SEIS
Los cazadores emprenden la marcha
La Isla de la Llama era un hervidero de actividad cuando Carathril inició su travesía por el Mar Interior. Se enviaron naves para recoger soldados que sumar a la guardia de los príncipes supervivientes, y heraldos para informar a los reinos de lo acontecido y presentarles la propuesta de la elección de Imrik como sucesor de Bel Shanaar. Sin el conocimiento de quienes quedaban en el Templo de Asuryan, Bathinair y los caballeros de Anlec llevaron el cuerpo de Malekith al oeste; por medios brujescos solicitaron a una caravana que se reuniera con ellos en un tramo aislado de la costa ellyriana, y juntos cruzaron las llanuras y pasaron al otro lado de las montañas.
Los naggarothi llegaron a Tor Anroc, donde disfrazaron su relato de lo sucedido con un velo de mentiras y difundieron la noticia de la masacre. En medio de la consternación y la confusión reinantes, se liberó a Morathi y se le permitió acompañar el cadáver de su hijo hasta Anlec.
Al atravesar la comitiva una de las portentosas torres del guarda de la ciudad, Morathi se sentó junto a Malekith en el carruaje que lo transportaba y guardó silencio desde el mismo momento que abandonó Tor Anroc. En su interior bullía una ira que superaba incluso la rabia que había sentido cuando Bel Shanaar había sido coronado Rey Fénix en detrimento de su hijo.
—Esto no es un desaire a tu carácter —susurró al cadáver de Malekith—; no es un mero insulto. Esto es un ataque a Nagarythe, y una agresión a la memoria de tu padre. He sido demasiado indulgente con estos bufones. Tu muerte será vengada.
Posó una mano sobre el cuerpo envuelto en el sudario y unas lágrimas ardientes resbalaron por sus mejillas. En su cabeza se desplegó la imagen de Ulthuan arrasada por la guerra, de los usurpadores y los príncipes de medio pelo chillando y suplicando el perdón mientras sus guerreros los pasaban a cuchillo; erigiría monumentos en honor a su hijo tan descomunales como los dedicados a su marido, y todos los elfos rendirían homenaje a la grandeza de Malekith.
Tan enfrascada estaba Morathi en estos pensamientos que apenas si se percató del leve temblor que se produjo bajo la yema de sus dedos.
Con la duda de que hubiera sido producto de su imaginación, permaneció inmóvil durante una docena de segundos, con la mano posada sobre el pecho amortajado de Malekith. Llegó a la conclusión de que sólo había sido una sacudida del carruaje que se deslizaba por el pavimento, e hizo el ademán de retirar la mano.
Sin embargo, se repitió el leve temblor.
Morathi lanzó un grito ahogado mezcla de júbilo y de esperanza y retiró el sudario para dejar al descubierto el rostro devastado de su hijo, en otro tiempo hermoso y apuesto; los huesos y la carne se confundían y tenía los nervios al aire.
—Eres fuerte como tu padre —musitó, acercando la boca a los restos carbonizados de la oreja de su hijo. Se apretó la cabeza de Malekith contra la mejilla y le besó en la cara chamuscada—. Eres el heredero de Aenarion; el verdadero rey de los Elfos.
Un resoplido brotó de la boca sin labios de Malekith, que abrió un ojo del que se desprendieron unas escamas de piel; un pálido globo ocular se vislumbró en medio de la oscuridad devastada de su rostro. Miraba al frente, y su pupila emitía destellos danzarines de energía mística. Los destellos se convirtieron en brasas, en una diminuta llama de magia. La llama fue creciendo y oscureciéndose, y todo el ojo se transformó en un pozo centelleante de fuego negro, en cuyo fondo apareció una mota roja.
La mandíbula desollada se abrió y de la boca escapó un gritito áspero e ininteligible. Unos dedos se movieron debajo de la mortaja.
—No te muevas, mi bravo hijo —dijo Morathi, cuyas lágrimas eran ahora de esperanza y se precipitaban como perlas líquidas sobre el rostro de Malekith—. Reserva tus fuerzas. Yo cuidaré de ti. Te recuperarás. Lo juro por mi propia vida.
Un brazo destrozado asomó por el borde del sudario, soltando pedacitos de piel ennegrecida y con la mano estriada por finos regueros de sangre. Los dedos eran poco más que falanges carbonizadas que se doblaban en la nuca de Morathi para acercarla y que le acariciaban el cabello.
* * *
El mundo era un amasijo de luz y de tinieblas, de ruido y de silencio, de dolor y de insensibilidad. En los oídos de Malekith resonaban gritos incoherentes que, con su estridencia, silenciaban el lento palpitar de su corazón. Cada una de las partes de su cuerpo era una hoguera que lo consumía de dolor. Incluso su mente y su ánimo desaparecían pasto de las llamas, que alcanzaban hasta las entrañas mismas de su ser.
Malekith recibió agradecido la oscuridad.
No obstante, el periodo de inconsciencia no duró. El tormento que se ensañaba con su cuerpo no le daba tregua; no había descanso de la frustración y de la ira que le devoraban el cerebro. Cada vez que respiraba era como llenar los pulmones con las llamas del sol. Hasta la más leve bocanada de aire la sentía como si un juego de cuchillas le recorriera el cuerpo. Y los susurros no acababan; las voces en el umbral de lo audible que lo hostigaban y reían, que se burlaban de su desvarío. Volutas de polvo se arremolinaban sobre él, y cada mata diminuta mostraba un rostro con los dientes puntiagudos que lo miraba con lascivia. Las paredes le cantaban grandilocuentes composiciones mortuorias que hablaban de las perpetuas tinieblas. La luz que entraba por la ventana, de un fulgor doloroso, bailaba sobre su cuerpo maltrecho, dejando diminutos rastros de ceniza por su pecho.
Y todo ese el dolor. Un dolor insoportable; en todos y cada uno de los poros y de los músculos de su cuerpo; en todos y cada uno de los nervios y arterias chamuscadas. Vivir era sufrir una tortura interminable.
De nuevo la oscuridad cayó sobre él, y la recibió con los brazos abiertos.
Volvió a despertar. Se encontraba en el borde de un abismo y tenía la mirada fija abajo, en las tinieblas de la muerte definitiva. Era tan tentador lanzarse a la paz que ofrecía la muerte; sólo tenía que dar un paso. Un paso. Un pequeño paso y su tormento terminaría.
—No —gruñó, y esa solitaria palabra arrojó una punzada de dolor renovado por todo su cuerpo.
* * *
En el espejo de bronce se desarrollaba una escena en tonos rojizos. Las naves surcaban las aguas del Mar Interior, con el puerto de destino o de partida en la Isla de la Llama. La isla estaba envuelta por un manto de bruma que los sacerdotes habían desplegado con sus conjuros para ocultarla a los ojos de Morathi, que no tenía manera de averiguar lo que ocurría entre los muros del Templo de Asuryan. Sin embargo, la actividad frenética que tenía como escenario el mar prácticamente le revelaba todo lo que necesitaba saber; lo demás se podía suponer.
Morathi hizo una indicación con la mano y la imagen de la isla desapareció del espejo y cedió su lugar al reflejo de la reina, que se demoró unos segundos para contemplar su figura, deslizándose una mano por la línea curva de la cintura y de la cadera y acariciándose con un dedo las exquisitas ficciones de la mejilla y la mandíbula. Se pasó los dedos delgados por la lustrosa cabellera y se estremeció al sentir el contacto de su propia mano.
El momento de intimidad se vio interrumpido por la aparición, reflejada en el espejo, de una figura en la puerta detrás de Morathi. La reina se volvió al recién llegado, Bathinair.
—Thyriol está convocando a los príncipes —anunció el elfo. Sujetó en alto un pergamino raído y manchado de sangre—. Nuestros agentes arrebataron esta misiva a un heraldo de Saphery. Pretenden encaramar a Imrik al Trono del Fénix, majestad.
Morathi arrancó la carta deteriorada de la mano de Bathinair y la ojeó. Percibía el olor a sangre, a tinta, al aceite perfumado extendido por la piel de Bathinair.
—Una elección obvia —respondió Morathi—. ¿Cómo es que Imrik no murió con los demás?
—No había asistido al Consejo —explicó Bathinair—. Declinó la invitación de Bel Shanaar para ir de cacería a Cracia con su primo.
—En ese caso, aún disponemos de una oportunidad para hacer daño a nuestros enemigos —dijo Morathi, entre cuyos dedos la carta empezó a arder envuelta en llamas negras—. Acude al sumo sacerdote de Khaine y tráeme a los asesinos más despiadados de Anlec.
—¿Os proponéis asesinar a Imrik antes de que sea coronado? —preguntó Bathinair—. Me gusta la idea.
Sin mediar palabra, Morathi cruzó la cámara y agarró al príncipe por el cuello; por sus uñas pintadas de negro empezó a deslizarse la sangre que brotó de la garganta de Bathinair.
—Me da igual lo que te guste o te deje de gustar —gruñó, dejando que una pizca de la magia negra que albergaba en su interior se filtrara por las heridas del príncipe, quien siseaba y salivaba como una serpiente que hubiera recibido un mordisco, retorciéndose bajo la fuerza sobrenatural de Morathi—. Tráeme a los asesinos y ahórrame tus opiniones.
Morathi soltó a Bathinair y éste retrocedió tambaleándose y frotándose las heridas del cuello.
—Enseguida, majestad —dijo el príncipe, con la mirada aterrorizada.
Cuando Bathinair se marchó, Morathi entró en la cámara contigua, donde Malekith yacía inmóvil en el interior de un féretro, cubierto por numerosas sábanas. El naggarothi farfullaba y musitaba de una manera inaudible; sus puños se apretaban y se aflojaban, y su cabeza se movía ligeramente a un lado y a otro. Morathi posó una mano en la frente de su hijo, compungida por el delirio que lo atormentaba. Sus poderes de brujería no podían hacer nada para curarle las heridas infligidas por la llama sagrada.
No obstante, una sonrisa asomó a los labios de Morathi; pese a las alucinaciones febriles que lo asolaban, Malekith estaba recuperándose. Todos los días examinaba a su hijo y se percataba del más diminuto atisbo de vida que renacía en su cuerpo devastado. Si no se producía ningún contratiempo, le llevaría años recuperarse por completo; el tiempo suficiente para que Nagarythe subyugara toda Ulthuan y para asegurarse el Trono del Fénix para cuando se produjera el regreso triunfante de Malekith.
Junto al lecho había un taburete, y en él se sentó, sin levantar la mano de la frente de su hijo. Le hablaba constantemente y con delicadeza, y le relataba las mismas historias que le había contado cuando era niño: sobre Aenarion, los dioses y los demonios.
Morathi pasó la tarde reconfortando a su hijo maltrecho.
Al caer la noche, la hechicera regresó a la sala principal y advirtió la presencia de ocho elfos en el pasillo que se extendía en el exterior de la cámara. Corrió una cortina para salvaguardar la intimidad de Malekith de las miradas indiscretas.
Pasó Bathinair bajo el arco de la puerta, seguido por otros siete elfos. Los asesinos tenían el aspecto enjuto de lobos famélicos, con los rostros demacrados y los músculos tensos. Morathi percibía, como si se tratara de una neblina empalagosa, el roce de la magia negra que emanaba de sus espadas y de sus aceros, y que palpitaba en sus frasquitos con veneno y en sus alhajas en forma de runas. La sangre les teñía de rojo la piel y les embadurnaba el pelo, y llevaban los cuerpos perforados por aros y aretes de los que colgaban cráneos minúsculos y runas de Khaine.
Morathi los miró uno a uno a los ojos y no halló en ellos un barrunto de compasión, ni de clemencia, ni de afabilidad; únicamente, la frialdad de la muerte.
—Perfecto —aseveró, dirigiéndose a Bathinair y acariciándole la mejilla. Un escalofrío recorrió el cuerpo del príncipe, extasiado por el contacto con la reina—. Puedes regresar con los athartistas y retozar con ellos hasta que vuelva a convocarte.
—Cracias, majestad —dijo Bathinair, ávido por recibir las atenciones de las sacerdotisas y las sectarias hedonistas.
Cuando el príncipe abandonó la cámara, Morathi ordenó a los asesinos que se arrodillaran. Éstos la obedecieron y se postraron formando un semicírculo en torno a ella.
—Imrik debe morir —declaró Morathi—. Lo buscaréis y lo mataréis.
—¿Dónde podemos encontrarlo? —preguntó uno de los asesinos, mostrando sus puntiagudos dientes limados.
—En Cracia —respondió Morathi.
—Un elfo podría pasarse toda la vida perdido en esas cumbres —señaló otro—. ¿Cómo vamos a dar con Imrik?
—¿Vuestro espejo mágico nos guiará hasta él? —preguntó un tercero.
—La acción del Vórtice es demasiado potente en los Annulii —dijo. Morathi—. Ningún conjuro puede atravesar los vientos mágicos.
—Entonces, ¿tenéis algún rastro que podamos seguir? —inquirió un cuarto asesino.
—Cerrad los ojos yos lo mostraré —respondió Morathi con una sonrisa en los labios.
La reina empezó a salmodiar, suplicando a los patrones de los vientos oscuros que bendijeran sus conjuros. Pronunció sus nombres de uno en uno, y según los nombraba, la magia contenida en la cámara se hacía más densa y empezaba a arremolinarse; Morathi notó cómo se acumulaba a su alrededor y le resbalaba por el cuerpo, cálida y fresca, seca y viscosa. Escupió las palabras del encantamiento que había preparado, y cada sílaba brotaba como un estallido efervescente de su lengua; cada sonido Regaba diáfano a sus oídos.
Dobló los dedos y arqueó la espalda mientras la magia fluía por el interior de su cuerpo y a través de él, palpitaba en sus nervios y encendía todos sus sentidos. Tras siglos de práctica, Morathi se había sosegado; había sometido la magia a su voluntad y le había dado forma con sus palabras y sus pensamientos.
Los asesinos mantenían los rostros orientados hacia ella, con los ojos cerrados. Morathi sacudió las manos y unos rayos de energía negra salieron disparados de las yemas de sus dedos e impactaron en los ojos de los khainitas, quienes cayeron fulminados al suelo, gritando y sacudiendo brazos y piernas febrilmente, mientras la magia se filtraba por sus poros y se fundía con sus cuerpos.
Finalizado el conjuro, Morathi se derrumbó sobre una silla, jadeando exhausta. Con la yema de un dedo se enjugó una cuenta de sudor de la frente, con los ojos cerrados y respirando entrecortadamente. Se llevó la yema del dedo a la lengua y saboreó el residuo de la magia que había quedado en la gota de sudor.
Entre gruñidos, los asesinos fueron recuperándose; se llevaban las manos a la cabeza y maldecían y refunfuñaban por el dolor. Morathi abrió los ojos y se puso en pie. Se paseó por la fila de elfos que yacían boca arriba en el suelo. Su figura se elevaba imponente por encima de ellos.
—Sentiréis el mismo dolor que a mí me produce que Imrik siga vivo —les dijo la profetisa. Cuando llegó al último elfo se dio la vuelta para encarar a toda la fila—. EL dolor remitirá un poco con cada paso que os acerquéis a vuestra presa, y se intensificará con cada paso que os alejéis de ella. Os he marcado y no conoceréis el sueño, ni la sed, ni el hambre hasta que Imrik haya muerto. ¡Miradme!
Los asesinos levantaron la cabeza y miraron a Morathi con los ojos como dos esferas de vidrio rojo. Una runa negra ardía en la frente de todos ellos, grabada con fuego por medios brujescos; los elfos se retorcían y temblaban, incapaces de abstraerse del dolor lacerante que sentían en la cabeza.
—Matadlo y nunca más sentiréis dolor —les prometió Morathi. Y, señalando la puerta con el dedo, añadió—: Cuanto antes cumpláis vuestra misión, antes recuperaréis la paz. ¡Ahora id a Cracia! ¡Encontrad a Imrik y matadlo!