5: La elección de un rey

CINCO

La elección de un rey

El interior del templo estaba embadurnado con la sangre de los príncipes, con las paredes agrietadas y derruidas por el terremoto y con el suelo sembrado de escombros y cadáveres. Carathril, horrorizado, se abrió paso por el desastre tapándose la boca con una mano. El intenso color rojo de la llama de Asuryan teñía la horrenda escena, confiriéndole un lustre aún más perturbador.

Finudel se incorporó con un gruñido, quitándose de encima el cuerpo embutido en una armadura de un caballero naggarothi. Tenía la túnica rajada a la altura del hombro derecho, y la sangre le goteó de un tajo alargado cuando se puso en pie tambaleándose. Carathril salió disparado hacia él y lo ayudó a levantarse. Finudel se quedó mirando al heraldo con Ojos vidriosos y distantes; tenía el desconcierto escrito en el semblante.

—Era el mejor entre nosotros —farfulló Finudel—. ¿Cómo ha podido traicionarnos?

—¿Quién? —preguntó Carathril, despejando el asiento de una silla con la mano que le quedaba libre y sentando en ella al príncipe—. ¿Quién nos ha traicionado?

—Malekith… —susurró Finudel.

Un gruñido atrajo la atención de Carathril, que dejó a Finudel para hurgar en el repugnante montón de cadáveres; la sangre se le deslizaba por las manos y las mangas mientras apartaba cuerpos. Una mano se asió al dobladillo de su túnica, y cuando se volvió, se topó con Thyriol, cuyo rostro estaba más pálido de lo que era habitual en el mago. Un corte le cruzaba la frente y tenía los ojos sepultados bajo una costra de sangre.

—Soy Carathril —dijo suavemente el capitán—. Ya estáis a salvo.

—No —replicó Thyriol con la voz rasposa—. Nadie está a salvo. Malekith arrojará las tinieblas de Nagarythe sobre todos nosotros.

—Malekith ha muerto —afirmó una voz desde el otro lado del templo. Carathril desvió la mirada en dirección a la voz y vio a Thyrinor, príncipe de Caledor, arrodillado en el suelo y acunando en el regazo el cuerpo decapitado de su primo Caledrian.

—¿Qué queréis decir? —inquirió Thyriol, cuya voz empezaba a recuperar su firmeza y su timbre habituales.

—Lo vi introducirse en la llama sagrada —respondió Thyrinor—. Asuryan juzgó que estaba corrupto y lo quemó vivo antes de devolvernos su cuerpo. Sus caballeros huyeron llevándose sus restos.

—Yo los vi —apuntó Carathril—. Bathinair iba con ellos.

—Sí, Bathinair asesinó a Elodhir con una cuchilla que llevaba oculta —dijo Thyrinor—. ¿Quién sabe el tiempo que llevaba actuando como títere de Nagarythe?

Los elfos digirieron aquella información en silencio, hasta que Finudel se revolvió en la silla y se levantó vacilante; enfiló dando tumbos hacia la entrada del templo, agarrándose con una mano el hombro maltrecho.

—Doy gracias a Asuryan y a todos los dioses porque Athielle no estuviera presente en esta carnicería —dijo entre dientes el noble ellyriano.

—Muy pocos nobles se habían ausentado del Consejo —dijo Thyriol—. Más de la mitad de los gobernantes de Ulthuan yacen sin vida en esta cámara. Y de los que quedan vivos son en su mayoría señores de Nagarythe. La traición de Malekith ha sacudido nuestros cimientos, y nos ha infligido una herida de la que quizá nunca nos recuperemos.

—Tal vez Malekith haya muerto, pero Nagarythe prevalece —dijo Thyrinor—. Me temo que Morathi conocía en profundidad las intenciones de su hijo, y puede ser que en estos momentos Nagarythe esté aprestándose para emprender la invasión del resto de los reinos.

—Morathi se sentirá destrozada por la muerte de su hijo, y dará rienda suelta a su pena y a su ira descargándolas sobre nosotros —dijo Carathril—. Ahora me doy cuenta de que el enfrentamiento entre madre e hijo no era más que una farsa y de que durante estos últimos meses han estado preparando el terreno para un baile mortal de engaños.

—No queda nadie para liderarnos —gruñó Finudel—. ¿Quién aglutinará a los soldados? ¿Quién comandará las lanzas y los arcos en la guerra contra Nagarythe si nuestros mejores generales yacen muertos en esta cámara?

—Quizá sean muchos los que han muerto aquí —repuso Thyriol—, pero todavía siguen vivos elfos que podrían plantar cara a Nagarythe.

—Estáis refiriéndoos a Imrik, ¿verdad? —dijo Thyrinor.

La mención del príncipe caledoriano trajo a la memoria de Carathril el recuerdo de una carta que Bel Shanaar le había confiado. El heraldo salió corriendo del templo, saltando desmañadamente y sin pensárselo dos veces por encima de los cadáveres y de los escombros. Descubrió que la nave de Malekith ya había partido con los caballeros y los sectarios, quienes en su huida precipitada habían abandonado en el muelle las mercancías que no habían estibado. Obligado por unas preocupaciones indescriptibles, Carathril atravesó a la carrera los pabellones del campamento, que se había convertido en un enjambre de criados y soldados que corrían de un lado a otro espantados por el terremoto, se agachó para pasar bajo los estandartes ondeantes, saltó las cuerdas de las tiendas de campaña y siguió esquivando obstáculos en su carrera por el remolino de elfos.

Cuando llegó a su tienda, Carathril arrancó de cuajo la puerta y hurgó en su equipaje buscando el rollo de pergamino; lo sacó de su escondite y regresó al templo. Un guerrero con el uniforme de Eataine lo reconoció y lo agarró del brazo cuando pasó corriendo junto a él.

—¿Dónde está el príncipe? —preguntó el soldado.

Carathril vaciló antes de responder.

—El príncipe Haradrin ha muerto —dijo en un hilo de voz, levantando la mano que su interlocutor había posado en su manga ensangrentada—. Reúne a todos los soldados que puedas y aguarda mi vuelta.

Carathril hizo caso omiso del interrogatorio desesperado del guerrero y reemprendió la carrera con destino al templo, salvando de un brinco, por las prisas, las columnas derrumbadas. De nuevo en el interior del santuario, descubrió que varios sacerdotes habían escapado de la masacre, y ya se habían puesto a atender los cuerpos y a reparar los estragos del desastre, con el aturdimiento y la pena tatuados en el rostro. A Thyriol y a Finudel estaban lavándoles y vendándoles las heridas, mientras que Thyrinor deambulaba entre los príncipes caídos y sus asesores buscando supervivientes. Su rostro desencajado delataba la poca esperanza con la que realizaba la tarea.

—¿Qué lleváis ahí? —preguntó Thyriol cuando Carathril levantó el rollo en el aire.

—Quizá sea la última voluntad del legítimo Rey Fénix —respondió jadeando Carathril—. Bel Shanaar me confió esta misiva destinada al príncipe Imrik antes de mi partida de Tor Anroc.

—Abridlo —dijo Finudel, pero Carathril se mostró reacio a obedecerle.

—Bel Shanaar fue categórico en que sólo Imrik debía leer el contenido del pergamino —repuso Carathril—. No debía revelar su existencia a nadie más;

—Bel Shanaar ha sido asesinado e Imrik no está aquí —replicó Thyrinor con severidad—. Me parece que no me equivoco si digo que entre nosotros no se encuentra ningún partidario de Nagarythe, y los que hemos sobrevivido nos mantenemos leales a Ulthuan.

Pese a hacerlo sin un convencimiento absoluto, Carathril transigió; rasgó el sello de cera que mantenía cerrado el rollo y leyó en voz alta la misiva del Rey Fénix:

Estimado príncipe Imrik de Caledor:

Habréis de disculparme por los subterfugios que rodean la entrega de esta carta, pero, como ya habréis comprobado, vivimos tiempos teñidos de desconfianza. Los acontecimientos que están viviéndose en Nagarythe me llevan a pensar que los cultos y las sectas que han asolado nuestro pueblo durante estos últimos años sólo son un hilo más de un tapiz tejido por los gobernantes de Nagarythe. La entrega de Morathi a las tinieblas es absoluta, y no pondría la mano en el fuego por Malekith, si bien el príncipe se muestra mucho más serio en su empeño en restaurar la paz en Ulthuan. Me resulta imposible afirmar que en el reino del norte quede algún elfo leal al Trono del Fénix.

Mientras, por un lado, mi corazón alberga la esperanza de que se pueda evitar la guerra; por otro lado, mi cabeza me dice lo contrario. Malekith está decidido a emprender una campaña militar contra los naggarothi, y en este punto estoy de acuerdo con él. En lo que nuestros pareceres difieren es en el noble más idóneo para comandar esa acción. No puedo confiar ciegamente en Malekith, pues, si bien, en cierta manera no es cómplice de los culpables de la situación que vivimos, no deja de ser el príncipe de Nagarythe y el hijo de Morathi. Por tanto, temo que su resolución se resienta y no soporte la penalidad de luchar contra los enemigos a los que debemos enfrentarnos: amigos y pares suyos y súbditos de su propio reino.

Por ello acudo a vos, Imrik, y a nadie más. En el pasado me aconsejasteis emprender acciones contundentes, de modo que he de confiaros el mando de los ejércitos unidos de Ulthuan. No hay un elfo más bravo, ni más experimentado en el campo de batalla que vos; además, en Caledor se halla la fuerza más poderosa de nuestra isla. Mientras Caledor resista firme y se mantenga fiel a los principios de nuestro pueblo, Ulthuan perdurará.

Comunicaré a Malekith mi decisión antes de arribar a la Isla de la llama. Dudo que se lo tome bien, por decirlo con suavidad. Se enfrentará al Consejo para arrogarse el mando, y goza de la lealtad de muchos otros príncipes. Sólo el señor de Caledor está en igualdad de fuerzas en este conflicto, y espero poder contar con vuestro apoyo y el de vuestros hermanos en la defensa de mi decisión.

En el caso de que no pudiéramos hablar sobre este asunto, podéis confiar a mi heraldo Carathril, quien os entrega esta misiva, cualquier mensaje que queráis transmitirme; ya sea oralmente o por escrito. Su nobleza de espíritu y su lealtad están fuera de toda duda, y doy fe de él sin temor a equivocarme.

Que los dioses os bendigan y proteja nuestra tierra,

Bel Shanaar

Príncipe de Tor Anroc

Rey Fénix de Ulthuan

Thyriol arrebató el pergamino al heraldo para releerlo en silencio; el resto de los príncipes reflexionaron largo y tendido sobre el significado y las implicaciones de las palabras de Bel Shanaar.

—Se nos plantea una decisión difícil —dijo Thyriol—. El Trono del Fénix está vacío, y una espantosa amenaza está conjugándose para desafiarnos. Bel Shanaar parece bendecido con un singular don de la adivinación en la elección de sus palabras y en la decisión de confiar la carta a su heraldo. Me parece claro que el Rey Fénix habría querido que Imrik le sucediera de haber previsto lo que iba a ocurrir.

—Estoy de acuerdo —dijo Finudel—. Sin embargo, nosotros tres no podemos tomar solos esa decisión. Sólo porque Malekith obrara mal al pretender apropiarse de la corona, no corresponde a un puñado de príncipes ceñirla en la cabeza de otro elfo. En los reinos de los príncipes que ahora yacen sin vida sobre el suelo de este templo, hay herederos que tienen el mismo derecho que nosotros a manifestar sus preferencias.

—Aunque tejidas con los mimbres del engaño, las mentiras de Malekith, como todas las grandes ilusiones, hundía sus raíces en la verdad —dijo Thyriol—. Es improbable que el ejército de Nagarythe emprenda la marcha antes de la primavera, al menos eso nos concede un poco de tiempo para prepararnos.

—Me temo que Malekith también tenía razón cuando decía que no podíamos permitirnos el lujo de vacilar —señaló Thyrinor—. Si Imrik hubiera acudido al Consejo, tal vez podríamos actuar con mayor presteza, pero continúa en las montañas, totalmente ajeno al giro radical que han dado los acontecimientos.

—Tenemos que informarle inmediatamente y visitar los reinos que ahora han de llorar la pérdida de tanta sangre noble —declaró Finudel—. Si bien hemos de convocar un nuevo Consejo, no creo que nadie se oponga a que Imrik se ciña la corona del Rey Fénix.

—Excepto, quizá, el mismo Imrik —señaló Thyrinor, con una expresión de resignación en el rostro—. Ya rechazó comandar la guerra contra las sectas cuando hablamos la última vez. ¿Quién puede decir que no considerará prioritario y de mayor importancia salvaguardar la seguridad de Caledor ahora que Caledrian ha muerto?

—Caledor es fuerte, eso es cierto —dijo Finudel—. No obstante, ni siquiera la fuerza de Caledor bastaría para resistir las hostilidades de toda Ulthuan si el resto de los reinos sucumben al poder de Nagarythe. Imrik luchará; de eso no me cabe duda.

—¿Y cómo traemos a Imrik a la Isla de la Llama? —inquirió Thyrinor—. Los mensajeros podrían pasarse días buscándolo en vano. Fue rotundo en su deseo de que nadie lo localizara.

—Nadie escapa a la vista de los heraldos negros —apuntó Finudel, refiriéndose a la ancestral orden fundada por Aenarion.

Thyrinor se inquietó al oír aquella sugerencia, pues lo heraldos negros eran elfos de Nagarythe, de modo que recibió con alivio la objeción de Carathril.

—¡No! —espetó el heraldo del Rey Fénix—. Participaron en la farsa de Ealith y no confío en ellos. Como bien decís, lo ven todo, así que no me creo que actuaran engañados del todo. Y en el caso de que no todos estuvieran al servicio de Anlec, no hay manera de separar a los leales de los traidores, ni de ponernos en contacto con los que se unirían de buen grado a nuestra causa.

—Entonces tendrás que ir tú, Carathril —dijo Thyrinor.

—¿Yo? —balbuceó el heraldo—. Carezco de las cualidades para este tipo de empresa.

—Bel Shanaar confiaba ciegamente en ti —repuso Thyriol—. Yo comparto esa confianza. No irás sin inerme; los magos de Saphery te proporcionaremos conjuros que te ayudarán a encontrar a Imrik.

—No sabría por dónde empezar —rezongó Carathril. Su idea inicial había sido regresar a Lothern, inhumar el cuerpo de Haradrin en el mausoleo y participar del dolor de sus compatriotas.

—Por Cracia, por supuesto —dijo Finudel, adelantándose para posar una mano en el hombro de Carathril—. Dispondrás de los mejores corceles de Ellyrion para realizar tu viaje.

—En barco llegarás antes —dijo Thyrinor—. En el embarcadero hay muchos; eres libre de elegir el que más te plazca y su tripulación.

Thyriol enrolló el pergamino y lo tendió hacia el lugarteniente. Carathril paseó la mirada por los príncipes y se dio cuenta de que estaban de acuerdo. En su interior brotó una voz de protesta, pero prefirió acallarla por el momento.

—No cabe ninguna duda de que cuentas con la bendición de Asuryan —apuntó el mago—. ¿Quién más de los que aquí nos encontramos ha pasado últimamente por todas las vicisitudes que has vivido tú y ha salido indemne?

Carathril buscó un pretexto, un motivo que le impidiera ir. Estaba deseando volver a Lothern; su ciudad se tambalearía con la nueva de que otro de sus gobernantes había sufrido una muerte violenta. Estaba asustado, aunque no podía confesarlo delante de tan noble compañía; los territorios ignotos de Cracia ya eran peligrosos en circunstancias normales, y además colindaban con Nagarythe. Tendría que navegar hasta más allá de la Isla de los Muertos y acometer una búsqueda por las montañas infestadas de monstruos.

Recordó entonces las palabras que Bel Shanaar le dedicaba en la misiva, y el orgullo y el sentido del deber bulleron en su interior sofocando el miedo que le encogía el estómago. Le vinieron a la memoria la imagen de los cuerpos tatuados y plagados de cicatrices de los miembros de las sectas y sus rituales depravados. La repugnancia que le producía el futuro que esperaba a Ulthuan si los cultos salían victoriosos pesó más que el pavor que le provocaba la tarea que se le presentaba. Cogió la carta que le ofrecía Thyriol y se la guardó.

—Iré —declaró Carathril—. No hay tiempo que perder.

—Las prisas no son tan acuciantes como para impedirte invertir un poco de tiempo en los preparativos —repuso Thyriol—. No irás solo, de modo que habremos de seleccionar una compañía de soldados que viaje contigo como escolta. Mañana será un día tan propicio como hoy para tu partida. Son cuantiosos los preparativos que tenemos que hacer para ti y el resto de los emisarios.