4: El Consejo de los príncipes

CUATRO

El Consejo de los príncipes

—Malekith ha sido derrocado.

Imrik apenas si podía creer al mensajero enviado por Bel Shanaar. El tiranocii aguardaba pacientemente, de pie frente a Caledrian y sus hermanos, en el gran salón de Tor Caled.

—¿La información que maneja Bel Shanaar es fehaciente? —inquirió Dorien.

—De hecho, Malekith ha huido de Nagarythe con un cuerpo de guerreros leales y ha buscado asilo en Tor Anroc —respondió el heraldo—. Se dice que el cerebro de la rebelión es Eoloran de Anar, un disidente que habita en las montañas orientales de Nagarythe.

—¡Eso es imposible! —espetó Imrik—. Todo el mundo conoce a Eoloran de Anar, portaestandarte de Aenarion. Su lealtad a Ulthuan está fuera de toda duda. Bel Shanaar sabe que tiene en él a un aliado.

—Por ese motivo el Rey Fénix hace caso omiso de esos rumores —apuntó con suavidad el emisario.

—Si bien la noticia es nefasta, no acabo de ver el papel que juega en todo ello mi reino —dijo Caledrian—. ¿No habíamos vivido ya una experiencia similar y no la resolvió Malekith por sí mismo?

—El golpe ha tenido como consecuencia un resurgimiento de las sectas —dijo el heraldo—. Ciudades de toda Ulthuan son escenario de disturbios o están ardiendo. Varios príncipes y nobles de menor rango han sido asesinados o tomados como rehenes.

—Han esperado el momento oportuno —observó Imrik—, hasta que se ha relajado la represión.

—Eso parece —convino el heraldo—. El Rey Fénix desea que esta nueva revuelta sea aplastada rápidamente. Se revisará la propuesta de un ejército unido bajo su estandarte. Sin embargo, en esta ocasión no se aceptarán demoras. Se ha convocado a todos los príncipes en el Templo de Asuryan, en la Isla de la Llama, para nombrar al comandante de ese ejército. Debéis partir de inmediato.

—No iré yo —aseveró Imrik, con la mirada fija en Caledrian, que abrió la boca para replicar, pero Imrik se le adelantó—. He recibido una invitación de Koradrel para visitarlo en Cracia, y voy a aceptarla. Llevas demasiado tiempo evitando a los demás príncipes.

Dio la impresión de que Caledrian se disponía a interpelar a su hermano, pero la mirada fulminante de Imrik atajaba cualquier intento de queja. El señor de Caledor asintió de mala gana y se volvió a Thyrinor.

—Iré a la Isla de la Llama para participar en el Consejo y tú me acompañaras —declaró.

—No tengo nada que objetar —dijo Thyrinor—. Nunca he visitado el interior del Templo de Asuryan. Será un privilegio ver la llama sagrada que bendijo a Aenarion.

—Yo me marcho mañana —anunció Imrik—. Podemos hacer juntos el viaje hasta la costa. Yo me embarcaré rumbo al norte y vosotros, al este.

—Te informaremos de las decisiones que se tomen —dijo Caledrian.

—Por favor, no os molestéis —respondió Imrik—. No me interesan. La historia siempre se repite. Estaré en las montañas.

Caledrian lo miró con el ceño fruncido.

—Pero, entonces, ¿cómo voy a encontrarte en el caso de que te necesite? No habrá mensajero capaz de localizarte.

—Ésa es mi intención —contestó Imrik—. Tendrás que arreglártelas solo, hermano. No puedo ayudarte.

Se realizaron los pertinentes preparativos con el heraldo de Bel Shanaar, que partió esa misma noche con la promesa de Caledrian de asistir al Consejo. Imrik, por su parte, pasó la velada con su familia y prometió la cabeza de una hidra a Tythanir como regalo de regreso. A la mañana siguiente abandonó la ciudad con Caledrian y Thyrinor, encantado por haberse zafado de verse mezclado en unas intrigas que no le importaban.

* * *

Las conversaciones que se daban alrededor de las mesas y de las sillas dispuestas en semicírculo en el interior del templo tenían como tema el retraso en la llegada de Bel Shanaar y de Malekith. Elodhir había llegado de Tor Anroc con la información de que su padre y el príncipe de Nagarythe lo harían poco después, pero incluso el heredero del trono de Tiranoc había empezado a inquietarse por la demora.

—¿Y si las sectas se han enterado de lo que planean? —preguntó Elodhir a Thyrinor.

Ambos estaban de pie junto a una mesa cercana a la entrada del templo de forma piramidal; la columna de fuego multicolor conocida como la Llama de Asuryan ardía en el centro del santuario. El resto de los príncipes y sus asesores ya habían tomado asiento, y estaban preparados para el inicio del Consejo, siguiendo la costumbre que venían repitiendo a lo largo de aquellos últimos días. Sentado justo enfrente de las llamas sagradas se encontraba el sumo sacerdote Mianderin, con el báculo que revelaba su posición posado sobre el regazo. Otros sacerdotes revoloteaban alrededor de las mesas, llenando copas con vino o con agua y ofreciendo fruta y confites.

—Yo no me preocuparía —respondió Thyrinor, intentando sonar todo lo tranquilizador que le fue posible—. Vuestro padre es el Rey Fénix, y el príncipe Malekith es el guerrero más consumado de toda Ulthuan. Seguramente, su retraso obedece a alguna noticia de última hora procedente de Nagarythe.

—Tenéis razón —dijo Elodhir, que estaba a punto de regresar a su silla cuando un joven sacerdote irrumpió en el templo.

—Una nave con la bandera de Tiranoc está atracando —anunció el elfo, que inmediatamente se unió a sus pares, desplegados a lo largo de las paredes de piedra del santuario.

Se avivaron las conversaciones, y Thyrinor se sentó junto a Caledrian a la mesa destinada a los representantes de Caledor.

—Justo a tiempo —dijo Caledrian—. Tal vez la ausencia de Imrik haya sido para bien. Sospecho que estos retrasos lo hubieran enervado hasta hacerlo estallar.

—Y es de esperar que los asuntos que nos ocupen los próximos días se alarguen en disputas estériles —apuntó Thyrinor—. Se ha puesto de relieve la ausencia de mi primo en varias ocasiones desde que estamos aquí. Algunos piensan que debería haber asistido para recibir el nombramiento como general.

—Ya dejó clara su postura sobre ese tema en el anterior Consejo —dijo Caledrian—. Si su deseo es mantenerse al margen de esta campaña, no puedo culparle y respetaré su decisión. Caledor ya lo ha exprimido suficiente.

—Dorien y yo pasamos prácticamente el mismo tiempo que él luchando en las colonias —señaló Thyrinor.

Caledrian sonrió y le dio unas palmaditas tranquilizadoras en el brazo.

—Y no lo hemos olvidado —dijo el príncipe—. No obstante, mi padre lo eligió a él para blandir la espada de Caledor, y ésa es una carga muy pesada.

Los caledorianos guardaron silencio cuando se percataron de las nuevas figuras que habían aparecido en la puerta.

Malekith se adentró en el templo y se detuvo delante de la mesa reservada para Bel Shanaar. El príncipe naggarothi se ganó las miradas extrañadas del Mianderin y de un puñado de nobles. Thyrinor notó la mano de Caledrian apretada alrededor de su brazo. Algo no iba bien; Thyrinor se había dado cuenta de ello en cuanto había visto aparecer a Malekith.

Dos caballeros que sostenían un par de fardos envueltos flanqueaban al príncipe. Malekith inclinó el cuerpo, apoyó los puños envueltos en los guanteletes sobre la mesa y recorrió con su mirada torva a los miembros del Consejo.

—La debilidad persiste —aseveró Malekith—. La debilidad aprieta su puño alrededor de esta isla como un niño exprimiendo el jugo de una fruta demasiado madura. El egoísmo nos ha conducido a la pasividad total, y el momento de actuar ya se nos podría haber pasado. La complacencia gobierna allí donde los príncipes deberían ejercer su poder. Habéis dejado que los cultos de la depravación florecieran y no habéis hecho nada para atajarlos. Habéis vuelto la mirada hacia las costas ultramarinas y os habéis dedicado a contar vuestro oro mientras los ladrones, amparados en vuestra permisividad, se colaban en vuestras capitales y ciudades para arrebataros a vuestros hijos. ¡Y habéis consentido con agrado que un traidor se ciñera la corona del Fénix!

Este último reproche provocó los gritos abogados y los bramidos horrorizados de los príncipes. Los caballeros de Malekith abrieron los fardos y volcaron el contenido sobre la mesa: la corona y la capa de Bel Shanaar.

Elodhir se puso en pie como un resorte y lanzó un puñetazo al aire.

—¿Dónde está mi padre? —inquirió.

—¿Qué ha ocurrido con el Rey Fénix? —gritó Finudel.

—¡Está muerto! —espetó Malekith—. ¡Su debilidad de espíritu lo ha matado!

Thyrinor se quedó sin respiración del espanto y notó cómo se le constreñía la garganta impidiéndole expulsar el grito de consternación que le había brotado en el interior. Se volvió a Caledrian, quien a su vez se había quedado lívido y con la mandíbula y los puños fuertemente apretados.

—¡No puede ser cierto! —exclamó Elodhir, con la voz ahogada y tensa por la ira.

—Lo es —masculló Malekith, con el gesto repentinamente apesadumbrado—. Prometí cortar de raíz esta plaga, y me dio un vuelco el corazón cuando descubrí que mi madre era una de sus principales artífices. Desde ese momento decidí que nadie estaba libre de sospecha. Si en Nagarythe la corrupción había alcanzado esas cotas, quizá lo mismo había ocurrido en Tiranoc. Mi retraso en la llegada a la Isla de la Llama se debe a las investigaciones que inicié cuando que se me informó de que elfos muy cercanos al Rey Fénix podían estar actuando bajo el influjo de los hedonistas. Realicé mis indagaciones con cautela, pero de manera minuciosa, e imaginad mi decepción y mi incredulidad cuando descubrí pruebas que inculpaban al mismísimo Rey Fénix.

—¿Qué pruebas son ésas? —demandó Fiodhir.

—Se encontraron ciertos talismanes y amuletos en los aposentos del Rey Fénix —explicó Malekith pausadamente—. Creedme si os digo que me sentí igual que ahora os sentís vos. No podía creer que Bel Shanaar, nuestro príncipe más sabio, elegido rey por los miembros de este Consejo, hubiera caído tan bajo. No quise precipitarme, así que decidí presentar las pruebas a Bel Shanaar con la esperanza de que se tratara de un malentendido o fueran fruto de una artimaña.

—Y por supuesto lo negó, ¿no es así? —dijo Bathinair.

Thyrinor no conseguía digerir lo que estaba oyendo. Hizo el ademán de ponerse en pie, pero Caledrian lo empujó de nuevo contra la silla.

—Fíjate en los caballeros —susurró al oído a su primo.

Thyrinor se volvió hacia los caballeros de negro de Anlec, que habían retrocedido y ahora bloqueaban la puerta del templo con sus cuerpos recubiertos por las armaduras; tenían los brazos cruzados en sus petos repujados y sus ojos oscuros lanzaban miradas fulminantes a través de las viseras de los yelmos altos.

—Se declaró culpable —prosiguió Malekith—. Al parecer, algunos miembros de mi séquito estaban contaminados de este mal y confabulados con los usurpadores de Nagarythe. Ellos traicionaron mi confianza y avisaron de mis descubrimientos a Bel Shanaar. Esa misma noche, no hace más de siete días, me dirigí a sus aposentos para presentarle mis acusaciones cara a cara. Lo encontré muerto. Con los labios teñidos por el veneno. Había optado por el camino de los cobardes y había preferido poner fin a su vida antes que sufrir la vergüenza de una investigación. Él, con su acción, nos ha impedido profundizar en los planes de las sectas. Temía no ser capaz de guardarse los secretos que conocía y se los ha llevado a la tumba.

—¡Mi padre nunca haría algo así! ¡Es leal a Ulthuan y a su pueblo! —aseveró Elodhir.

Thyrinor era de la misma opinión. Echó un vistazo a su primo y se dio cuenta de que éste no estaba prestando atención a Malekith, sino que paseaba su mirada por el resto de los príncipes, evaluando sus reacciones.

—Bathinair está con Malekith —masculló Caledrian, empujando discretamente la silla hacia atrás para separarse de la mesa.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Thyrinor entre dientes. Su pregunta no obtuvo respuesta.

—Os confieso que siento una gran afinidad con vos, Elodhir —afirmó Malekith—. ¿Acaso no he sido yo mismo engañado por mi propia madre? ¿No he sido víctima del mismo sentimiento de traición y de profunda pena que ahora os desgarra el corazón?

—Debo reconocer que yo también siento una especie de desasosiego —confesó Thyriol—. Da la impresión de que esto es tan… conveniente.

—¡Vaya! ¡Aun muerto, Bel Shanaar continúa dividiéndonos! —replicó Malekith—. La discordia y la anarquía reinarán mientras nosotros discutimos y damos mil vueltas a las conveniencias e inconveniencias de lo ocurrido. Mientras nos enzarzamos en un debate interminable, los cultos aumentarán su poder y os arrebatarán las tierras en vuestras narices. Y entonces, lo habremos perdido todo. Ellos están unidos mientras nosotros continuamos divididos. No hay tiempo para las contemplaciones ni las reflexiones. Es el momento de pasar a la acción.

—¿Qué queréis que hagamos? —preguntó Chyllion, uno de los príncipes de Cothique.

—¡Hay que coronar a un nuevo Rey Fénix! —declaró Bathinair antes de que Malekith pudiera responder.

El tumulto se apoderó del templo y los príncipes se levantaron de sus sillas, dedicándose frenéticos aspavientos unos a otros. Malekith contemplaba imperturbable el barullo. Thyrinor siguió la mirada del naggarothi fija en la llama sagrada.

—Ojalá Imrik estuviera aquí —se lamentó Thyrinor.

—¡Silencio! —rugió Caledrian—. ¡Tranquilizaos!

Sus gritos hicieron enmudecer el templo.

—No llegaremos al fondo de la verdad si continuamos por la senda de la anarquía —añadió el príncipe caledoriano en un tono más calmado.

—¿Está Caledrian postulándose como sucesor al Trono del Fénix? —espetó Bathinair.

El príncipe dragonero recibió con perplejidad la sugerencia.

—No albergo tal ambición —respondió, mirando con toda la intención a Malekith—. Sin embargo, si alguno de los presentes desea reclamar su derecho al trono, debería hablar claro para que el Consejo pueda tomar una decisión.

—¿Ésa es vuestra intención? —preguntó Thyriol, lanzando una mirada al resto de los príncipes.

—Si el Consejo así lo desea —respondió Malekith, encogiéndose de hombros.

—No podemos elegir a un nuevo Rey Fénix ahora —señaló Elodhir—. Un asunto de esa magnitud no puede resolverse precipitadamente. En todo caso, no todos los príncipes están presentes.

—Nagarythe no esperará —aseveró Malekith, dando un puñetazo en la mesa—. La fuerza de las sectas es enorme, y para cuando llegue la próxima primavera, controlarán el ejército de Anlec. ¡Mis tierras ya habrán sucumbido y se lanzarán a la conquista de las vuestras!

—¿Queréis que os elijamos para liderarnos? —preguntó pausadamente Thyriol.

—Sí —contestó Malekith, sin un atisbo de duda o rubor—. Nadie de los presentes quiso tomar esa responsabilidad hasta que yo regresé. Soy el hijo de Aenarion, el sucesor que él eligió, y si la revelación de la traición de Bel Shanaar no es suficiente para convenceros de la estupidez de elegir a alguien de otro linaje, tened en cuenta mis otros méritos. Bel Shanaar me eligió como embajador ante los enanos, pues me unía un estrecho vínculo de amistad con el Alto Rey. Nuestro futuro no se encuentra únicamente en esta isla, sino en el ancho mundo. He estado en las colonias que se extienden al otro lado del océano y he luchado para erigirlas y protegerlas. Aunque por las venas de sus habitantes corra sangre de Lothern, de Tor Elyr o de Tor Anroc, son un nuevo pueblo, y al primero que acuden en busca de auxilio es a mí, no a vosotros. Nadie tiene una experiencia en la guerra como la mía. Bel Shanaar fue un rey reconocido por su sabiduría y su pacifismo, pero, al final, esas mismas cualidades han sido las causantes de que nos veamos sumidos en esta tragedia, pues ni la paz ni la sabiduría se impondrán nunca a las tinieblas ni al fanatismo.

—¿Qué pasa con Imrik? —preguntó Finudel—. Es un general de los pies a la cabeza y también ha luchado en el nuevo mundo.

—¿Imrik? —exclamó Malekith con un dejo desdeñoso—. ¿Dónde está Imrik ahora? ¿En estos momentos de extrema necesidad? ¡Escondido en Cracia con su primo, cazando bestias! ¿Deseáis que Ulthuan sea gobernada por un elfo que se oculta en las montañas como un niñito caprichoso y malcriado? Cuando Imrik exigió que se reuniera un ejército para enfrentarse a Nagarythe, ¿le hicisteis caso? ¡No! ¡Sólo cuando yo enarbolé el estandarte os apelotonasteis entusiasmados!

Thyrinor se sintió tan indignado por la acusación que se quedó sin habla, y, antes de que pudiera recuperarse, otro príncipe expresó su parecer.

—Andad con ojo con lo que decís; vuestra arrogancia os hace un flaco favor —le advirtió Haradrin.

—La intención de mis palabras no es herir orgullos —afirmó Malekith, que aflojó los puños y tomó asiento—. Mi intención es haceros ver lo que ya sabéis; en el fondo me seguiríais agradecidos allá donde mi liderazgo os condujera.

—Sigo sosteniendo que este Consejo no puede tomar a la ligera una decisión tan importante —insistió Elodhir—. ¿Mi padre ha muerto en unas circunstancias que todavía exigen una explicación detallada y pretendéis que os entreguemos la Corona del Fénix?

—No le falta razón, Malekith —señaló Haradrin.

—¿No le falta razón? —rugió Malekith. Se puso en pie como un resorte, volcando la mesa y lanzando por los aires la corona y la capa de Bel Shanaar—. ¿No le falta razón? ¡Vuestra indecisión os expulsará del poder, esclavizará a vuestras familias y quemará a vuestro pueblo en diez mil piras! Han pasado más de mil años desde que acaté la primera decisión, caprichosa, de este Consejo y vi a Bel Shanaar apropiándose de lo que Aenarion me había prometido. Durante mil años me he limitado a contemplar cómo crecían y prosperaban vuestras familias y cómo os enzarzabais en riñas infantiles mientras mis parientes y yo nos desangrábamos en los campos de batalla en la otra punta del mundo. Confiaba en que todos recordarais el legado de mi padre e ignorasteis el clamor angustioso de mi sangre, pues nuestra unión obedecía a un interés común. ¡Ahora ha llegado el momento de que os unáis bajo mi liderazgo! No voy a mentiros. Puede ser que a veces sea un gobernante severo, pero sabré recompensar a quienes me sirvan, y, cuando regrese la paz, todos obtendremos una parte del botín logrado en la batalla. ¿Quién de los presentes tiene más derecho al trono que yo? ¿Quién de los presentes…?

—¡Malekith! —bramó Mianderin, señalando la cintura del príncipe. Durante su invectiva, Malekith había estado agitando los brazos acaloradamente y se le había ido desplazando la capa detrás de los hombros—. ¿Por qué lleváis una espada en un lugar sagrado? Las más antiguas leyes de este templo prohíben la entrada de armas. Deshaceos de ella ahora mismo.

Thyrinor notó que Caledrian se ponía tenso a su lado. Con las palabras de su primo frescas en la memoria, se volvió a los caballeros de Anlec. Ellos también llevaban armas prendidas de la cintura, y sobre sus empuñaduras habían posado las manos enfundadas en los guanteletes.

Malekith se quedó paralizado casi de manera cómica con los brazos extendidos. Bajó la mirada hacia el cinturón y la espada enfundada que colgaba de él. Cerró la mano alrededor de la empuñadura de Avanuir y la desenvainó. Levantó de nuevo la mirada y la paseó por los príncipes del Consejo, con los ojos entornados y el rostro iluminado por el mágico fuego azul.

—¡Basta de palabras! —bramó el naggarothi.

Thyrinor se quedó rígido en la silla, petrificado por el resplandor que despidió Avanuir en el puño de Malekith. Caledrian se apresuró detrás de su silla y la agarró por el respaldo con las dos manos. Thyrinor sentía las oleadas de magia que despedía la hoja de Malekith, mezclada con la pócima mística que brotaba de la llama sagrada y matizada con el aura que había empezado a emanar de Thyriol.

—Ya se estudió una vez vuestra demanda —dijo el mago, tendiendo los brazos en gesto apaciguador—. Mía es en parte la responsabilidad de la decisión que se tomó entonces. No nos precipitemos y reconsideremos nuestras posturas.

—Es mi derecho ser coronado Rey Fénix —aseveró Malekith—. No el vuestro concedérmelo, así que lo ejerceré gustosamente.

—¡Traidor! —gritó Elodhir, saltando por encima de la mesa y desparramando copas y platos.

Los gritos y las voces de los príncipes y de los sacerdotes se elevaron bulliciosamente.

Los caballeros acudieron prestos al tumulto y Caledrian arremetió contra el que tenía más cerca, le estrelló la silla en el yelmo, y del golpe el caballero salió disparado contra la pared. Por puro instinto, Thyrinor se puso en pie y se llevó la mano a la cintura, pero no halló la espada, pues todos los príncipes, a excepción de Malekith, habían acatado las restricciones de Asuryan.

Elodhir salió disparado hacia Malekith, pero Bathinair lo interceptó a mitad de camino, y ambos se fueron al suelo hechos un ovillo con las togas y las alfombras. Elodhir propinó un puñetazo al príncipe de Yvresse y éste salió disparado hacia atrás. Bathinair gruñó, rebuscó en la toga y sacó una daga con la hoja curva, no más larga que un dedo, y atacó con ella a Elodhir. La cuchilla cercenó la garganta del príncipe, cuya vida se escapó por una fuente de sangre que bañó las baldosas descubiertas del templo.

El caballero al que Caledrian había atacado se recuperó rápidamente; con un brazo alzado desvió la siguiente acometida del príncipe y de un empujón lanzó al caledoriano contra una mesa. En un abrir y cerrar de ojos, el caballero había desenfundado su espada.

Reinaba el caos en el templo. Bathinair se agachó jadeando sobre el cuerpo de Elodhir, y unas figuras aparecieron a la espalda de Malekith, bajo el arco de entrada a la cámara central: más caballeros de Anlec con sus armaduras negras. Los sacerdotes y príncipes que habían salido corriendo hacia la puerta resbalaron, y en su intento por no caerse, chocaron unos con otros. Los caballeros blandían hojas embadurnadas con sangre fresca y avanzaban con intenciones siniestras.

Thyrinor se abalanzó sobre el guerrero que atacaba a su primo y lo tiró al suelo. El caballero armó el puño y lo descargó en Thyrinor, que quedó aturdido por el golpe y retrocedió tambaleándose, haciéndole chiribitas los ojos. El caballero se levantó rápidamente y su temible figura se cernió sobre Caledrian. Detrás de su primo, Thyrinor distinguió a Thyriol, el príncipe mago, que daba con sus huesos en el suelo abatido por un puño en un guantelete, mientras que el resto de los príncipes trataban de arrancar las armas de las manos de los caballeros naggarothi.

Malekith avanzó lentamente por el tumulto mientras sus guerreros soltaban tajos y golpes con sus espadas contra la masa de príncipes que lo rodeaban, sin apartar en ningún momento los ojos de la llama sagrada que ardía en el centro de la sala. Los gritos y los alaridos resonaban en las paredes. Thyrinor, aún aturdido, se lanzó sobre el caballero que se disponía a acabar con su primo, se aferró al brazo del naggarothi que empuñaba la espada cuando éste ya emprendía el movimiento de descenso e intentó retorcérselo para obligarle a soltarla.

El caballero descargó un codazo contra la barbilla de Thyrinor, que salió volando por los aires agitando brazos y piernas. Caledrian aprovechó aquel momento de distracción y cogió una silla que tenía delante para utilizarla como escudo. La espada del caballero hizo añicos la silla y una lluvia de astillas empezó a caer a su alrededor. Caledrian se tambaleó por la fuerza del impacto.

Haradrin salió del tumulto y corrió hacia Malekith enarbolando la espada que había arrebatado a un guerrero. El príncipe lanzó una mirada desdeñosa a su agresor, esquivó el golpe mortífero y hundió su espada en el estómago del príncipe de Eataine, que se quedó paralizado unos instantes, durante los cuales ambos príncipes se miraron fijamente a los ojos, hasta que brotó un hilito de sangre entre los labios de Haradrin, y éste se desplomó sobre el suelo. Malekith dejó que su espada se deslizara entre sus dedos, alojada en el cuerpo que se desmoronaba en vez de extraerla del cadáver, y continuó su camino hacia la llama sagrada.

—¡Asuryan no os aceptará! —espetó Mianderin, dejándose caer de rodillas delante de Malekith y con las manos entrelazadas en un gesto de ruego—. ¡Habéis derramado sangre en su templo sagrado! No hemos formulado los conjuros apropiados para protegeros de las llamas. ¡No lo conseguiréis!

—¿Y? —gruñó el príncipe—. Soy el sucesor de Aenarion. No necesito la protección de vuestra brujería.

Mianderin asió la mano de Malekith, pero el príncipe tiró de los dedos y se desenganchó del arúspice.

—Ya no atiendo a las protestas de los sacerdotes —aseveró Malekith, y apartó a Mianderin de una patada.

Thyrinor embistió de nuevo al guerrero, que esta vez se dio la vuelta y descargó la espada contra el caledoriano; la punta de la hoja rozó el pecho y el brazo de Thyrinor, y la sangre salió pulverizada de las incisiones. Con un grito agónico, el príncipe se derrumbó en el suelo, apretándose la extremidad herida con la mano del brazo sano. Pese al aturdimiento provocado por el dolor, acertó a ver a Caledrian sorprendiendo al guerrero por la espalda y apretándole el brazo alrededor de la garganta.

El caballero dio unas sacudidas, pero no consiguió zafarse del príncipe caledoriano. Thyrinor intentó levantarse, sin embargo, le fallaron las piernas y cayó de nuevo desplomado en el suelo. Con la mano libre, Caledrian arrancó la espada del puño del caballero, y el arma aterrizó repiqueteando sobre las baldosas.

Una sombra se cernió sobre Caledrian por su espalda. Thyrinor intentó gritar para avisar a su primo, pero fue demasiado tarde.

Una fuente de sangre reemplazó a la cabeza de Caledrian, decapitado de un solo tajo por la espada de un caballero. El guerrero anterior recuperó su arma y volvió sobre Thyrinor.

Sin medios para defenderse, el caledoriano hizo una pirueta para eludir el golpe, dejando una estela de sangre y profiriendo un aullido de dolor, y se refugió debajo de una mesa que un segundo después vibró por el impacto de un golpe. A través del bosque de piernas embutidas en grebas, Thyrinor vislumbró una alfombra de cuerpos ensangrentados en el suelo. Fascinado por la carnicería, levantó la mirada y vio a Malekith.

El príncipe naggarothi, con los brazos extendidos y con las palmas de las manos hacia arriba en actitud suplicante, penetró en las llamas.

* * *

El templo quedó sumido en el silencio y en la quietud más profundos, y todos los ojos se volvieron hacia la llama sagrada. El fuego de Asuryan palidecía a marchas forzadas, y el anterior color azul oscuro de sus llamas se había convertido ahora en un blanco resplandeciente. En sus entrañas se vislumbraba la silueta de Malekith, todavía con los brazos extendidos.

El suelo tembló, y las poderosas vibraciones arrojaron a Thyrinor contra la pata de una mesa. Del suelo embaldosado empezaron a saltar fragmentos de piedras que salían disparados por el aire, y príncipes, sacerdotes y caballeros sin distinción salieron despedidos en todas direcciones por la atroz sacudida. Las sillas se desparramaron por el suelo y las mesas volcaron. El yeso de las paredes se resquebrajó y el techo se derrumbó en trozos enormes. Las baldosas del suelo se cubrieron de grietas y se abrió un surco de tres pasos de ancho en la pared oriental que arrojó una nube de polvo y piedras que dificultó la respiración de Thyrinor.

Con un restallido ensordecedor, la llama sagrada explotó e inundó la sala de luz blanca. En su interior, Malekith se derrumbó sobre las rodillas y se llevó las manos a la cara; levantó la cabeza y lanzó un grito mientras lo consumían las llamas. Su alarido de dolor retumbó por todo el templo, y sus resonancias aumentaban de volumen cada segundo que pasaba.

Thyrinor sintió que el dolor que expresaba aquel grito le partía el corazón; era un grito tan desgarradoramente escalofriante, tan rebosante de ira y de frustración, que le revolvió el estómago y le llegó hasta la cabeza, donde su recuerdo se instalaría para siempre. La figura abrasada se puso en pie lentamente y se arrojó fuera de las llamas.

El cuerpo calcinado y humeante de Malekith aterrizó en el suelo despidiendo nubes de ceniza y chamuscó una alfombra. Trozos de carne carbonizada se desprendían del príncipe y caían entre gotitas de armadura fundida que empezaban a enfriarse. Malekith tendió una mano y se desplomó. Su ropa había desaparecido consumida por el fuego, y en algunas partes de su cuerpo, las llamas se habían comido la carne y no quedaba más que huesos. Su rostro era una máscara negra y roja, sin párpados en los ojos, y de sus venas reventadas emanaba vapor. Malekith dio una sacudida, y luego se quedó inmóvil, destruido por el veredicto de Asuryan.

Los caballeros acudieron prestos en ayuda de Malekith mientras los príncipes ensangrentados y magullados se refugiaban donde podían de la lluvia constante de escombros. Los naggarothi levantaron el cuerpo de su señor y se abrieron paso hasta la entrada del santuario. Varios príncipes trataron de interponerse en su camino, pero los soldados los despacharon con extrema facilidad, y la sangre de los nobles rodó las baldosas polvorientas del templo.

Thyrinor emergió tambaleante de debajo de la mesa y se topó con el resultado de una masacre atroz: el suelo estaba sembrado de cuerpos y de extremidades, tanto de príncipes como de sacerdotes. Deambuló titubeante por el templo en busca de supervivientes, resbalándole los pies en los charcos de sangre y en los montones de vísceras.

—Tantos muertos —masculló entre dientes, mientras examinaba uno a uno los rostros de los cadáveres.

Los príncipes de Ulthuan habían sido asesinados. La elite de la nobleza elfa yacía desmembrada y despedazada alrededor de Thyrinor. Al caledoriano se le saltaron las lágrimas; tanto por lo que había ocurrido como por lo que se desplegaba ante sus ojos y por el temor que le infundía el futuro que presagiaba.