NUEVE
Desde las llamas
El acto careció por completo de la pompa que había acompañado la coronación de Bel Shanaar. El Templo de Asuryan estaba prácticamente vacío; mientras el sumo sacerdote Mianderin y sus acólitos ultimaban sus ensalmos, Imrik aguardaba junto a los príncipes regentes, entre los que se encontraban tanto los que habían sobrevivido a la masacre, como los que habían sucedido a los que no habían corrido tan buena suerte. Había una ausencia notable: ningún representante de Tiranoc había acudido a la ceremonia. Hasta allí se habían enviado misivas, pero no se había obtenido respuesta sobre quién había sucedido a Bel Shanaar en el trono del reino; hasta su muerte a manos de Bathinair, Elodhir había ocupado el primer puesto en la línea de sucesión.
Koradrel había marchado al sur con Imrik y Carathril, acompañados por varios centenares de cracianos escogidos de entre los habitantes de las ciudades de las montañas y de toda Tor Achate. Reacio a confiar la tarea a nadie más, Imrik había nombrado como escolta a los guerreros de las pieles de león, en reconocimiento al comportamiento que habían demostrado en la escaramuza con los asesinos. Los llamó los Leones Blancos de Cracia, y las noticias sobre su bravura se propagaron rápidamente entre los miles de elfos que custodiaban la Isla de la Llama. Junto a los Leones Blancos, desplegados por la isla estaban los guerreros mudos de la Guardia del Fénix, cuyo número había menguado a manos de los caballeros de Nagarythe y de los miembros de las sectas en la lucha que había tenido lugar en el exterior del templo de manera simultánea a la masacre que se producía en el interior.
Imrik divisó el penacho del capitán de la Guardia del Fénix entre el mar de cabezas de las tropas apostadas en la puerta y hacia él se dirigió, abandonando el grupo de los príncipes.
—Tu orden ha leído los secretos que se guardan en la Cámara de los Días —dijo Imrik—. Grabadas a fuego sobre la piedra se hallan las biografías de todos los reyes Fénix.
El capitán asintió con la cabeza, sin variar el gesto.
—¿Has leído el relato de la muerte de Bel Shanaar?
El capitán no respondió, y se limitó a mantener la mirada imperturbable en los ojos desafiantes de Imrik.
—¿También está escrita con fuego mi muerte? —preguntó el caledoriano.
De nuevo, el capitán no hizo ningún gesto de asentimiento ni de negación. Con un gruñido, Imrik agarró al capitán de la Guardia del Fénix por el broche de oro de su capa.
—¿De qué sirve la sabiduría de Asuryan si no habláis? —espetó Imrik—. Os mantenéis mudos mientras nuestro pueblo se entrega a la autodestrucción.
—No os responderá —gritó Mianderin desde el interior del templo—. Antes morirá que pronunciar una palabra. Soltadlo, Imrik, y comportaos como un rey. A nosotros no nos corresponde conocer la voluntad de Asuryan, ni anticiparnos a ella. El destino siempre prevalecerá.
Imrik quitó las manos del capitán y regresó hecho una furia al interior del templo, devanándose los sesos para hallar un modo de eludir el destino inscrito en las paredes de la Cámara de los Días. Una hilera de rostros expectantes lo recibió dentro del santuario. Thyriol tenía una leve sonrisa en los labios, obviamente divertido por el arrebato de Imrik.
—Imrik morirá hoy —declaró Mianderin, haciendo indicaciones al grupo para que se congregara alrededor de la llama eterna de Asuryan—. Tal como hicieron Aenarion y Bel Shanaar antes que él, atravesará las llamas y perecerá por voluntad de Asuryan para renacer como el Rey Fénix.
—Si he de morir, también mi nombre desaparecerá conmigo —anunció Imrik, ganándose con su interrupción el gesto fruncido del sumo sacerdote. El caledoriano hizo caso omiso del suspiro de fastidio de Mianderin y prosiguió—: Imrik no guiará a nuestro pueblo en pos de la salvación. Lo hará Caledor, en honor a mi abuelo y al reino que hizo de mí quien soy. Imrik entrará en las llamas, pero quien emergerá de ellas será Caledor.
—¿Podemos continuar? —inquirió Mianderin. Imrik asintió con la cabeza—. Hoy coronamos a un nuevo Rey Fénix, elegido por los príncipes de Ulthuan para que sea un líder entre pares.
—¿Hemos acabado? —preguntó Imrik.
El príncipe caledoriano emprendió el camino hacia la llama. Mianderin salió precipitadamente detrás de él, haciendo gestos a sus acólitos para que encendieran los incensarios y se arrancaran con los cantos. El sumo sacerdote asió del brazo a Imrik a un par de pasos de la llama.
—Todavía no —dijo Mianderin.
El sumo sacerdote retrocedió y empezó a musitar su propio ensalmo. Imrik permaneció con la vista fija en la Llama de Asuryan. El fuego no desprendía calor. El príncipe sintió el cosquilleo de la magia recorriéndole la piel y advirtió cómo se entrelazaban los ensalmos de los sacerdotes a su alrededor. Notó que las extremidades se le relajaban y que su corazón se ralentizaba.
Dos acólitos se acercaron a él y le abrocharon la larga capa de plumas sobre las hombreras de la armadura. Imrik respiró hondo y miró a Mianderin, que le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
Imrik se adentró en el fuego.
* * *
Las llamas le atravesaron la piel y llegaron hasta el último rincón de su cuerpo y de su espíritu. No sintió dolor; no experimentó ningún tipo de sensación. Imrik se sentía como un fantasma, ajeno al mundo de los vivos. Todavía oía la salmodia de los sacerdotes, pero la melodía había cambiado y habían subido el tono, e Imrik habría jurado que ahora el coro estaba formado por un millar de voces.
No veía más que el fuego multicolor. Él mismo estaba hecho de él. Cerró los ojos, pero nada cambió; las llamas seguían acaparando su visión. Una suave brisa parecía acariciarlo, y al contacto con ella, su piel, su carne y sus huesos se suavizaban y convertían su cuerpo en una delicada figura de ceniza; y todo ello ocurría sin que él sintiera la menor molestia. Imrik coligió que estaba imaginándolo.
Entonces recuperó la sensibilidad; el fuego recompuso su figura y le devolvió el cuerpo y las extremidades, la cabeza y todas las demás partes, impregnados de la esencia la llama sagrada. Imrik abrió los ojos y salió de la hoguera.
* * *
Los príncipes recibieron a su nuevo rey con vítores y con los puños alzados en señal de reconocimiento.
—¡Viva Caledor, Rey Fénix de Ulthuan!
Caledor hizo un gesto de gratitud con la cabeza y acudió a reunirse con los nobles, sin volver la vista atrás para mirar las llamas.
—¿Y ahora qué? —preguntó el nuevo rey.
—La tradición dicta que habéis de viajar a Avelorn para desposaros con la Reina Eterna —respondió Mianderin—. Ella es la verdadera regente de Ulthuan, y necesitáis su bendición en la misma medida que la de Asuryan.
El sacerdote se inclinó hacia el rey.
—También tenéis que engendrar un heredero que suceda a la Reina Eterna —musitó al oído de Caledor.
—No hay tiempo para eso —espetó el rey, que añadió, mirando a los príncipes—: Necesitamos reunir un ejército. Nagarythe desplegará sus fuerzas muy pronto, si es que no lo ha hecho ya, y ningún reino cuenta con unas huestes que puedan hacerles frente en solitario.
—¿Y qué os proponéis hacer con ese ejército? —preguntó Aerethenis. El elfo era muy joven, apenas había alcanzado la edad adulta, y acababa de suceder a su asesinado tío Haradrin como regente de Eataine—. ¿Qué territorios protegeréis con las huestes que reunáis?
—¿Proteger? —espetó Caledor—. Ulthuan es demasiado vasta como para que un único ejército la proteja. Primero invadiremos Nagarythe.
La afirmación de Caledor causó la consternación de los nobles, sobre todo de los príncipes que habían asumido el poder de sus reinos recientemente. Se oyeron voces de desaprobación, y Tithrain de Cothique dio un paso al frente para elevar su protesta.
—Contamos con pocos guerreros propiamente dichos —agregó el recién coronado príncipe—. Todos nuestros ejércitos están ocupados en la defensa de nuestros territorios de las colonias. No sólo Cothique, sino también Eataine y Saphery. Yvresse todavía no se ha recuperado de la conmoción que ha causado la traición de Bathinair.
—Podéis ofrecer vuestras guardias personales —dijo Finudel con acritud—. Y podéis sumaros vosotros mismos. Saphery tiene magos, Eataine, la Guardia del Mar. Todos contamos con milicias ciudadanas creadas para combatir las sectas.
—Que siguen librando esa batalla —espetó Tithrain—. Si marchamos sobre Nagarythe, estaremos dejando nuestros hogares desprotegidos de los agentes y de los asesinos de Morathi, y quién sabe qué peligros desconocidos podrían amenazarlos.
—Antes eso que permitir que las legiones de Nagarythe marchen sobre vuestros hogares —dijo Athielle. La princesa miró a Caledor con los ojos encendidos y luego a Koradrel—. Cracia y Ellyrion comparten frontera con Nagarythe, de modo que recibirán el primer golpe. También Tiranoc, aunque me temo que de la ausencia de su nuevo príncipe regente podemos extraer que no debemos esperar contar con su ayuda, cualquiera que sea el motivo que los empuje a actuar así.
—Cracia luchará, ya lo sabéis —dijo Koradrel—, pero los demás tienen razón, primo. He de regresar y velar por la seguridad de mi reino antes de embarcarme con vos en una incursión en Nagarythe. Cuando la seguridad en las fronteras esté garantizada, os enviaré todos los guerreros de los que pueda prescindir.
Caledor suspiró frustrado y se volvió a Thyriol en busca de apoyo.
—Mandaré un comunicado para convocar en este mismo lugar a todos los magos expertos en contramagia, y juntos buscaremos una manera de desbaratar los conjuros que puedan fraguar Morathi y su aquelarre —declaró el príncipe de Saphery—. Como el resto de los presentes, cuento con pocas lanzas y espadas para la causa, y debo emplear la mayoría de ellas en la defensa contra el enemigo que ya acecha desde el interior de nuestras fronteras.
Mordiéndose la lengua para no proclamar su decepción, Caledor se repitió que había sido coronado para liderar a su pueblo, no para convertirse en un tirano. Los príncipes tenían motivos para temer por la seguridad de sus reinos; no se trataba de una excusa producto de la cobardía. La primera y más importante de sus obligaciones era proteger a sus súbditos.
—De acuerdo —declaró Caledor—. Regresemos a nuestros respectivos reinos y hagamos los preparativos que se nos permitan. Nos reuniremos de nuevo aquí con la primera luna del invierno, dentro de cuarenta y tres días.
—Manteneos alerta a cualquier peligro —dijo Thyriol—. Mientras tenéis la mirada puesta en Nagarythe no perdáis de vista al enemigo que os amenaza desde dentro. Los adoradores de los cytharai se emplearán con fuerza ahora que todo ha salido a la luz. No cometáis errores. Esto es la guerra, y hay que ganarla.
—Sed inclementes —añadió Caledor—. Un instante de debilidad supondrá la condena de todos nosotros.
* * *
El largo rugido que emergió del cuerno de Dorien sacudió la inhóspita falda de la montaña y retumbó en la roca pelada; el eco resonó amortiguado por la neblina baja. Thyrinor lanzó una ojeada a Imrik —«Caledor», se corrigió para sus adentros—, y vio que el Rey Fénix miraba intensamente las bocas de las cuevas que apenas se vislumbraban entre la niebla. El nuevo regente de Ulthuan había comunicado la trascendental noticia de su coronación sin apenas un atisbo de emoción, con la misma frialdad que habría empleado para dar el parte meteorológico del, Mar Interior. Caledor había rechazado las sugerencias de celebraciones, y se mostraba más hermético que nunca.
Los elfos habían cabalgado sin tregua hasta la guarida de los dragones. Caledor había permanecido mudo casi todo el viaje; Thyrinor había intentado sonsacarle alguna pista de los pensamientos que rondaban por la cabeza del Rey Fénix, pero había fracasado. Caledor estaba preocupado, eso era evidente para cualquiera, y su porte mientras esperaba la respuesta de los dragones no ayudaba a paliar los temores de Thyrinor: con el cuerpo tenso, con los puños cerrados y los brazos cruzados sobre el peto de la armadura, y con la mandíbula apretada.
En esta ocasión no se repitió ninguno de los numeritos circenses de la visita anterior, y Maedrethnir emergió de la cueva a la derecha de los elfos y descendió en picado hasta la árida colina.
—Se te ve distinto —dijo el viejo dragón. Sus alas nasales se ensancharon mientras olisqueaba el aire, acercando y alejando la cabeza repetidamente de Caledor—. Rezumas magia. Magia ancestral.
—Soy el Rey Fénix —replicó Caledor—. Lo que hueles es la Llama de Asuryan.
—¿El Rey Fénix? —El dragón arqueó el cuello hacia atrás sorprendido—. ¿Ha muerto Bel Shanaar?
—La guerra es inminente —anunció Caledor, pasando por alto la pregunta—. ¿Marcharán los dragones junto a los príncipes de Caledor?
—Te has vuelto más seco aún, Imrik —apuntó Maedrethnir.
—He adoptado el nombre de Caledor —dijo el Rey Fénix—. Para honrar a estas tierras y al elfo precursor de la alianza con los dragones.
Maedrethnir resopló, si bien Thyrinor no pudo discernir si se trataba de una muestra de satisfacción o de desdén. Sin mediar más palabra, el dragón encogió la cabeza, remontó el vuelo y viró en el cielo para regresar a la cueva de la que había aparecido.
Los elfos aguardaron largo rato. Thyrinor intentó entablar una conversación con Dorien, pero éste parecía haberse contagiado del ánimo de su hermano y apenas le respondía con monosílabos. Al fin, Thyrinor se dio por vencido y se sentó en una roca, absorto en sus propios pensamientos tenebrosos.
El crepúsculo ya se echaba encima cuando reapareció Maedrethnir, seguido por otros dos dragones: Anaegnir y Nemaerinir. El trío de dragones aterrizó alrededor de los elfos, recortando volutas con las batidas de sus alas en la cada vez más densa neblina.
—¿Esto es todo? —inquirió Imrik.
—Nosotros tres seremos todos los que os acompañaremos —contestó Maedrethnir—. Nadie más responderá a la llamada.
—Tres dragones son suficientes para destruir Nagarythe —dijo Dorien. Se volvió a Nemaerinir, su montura—. Cracias por acudir a la llamada.
—Tenía el sueño ligero —replicó el dragón de escamas rojas—. Tal vez otro año no me habría enterado.
—Maedrethnir nos ha hablado de guerra y ahora mencionáis Nagarythe —dijo Anaegnir, que poseía una voz más dulce que la de sus hermanos machos—. ¿Qué mal sacude el norte?
—La traición —contestó Thyrinor—. Los naggarothi tratan de usurpar el poder y los demás reinos carecen de los medios para responder. Los dragones de Caledor harán un largo viaje para restablecer el equilibrio de poderes.
—¿Queréis que luchemos contra elfos? —inquirió Nemaerinir, haciendo un ruido estruendoso con la garganta—. Proponéis una empresa de lo más desagradable.
—Ya lo sé —convino Imrik—. Pero hemos de acometerla.
—Los naggarothi promueven la adoración de los dioses oscuros —dijo Thyrinor—. Si salen victoriosos, someterán toda Ulthuan al culto de Khaine y de Ereth Khial, o quién sabe si no harán algo peor.
—Hay dioses peores bajo cuyo yugo vivir —señaló Maedrethnir.
—Nuestra división nos debilita —explicó Dorien—. Una debilidad que llegará hasta los Dioses del Caos y los animará a actuar. Si los elfos son exterminados, ¿quién se encargará del mantenimiento del Vórtice? ¿Los enanos? ¿Los humanos? ¿Los orcos?
—Dorien tiene razón —afirmó Thyrinor—. No sólo hemos de luchar para defender nuestro destino, sino por el futuro del mundo. Si Morathi y sus seguidores se imponen, cultivarán la magia negra y la brujería, y los demonios finalmente regresarán.
—Eso nunca ocurrirá —aseveró Anaegnir—. Os ayudaremos.
—Perfecto —dijo Imrik—. Nosotros regresaremos a Tor Caled. Reuníos con nosotros en los palacios cuando estéis preparados.
—¿Y desde allí, adónde iremos? —preguntó Dorien—. Los naggarothi podrían marchar directamente hacia Tiranoc y alcanzar nuestras fronteras sin que nos enteráramos.
—Serían unos estúpidos si emprendieran la marcha antes de la primavera —repuso Thyrinor—. Tenemos tiempo para reunir un ejército.
—El ejército enemigo esperará, pero las sectas, no —apuntó Dorien—. Se rebelarán y allanarán el camino para el avance de las huestes naggarothi. Este invierno deparará muchas muertes, recordad mis palabras.
—Un dragón no puede cazar sectarios —dijo Anaegnir—. A menos que no os importe que vuestras ciudades queden reducidas a escombros y que vuestros campos ardan.
—Tienes razón —dijo Caledor—. Esperaremos a que el ejército de Nagarythe se ponga en acción, y luego los aniquilaremos.