7: El camino a Cracia

SIETE

El camino a Cracia

El viento soplaba fresco del este y arrastraba rachas de lluvia que se estrellaban contra la madera pálida de los elementos de cubierta; las gotas que se desprendían del mástil y de la vela rociaban a Carathril, que estaba apoyado en la baranda. El heraldo había atravesado el Mar Interior en multitud de ocasiones durante sus años de servicio a Bel Shanaar, pero todavía no había asimilado la muerte del Rey Fénix, y en todas sus travesías previas tampoco había sentido las urgencias ni la responsabilidad que ahora lo acuciaban.

El cielo estaba cubierto de unos nubarrones otoñales que coincidían con su apesadumbrado estado de ánimo. A su alrededor, los marineros ajustaban las velas triangulares, siguiendo las órdenes del capitán, para exprimir al máximo la velocidad de la nave. En la proa, en la popa y en los topes, los vigías hacían guardia, temerosos de que pudiera acercarse algún barco tripulado por los naggarothi o por los sectarios. Sobre la cubierta se desplegaba una tropa de dos centenares de soldados de marina: la célebre Guardia del Mar de Lothern, la ciudad natal de Carathril.

Delante, a estribor, apareció una isla cuya costa era prácticamente llana y sobre la que flotaba una neblina grisácea; en el cielo que se extendía sobre ella titilaban luces de colores. Carathril se trasladó al costado de babor para evitar posar sus ojos en la Isla de los Muertos. En ese pedazo de tierra, Caledor Domadragones había pronunciado el conjuro del Vórtice, y tanto él como sus seguidores habían quedado atrapados para la eternidad en sus entrañas.

Como elfo criado en Lothern, Carathril había oído todas las historias de marineros. Algunas afirmaban que podía verse a los magos convertidos en figuras etéreas, con los brazos alzados al cielo, eternizados como estatuas en el momento exacto de la celebración de su victoria. Se decía que las sílabas finales del conjuro de Caledor sonaban en sueños a los elfos cuyos navíos se desviaban y se acercaban demasiado a la costa de la isla.

Carathril no albergaba ningún deseo de confirmar la veracidad de tales leyendas, de modo que depositó su atención en las plegarias que los miembros de la Guardia del Mar los marineros dedicaban en susurros a Mannanin, dios de las aguas, en las que le suplicaban un viaje sin incidentes y una ruta que los mantuviera alejados de la Isla de los Muertos.

La nave puso rumbo norte y atravesó el archipiélago que se extendía formando un semicírculo por el Mar Interior. Durante otros tres días continuó la travesía sin escalas, sin avistar más que alguna que otra vela en el horizonte.

Al fin divisaron la costa norte del Mar Interior. Una franja de bosques perfilaba el litoral; sólo la desembocadura de los numerosos ríos que bañaban aquellas tierras rompía la monotonía del paisaje arbolado. De todos los reinos de Ulthuan, éste era el único que Carathril nunca había visitado: Avelorn, hogar de la Reina Eterna. Al pensar en ello, Carathril sintió un escalofrío, producto de la emoción y de un ligero temor. Avelorn, un territorio plagado de bosques, era el corazón de la civilización elfa. Tor Anroc había sido la capital política de Ulthuan, pero Avelorn seguía siendo el centro espiritual de los elfos. Algunos filósofos sostenían que los bisabuelos de todos los elfos se habían criado entre aquella maraña interminable de hojas y ramas.

En todos sus años al servicio del Trono del Fénix, Carathril nunca había sido despachado a la corte de la Reina Eterna; ni tampoco se había recibido jamás en Tor Anroc a un visitante procedente de Avelorn. La Reina Eterna, Yvraine, hija de Aenarion y de Astarielle, no se entretenía en asuntos transitorios. Su cometido era la custodia eterna de la isla y de sus pobladores. No obstante, Carathril sabía que la Reina Eterna estaría al corriente del caos que asolaba su isla; otros emisarios había a bordo de la nave de Carathril con las instrucciones de acudir a la corte de Yvraine e informarla de la decisión de coronar a Imrik.

El barco enfiló hacia uno de los anchos ríos y se introdujo en las aguas de Avelorn cuando ya se ponía el sol. Los árboles, sauces que hundían sus alargadas frondas en el río, poblaban ambas orillas. Una bandada de murciélagos emergió de su guarida y cubrió como un manto oscuro el sol crepuscular. Se oían alaridos, aullidos y gruñidos arrastrados por la brisa vespertina, y Carathril se alegró de encontrarse a bordo del barco y no en tierra.

El río era ancho y de fácil navegación, de modo que la nave continuó deslizándose por sus aguas durante la noche. Cuando las lunas asomaron en el cielo, el aspecto de la floresta volvió a cambiar. Bañadas por la luz plateada de Sariour, los árboles parecían bailar y susurrar mecidos por el aire, y sus mensajes secretos resonaban en la superficie del agua como un murmullo lejano. El río rebosaba vida; se vislumbraban peces, ranas y lagartos rondando por las plácidas aguas, enfocados por la luz de la luna que se filtraba por las nubes que encapotaban el cielo. El reclamo de los chotacabras y los aullidos de los lobos llegaban de todas direcciones, y a Carathril le resultó imposible conciliar el sueño.

Al amanecer llegaron a un vasto meandro del río, que giraba hacia el oeste, en dirección a los picos de los Annulii que apenas se vislumbraban en la distancia irguiéndose por encima de la bóveda de frondas. Con la llegada del día, los animales acudían a la ribera para abrevar. Aquí y allá, entre los árboles se abrían extensos claros donde pastaban manadas de venados y los zorros acechaban amparados en la maleza.

Carathril estaba convencido de que había advertido otro movimiento en la penumbra que se extendía bajo las copas de los árboles; nada relacionado con aves o bestias de otro tipo, sino de los propios árboles. El heraldo sabía que Avelorn estaba vivo, y en las viejas historias que había oído se hablaba de hombres árbol que protegían los bosques; muy distinto era ver con los propios ojos esas criaturas meciéndose en las sombras; espíritus de corteza y hojas que crujían y aullaban como árboles azotados por un vendaval.

Poco después del mediodía, la nave arribó a un embarcadero; no se trataba de una estructura de madera, sino que eran las raíces gigantescas de un árbol que se adentraban en el río. Una compañía de guerreras embutidas en armaduras aguardaban en la orilla: la Guardia de Doncellas de Avelorn. Nada más avistarlas, el capitán ordenó virar la nave para dirigirse hacia el muelle natural y el barco atracó junto a la intrincada maraña de raíces.

La capitana de la Guardia de Doncellas se acercó a la nave, con una Lanza empuñada en una mano y un escudo en la otra; su larga melena ondulada se precipitaba por debajo del yelmo verde y dorado, y sus ojos también verdes refulgían con un brillo que a Carathril le traspasó el corazón. Habló con una voz que sonó lejana, con la mirada perdida, como posada sobre algo invisible para los demás, y que en Carathril evocó el susurro de las hojas y en el murmullo apagado del agua deslizándose por las rocas.

—Todo el bosque habla de vuestra llegada —dijo la capitana—. Soy Althinelle, protectora del claro y capitana de la Guardia de Doncellas. ¿Quién está al mando?

El capitán del barco señaló a Carathril, que enfiló titubeante en paralelo a la barandilla para dirigirse a Altharielle.

—Soy Carathril, natural de Lothern y en los últimos tiempos ciudadano de Tor Anroc —gritó hacia la capitana—. A bordo me acompañan heraldos con la misión de entrevistarse con la Reina Eterna. Mi cometido es seguir río arriba con destino a las montañas de Cracia.

—Hemos esperado con ansia vuestra llegada —replicó Altharielle—. Nuestra reina vive atenazada por la angustia. Siente que las tinieblas están engullendo Ulthuan y desearía conocer la causa.

—El Rey Fénix Bel Shanaar ha muerto —dijo Carathril—. El príncipe Malekith retó a la ira de Asuryan para sucederlo y fue rechazado. Las llamas lo consumieron y el templo se derrumbó.

—Traéis noticias graves —repuso Altharielle, que, haciendo un gesto de conformidad con la cabeza, añadió—: Vuestros heraldos pueden desembarcar. Los conduciré hasta la reina Yvraine. Tenéis vía libre para continuar río arriba. ¿Qué motivo os empuja a viajar a Cracia?

Los marineros soltaron las escaleras de cuerda y los heraldos se encaramaron a la borda y descendieron por ellas hasta el embarcadero. Entretanto, Carathril dudó si responder; más por costumbre que por desconfianza. Era imposible que los sectarios o los naggarothi se hubieran acercado a Avelorn, pues la Guardia de Doncellas habría defendido los bosques del influjo de los cytharai.

—Se supone que allí he de encontrar al príncipe Imrik —respondió al cabo Carathril—. Muchos príncipes murieron asesinados por los naggarothi en el santuario de Asuryan, e Imrik va a ser coronado sucesor de Bel Shanaar. Tenemos que encontrarlo y escoltarlo para que llegue sano y salvo a la Isla de la Llama.

—De acuerdo —dijo la capitana de las Doncellas; en su tono se advertía un atisbo de regocijo—. Informaremos a las compañías emplazadas en las fronteras de Cracia para que velen por vuestra seguridad durante el viaje de regreso. La Reina Eterna garantizará la integridad de su futuro marido. Que Isha os bendiga.

—Por favor, trasladad mi gratitud y mis saludos a la Reina Eterna —dijo Carathril.

Altharielle se echó a reír, y sus carcajadas despertaron el alborozo en el corazón de Carathril.

—Dad por descontado que Yvraine recibirá vuestra gratitud y vuestros saludos, Carathril de Lothern, en los últimos tiempos ciudadano de Tor Anroc.

La capitana de las Doncellas retrocedió y, justo antes de que se diera la vuelta, Carathril se apercibió de algo extraño: los ojos de Altharielle parecían ahora azules, no verdes. Sin embargo, el heraldo meneó la cabeza y achacó la impresión a una jugarreta de la peculiar luz del bosque. Todo el episodio lo había dejado un tanto aturdido, y se retiró a su camarote para echarse un rato.

Carathril no se acostó con la intención de dormir, pero, como apenas había descansado desde la masacre en el templo, cedió al peso insoportable de los párpados y se sumió en un sueño profundo. Cuando despertó, vio a través de la ventana del camarote que ya era noche cerrada. Se sentía fresco y con energía, y, por algún motivo, en el camarote flotaba una intensa fragancia de flores silvestres.

* * *

El viento barría el valle en rachas huracanadas, arrastrando desde las cumbres las trazas de los albores del invierno. La nieve caía a ráfagas desde las crestas y las faldas de las montañas que se elevaban alrededor, y las lunas permanecían ocultas tras una densa masa de nubes.

Pese a la penumbra reinante, Elthanir veía perfectamente, y recorría el tortuoso sendero con el paso seguro de una cabra montés, saltando de piedra en piedra, serpenteando entre el ramaje de los arbustos que sobresalían de las paredes y sorteando con agilidad los salientes rocosos mientras se deslizaba siguiendo el borde de un precipicio que caía escabrosamente a su derecha.

No sentía el frío, ni el dolor habitual en las extremidades tras numerosos días de viaje, ni el hambre que habría atormentado el estómago de un vulgar elfo, ni sequedad en la garganta. En su mente sólo había sitio para el fuego que ardía con furia detrás de sus ojos y que lo incitaba a continuar.

Los demás lo seguían en silencio. Nadie había abierto la boca desde que habían abandonado el palacio de Anlec, martirizado cada uno por su propia maldición, por el dolor abominable que lo consumía por dentro.

Elthanir se detuvo en un recodo del camino, justo donde daba comienzo el abrupto descenso al valle. Otra racha de viento le fustigó la capa y la capucha. Volvió la vista al norte y reconoció el Anil Arianni y el Anul Sethis, los picos gemelos que se elevaban por encima del resto de la cadena montañosa, unidos por una afilada cresta.

Conocía bien las montañas, pues marcaban la frontera de Nagarythe. Miró fijamente el paso conocido como la Puerta de Cracia y supo que su tormento desaparecería en un par de días.

* * *

La partida emergió del pinar en las alturas del Anul Sanan. La nieve caía liviana, y las botas de Imrik apenas dejaban huellas mientras éste avanzaba por la falda de la montaña con su lanza de caza de punta ancha colgada del hombro. Los rastreadores de la avanzada, arco en mano, se habían detenido al amparo de unos montones de rocas recubiertas de nieve.

—Hoy podría ser nuestro día de suerte —dijo Koradrel, a la espalda de Imrik—. Tal vez estemos ante algo que suponga un mayor desafío que un venado o un oso.

—Ojalá —replicó Imrik, echando la mirada atrás por encima del hombro.

Ambos príncipes iban ataviados con pieles de caza y capas forradas también de pieles, encapuchados para protegerse de la brisa gélida. Llevaban unos leotardos de lana sujetos por unas correas; los pies, protegidos por unas botas que les llegaban hasta las rodillas, y las manos, por unos gruesos guantes remachados con anillos de hierro. Y, encima de la ropa mullida, se habían puesto unos petos de armadura.

—Si esta batida no prospera, tendremos que montar el campamento para pasar la noche —dijo Koradrel, despidiendo una nube de vaho por la boca y señalando el sol que desaparecía por el oeste.

—¿No hay refugios por la zona? —preguntó Imrik.

—A media jornada a pie hacia el sur —respondió Koradrel—. Hay cuevas en la vertiente noreste de la montaña, lo suficientemente espaciosas para albergarnos a todos.

La partida estaba formada por veinte elfos: los dos príncipes, cuatro guías y catorce criados que se encargaban de los trineos tirados por caballos en los que transportaban las tiendas y los pertrechos. Todos los miembros de la cuadrilla iban armados con arcos y lanzas; los cazadores, además, llevaban hachas de mango largo y lucían armaduras. En uno de los trineos se había instalado un pequeño lanzavirotes, un primo menor de las máquinas de repetición para la guerra. El resto de los vehículos estaban cargados de víveres, redes, leña, ropa de recambio, faroles y antorchas, hachas para la tala y palas, alambre y cadenas para las trampas y los cepos, y haces de lanzas y flechas. En cualquier otro reino, aquella partida de caza podría haber pasado por un pelotón pertrechado para la batalla, pero en Cracia no era más que un grupo de elfos equipado con los avíos esenciales para una cacería.

Para Imrik, una batalla no comprendía tantos riesgos, y todos los miembros de la cuadrilla se mantenían ojo avizor, escudriñaban la penumbra que se extendía bajo las frondas de los pinos y examinaban cada roca y arbusto que se topaban a su paso.

Igual que Caledor, Cracia era un reino montañoso. En las cumbres del Espinazo del Diablo, los dragones abatían a las bestias de mayor tamaño que merodeaban por su territorio. En los picos cracianos, sin embargo, los elfos eran los encargados de controlar la presencia de los monstruos que los rondaban. El Vórtice de Ulthuan actuaba con fuerza por aquellos picachos rocosos e impregnaba el aire de magia, tiñendo levemente las nubes y la nieve con los colores brillantes del arco iris. Los poderosos vientos mágicos habían atraído hasta aquellas tierras toda clase de criaturas fabulosas; todavía era posible domesticar alguna si se la atrapaba de cría, como en el caso de los pegasos, los grifos y los hipogrifos. Las demás —mantícoras, hidras, basiliscos y quimeras—, sin embargo, eran bestias puras del Caos.

Desde hacía centurias, estos monstruos habían hecho de las montañas cracianas su hogar, y desde hacía centurias, su cacería constituía las fechas señaladas del calendario craciano. Los cracianos habían perfeccionado su destreza en el ejercicio de la caza, del montañismo y de la selvicultura hasta elevarlas a la categoría de arte. En varias ocasiones durante sus campañas en Elthin Arvan, Imrik había recurrido a la maestría de sus aliados cracianos para limpiar una zona de bestias molestas.

Al príncipe caledoriano le gustaba el carácter del pueblo craciano, ya que, aunque se hallaban en dos extremos opuestos de Ulthuan, sus reinos tenían mucho en común. Pese a que Cracia carecía del esplendor consustancial de Caledor y no podía ensalzar la figura de un fundador del renombre del Domadragones, gozaba de su propia grandeza natural, y su pueblo, habituado al aislamiento al que se veía abocado durante el invierno, era tenaz de cuerpo y de espíritu.

Estaba fuera de toda duda que eran fieros guerreros. La mayoría de los criados, al igual que Koradrel, lucían pieles de los célebres leones blancos cracianos. La caza de uno de esos enormes felinos constituía una prueba de que el guerrero había alcanzado la edad adulta y de su destreza, y no se permitía que ningún craciano se pusiera la piel de un león blanco a menos que lo hubiera cazado con sus propias manos. Imrik había abatido dos de esos animales durante sus cacerías, pero había renunciado a la posibilidad de vestir tan honrosa capa; en tono jocoso, durante una jornada de caza, había confesado a Koradrel que le daba miedo que la prenda llevara a la confusión a los dragones de Caledor y que alguno lo devorara por error cuando regresara a su hogar. Sin embargo, la verdad era que no se sentía con derecho a exhibir sobre los hombros tal símbolo de poderío, pues él no era más que un visitante en aquellas tierras en las que un auténtico cazador craciano debía vivir y cuyo aire debía respirar todos los días de su vida.

La partida de los príncipes alcanzó la posición de los exploradores y se cobijó en los montones de rocas. Contento por hallarse protegido del viento, Imrik se quitó la capucha y la cinta que le mantenía la cabellera recogida detrás y se pasó la mano por el pelo.

—¿Ves algo? —preguntó el caledoriano, dirigiéndose al guía que tenía más cerca, un elfo llamado Anachius.

El guía asintió con la cabeza y señaló un punto en la falda de la montaña. Imrik divisó la mancha penumbrosa de la boca de una cueva y reparó en el suelo, pisoteado y sin nieve, de las inmediaciones de la entrada.

—Una guarida —dijo Imrik, con una sonrisa en los labios. Volvió a echarse el pelo hacia atrás, se colocó la cinta y se volvió a Koradrel—. ¿Qué hay ahí dentro?

—Vayamos a averiguarlo —respondió el craciano, que cogió la lanza que había dejado apoyada contra una roca.

La cuadrilla se alejó cautamente del montón de rocas sin apenas hacer ruido y dejando el más leve rastro de pisadas en la nieve. Imrik aferró su lanza con ambas manos, respirando superficialmente y con los ojos clavados en la cueva. Anachius se adelantó junto con otro guía, y ambos se deslizaron rápidamente por el accidentado suelo, con las pieles de león ceñidas a los cuerpos.

Los cazadores se detuvieron a un disparo de flecha de la entrada de la cueva; los guías continuaron adelante, dieron un rodeo que los alejó de la cueva por un tramo de rocas diseminadas y examinaron a conciencia el terreno, señalando las huellas que descubrían. Tras un breve intercambio de opiniones, el otro guía regresó al grupo principal mientras Anachius enfilaba con suma cautela hacia la cueva.

—Sin duda hay una criatura en el interior de la gruta o en los alrededores —informó el guía—. No hemos hallado plumas, y las huellas de las garras revelan que se trata de una bestia grande. Hemos encontrado mechones de pelaje en las rocas; nada de escamas ni vestigios de fuego. Desde la cueva llega el hedor a carroña.

—Por lo tanto no se trata de un grifo ni de una hidra —concluyó Koradrel.

—Ni de una quimera —añadió Imrik—. No habría dejado restos de carne.

—Muy cierto —convino el guía.

—¿A qué nos enfrentamos, entonces? —inquirió Koradrel. Un alarido de Anachius respondió la pregunta.

—¡Una mantícora! —anunció el guía voz en grito, huyendo a todo correr de la entrada de la gruta.

La bestia emergió de la cueva detrás de él, y la ladera de la montaña tembló sacudida por un rugido. El cuerpo del monstruo tenía las hechuras toscas de un león gigante, con el pelaje marrón oscuro salpicado de manchas de un intenso color naranja. Dos alas enormes, como las de un murciélago, le sobresalían del lomo, y unas garras como cimitarras blancas iban estriando el suelo pedregoso en su carrera por la ladera de la montaña. Tenía una cola segmentada como la de un escorpión, que se arqueaba por encima de las alas y rematada por un aguijón largo como una lanza. Sin embargo, lo más aterrador era su rostro, inquietantemente felino y con facciones de elfo, con la tez oscura y enmarcado en una exuberante melena de pelo rojo y brillante.

La bestia lanzó otro rugido y los elfos aprestaron las armas. Algunos miembros de la partida corrieron hacia Anachius, dedicándole gritos de ánimo. La mantícora dio un salto con las alas extendidas y alcanzó sin esfuerzo al desesperado guía.

Anachius se volvió en el último momento, alarmado por un grito de Koradrel, levantó la lanza justo cuando la bestia caía sobre él y la moharra con la runa inscrita abrió un tajo en el pecho de la mantícora. Ésta, de un zarpazo con su pata descomunal, arrebató el arma de las manos del guía y lanzó contra el suelo a Anachius, cuyo brazo quedó oscilando sin fuerzas.

En un abrir y cerrar de ojos, la mantícora se abalanzó sobre el guía y apretó las mandíbulas alrededor de su torso, hasta casi partir en dos al desdichado elfo.

—¿Luchamos o huimos? —preguntó Imrik.

—¡Luchamos! —respondió Koradrel—. Una mantícora nos perseguiría sin descanso hasta Tor Achare. ¡Agazapaos en las rocas!

Imrik retiró violentamente la mirada de la mantícora que descuartizaba a Anachius, arrancándole las extremidades una a una y descargando sobre el manto blanco del suelo una lluvia compuesta de sangre, vísceras y fragmentos de hueso. Un bramido grave resonaba detrás de los cazadores que se retiraban para guarecerse detrás de los montones de piedras.

El caledoriano echó un vistazo por encima del hombro sin detener la carrera, y advirtió que el monstruo no comía, sino que simplemente se dedicaba a despedazar el cuerpo con una ira desatada, luego zarandeaba los pedazos de carne apresados en la boca y los arrojaba por el aire. La mantícora proseguía su tarea de rasga y rompe con sus garras, reduciendo el cuerpo del elfo a tiras carmesíes.

Cuando llegó a las rocas, Imrik se detuvo junto a Koradrel; volvió la vista atrás y no vio más que a una pareja de cazadores corriendo hacia ellos con las armas prestas. Los otros dos habían regresado a la caravana y estaban preparando el lanzavirotes en el trineo.

—Son aterradoras, aunque de una agresividad irracional —comentó Koradrel—. Hemos de atraerla para situarla en el radio de acción del lanzavirotes. Cuando la hayamos tumbado, la atacaremos en grupo. Ni las lanzas, ni las hachas ni las flechas le harán daño.

Imrik le hizo un gesto de asentimiento y apretó el puño alrededor de la lanza, con el hombro apoyado contra las piedras. La mantícora concluyó su frenética escabechina y levantó la cabeza; la movió a derecha e izquierda, olfateando el aire y sacudiendo las orejas, tratando de detectar algún ruido. Entonces lanzó otro rugido y se elevó en el cielo; su batida de alas carecía por completo de la elegancia del vuelo de un dragón, sin embargo, ascendía con gran velocidad mientras examinaba el suelo en busca de una nueva presa.

Varios guías encendieron las antorchas, abandonaron el amparo de las rocas y agitaron los leños llameantes para atraer la atención de la bestia y alejarla de la caravana.

Cuando la mantícora emprendió su descenso en picado con las patas delanteras extendidas, los portadores de las antorchas las soltaron y regresaron corriendo a las rocas, apremiados por la bestia que caía sobre ellos con la ira de un rayo. Los elfos alcanzaron el parapeto justo cuando el monstruo tocaba tierra, rugiendo y soltando zarpazos.

Hasta Imrik llegó su aliento tórrido y pestilente a carne putrefacta y sangre fresca. La mantícora divisó al príncipe y se abalanzó sobre él, pero Imrik se arrojó detrás de unas piedras justo el instante previo a que las garras del monstruo hicieran añicos la roca y los cascajos salieran disparados por el aire.

Sin dejar de rugir, la bestia viró a la derecha; jadeando y resoplando. Koradrel apareció por su derecha y le arrojó una lanza; el arma se hundió en las costillas de la mantícora, justo debajo de la axila. El monstruo soltó un alarido colérico y se dio la vuelta, meneando la cola, aunque no con la presteza suficiente para golpear al craciano, que se había replegado sin perder un segundo.

La mantícora tensó los músculos de una manera que daba a entender que iba a reemprender el vuelo. Uno de los cazadores emergió de la sombra que proyectaban las piedras enarbolando un hacha y lanzando un berrido desafiante. El monstruo se volvió y se lanzó al ataque, pero el cazador se deslizó rodando por debajo de sus zarpas y recorrió con el filo de su arma el vientre de la criatura. La sangre empezó a regar a chorros la nieve.

El cazador se puso en pie con gran agilidad y salió corriendo hacia las rocas; en este caso, sin embargo, y a diferencia de Koradrel, el elfo no pudo alejarse lo suficiente de la bestia cuando ésta descargó su aguijón. La punta se hundió en su espalda y lo atravesó para emerger por su hombro. El elfo cayó al suelo fulminado; la mantícora extrajo el aguijón y la sangre mezclada con espuma empezó a manar a borbotones de la boca del cazador.

Debilitada por las heridas, la mantícora empezó a dar vueltas alrededor de los montones de piedras, soltando latigazos con la cola y con las alas plegadas. Imrik la miró a los ojos y vio unos globos oculares amarillos y coléricos, y se maravilló del daño que podía llegar a causar una bestia que albergaba tanta ira en su interior.

La mantícora dio dos zancadas y, de un salto, con una agilidad sorprendente, se encaramó al montón de piedras más alto, desde donde escudriñó las rocas que se extendían a sus pies mientras los elfos salían despavoridos en todas direcciones. Koradrel pasó corriendo junto a ella y la bestia lo derribó de un zarpazo de bruces contra el suelo.

Imrik, dejándose llevar por su instinto, se subió a una roca lanza en mano. El repentino movimiento hizo que la mantícora desviara la atención del príncipe caído y la volviera hacia él. Imrik se agachó para esquivar el aguijón, que repicó contra una roca en cuya superficie dejó un espeso rastro de veneno, y acudió junto a Koradrel; asestó un golpe con su lanza hacia arriba, pero el tajo, ejecutado con precipitación, sólo causó una herida superficial en el hombro de la mantícora, que le respondió con un zarpazo en el pecho que lo lanzó hacia atrás. El peto de la armadura de Imrik quedó abollado y marcado por dos arañazos que lo recorrían de arriba abajo en paralelo, pero le había salvado de una extirpación instantánea de las vísceras.

Se sumaron más cazadores a la refriega, enarbolando hachas de mango largo y aguijoneando a la bestia con lanzas. La mantícora los salvó de un salto para alcanzar de nuevo una posición elevada y aterrizó aplastando a un elfo con la cola. Los cracianos luchaban sin tregua y, cuando Imrik recuperó el aliento, habían obligado al monstruo con sus armas a erguirse con un rugido.

Imrik oyó un crujido lejano y un segundo después el cuello de la mantícora se había convertido en una fuente de sangre de cuyo costado sobresalía una flecha. La bestia se tambaleó hacia un lado y se precipitó de la roca a la que se había encaramado, sacudiendo las patas y meneando enloquecidamente la cola. Un hachazo certero le seccionó el aguijón, y del muñón empezó a manar una mezcla de sangre y veneno.

Sin embargo, la bestia seguía viva, y giró para ponerse en pie, desplegó las alas y rugió encolerizada. Para impedir su huida, Koradrel reunió a sus guerreros y saltó al lomo del monstruo para hundirle la lanza en el espinazo. La mantícora volvió a desplomarse sobre las rocas y Koradrel se bajó de ella con la ligereza de una pluma. Un elfo incauto perdió una pierna alcanzado por los coletazos agónicos de la criatura.

Visto que la muerte de la mantícora no requería más intervención, Koradrel ordenó a sus elfos que se alejaran hasta una distancia de seguridad. Imrik se reunió con su primo, y ambos permanecieron apoyados el uno contra el otro, respirando fatigosamente. La excitación de la batalla se apoderó del príncipe caledoriano mientras contemplaba a la bestia moribunda. Bajó la mirada y se dio cuenta de lo cerca que había estado de compartir su fatal destino; la sensación de alivio, mezclada con el ardor guerrero, suponía una inyección de energía. Imrik miró a los ojos a Koradrel y en ellos vio reflejado ese mismo fulgor. Ambos se echaron a reír y se fundieron en un abrazo.

Transcurrido un rato, y ya dominado su entusiasmo, Imrik observó con las cejas enarcadas a la criatura muerta.

—Con que eso es una mantícora, ¿eh? —dijo el caledoriano—. Pues ya he visto una.

* * *

Desde que Bel Shanaar lo había nombrado heraldo, Carathril había cruzado las Montañas de los Annulii en numerosas ocasiones, si bien nunca habían dejado de impresionarlo. El paso a Cracia desde Avelorn, por algunos de los pasos en las cotas más altas de todo el anillo de cumbres, le permitió experimentar la fuerza del Vórtice con una intensidad desconocida para él hasta entonces. Era como sí la magia le tirara del pelo, como si se filtrara por los poros de su piel; y eso le ponía los nervios de punta. Las nubes que ocultaban las montañas estaban matizadas de púrpura, de rojo y de verde, y a través de los escasos resquicios que dejaban, los peculiares arco iris titilaban recortados sobre la luz del sol, con sus franjas de colores deformadas por el efecto de la magia.

La fama de Cracia como hogar de innumerables monstruos peligrosos era universal, y la Guardia del Mar que acompañaba a Carathril permanecía alerta, a la espera de un ataque en cualquier momento. El invierno se acercaba a pasos agigantados en aquellas tierras septentrionales, y cuando la partida despertó la mañana del tercer día desde que habían dejado el río, se encontró con el suelo y las tiendas cubiertas por un delgado manto de nieve. Carathril había estado en Cracia con anterioridad, e iba preparado con una capa con capucha forrada de piel y con guantes también de piel mullida. La Guardia del Mar también se había pertrechado con ropa invernal, de modo que, abrigados contra el viento frío y contra la gélida aguanieve, los elfos se adentraron en las tierras de Cracia.

La Guardia del Mar no se mantenía ojo avizor únicamente por temor a los monstruos. La ruta que seguía la compañía los llevaba por el Paso del Fénix, uno de cuyos tramos discurría por Nagarythe, así que, aun manteniéndose en las cotas más altas, existía la posibilidad nada remota de toparse con soldados naggarothi patrullando la frontera.

A pesar de que las inclemencias cada vez más rigurosas del tiempo incrementaban la dureza del viaje, Carathril juzgó conveniente marchar una vez puesto el sol y buscar refugio durante el día para evitar el encontronazo con los naggarothi. Pese a esas preocupaciones, le acosaba la sensación de estar siendo observado, pues se hallaban en el territorio frecuentado tradicionalmente por los heraldos negros. Carathril había conocido a algunos miembros de la orden, y sabía que si éstos querían mantenerse ocultos, ni siquiera la aguda vista de la Guardia del Mar los descubriría.

El heraldo estaba ansioso por apretar el paso y regresar a suelo craciano cuanto antes, temeroso de que los heraldos negros avistaran la compañía en cuanto dejaran atrás el Paso del Fénix. Existía la posibilidad, incluso, de que ya hubiera jinetes cabalgando sin descanso con destino a Anlec para informar de su presencia. La situación era tan delicada tras la masacre del templo que Carathril no esperaba menos que una reacción violenta por parte de los naggarothi a cualquier entrada sin autorización en su territorio.

La compañía de Carathril marchó durante tres noches, a menudo sin seguir ningún rastro en absoluto, por las inhóspitas colinas del este de Nagarythe, aprovechando cualquier oportunidad para orientarse mediante la luna y las estrellas. Y durante tres días se cobijaron en grietas y cuevas, comieron comida fría y evitaron encender hogueras, envueltos en mantas para combatir el viento invernal.

La mañana del cuarto día, Carathril no dio la orden de detenerse a la compañía y la tuvo marchando durante todo el día. Vadearon un río de aguas heladas que nacía en los Annulii y entraron en Cracia. En medio de los bosques no podían tomarse un respiro ni esperar la asistencia de refuerzos, de modo que pusieron rumbo este para alejarse de Nagarythe en cuanto el terreno les fue propicio.

De vez en cuando, Carathril echaba un vistazo atrás con el temor de avistar un jinete envuelto en una capa de plumas en lo alto de una colina lejana, o una compañía de soldados naggarothi afanados en su persecución. Pero el horizonte siempre aparecía despejado de enemigos, y sobre él sólo se divisaba el cielo frío y gris del norte de Ulthuan.

Esa noche acamparon al amparo de una elevación rocosa y se atrevieron a encender hogueras de nuevo para derretir nieve y cocinar una comida más saludable. Neaderin, el capitán de la Guardia del Mar, se unió a Carathril en la tienda de éste. El viento sacudía la lona y aullaba a su paso por entre las rocas.

—Ya hemos llegado a Cracia, ¿por dónde empezamos la búsqueda de Imrik? —inquirió el capitán.

Carathril carecía de una respuesta por el momento. El príncipe caledoriano se había negado a dejar ninguna pista sobre su paradero, y ni toda la magia de Thyriol había bastado para localizar a Imrik en medio del torbellino de los vientos mágicos del Vórtice.

—Su primo Koradrel vive en la capital, Tor Achare —dijo Carathril tras meditar un momento—. Tal vez Morai-Heg se apiade de nosotros y encontremos allí a Imrik, recién regresado de una cacería. En el caso contrario, sin duda la corte de Koradrel sabrá a dónde ha ido su señor.

—Entonces, ¿vamos directamente hacia el este, con destino a Tor Achare? —preguntó Neaderin—. ¿O rodeamos las montañas y entramos en la ciudad por el norte?

La decisión no era fácil. Carathril era consciente de la urgencia de la situación, pero el camino más corto podía ser el equivocado si se perdían en las montañas o si les sobrevenía algún infortunio inesperado. Por otro lado, consideró el tiempo de más que les llevaría rodear las montañas y atravesar los densos bosques que se extendían al norte de Tor Achare; la ruta era más segura, pero, aun sin contar con las jornadas que los retrasaría cruzar las montañas, invertirían en ella el doble de tiempo.

—Iremos por la ruta larga —anunció al fin el heraldo—. Aunque todavía el invierno no nos ataca con toda su crudeza, las montañas no son para aficionados. Y si Imrik está cazando en ellas, necesitaremos algunas indicaciones para localizarlo.

—Somos la Guardia del Mar, no montañeros —se quejó Neaderin—. Todo esto podría haberse evitado. Podríamos haber salido al océano por la Puerta de Lothern y haber rodeado por mar Ulthuan hasta la costa norte de Cracia.

—Con el príncipe Haradrin muerto, la anarquía y la desconfianza se habrán adueñado de Lothern —replicó Carathril—. Tenía mis dudas de que nos abrieran la Puerta de Lothern, y, aun en el caso de que lo hubieran hecho, el viaje por mar suponía correr el riesgo de muchos otros y muy diversos retrasos y distracciones. Lo siento, pero teníamos que hacerlo por las montañas.

Neaderin lanzó un suspiro y se marchó, dejando a Carathril muerto de frío y con el ánimo por los suelos. Las bajas temperaturas pesaban tanto en su pesimismo como la tarea que se le presentaba. En invierno, el clima en Eataine era el equivalente al verano craciano, y Carathril añoraba el sol que bañaba las casas encaladas de Lothern y las aguas reverberantes del puerto.

No había ninguna manera sencilla de encontrar a Imrik; sin embargo, Carathril se consoló pensando que, pese a que la necesidad de dar con el príncipe era acuciante, los naggarothi no podrían dar un paso hasta la Primavera; y, aun en el caso de que tramaran alguna acción perversa contra el próximo Rey Fénix, la tarea de encontrarlo resultaría tan ardua para ellos como lo era para él; de hecho incluso más, pues no contaban con aliados en Cracia para ayudarlos.

Ligeramente confortado por este pensamiento, Carathril intentó dormir y no pensar en el frío que le atería los dedos de las manos y de los pies.

* * *

El ruido crepitante del fuego apenas permitía oír el gimoteo del leñador y de su familia. Las llamas iluminaban su rostro, surcado de una mezcla de lágrimas y de la sangre que manaba del delicado corte que exhibía en la frente. El craciano parpadeó para enjugarse los ojos y levantó la mirada hacia Elthanir, con los labios ensangrentados y los dientes partidos.

—¡No os diré nada! —consiguió balbucear el leñador. Un reguero de saliva moteado de sangre se le deslizaba por la comisura del labio partido.

Elthanir meneó la cabeza. Sabía que estaba cerca. Su dolor se había mitigado y ahora no sentía más que una molestia en la parte posterior de la cabeza: las ascuas de un fuego que previamente había ardido con furia detrás de sus ojos. El leñador soltó un grito ahogado cuando Elthanir le extrajo la daga de entre las costillas.

—Imrik —gruñó Elthanir; el aturdimiento causado por el dolor apenas si le permitía concentrarse en la palabra—. ¿Dónde?

El naggarothi empleó el acero con los brazos del leñador, y le hizo unos tajos en las zonas más sensibles. Esto evocó en la memoria de Elthanir los rituales en el templo de Khaine, si bien, en el santuario embadurnado de sangre no se perseguía la obtención de una confesión.

El leñador hizo una silenciosa mueca de dolor, temblando violentamente. Elthanir hizo un alto en la tortura, temeroso de que su víctima perdiera el conocimiento o incluso muriera. Echó la vista atrás por encima del hombro y sacudió la cabeza en dirección a los demás. Uno de sus compinches se adelantó, arrastrando a un joven elfo que no debía de haber cumplido aún los quince años; en la otra mano empuñaba, ajeno al ardor de su propio cuerpo, un cuchillo con la hoja al rojo vivo que había permanecido sepultado en las llamas que consumían la cabaña. Envueltos por el velo fluctuante de aire provocado por el calor, el elfo acercó la hoja a la boca del muchacho para obligarle a abrirla.

Detrás de él, la esposa del leñador se abalanzó, sollozando y dando bandazos, hacia su hijo, pero un rodillazo en el vientre la detuvo. La hija, más joven aún que el muchacho, forcejeaba aprisionada entre los brazos de otro de los asesinos, empapada de lágrimas.

Elthanir agarró al leñador por su larga cabellera y le giró la cabeza para que viera a su hijo. El craciano gimoteó.

—Imrik. ¿Dónde? —preguntó de nuevo el asesino.

* * *

Algo despertó a Carathril. Permaneció tumbado y con los ojos cerrados; sentía una presencia cercana. No oía nada salvo el viento, el chasquido de la lona y el crujido de las cuerdas. Ese silencio era el verdadero motivo de su inquietud, como si notara la ausencia de un ruido que esperara oír.

Abrió los ojos y vislumbró una figura más oscura que la penumbra dentro de su tienda. Un rostro encapuchado se inclinó sobre él.

—No opongas resistencia ni grites —le advirtió al oído el intruso, en un suspiro apenas audible.

Aquella voz le resultó familiar, si bien no consiguió identificarla. Algo le rozaba ligeramente el rostro y descubrió que se trataba de las plumas de la capucha del desconocido. ¡Un heraldo negro!

—No tengas miedo; no voy a hacerte daño. He venido para alertarte —dijo el oscuro elfo.

Un farol encubierto despidió un resplandor de luz roja. El extraño se levantó la capucha y la dejó caer sobre los hombros, y aparecieron unos Ojos verdes esmeralda y una cabellera negra azabache. Carathril ubicó la voz al ver aquel rostro. Era Elthyrior, quien había cabalgado con Malekith y con él en el ataque a la fortaleza de Ealith veinte años atrás.

—¿Estarás callado? —preguntó el heraldo negro. Carathril hizo un gesto de asentimiento, consciente de que si Elthyrior hubiera querido matarlo, ya lo habría hecho. El heraldo negro retiró la mano de la boca de Carathril y se irguió—. Perfecto. Me complace que confíes en mí.

—Yo no diría tanto —repuso Carathril.

Elthyrior sonrió y se sentó con las piernas cruzadas junto al saco de dormir de Carathril. Sus ojos eran dos brasas verdes a la débil luz de la tienda de campaña.

—Probablemente, esa sea la postura más inteligente que pueda tomarse dadas las circunstancias —señaló el naggarothi—. Los heraldos negros estamos divididos; algunos apoyan a Morathi y otros, no. Tengo noticias para ti, pero antes debes explicarme qué trae al heraldo del Rey Fénix a las montañas de Cracia.

—Podría exigir las mismas explicaciones a un heraldo naggarothi —replicó Carathril, incorporándose y embozándose con la manta para protegerse del frío. Reparó con inquietud en que, a diferencia de su aliento, que salía despedido de su boca en minúsculas volutas de vaho, de la boca del heraldo negro no emanaba nada cuando hablaba.

—Morai Heg ha dirigido mis pasos hasta aquí, de igual modo que me conduce a todos los lugares de importancia —contestó Elthyrior—. Has de saber que estoy al tanto de los rumores que circulan sobre lo ocurrido en el Templo de Asuryan y en Tor Anroc. Conocéis a Alith de Anar, ¿verdad?

—Sí —respondió Carathril. El exiliado príncipe naggarothi había acudido a él en busca de apoyo para solicitar asilo al Rey Fénix.

—Alith aún vive y ha regresado junto a su familia, en lo que supone el primer paso por una senda que lo conducirá a los lugares más oscuros —dijo Elthyrior—. Sé de la muerte de Bel Shanaar y del asesinato de la mayoría de los príncipes en la Isla de la Llama, pero desconozco el motivo. Morathi ha abandonado Tor Anroc y ha vuelto a Anlec con el cuerpo de Malekith. Veo y sé muchas cosas, pero sigo sin comprender qué trae al heraldo del fallecido Rey Fénix a Cracia, escoltado por una compañía de soldados de Lothern.

—¿Por qué habría de decírtelo? —inquirió Carathril. El hecho de que Elthyrior supiera tanto resultaba perturbador, y Carathril se preguntó si no estaría manteniéndolo con vida únicamente para sonsacarle el objetivo de su misión.

Algo de la suspicacia de Carathril debió de traslucir de la expresión de su rostro, pues Elthyrior sacó un cuchillo del cinturón, apretó el puño de Carathril alrededor de la empuñadura y se llevó la hoja a la garganta.

—Un heraldo negro también es mortal —aseveró Elthyrior—. En cuanto sospeches de mi sinceridad o temas por tu vida, puedes acabar conmigo de un simple tajo. Te ahorraré más preocupaciones y te expondré lo que yo creo, y tú puedes limitarte a responderme si mis suposiciones son verdaderas o falsas.

Carathril caviló un momento y no vio más que sinceridad en los ojos del heraldo negro.

—Adelante —respondió el heraldo del Rey Fénix.

—Estás buscando al príncipe Imrik de Caledor —dijo Elthyrior, y, con una sonrisa, añadió—: Por tu semblante entiendo que estoy en lo cierto. El príncipe pasó por aquí en otoño, embarcado en una cacería con su primo Koradrel. Ahora, el heraldo del Rey Fénix marcha apresuradamente hacia el norte con una compañía de soldados. No es muy difícil encontrar la relación entre ambos hechos.

—¿Por qué te has introducido furtivamente en mi tienda? —preguntó Carathril—. Habría confiado más en ti si te hubieras presentado a plena luz del día.

—No puedo arriesgarme a que me descubran —respondió Elthyrior—. La traición es el arma más poderosa que los naggarothi tienen actualmente en su arsenal. ¿Tú responderías por todos tus soldados? ¿Estás seguro de que ninguno de ellos está vinculado a los cultos de los cytharai?

Carathril reconoció para sus adentros que carecía de tamaña confianza en sus soldados, pero no haría partícipe de su aprensión al heraldo negro. La Guardia del Mar era leal a Eataine, y Carathril llegó a la conclusión de que, aun en el caso de que un par de ellos estuvieran corrompidos por las sectas, poco podían hacer mientras estuvieran rodeados de enemigos.

—Veo que me entiendes —señaló Elthyrior—. Morathi y sus partidarios se valen de la traición y de la suspicacia para asestar sus golpes letales. Seríamos unos necios si confiáramos en los demás en estos tiempos que corren.

—Tienes razón —admitió Carathril, asintiendo con la cabeza—, estoy buscando a Imrik de Caledor. Un puñado de príncipes ha sobrevivido a la masacre, y quieren elegir al sucesor de Bel Shanaar en el Trono del Fénix.

—Imrik es una buena elección —afirmó Elthyrior.

—No he dicho que el elegido sea Imrik —replicó Carathril.

—No, pero eso explicaría por qué hay siete asesinos buscándolo a más de un día de distancia de aquí —respondió el heraldo negro.

—¿Cómo? —A punto estuvo Carathril de degollar a Elthyrior sacudido por el impacto de la noticia. Retiró la daga de la garganta del heraldo negro—. ¿De qué asesinos hablas?

—Son khainitas; los asesinos más despiadados —explicó Elthyrior—. Llevo cinco días siguiéndolos; desde que me topé con su rastro. Si giras hacia el este, te pondrás sobre sus pasos. Debes darte prisa. Me temo que ya conocen el paradero de Imrik.

—¡Hay que ponerse en marcha inmediatamente! —Carathril se quitó de encima la manta y se levantó.

—Por favor, aguarda hasta el alba —le rogó Elthyrior—. No os llevan mucha ventaja. Y mantén en secreto mi aparición de esta noche.

—Lo haré —respondió Carathril—. Antes de irte, ¿podrías decirme qué está ocurriendo en Nagarythe? ¿Qué planea Morathi? Cualquier información que pudieras darme sería de un valor incalculable.

—No todo Nagarythe está bajo el influjo de Morathi —dijo el heraldo negro—. La casa de Anar le opone resistencia; tras dejar atrás el Paso del Fénix te introdujiste en sus tierras, si bien no lo sabías. Frenarán los pies a Morathi mientras les sea posible, pero no pueden aguantar eternamente. Tengo la sospecha de que las sectas ya se han apoderado del control de Tor Anroc, según me explicó Alith antes de su huida. Tu visita, o la de cualquier otro heraldo enviado por los príncipes, supondría un gran riesgo. Lo más probable es que con la llegada de la primavera los primeros ataques tengan como objetivo Ellyrion y Cracia.

—¿Y te habrías guardado toda esa información si nuestros caminos no se hubieran cruzado? —le interpeló Carathril, impresionado por todo lo que sabía Elthyrior sobre los acontecimientos que estaban desarrollándose.

—Nuestros caminos se han cruzado precisamente porque tenía esa información —replicó el heraldo negro.

La respuesta del naggarothi no mitigó el recelo de Carathril, pero el heraldo del Rey Fénix prefirió no insistir en el asunto.

—¿Qué itinerario hemos de seguir para alcanzar a los asesinos? —preguntó Carathril, cambiando de tema.

—Al amanecer, marchad media jornada en dirección este —respondió Elthyrior, levantándose. Inclinó la cabeza con gesto compungido—. Me temo que a partir de ahí, la senda seguida por los asesinos se os mostrará con excesiva claridad.

—¿Tú también los seguirás?

—No —respondió el heraldo negro, meneando la cabeza—. Ya me encuentro fuera de las fronteras de Nagarythe, y las circunstancias cambian rápidamente. Morai Heg me había enviado a ti; ahora regresaré a Anlec y vigilaré la ciudad a la espera del siguiente movimiento de Morathi.

—Cracias por acudir a mí —dijo Carathril.

El resplandor penumbroso del farol desapareció y la tienda quedó sumida en la oscuridad. Carathril no oyó el más leve roce de plumas ni la sacudida de la puerta de lona, pero inmediatamente supo que el heraldo negro se había marchado. Permaneció inmóvil unos segundos, tratando de restablecer en su cabeza el orden desbaratado por Elthyrior. Cuando tuvo la seguridad de que el heraldo negro ya habría abandonado el campamento, encendió un farol, se puso el peto de la armadura y los avambrazos y se ciñó el cinto con la espada a la cintura.

Salió de la tienda y se fijó en que los centinelas que hacían guardia en el perímetro del campamento no se habían movido, y en que el resplandor de las hogueras alumbraba un tramo de la falda de la montaña. Carathril enfiló hacia el centinela que le quedaba más cercano.

—¿Algo fuera de lo normal? —preguntó el heraldo.

—Nada —respondió el soldado—. Ni siquiera un pájaro ha alterado la paz.

Carathril meneó la cabeza, desconcertado por los misteriosos métodos de los heraldos negros, y se dirigió a una de las fogatas, donde permaneció sentado hasta que el primer rayo de sol despuntó por el este. Entonces envió a un miembro de la Guardia del Mar, en busca de Neaderin.

—Hace demasiado frío para levantarse tan temprano —rezongó el capitán, calentándose arrimado al fuego—. ¿Qué es tan urgente?

Carathril había estado dando vueltas en la cabeza a cómo explicarle su cambio de planes sin mencionar a Elthyrior. No quería mentir a Neaderin, pero tampoco podía revelar la visita del heraldo negro.

—Creo que nos llevaría demasiado tiempo rodear las montañas —dijo el heraldo—. Imrik debe ser coronado Rey Fénix cuanto antes; no se puede conceder tiempo a los naggarothi para reaccionar a los sucesos de la Isla de Llama. Con la inminente llegada del invierno, sería mejor que Imrik abandonara Cracia más pronto que tarde. Nos dirigiremos al este.

Neaderin miró con severidad a Carathril, disgustado por la noticia. El heraldo ya esperaba una reacción adversa del capitán, pero no se sentía con humor para discutir.

—Yo estoy al mando de la expedición y he tomado una decisión —aseveró, poniéndose en pie—. Quiero que la compañía desayune inmediatamente y levante el campamento. Si me necesitas, estaré ocupado con los preparativos para la partida.

Carathril dio la espalda al atónito capitán de la Guardia del Mar y enfiló de regreso a su tienda, haciendo un esfuerzo para no dejarse llevar por la precipitación.