8: El nacimiento de una leyenda

OCHO

El nacimiento de una leyenda

El viento había amainado y ya no nevaba, pero, entrada la tarde, el aire soplaba frío. Koradrel encabezaba la expedición que se dirigía hacia la carretera de Tor Achare. Se había hecho sitio en uno de los trineos para los cuerpos de los elfos caídos en el enfrentamiento contra la mantícora, mientras que en otro, se transportaban el pellejo, la cabeza y las zarpas de la bestia para que los artesanos cracianos elaboraran los trofeos correspondientes.

—Al parecer, no estamos solos —comentó Imrik, apuntando hacia el oeste.

Una delgada columna de humo se divisaba recortada sobre el sol poniente, ascendiendo en el cielo desde la falda arbolada del Anul Aunan. Koradrel se volvió hacia allí, con la frente arrugada.

—Es un fuego demasiado grande para tratarse de la hoguera de un campamento —comentó el craciano, haciendo una indicación a uno de los guías para que se acercara a él. El subordinado acudió corriendo al requerimiento de su príncipe—. Podría no ser nada, pero ve allí y echa un vistazo. Tal vez algún monstruo ha provocado un incendio.

El explorador abandonó al trote el sendero y rápidamente desapareció entre los pinos que cubrían la falda de la montaña a ambos lados del camino.

—¿Qué clase de bestia podría causar un fuego así? —preguntó Imrik cuando ya habían reanudado la marcha, seguidos de cerca por la caravana de trineos.

—¡Quién sabe! —respondió Koradrel, encogiéndose de hombros; el gesto hizo oscilar la capa de piel de león que llevaba encima—. En estas montañas moran monstruos de todo tipo que escapan a las definiciones; criaturas deformadas por el Caos y sustentadas por el Vórtice.

—¿Cuánto queda hasta el campamento? —preguntó Imrik, a quien empezaba a pesarle el cansancio; además tenía el pecho dolorido por el ataque de la mantícora.

—No mucho —respondió Koradrel, que extrajo una botella de arcilla de un morral que llevaba prendido del cinturón; le sacó el tapón y se la ofreció a Imrik, con una sonrisa en los labios—. Esto te mantendrá caliente un rato.

—¿Charinai? —dijo Imrik, olfateando el contenido de la botella. Tomó un trago del licor especiado, que le abrasó la boca y la garganta y le dejó un agradable resabio a frutas otoñales—. Espero que tengas más.

—Hay otra botella perdida entre el equipaje —respondió Koradrel, sonriendo—. Celebraremos nuestra caza como es debido cuando lleguemos al campamento.

Revitalizado por el brebaje, Imrik devolvió el licor a su primo y volvió a echar un vistazo al oeste. Deseó con todas sus fuerzas que el humo tuviera una explicación trivial, pues todavía no se sentía con ánimo de hacer frente a otro encuentro con uno de los monstruosos moradores de Cracia.

* * *

La compañía de la Guardia del Mar se desplegó por el claro con las lanzas y los escudos prestos, formando un cordón alrededor de las ruinas humeantes de la cabaña. Carathril se acercó a los restos de la vivienda con la espada desenfundada, escudriñando la arboleda que la rodeaba en busca de algún indicio de los autores de la fechoría.

—¡Aquí! —gritó Neaderin desde un montón más pequeño de madera carbonizada que seguramente había sido algún tipo de edificación anexa a la principal. La voz del capitán había sonado cargada de tensión, y el oficial se había distanciado, encorvado, de lo que fuera que hubiera encontrado.

Carathril cruzó rápidamente el claro y se detuvo en seco en cuanto sus ojos se posaron en el descubrimiento de Neaderin; se le empezó a revolver el estómago.

No podía asegurar el número de cuerpos que yacían en las cenizas, pero el tamaño de algunos huesos indicaba que entre los fallecidos había niños. Lo que quedaba de la carne chamuscada había sido arrancada, trinchada, y arrojada a las llamas. Había sangre en la nieve. Mucha sangre. Y a escasa distancia del estropicio, de donde habían espantado a los cuervos, se hallaban esparcidas las entrañas; la intromisión de las aves de carroña no había arruinado el dibujo hasta el punto de volverlo irreconocible: una runa de Khaine.

Carathril se estremeció al recordar los lugares en los que había sido testigo anteriormente de esa misma depravación: los escondrijos de las sectas de Lothern y la fortaleza de Ealith, en Nagarythe.

—Naggarothi —dijo el heraldo—. Asesinos a la caza de Imrik.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó Neaderin, sin devolver la vista al espeluznante cuadro—. Podría ser obra de los sectarios cracianos.

—Eso es improbable —replicó Carathril—. Si nos hubiéramos topado con algo así en Tor Achare, estaría tentado de creerte. Sin embargo, aquí, en los bosques, parece demasiada coincidencia. A estos desdichados los torturaron antes de asesinarlos. Estamos ante los restos de la cabaña de un leñador; lo único que podía saber esta humilde familia era dónde encontrar los mejores pinares.

—¿Qué hacemos, entonces? —inquirió Neaderin—. No hay pistas ni hemos encontrado huellas que se alejen del claro. Quienquiera que haya hecho esto ha borrado su rastro.

—O no ha dejado ninguno —apuntó Carathril, frescos en la memoria los métodos fuera de lo común de los heraldos negros. Si los asesinos conocían los secretos de la orden de los heraldos negros, Imrik corría un grave peligro.

De momento, un miembro de la Guardia del Mar, que se había abierto en abanico para inspeccionar la arboleda circundante, dio la voz de alarma. Neaderin y Carathril salieron corriendo hacia el origen del grito, ansiosos por conocer el descubrimiento.

—Tus asesinos han cometido un error —aseveró el capitán, hincando una rodilla en el suelo junto al diminuto ventisquero, cercado por las raíces de un árbol, que le señalaba el soldado.

Carathril distinguió un puñado de gotas rojas de sangre en la nieve.

—Se dirigen hacia el noreste —dijo el heraldo—. No hay más. Reúne a la compañía; hay que darse prisa si queremos llegar a tiempo para alertar a Imrik.

Los soldados acudieron raudos al claro, obedeciendo la llamada de su capitán, y salieron a la carrera en persecución de los asesinos bosque a través, con las armaduras tintineando.

* * *

El sol ya casi había desaparecido detrás de las montañas, y el cielo de poniente había adquirido un intenso color azul. Ya se vislumbraban las primeras estrellas, y Sariour, en su fase creciente, asomaba por el horizonte. Elthanir sabía que su presa andaba cerca; prácticamente le había desaparecido el dolor que se ensañaba con su cabeza, y apenas sentía una leve, aunque persistente, molestia. Advirtió el olor a leña ardiendo que llegaba arrastrado por la suave brisa desde el norte, lo que concordaba con la confesión del leñador.

El resto de los asesinos percibieron el mismo olor y se desplegaron por entre los troncos de los pinos cercanos. Elthanir empezó a musitar un mantra, un conjuro que se nutría de la magia del Vórtice. La energía brujesca se arremolinó a su alrededor en forma de volutas oscilantes y movedizas que iban filtrándose en su cuerpo.

Echó un vistazo a los demás y vio que hacían lo mismo. En un abrir y cerrar de ojos, siete figuras sombrías se introdujeron en la penumbra y se desvanecieron.

Con unas pisadas tan ligeras que no dejaban rastro en la pinocha seca ni en el mantillo que cubrían el suelo del bosque, Elthanir enfiló hacia el norte. Los búhos ululaban y pequeños mamíferos correteaban a su alrededor sin prestar atención al elfo que se deslizaba entre los árboles. El asesino extrajo un arco recurvo de la aljaba que llevaba terciada a la espalda y lo encordó rápidamente sin detenerse. Delante de él entrevió el lejano resplandor de color naranja de la hoguera del campamento. Armó el arco con una flecha cuya punta refulgió empapada en veneno elaborado con loto negro. El asesino buscó una posición que le ofreciera una mejor vista del fuego. Contó media docena de tiendas de campaña de gran tamaño; los cazadores, ataviados con capas de piel de león, deambulaban por el campamento. Elthanir se agachó apoyado a un árbol y aguardó la aparición de su víctima.

Se oían risas y los versos entrecortados de una canción. Los cracianos estaban animados. Elthanir no podía recordar cómo era sentir tal alegría; su única fuente de placer eran el asesinato y la tortura.

Los postreros rayos de sol se filtraban por el ramaje de los árboles y se fundían con el humo de la hoguera. Se oyó el chasquido de una puerta de lona y un elfo de gran estatura emergió de una tienda, embutido en una armadura y con una espada en la cintura. No llevaba una capa de piel de león, y Elthanir lo reconoció inmediatamente: ¡El caledoriano! El fuego del odio se reavivó en el interior del asesino, azuzado por el recuerdo de los dolores que había padecido; la imagen de su víctima quedó grabada a fuego en su cabeza.

Imrik se alejó de la hoguera y continuó caminando hacia la derecha de Elthanir. Éste abandonó su posición y fue revoloteando de una sombra a otra sin alterar lo más mínimo la paz del bosque, y ni siquiera los pájaros posados en las ramas encima de él reaccionaban a su presencia. Divisó de nuevo a su blanco, que se había detenido en un claro y estaba contemplando el cielo despejado.

Elthanir apuntó al príncipe con su arco; tiró suavemente de la cuerda, recreándose en la tensión que generaba en su mano, deleitándose con el momento previo al asesinato, y, con una sonrisa de satisfacción, disparó la flecha.

* * *

Imrik disfrutaba de la caricia del aire fresco en la mejilla, que contrastaba con el calor que reinaba en el campamento. Las nubes se habían disipado, y el príncipe levantó la vista a las estrellas, repasando las constelaciones tal como se las había enseñado su madre. Cuando volvió a bajar la mirada, sus ojos detectaron algo en el borde del claro; se trataba de un rastro en el delgado manto de nieve, una hilera de huellas de patas, cada una de ellas del tamaño de varias manos elfas colocadas juntas. Pertenecían, sin duda, a un león blanco.

Justo cuando levantaba la mirada, advirtió un resplandor a media altura. Sin pensárselo dos veces, se tiró a un lado y desenfundó su espada en un único movimiento fluido, y el acero se elevó resplandeciente y cortó en dos la flecha que pasaba a un palmo de su hombro.

Un movimiento a su izquierda atrajo su mirada, se dio la vuelta y se lanzó de nuevo hacia un costado; esta vez una daga emergía rotando de la penumbra e Imrik la desvió con la cara de la hoja.

—¡Nos atacan! —gritó, girando sobre los talones y buscando algún indicio de los asaltantes. Sin embargo, no vio nada más que oscuridad—. ¡Asesinos!

Oyó el ruido trepidante de pisadas y se dio la vuelta, con la espada presta.

Un león, cuyos hombros alcanzaban la misma altura que los del príncipe, salió como una exhalación del bosque, mostrando los colmillos y con su pálido pelaje refulgente a la luz de las estrellas. El príncipe caledoriano lo miró a los ojos, de un intenso color amarillo y rebosantes de una voracidad salvaje. El león emprendió la carrera hacia él e Imrik dio un brinco lateral justo cuando intuyó que la bestia iba a saltar para abalanzarse sobre él.

Sin embargo, el león hizo caso omiso del príncipe y cruzó el claro sin detenerse, y cuando alcanzó la arboleda del otro lado, pegó un salto con las zarpas extendidas. Un chorro de sangre, cuyo origen quedaba fuera de la vista de Imrik, regó un tronco cercano.

El león rugía y soltaba dentelladas; estaba forcejeando con algo que parecía hecho de sombras. Entonces aparecieron tajos en el pelaje blanco del felino que incorporaron la sangre de la bestia al confuso desaguisado, y sólo unos segundos después apareció una mano que exhibía huesos descarnados. Se oyó un alarido estridente y, a continuación, un elfo vestido de negro se adentró dando tumbos en el claro.

* * *

Alertado por un grito, Koradrel agarró su hacha y salió precipitadamente de la tienda que compartía con su primo. Oyó el rugido de un león y emprendió la carrera en la dirección del ruido, aterrado por la posibilidad de que Imrik estuviera sufriendo el ataque de una de las fabulosas criaturas de pelaje blanco. El resto de los cazadores salieron corriendo en la estela de su señor.

Koradrel encontró a su primo en un pequeño claro a escasa distancia del campamento, espada en mano y moviéndose en círculo; su acero oscilaba y lanzaba tajos en lo que parecía un demencial duelo contra el aire. Algo aleteaba en el umbral de lo visible, una vaga neblina que desaparecía y reaparecía esquivando la hoja de Imrik.

Cuando se acercó un poco más al borde del bosque, a Koradrel le pareció atisbar algo más, como una especie de sombra de mayores dimensiones en la penumbra que se extendía detrás de Imrik. Definitivamente, algo se movía. Aún sin comprender qué clase de espíritus estaban atacando a su primo, Koradrel se detuvo y arrojó su hacha hacia la aparición que se acercaba a Imrik por la espalda. El arma cruzó rotando el claro y se detuvo en el aire al impactar en la sombra. Un segundo después, el cuerpo de un elfo se desplomaba en la nieve, casi partido en dos, desde el hombro hasta la cintura, por la hoja del hacha.

Se oyeron los gritos del resto de los cazadores y el tañido del choque de aceros según se enzarzaban en la lucha con el resto de los enemigos sombríos en el bosque. También retronaban los alaridos de dolor y el silbido de los dardos y las flechas que cortaban el aire.

* * *

Los efectos narcóticos del charinai seguían haciendo mella en Imrik mientras levantaba su espada para repeler otra acometida desdibujada dirigida contra su cuello. El príncipe se tambaleó hacia atrás justo cuando las nubes se abrían y las lunas desparramaban su luz plateada y verdosa por el claro. Entonces, sus ojos vislumbraron a su contrincante, una figura en la que se reflejaba la luz titilante de la luna del Caos y que se movía como un remolino aprovechando la energía del Vórtice.

Sin pensárselo dos veces, Imrik se abalanzó sobre su rival con la punta de la espada dirigida hacia su rostro. El elfo sombrío se ladeó para esquivar la embestida del príncipe, y una daga que resplandeció bañada por la luz de las lunas chocó, con un ruido seco, con la hoja de Imrik. Pese a que la luz de las lunas volvía a debilitarse velada por las nubes, Imrik insistió en su ataque, lanzando tajos a diestro y siniestro, y sintiendo el contacto de la punta de su espada en la carne de su rival. Se oyó un grito de dolor e Imrik empujó la hoja. La sangre resbaló por el acero grabado, la magia de Lathrain llameó y la hoja empezó a escupir fuego blanco.

Todavía envuelto en sombras, el asesino huyó por el claro, agitando enloquecidamente los brazos; las pálidas llamas se propagaron por su ropa y la figura adquirió la apariencia de una silueta imprecisa engullida por el fuego blanco, en la que las tinieblas y la luz se arremolinaban y libraban una batalla particular.

Imrik oyó pisadas a su espalda y se dio la vuelta con la espada lista para atacar. Koradrel se adentró corriendo en el claro y recuperó el hacha del cuerpo de otro asesino mientras del bosque regresaban más cazadores cubiertos con las capas de piel de león. Uno de los cracianos cayó con un dardo alojado en el brazo, y la sangre empezó a manar de sus ojos y de su nariz casi de inmediato, en cuanto el veneno empezó a hacer efecto. En la penumbra se entrevió una sombra imprecisa pero más pálida, y se oyó un rugido que resonó entre los árboles; el león blanco seguía merodeando por la arboleda.

—¿Cuántos eran? —preguntó Imrik, jadeando.

—Hemos matado a cuatro —respondió Koradrel—. Pero no sé cuántos más seguirán vivos.

—¡Allí! —gritó un cazador, señalando hacia el sur, por donde una figura sombría emergía a la carrera de los árboles; la débil luz nocturna se reflejó en la hoja enarbolada de una espada.

Tres cazadores acudieron al encuentro del asesino; el primero de ellos cayó desplomado un segundo después, decapitado. Los otros dos hicieron oscilar sus hachas arriba y abajo, y el crujido de huesos rotos rompió el silencio. Tirado en el suelo apareció un cuerpo destrozado; de cuya mano se desprendió una hoja curva con el filo de sierra.

El bosque se sumió en la quietud.

Koradrel y los cazadores se apelotonaron alrededor de Imrik, con las hachas prestas, y permanecieron en el centro del claro, tan alejados de los árboles como les era posible y con los ojos fijos en ellos.

—¡Arriba! —gritó Imrik al divisar una sombra que ocultaba las nubes encendidas por las lunas.

Sin embargo, la voz de alarma llegó demasiado tarde, y el asesino envuelto en sombras aterrizó en el centro del grupo y provocó una lluvia de sangre con sus destellantes dagas gemelas. Los cazadores no podían utilizar las hachas por temor a golpear a sus compañeros, ya que el radio que describían al esgrimir las armas para ganar impulso era mayor que la distancia que mediaba entre ellos; de modo que el grupo se abrió para ganar más espacio; entretanto, otros dos cracianos cayeron degollados, lanzando alaridos agónicos.

La espada de Imrik, por el contrario, no necesitaba tanto espacio, y el príncipe embistió al asesino con el brazo extendido. La punta de la hoja chocó contra algo duro y salió repelida.

—¡Agáchate! —gritó Koradrel.

Imrik se tiró al suelo de inmediato, y un segundo después, Koradrel levantó el hacha por encima de la cabeza y lo descargó poderosamente en el asesino. Un brazo salió despedido de la figura sombría, y un penetrante alarido de dolor resquebrajó el aire. Imrik se puso en pie rápidamente, levantó la espada y la hoja se incrustó en el pecho del asesino y empezó a arder mientras se abría paso por sus costillas y su corazón.

Tras el momentáneo arrebato de violencia, la quietud regresó al claro.

Aun así, Imrik dudaba que hubieran acabado con todos los asaltantes. Los elfos se reagruparon alrededor de los príncipes. El mínimo revoloteo de una hoja o crujido de una rama atraía la atención de los cazadores, que escudriñaban la penumbra con los ojos abiertos como platos, buscando cualquier indicio del enemigo.

Al cabo de unos minutos, Imrik se relajó y enfundó la espada.

—Ése era el último —dijo el príncipe caledoriano.

—¿Estás seguro? —preguntó Koradrel.

—Sí —respondió Imrik, aunque sus ojos lo contradijeron cuando se fijaron en un árbol en concreto en el borde del claro. Koradrel entendió qué significaba aquella mirada y asintió con la cabeza.

—Regresemos al campamento —dijo el craciano—. Recoged los cadáveres y atended a los heridos.

Los dos príncipes enfilaron hacia los árboles con las armas prestas, y cuando sólo un par de pasos los separaban de las sombras, el último asesino se abalanzó sobre ellos con la espada por delante. Koradrel ya esperaba el ataque y desvió el acero de su contrincante con el hacha mientras Imrik descargaba su hoja donde intuyó que debía estar el cuello del asesino.

Y no anduvo desencaminado el caledoriano, pues el cuerpo envuelto en un atuendo oscuro que se estrelló contra el suelo tenía la cabeza hecha añicos. Imrik extrajo la hoja con una mueca de esfuerzo.

—Nadie dormirá esta noche —dijo el príncipe dragonero.

—Después de esto, no creo que nadie pudiera aunque quisiera —respondió Koradrel.

En total habían perecido ocho cazadores en la refriega, y otros tres estaban heridos; de uno de ellos, con la fiebre altísima por un tajo con una hoja envenenada, no se esperaba que sobreviviera para ver amanecer. El resto de los elfos pasó lo que quedaba de noche en vela, musitando plegarias a Ereth Khial para que protegiera a los espíritus de los fallecidos en la batalla, sentados alrededor de las hogueras, cuyos fuegos alimentaron para mantener vivas las llamas.

No faltaba mucho para el alba cuando se oyó el ruido trepidante de una nutrida compañía de soldados que se aproximaba por el valle. Los cracianos se pusieron en alerta y enviaron dos guías sendero abajo para investigar mientras el resto permanecía en guardia en el campamento y preparaba el lanzavirotes.

La espera puso a prueba los nervios de Imrik. La lucha contra la mantícora y el atentado contra su vida lo habían dejado exhausto y con el cuerpo debilitado por los sobre esfuerzos que le habían exigido. Desenfundó la espada y esperó lleno de inquietud junto a los demás.

No se oyó ningún ruido de batalla, y pasados unos minutos, regresaron los exploradores acompañados de otro elfo, éste ataviado con una armadura plateada.

—Quién es ése —inquirió Koradrel.

—Lo conozco —respondió Imrik, enfundando la espada—. Es Carathril, heraldo del Rey Fénix. Es un elfo de confianza.

No obstante, los cracianos se relajaron apenas un ápice mientras el heraldo se aproximaba al campamento. A su zaga apareció una compañía de guerreros con el emblema de la Guardia del Mar en los escudos.

—En una noche cargada de sorpresas, esto era lo último que esperaba —dijo Koradrel—. ¿Qué trae a un heraldo del Rey Fénix a los bosques de Cracia?

—Graves acontecimientos asolan Ulthuan —respondió Carathril—. Bel Shanaar ha muerto y un gran número de príncipes han sido asesinados en la Isla de la Llama. Malekith intentó hacerse con el Trono del Fénix y murió consumido por las llamas.

—¿Caledrian? —farfulló Imrik, con el corazón acelerado por la funesta premonición.

Carathril meneó la cabeza.

—Vuestro hermano se halla entre los fallecidos —respondió el heraldo—. Sin embargo, Thyrinor ha sobrevivido.

Imrik recibió la información con un nudo en la garganta. Su memoria se remontó al momento en el que le habían comunicado la muerte de su padre y le habían entregado Lathrain. Sintió un vacío en el corazón cuando tomó conciencia de la muerte de Caledrian, y la sensación se hizo más intensa cuando comprendió que ahora él era el príncipe regente de Caledor.

Carathril hizo un gesto a un miembro de la Guardia del Mar, quien se adentró en el campamento portando un fardo envuelto en piel parafinada. El heraldo lo tomó en sus manos y se acercó a Koradrel.

—Esto es para vos —dijo Carathril sin levantar los ojos del suelo.

Koradrel cogió el fardo y lo abrió. En su interior había un estandarte rojo doblado, con el rostro de un león blanco bordado, y un hacha, cuya cabeza de doble hoja parecía una mariposa plateada con las alas extendidas y recorridas por unos relámpagos repujados.

Achillar y el estandarte de Cracia —masculló Koradrel, con la voz quebrada. Y, mirando a Carathril, preguntó—: ¿Dónde están mi hermano y mi sobrino?

—También fueron asesinados —respondió el heraldo, describiendo una solemne reverencia con el cuerpo—. Ahora sois el príncipe regente de Cracia.

Una oleada de suspiros sentidos y murmullos se propagó por entre el resto de los súbditos cracianos, algunos de los cuales juraron a los dioses que encontrarían a los autores de tan cruel crimen.

—Los naggarothi han revelado sus verdaderas intenciones —manifestó Carathril—. Los caballeros de Anlec perpetraron la masacre del Templo de Asuryan, y he sabido, por fuentes fidedignas, que Morathi ha sido liberada y que ha regresado a Anlec.

Carathril hurgó en su túnica y sacó un trozo doblado de pergamino que tendió hacia Imrik. Éste se quedó mirando desconcertado la misiva, sin comprender la importancia de la misma; dejó de lado momentáneamente la congoja que lo carcomía por dentro y lanzó una mirada inquisitiva al heraldo.

—Bel Shanaar os escribió esta carta antes de morir —explicó Carathril.

—Tiene el sello rasgado —señaló Imrik, desplegando el pergamino.

—Thyriol me ordenó abrirla —se justificó el heraldo—. Leedla y después os comunicaré el mensaje que me pidió que os trasladara.

Imrik examinó la carta con ojos frenéticos, en silencio. El contenido de la misiva no le sorprendió, si bien ahora poseía un cariz mucho más profético de lo que había sido la intención inicial del autor al escribirla.

—Habla.

—Los príncipes supervivientes, Thyriol, Finudel y unos pocos más, os han escogido como sucesor de Bel Shanaar en el Trono del Fénix —dijo Carathril, y, volviéndose a Koradrel, agregó—: Suponen que nadie presentará ninguna objeción a la elección.

—De mí no saldrá ninguna —aseveró el craciano.

—Corren tiempos desesperados —continuó Carathril—. La situación ha cambiado, y Ulthuan ya no os necesita como general, sino como rey.

—¿Por qué? —inquirió Imrik.

La pregunta pilló por sorpresa a Carathril, que se tomó unos segundos para meditar su respuesta.

—Sois el más ilustre de los príncipes, y contáis con el apoyo de vuestros pares —respondió el heraldo—. Caledor conserva su poderío, y lo necesitaréis. Además, los príncipes dragoneros acudirán a vuestra llamada.

Imrik asintió, conforme con todos los argumentos.

—De los príncipes supervivientes ninguno puede haceros sombra, Imrik. Todos los regentes de Ulthuan, salvo unos pocos, han sido asesinados. El Trono del Fénix ha quedado huérfano, nadie se ciñe la corona y los reinos están sumidos en la confusión.

—Esto es terrible —repuso Imrik—. Terrible.

—¿Qué significa todo esto? —inquirió Koradrel—. Malekith muerto, Morathi reinando de nuevo en Nagarythe, príncipes asesinados a traición…

Imrik paseó la mirada por el resto de los elfos, y en sus rostros vio miedo y esperanza. Miedo por los sucesos acontecidos; esperanza porque confiaban en él para protegerlos. No existía un cometido más elevado, un servicio a su patria más importante que se le pudiera exigir.

—¿Qué será de nosotros? —lanzó al aire un craciano—. ¿Qué haremos ahora?

Imrik respiró hondo y dirigió un gesto de conformidad con la cabezaa Carathril y Koradrel. Luego recorrió con su mirada severa los ojos posados en él de los elfos que se habían congregado a su alrededor, respondiendo de ese modo la pregunta que los atormentaba.

—Iremos a la guerra.