las antorchas! —ordenó Carathril, armando su arco.

Los naggarothi todavía se hallaban a cierta distancia, lejos del alcance de las flechas. Un silbido resquebrajó la oscuridad y una lluvia de proyectiles con lengüetas en las puntas se estrelló contra los muros de la torre de entrada a escasa distancia de Carathril. Amparadas en la oscuridad, las cuadrillas que manejaban las máquinas de guerra naggarothi veían con claridad a las tropas defensoras apostadas en la muralla y en las torres.

—¡Apagad los faroles! —gritó Carathril—. ¡Corred la voz de que se apaguen los faroles!

Como si se desplegara un manto negro sobre las fortificaciones, la luz de los faroles fue extinguiéndose y la oscuridad se extendió por el norte y por el sur, y sólo quedó el tenue brillo de las lunas y su resplandor reflejado en el mar, al sur.

Los artilleros de los lanzavirotes de la ciudad respondieron a los naggarothi, y arrojaron una ráfaga de saetas grandes como lanzas contra el resplandor que delataba al ejército naggarothi, que insistía en su aproximación. Sólo el chasquido de las cuerdas contra la madera y el zumbido de los proyectiles que cortaban el aire rompían el silencio de la noche. Todavía no se oía siquiera un grito, aunque Carathril estaba seguro de que las cuadrillas de los lanzavirotes habrían acertado en algún blanco.

Los naggarothi respondieron a la maniobra de las tropas defensoras apagando sus antorchas, y la desaparición de las llamas, que sumió en la oscuridad los campos que rodeaban la ciudad, hizo estremecerse a Carathril. Privadas de las luces que empleaban como referencia, las máquinas de guerra de ambos bandos cesaron su actividad, y un inquietante silencio se instaló en la noche. Entre los elfos que rodeaban a Carathril empezaron a oírse murmullos y susurros que el capitán atajó con un bramido.

Todos los ojos y los oídos estaban alerta a cualquier señal de los naggarothi. El pavimento de la carretera era como una pálida cinta que se extendía serpenteando por las colinas hasta perderse en la distancia. El viento emitía su lamento al contacto con las piedras y sacudía los estandartes prendidos de las astas que coronaban las torres.

El tiempo pasaba y las lunas proseguían su descenso por el cielo, acrecentando la oscuridad.

Entonces llegaron los primeros indicios sonoros de los naggarothi: el tintineo lejano de las cotas de malla, el chacoloteo de los cascos de las monturas en la carretera y las pisadas de miles de botas. Aquí y allá, Carathril divisó los efímeros destellos que despedían los cascos o las moharras de las lanzas alcanzados por la luz agonizante de las lunas.

El aire soplaba cada vez más frío; de una manera sobrenatural, pensó Carathril, que percibía, como el resto de los guerreros apostados para la defensa de la ciudad, los remolinos de magia que flotaban en el ambiente. Los susurros de los encantamientos brujescos se propagaron a lo largo de la muralla, y brotaron conjuros pronunciados entre dientes para combatir la magia negra.

La sensación de frío no dejaba de crecer, hasta que el aliento de los soldados dio forma a una neblina a la luz pálida de las lunas. Carathril apretó los dedos alrededor del arco para aliviar el entumecimiento de la mano, pero todavía no apuntó con él. Recorrió con la mirada el astil de la flecha y buscó un blanco contra el que disparar el proyectil; sin embargo, no vio más que sombras borrosas y destellos trémulos.

El frío hizo mella en las articulaciones de Carathril, y por la superficie de piedra de la muralla se extendió una capa de escarcha; las banderas colgaban fláccidas de las astas, y el hielo crujía adherido a los estandartes bordados. El arco temblaba en la mano de Carathril, a quien empezaban a doler los hombros del esfuerzo que le exigía mantener el arma erguida. En torno a él, los arqueros musitaban maldiciones, se echaban el aliento en los dedos y pateaban el suelo.

Unos bramidos rasgaron la noche justo en el instante previo a que una nube de flechas emergiera de la oscuridad y centenares de puntas con el filo de sierra trazaran un arco destellante en dirección a la muralla. Los soldados defensores se arrojaron contra la pared de la fortificación, acosados por la lluvia de proyectiles que impactaban con un chasquido en los bloques de piedra. Aquí y allá se oía el alarido de un elfo alcanzado por una flecha. Otra descarga siguió casi de inmediato a la primera. El chaparrón de saetas parecía no tener fin, alimentado por las ballestas de repetición de los naggarothi, que con sus proyectiles estriaban sin esfuerzo el cielo nocturno. Carathril apretó la mandíbula, sin atreverse a asomar la cabeza por encima de la muralla, mientras sufría la lluvia incesante de las esquirlas desprendidas de los bloques de piedra.

En medio del fragor del impacto de los proyectiles contra la muralla y del crujido de los astiles de las flechas al partirse, el capitán advirtió el ruido trepidante de las botas naggarothi, que cada vez sonaba más cercano. El enemigo avanzaba amparado en sus ballestas de repetición, y alcanzarían las murallas muy pronto si las tropas defensoras se dejaban intimidar por las ráfagas de flechas que cortaban el aire.

—¡Preparad los arcos! —rugió Carathril, levantándose para asomarse por una estrecha tronera.

Los arqueros desplegados a su alrededor secundaron a su comandante, valiéndose de la muralla para cubrirse de los proyectiles que seguían cayendo sobre sus cabezas. Carathril enderezó el arco y divisó un manto de sombras a no más de dos centenares de pasos de la muralla; los naggarothi, que se aproximaban en formación cerrada, con las lanzas y los escudos alzados, representaban un blanco fácil.

—¡Fuego!

Un torbellino de flechas blancas trepó por la penumbra y provocó una oleada de alaridos de dolor y sorpresa. El chasquido repetitivo de las máquinas instaladas en las torres, que disparaban sus proyectiles contra la vanguardia enemiga, se sumó al fragor inicial. El estrépito de mallas traspasadas y de cuerpos perforados llegaba de todas las direcciones, y en cuestión de segundos, las máquinas naggarothi respondieron, provocando una lluvia de cascotes que saltaban de los parapetos que protegían los lanzavirotes.

La siguiente descarga naggarothi causó estragos entre los arqueros, totalmente expuestos, y más de una veintena se tambalearon hacia atrás, con astiles sobresaliéndoles de los brazos y de los cuerpos; otros cayeron desplomados sin más, con los cascos y los petos atravesados.

A la tenue luz de la noche, Carathril atisbó un escuadrón de varias docenas de naggarothi que avanzaban prestos a lomos de sus monturas. Entre todos arrastraban un ariete de metal oscuro, con la cabeza de un grifo esculpida en reluciente ithilmar incrustada en una estructura de madera maciza recubierta de hierro. A su estela marchaba a la carrera otro grupo de naggarothi, encargados de manejar el ariete una vez que llegaran a la puerta.

Las órdenes eran innecesarias. Hasta el último elfo apostado en la muralla sabía que no podía permitirse a los naggarothi alcanzar la puerta. Una lluvia de flechas se precipitó sobre los jinetes, y los gritos de los caballeros se fundieron con los relinchos de sus monturas heridas.

Un clamor ensordecedor estalló en la plaza que se extendía a la espalda de Carathril. El capitán echó un vistazo por encima del hombro y vio que los caballeros de Eataine estaban congregándose en la explanada, donde desembocaban en tropel procedentes de las calles de la ciudad para formar un escuadrón de varias centenas de unidades.

Carathril oyó que se daba la orden de abrir la puerta; bajó la mirada y vio que menos de medio centenar de pasos separaba a los naggarothi de la torre de entrada. Si la salida de la caballería fracasaba, el enemigo estaría dentro de la ciudad en cuestión de segundos.

—¡Obedeced! —espetó a los elfos situados en la torre de entrada, consciente de que debía asumirse el riesgo. Todavía no se había apuntalado debidamente la puerta, y una vez destruida no podría reemplazarse.

Se oyó el rechinamiento de los pesos y los mecanismos con los que se operaba la puerta, y los caballeros emprendieron la carga antes de que las colosales moles de roble se hubieran abierto por completo hacia dentro. Una tras otra, en filas de diez en fondo, los jinetes emergieron al galope de la ciudad con los escudos prestos y las lanzas en ristre.

El estrépito de la confrontación retumbó en las murallas. Carathril apenas distinguía el desarrollo de la lucha en la oscuridad, y simplemente entreveía un remolino de figuras enfundadas en armaduras plateadas y de caballos pálidos que embestía a los caballeros de armaduras doradas y negras de Anlec. Los gritos de batalla y los bramidos desafiantes salpicaban la carga, junto con el repique de la colisión de aceros.

Carathril se encogió detrás del parapeto, obligado por la nueva descarga de proyectiles que surcaban el aire impulsadas por las ballestas de repetición enemigas. Escudriñó a través de la tronera y descubrió que los naggarothi proseguían su avance en amplias líneas, jalonadas por largas escaleras protegidas por los escudos de los soldados que las flanqueaban. El capitán agotó en vano el contenido de su aljaba disparando una flecha tras otra contra las tropas que se proponían asaltar la muralla.

Varios escuadrones de caballería se escindieron de la escaramuza y enfilaron por la carretera para arremeter contra los lanceros que portaban las escaleras. Los soldados naggarothi cayeron por docenas por la acción de las lanzas, las espadas y las coces de las monturas. Sin embargo, no se había exterminado ni un cuarto de los lanceros enemigos cuando un cuerno tocó retreta. Temerosos de quedar atrapados demasiado lejos de la puerta, la cuña de caballeros viró las monturas y regresó a la carretera, donde se unió al resto de los escuadrones, que ya habían emprendido el regreso para refugiarse en la ciudad.

Otra orden precedió al cierre de las puertas justo a la espalda del último caballero; y se corrieron las trancas y se afirmaron mientras los proyectiles naggarothi se incrustaban en la madera añeja de las puertas. Carathril calculó que la caballería había perdido casi un cuarto de sus integrantes, pero los cuerpos de uniformes negros desparramados por la carretera y por los aledaños de las murallas daban fe de las bajas que habían infligido en el enemigo con su breve salida.

Desde el lejano tramo sur de la muralla llegaba el fragor de batalla que revelaba que varias compañías de naggarothi habían alcanzado la fortificación con sus escaleras. Al parecer, los naggarothi habían desviado momentáneamente su atención de la torre de entrada, así que Carathril aprovechó para regresar al cuarto de guardia y abastecerse de flechas. La sala estaba atestada de elfos heridos, sentados con la espalda apoyada contra la pared, o tumbados en catres empapados en sangre. Muchos exhibían heridas producidas por las armas de repetición enemigas, y los caballeros malheridos eran trasladados arriba por la amplia escalera para poner sus lesiones en manos de los sacerdotes.

Carathril cogió una aljaba nutrida de saetas de los pertrechos cada vez más escasos y regresó a su puesto, desde donde dirigió la mirada hacia el sur. Los naggarothi habían renunciado rápidamente al asalto directo y estaban replegándose en dirección a las colinas, perseguidos por las flechas de las tropas defensoras. En el este, al otro lado de Lothern, los primeros rayos rosados del sol despuntaban de los tejados y de las torres.

Y así transcurrió la primera noche del sitio de Lothern, una más de las muchas que padecería la ciudad en las siguientes estaciones.

* * *

—¿Cuándo llegará Caledor? —Myrthreir pronunciaba en voz alta una preguntaba que había sido formulada en un número incontable de ocasiones; tantas que Carathril ya estaba harto de oírla.

—Tal vez nunca —espetó el capitán de la guardia—. ¿Crees que Lothern es el único quebradero de cabeza que tiene el Rey Fénix?

—Debería ser el principal —replicó su interlocutor, mientras ambos caminaban por las murallas septentrionales de la ciudad, contemplando el Mar Interior. Al este, una flotilla compuesta por una decena de naves esperaba detrás de la Puerta del Zafiro, con las velas orientadas y las cubiertas atestadas de tropas de la Guardia del Mar—. Con Lothern sitiada, los naggarothi se mueven a sus anchas por el Mar Interior.

—Y hasta que restablezca la seguridad en Ellyrion, Caledor no puede enviar tropas para la liberación de la ciudad —repuso Carathril, lanzando un hondo suspiro—. ¿Cuántas veces tengo que explicártelo?

—Hasta que lo que digas tenga sentido —respondió Myrthreir—. La estrategia de Caledor es nefasta, y el príncipe debería demostrar una mayor clarividencia. Con Lothern liberada podríamos controlar las costas de Ellyrion y abastecer a su ejército.

Carathril guardó silencio, irritado por la obstinación de su compañero. Caledor no acometería la liberación de Lothern con el enemigo desplegado libremente por Ellyrion, del mismo modo que un soldado jamás daría la espalda a un contrincante armado. La ciudad aguantaba, y aguantaba firme, y eso era lo único que importaba.

Llegaron a su destino, un tramo curvo de muralla que se asomaba al Mar interior y que dejaba detrás la Puerta del Zafiro. Debajo, a lo largo de la costa, se divisaban las naves naggarothi que habían sido capturadas en el norte de Ellyrion y que se habían desplazado al sur para reforzar el asedio de la ciudad. De norte a sur, los estrechos de Lothern permanecían acordonados por las flotas enemigas. El único dato positivo era que las tropas naggarothi no se habían adentrado en los territorios orientales de Eataine, y buena parte de la población había sido evacuada a Saphery.

No obstante, el objetivo de los naggarothi eran las puertas marítimas, y durante dos largos años habían hostigado las murallas con artilugios bélicos, monstruos repugnantes y malvados métodos brujescos. Esto último había dejado de suponer una amenaza desde la llegada el otoño anterior de Eltreneth, uno de los principales magos de Saphery, que había surcado los cielos de la ciudad a lomos de su pegaso de alas blancas contrarrestado los conjuros enemigos con su báculo recubierto de energía mística y su espada llameante.

El enemigo estaba preparándose para lanzar un nuevo ataque. Había construido torres y arietes que quedaban a salvo de la acción de las máquinas de guerra de Lothern guarnecidos por unos enormes parapetos levantados con tierra y madera. Era evidente que los naggarothi planeaban acometer el asalto por la carretera del Mar Interior, y el príncipe Aerethenis por fin había dado su brazo a torcer y había cedido a la presión de quienes clamaban por que la flota de Lothern entrara en acción.

Se abrió la Puerta del Zafiro sin ninguna ceremonia, y las aguas empezaron a rugir embravecidas por el movimiento de la colosal compuerta que separaba los Estrechos de Lothern del Mar Interior; en el punto donde los brazos de agua se encontraron, el mar se resquebrajó y la colisión imparable de las olas provocó una erupción de espuma que lentamente fue aquietándose para dejar el paso franco a la flotilla. La temprana luz del día destellaba en las cubiertas resplandecientes de las naves de Lothern que se deslizaban por la puerta abierta, con sus radiantes velas convertidas en triángulos blanquiazules.

—Les han puesto un nombre nuevo —dijo Myrthreir.

—¿A qué te refieres? —inquirió Carathril, con la mirada fija en las colinas que atravesaba la carretera del Mar Interior en dirección a la ciudad, alerta por si el enemigo decidía atacar a la flotilla que se alejaba de los acantilados. No se apreciaba movimiento; sin embargo, los dos centenares de arqueros que permanecían con los arcos prestos en lo alto de la muralla no bajaban la guardia, escarmentados de las artimañas naggarothi que habían sufrido en sus carnes en el pasado.

—A los naggarothi —repuso Myrthreir—. Ahora los llaman druchii.

—¿Druchii? —Carathril no pudo reprimir media sonrisa amarga. Significaba «los oscuros». Les iba como anillo al dedo. Ya desde su primera expedición junto al príncipe Malekith, Carathril había comprobado que los naggarothi eran capaces de cometer los actos más atroces—. Llámense druchii o como sea, debemos permanecer alerta a sus tretas.

La flotilla de Lothern se deslizó a toda vela en paralelo a la costa; los pilotos de las naves conocían al dedillo los arrecifes y rocas esparcidos en la entrada del puerto. En lontananza, sonaron los cuernos de los druchii cuando éstos avistaron los barcos de Lothern, y Carathril se imaginó el hervidero de actividad que debía imperar a lo largo de la costa, con los druchii apresurándose para embarcar en tropel en sus naves.

El capitán advirtió una repentina ráfaga de viento y el chasquido de una batida de alas y levantó la mirada; en el cielo divisó a Eltreneth montado sobre su pegaso. La criatura emprendió un descenso en picado hacia la cumbre de los acantilados donde los druchii habían acampado, y el báculo del mago fue dejando una estela de chispas rojas y azules.

Un proyectil negro trepó relampagueante por el cielo desde el mar de pabellones oscuros y rebotó repelido por la esfera dorada que envolvía a Eltreneth. Varias oleadas de flechas disparadas por las ballestas de repetición surcaron el cielo en dirección al mago, sí bien también todas ellas se estrellaron contra su escudo mágico sin causar daño. Pese a la distancia, Carathril percibía el flujo y el reflujo de energía mágica que provocaba la batalla que libraban el mago y los sacerdotes druchii por el control de los vientos mágicos. Un fuego multicolor flameaba en el báculo de Eltreneth mientras éste embestía con él las tiendas y los carros dispuestos en círculo, extendiendo un manto de llamas por el campamento y haciendo brotar columnas de humo negro que ascendían por el aire, crepitando con una energía sobrenatural.

Las naves de Lothern ya habían entrado en el radio de acción de la flota druchii fondeada en las playas. Sólo un puñado de barcos enemigos había levado anclas cuando una lluvia de proyectiles y flechas llameantes de fuego blanco cayó sobre el mar, sobre las velas y las jarcias de los barcos, y el fuego se extendió por las cubiertas y los mástiles. Para no ser menos, los druchii respondieron al ataque con nutridas descargas de saetas negras, ballestas de repetición y lanzavirotes, que causaron estragos en las cubiertas de los barcos de Eataine según se acercaban.

—Me gustaría estar allí —dijo Myrthreir, contemplando las dos flotillas que se entremezclaban, que viraban y daban bordadas mientras sus máquinas de artillería segaban el aire que mediaba entre ellos con sus proyectiles de puntas plateadas y negras—. Enfrentándome cara a cara a la muerte.

Carathril estaba de acuerdo con su compañero, pero se mantuvo en silencio. La lucha no tardaría en convertirse en algo mucho más personal; de momento, los barcos halcón —unas naves dotadas de escaso armamento— de ambos bandos maniobraban unos alrededor de los otros, y desde la distancia, la batalla naval parecía más un baile majestuoso que una encarnizada competición para ver quién derramaba más sangre; las escuadras ejecutaban los pasos unidos a sus parejas de baile por las nubes de flechas en vez de por los brazos; se movían de un lado a otro en grupo, y el fragor de los gritos y del crujido de los palos se perdía en la distancia, de modo que todo parecía transcurrir como en un silencioso espectáculo de danza.

Dos naves druchii ya estaban hundiéndose, envueltas en llamas de proa a popa, y unas figuras diminutas se lanzaban desesperadas al agua. Otro barco se escoraba peligrosamente, con las velas hechas jirones y el tope calcinado, y con las jarcias convertidas en una hoguera que ardía en la cubierta. La flota de Eataine no había sufrido graves daños en la refriega, pero un barco halcón ya había dado media vuelta y regresaba con dificultad a la Puerta del Zafiro, arrastrando un penol como si fuera un ancla, sujeto por unos cabos que se precipitaban al agua por encima de la borda. Carathril distinguía las túnicas blancas de los tripulantes del barco que culebreaban entre los escombros, lanzando tajos para librarse del mástil que los lastraba como un peso muerto.

Tras sobrepasar la primera línea enemiga, el resto de la flotilla puso rumbo a las naves que seguían fondeadas en la playa. Eltreneth sobrevolaba la zona, manteniendo alejados a los naggarothi que intentaban subir a las embarcaciones, asestándoles descargas de llamas y de cegadoras nubes plateadas de cuchillas mágicas. Desamparados, los barcos varados suponían un blanco fácil para la Guardia del Mar, que arrojaba sobre ellos una descarga tras otra de flechas llameantes.

En su ofensiva, las naves de Lothern se habían situado al alcance de las baterías de lanzavirotes enemigos instaladas en la parte superior de los acantilados, que sumaron sus proyectiles a los arqueros situados en el campamento; y sus puntas de hierro rasgaron la lona de las velas y resquebrajaron la madera y los cuerpos de los elfos que se encontraban en las cubiertas.

Emplazadas en un lugar más privilegiado, los artilugios bélicos de Lothern descargaron toda su furia contra el enemigo, y desde las torres más elevadas de la muralla, los capitanes de los artilleros estudiaban la posición de los druchii y desataban una lluvia devastadora de flechas sobre las cimas de los acantilados. Aquí y allá, los arqueros que Carathril tenía a su alrededor disparaban sus saetas contra las cuadrillas de artilleros druchii, que correteaban en busca de refugio. La altura de la muralla de la ciudad ofrecía un ángulo de tiro más amplio para las flechas de astil largo eatainii.

Carathril no armó su arco, consciente de que su puntería no era tan certera desde tan larga distancia; siempre había sido más diestro con la espada y con la lanza; habilidades que habían sido puestas a prueba en docenas de ocasiones desde la noche del primer ataque. Desde entonces había tenido que repeler un asalto tras otro encaramado a las murallas de la ciudad. A veces había tenido que vérselas con las siniestras legiones naggarothi; otras veces, con los sectarios, azuzados por un odio exacerbado y atiborrados de sustancias narcóticas que los inducían al frenesí. En más de una ocasión, los naggarothi se habían apoderado de la muralla y habían amenazado con imponerse a las tropas defensoras, pero éstos siempre habían aguantado firmes, perfectamente comandados por sus oficiales, y habían expulsado al enemigo de Lothern.

Era desalentador; en la ciudad se vivía en un estado de tensión permanente, siempre a la espera del siguiente ataque enemigo. La guarnición de Lothern y los pocos ciudadanos que permanecían allí para abastecerles no carecían de aprovisionamientos, que llegaban por mar y por el este; no obstante, el peligro que se cernía sobre la ciudad sitiada era tan patente, que todas las provisiones que iban llegando se racionaban cuidadosamente. También se mantenía un estricto control de las reservas de agua, sobre todo desde que se había descubierto que algunos pozos del barrio meridional habían sido envenenados.

Tal vez eso fuera lo peor de todo: el enemigo en casa. Los adoradores de los cytharai habían dispuesto de mucho tiempo para encubrir sus guaridas y sus templos en Lothern, y ni siquiera el descubrimiento del conciliábulo del príncipe Aeltherin hacía dos décadas los había desbaratado. Ahora, sus seguidores actuaban como asesinos y saboteadores, una amenaza en la sombra que podía atacar en cualquier momento. Se había desenmascarado a alguno, pero eran tantos los refugiados que habían inmigrado a la ciudad en los últimos dos años, que resultaba imposible mantenerse alerta a los ataques procedentes del exterior y además patrullar las calles de Lothern. Soldados que regresaban al cuartel tras el servicio habían sido abordados; se habían amenazado, secuestrado y asesinado familias enteras; capitanes y nobles habían sido chantajeados. Los miembros de las sectas buscaban cualquier medio para mermar las fuerzas y la determinación de los defensores de la ciudad.

Carathril no tenía que preocuparse de sufrir algo así, pues tenía pocos amigos y ningún pariente. Únicamente luchaba por su ciudad, y no tenía que responder por nadie más que por sí mismo. No llevaba la cuenta de los hermanos elfos que había matado, ni de las veces que él había estado a un paso de la muerte. Dos años lo habían anestesiado para los horrores de la batalla, y habían atenuado el dolor que sentía en el alma cada vez que se consumaba la amenaza de un nuevo asalto.

La incursión naval prácticamente había finalizado. Se había hundido media docena de naves druchii a costa de tres barcos propios, y el resto de la flotilla enemiga huía hacia el norte bordeando la costa. Las compañías de la Guardia del Mar habían desembarcado —alrededor de dos mil elfos—, y estaban abriéndose paso por el campamento druchii para destruir las máquinas de asedio y para bañar en aceite los arietes y prenderles fuego. Las columnas de humo se deslizaban por las aguas del Mar Interior, y el crepitar de las llamas resonaba por toda la orilla.

Una ovación se propagó por la muralla para celebrar que otra torre de asalto se desplomaba hecha un amasijo de madera, cuerdas y lona. Pero el grito de alegría fue silenciado abruptamente por las notas de los cuernos que llegaban distantes de la parte occidental de la muralla. Todas las miradas se volvieron hacia allí.

El grueso del ejército druchii se había puesto en marcha; no se dirigía a la ciudad, sino que se proponía socorrer al campamento de la playa. Por delante del destacamento principal marchaba al galope la caballería naggarothi, formada por miles de guerreros cubiertos de pesadas armaduras que cruzaban en ordenadas columnas los campos y las colinas directos hacia la Guardia del Mar. Alertados desde la ciudad, los guerreros marinos de uniforme verde y azul cesaron el ataque, regresaron a los barcos y ascendieron en tropel por las pasarelas, protegidos por el fuego de cobertura de los arqueros y de los lanzavirotes que continuaban a bordo.

Los caballeros apenas si habían llegado al borde del campamento arrasado cuando las naves ya se alejaban de la playa, con las velas desplegadas y cabeceando impelidas por el viento rumbo a Lothern. Era imposible cuantificar el daño causado por la incursión, pero las nubes de humo daban fe de un gran éxito.

Los elfos apostados en las murallas enarbolaron sus lanzas y sus arcos y entonaron canciones festivas mientras la flotilla atravesaba la Puerta del Zafiro. Carathril no estaba para celebraciones; recorrió con la mirada la playa del Mar Interior donde estaban congregándose los druchii. Sólo era una cuestión de tiempo que lanzaran un nuevo ataque a la ciudad. El capitán guardó el arco y se recostó apoyado en la muralla, con los ojos fijos en las huestes naggarothi que lentamente se replegaban hacia el oeste.

¿Cuánto tiempo podría aguantar Lothern sola contra un odio tan pertinaz?

—¿Cuándo llegará Caledor? —musitó Carathril.