TRES
Se avivan las llamas
La visita a las guaridas de los dragones no suponía una expedición sencilla, de modo que Imrik no tuvo más remedio que acatar las instrucciones expresadas con vehemencia por su esposa y posponer el viaje hasta la primavera. Tythanir pasó todo el invierno dominado por el entusiasmo, y todos los días preguntaba a su padre si por fin había llegado el día que irían a ver a los dragones. Tales eran sus expectativas, que el muchacho encajaba cada respuesta decepcionante con una dignidad impostada, temeroso de que la excursión se cancelara definitivamente si armaba demasiado alboroto.
Aunque Imrik intentó mantenerse ajeno a las noticias que afectaban al conjunto de Ulthuan, no pudo evitar enterarse de las tribulaciones de los demás reinos por boca de sus familiares y de los demás nobles. Las sectas se habían levantado contra los príncipes, habían reducido a cenizas multitud de pueblos y ciudades, habían sembrado la anarquía en ellas y habían asesinado a sus habitantes. Incluso en Tor Anroc se habían descubierto sectas. No obstante, el reino de Caledor se mantenía limpio de la presencia de los adoradores de los cytharai.
Cuando el primer sol primaveral acarició al fin el Anul Caled, Imrik anunció que las condiciones meteorológicas ya eran lo suficientemente favorables para emprender la excursión a las cuevas de los dragones. Aunque el príncipe lo desconocía, otra expedición emprendía la marcha ese mismo día: el ejército de Malekith se disponía a cruzar los Annulii con destino a la capital naggarothi, Anlec, donde el príncipe se enfrentaría a su madre.
Dorien y Thyrinor se unieron al viaje familiar junto con varios nobles más cuyos hijos todavía no habían visto a sus compatriotas dragones. La contemplación de las bestias en sus guaridas era un derecho inalienable y un privilegio reservado a la nobleza, de modo que no supuso ninguna sorpresa que la expedición estuviera rodeada de tanta ceremonia y festividad.
La caravana invirtió cinco días en el ascenso a los pasos más altos de las montañas; una etapa que un dragón podía cubrir volando en una jornada. Imrik viajaba ensimismado, embargado por un sentimiento de añoranza, en su carruaje, mientras éste avanzaba dando bandazos por el accidentado camino. Docenas de vehículos, todos ellos con la bandera verdirroja de Caledor ondeando al viento, transportaban a las distintas familias y a sus criados.
Todas las mañanas, los niños se despertaban al amanecer y levantaban la mirada al cielo nublado con la esperanza de avistar un dragón, si bien nunca se veía nada mayor que un ave rapaz. Las nubes eran cada vez más densas, y a ellas se sumaban los gases y los vapores de los volcanes. La piedra era de un oscuro color gris y la caravana atravesaba ancestrales ríos de lava en su persistente ascensión.
La tarde del quinto día, la expedición llegó al Valle del Dragón, un desfiladero inhóspito en las Montañas del Espinazo del Dragón. Centenares de cuevas salpicaban las paredes como bocas abiertas, y de multitud de ellas emanaban nubes de vapor y de humo que se deslizaban perezosamente por el valle.
Los peregrinos dejaron los caballos y los carruajes y continuaron a pie. Dorien portaba un largo instrumento hecho con un cuerno de dragón, con la montura y la punta de oro. Los príncipes y sus hijos se detuvieron sobre un montón de milenarias piedras incandescentes en medio del valle.
Dorien se llevó el cuerno de dragón a los labios y tocó una sola nota grave que resonó durante un rato largo.
—¿Vendrán los dragones? —preguntó Tythanir.
—Silencio —dijo Thyrinor—. Escucha.
Todos aguardaron en silencio, expectantes. Los más jóvenes aguzaban el oído de tal manera que se habían puesto de puntillas.
—Vuelve a tocar, tío —dijo Tythanir.
—Silencio —espetó Imrik—. Ten paciencia.
Dio la impresión de que las resonancias de la nota del cuerno siguieran brotando de las cuevas mucho después de lo que cabía esperar de un efecto de eco normal. Es más, lejos de apagarse, el sonido empezó a intensificarse. Los elfos miraron a izquierda y a derecha, tratando de localizar el origen del ruido, pero parecía provenir de todas las grutas a la vez.
—¡Allí! —cuchicheó Dorien, apuntando a la izquierda, detrás de ellos.
Un destello apenas perceptible, como de una hoguera lejana, se vislumbraba en medio de la niebla que brotaba de la boca de la cueva. Hasta los afilados oídos de los elfos llegó el estrépito de garras arañando la roca y de escamas rozando la piedra. La respuesta intermitente a la llamada del cuerno continuó. Imrik sintió cómo se le erizaba el vello al oír el ruido pese a que conocía su origen: la respiración de un dragón retumbaba de una manera peculiar por el laberinto de túneles que agujereaban las montañas.
El ruido sonaba cada vez más cercano y la luz brillaba cada vez más intensa. El aspecto monótono del desfiladero provocaba la falsa impresión de pequeñez de las cuevas, pero Imrik las había recorrido y sabía que algunas eran tan grandes que por ellas cabía un navío.
Envuelto en una nube de gases, una figura descomunal emergió de la entrada de la cueva y desplegó las alas para capturar las corrientes de aire caliente que provocaban sus propias llamas. Un dragón rojo se elevó en el cielo. Un puñado de niños rompieron a chillar, entusiasmados por la aparición, pero la mayoría se quedaron anonadados. Imrik recordó su reacción, enmudecido por el asombro y el miedo, cuando había estado en aquel mismo lugar con su padre.
En cuanto el dragón empezó a describir círculos en el cielo, Imrik reconoció inmediatamente en él a su montura.
—Tenéis suerte —dijo, dirigiéndose a Tythanir y a los demás—. Es Maedrethnir, el más anciano de los dragones que continúan despiertos. Es un gran honor conocerlo. Espero que le mostréis el respeto que merece.
Los niños estiraron el cuello para no perder de vista el dragón, y tanto ellos como los adultos siguieron la trayectoria de Maedrethnir mientras su sombra revoloteaba por las laderas de las montañas y desaparecía cuando se adentraba en las nubes. Se oyeron varios suspiros de decepción, pero Imrik sonrió, sabedor de lo que ocurriría a continuación. El viejo dragón estaba luciéndose, exactamente igual que había hecho la primera vez que Imrik lo había visto.
Los susurros de los niños se tornaron en respiraciones contenidas cuando las nubes que cubrían el valle empezaron deslizarse por el cielo, iluminadas desde dentro por destellos de color naranja. Según se dispersaban los gases y los vapores, una figura oscura se vislumbró cada vez más nítida en el corazón de las nubes. El brillo se avivaba, e iba adquiriendo un tono rojizo que semejaba sangre, más intenso a cada latido de corazón.
Maedrethnir emergió de las nubes como un meteorito envuelto en llamas y humo y se lanzó en picado sobre los elfos. En un primer momento los niños rieron arrebatados. Un chillido estridente, que iba ganando en volumen a medida que el dragón se acercaba al suelo, resquebrajó el aire. Las risitas desaparecieron e Imrik notó que Tythanir se cogía a su mano y la apretaba según se les echaban encima el dragón y sus rugidos.
Se oyeron algunos gritos de pánico entre los niños más pequeños y murmullos de nerviosismo entre los demás. Maedrethnir proseguía su descenso con el cuerpo y las alas llameantes y dejando una estela de volutas de humo negro. Imrik sintió que su hijo le tiraba de la mano y le oyó suplicándole que se movieran. El príncipe mantuvo a Tythanir en su sitio. Los tirones de su hijo no hacían más que crecer por momentos. Maedrethnir se había convertido en un corneta de fuego y sus escamas y sus garras se precipitaban hacia el montículo estéril.
Justo cuando los gritos de los niños resonaron en el aire frío, el dragón extendió las alas y pasó planeando por encima del grupo, tan bajo que sus alas a punto estuvieron de rozar el suelo.
Las rachas de viento derribaron a los más pequeños. Tythanir se quedó oscilando asido de la mano de Imrik mientras el cabello y la capa de su padre se arremolinaban. A su alrededor se levantó un vendaval que transportó el crujido de la solitaria batida de alas que dio el dragón para remontar el vuelo.
Imrik notó el temblor de su hijo y se dio la vuelta para ayudarlo a recuperar el equilibrio. Por un momento, las lágrimas destellaron en los ojos de Tythanir; el muchacho estaba tiritando, y tenía los labios ensangrentados de habérselos mordido.
Recuperados del impacto inicial, las risas regresaron a los muchachos, salpicadas por exaltados accesos de alivio; a ellas se sumaron las risas más profundas de sus padres. Arriba, Maedrethnir ladeó un ala, giró en redondo y aterrizó a cierta distancia de los elfos, lanzando por los aires fragmentos de roca cuando sus garras arañaron el montículo.
—¡Una bonita exhibición! —exclamó Dorien. Se volvió a los niños, que permanecían inmóviles y con los ojos abiertos como platos de la conmoción y clavados en el dragón que tenían a un tiro de piedra—. Nos pareció que había llegado el momento de que conocieras a los futuros señores de Caledor.
Se llevaron a cabo las presentaciones pertinentes, y los niños, de uno en uno, se acercaron al dragón y le hicieron una reverencia. Cada vez que Maedrethnir saludaba a uno de los muchachos, le alborotaba el pelo con su aliento, a lo que algunos reaccionaban riendo y otros retrocediendo apresuradamente, todavía atónitos por la experiencia que estaban viviendo.
La presentación de Tythanir se dejó para el final.
—Descendiente directo de Caledor —dijo Imrik—. Mi hijo, Tythanir.
El muchacho se acercó al dragón y puso los brazos en jarras en actitud desafiante; clavó la mirada en el monstruoso rostro de Maedrethnir y su semblante fruncido se reflejó en los grandes ojos del dragón.
—Lo que has hecho ha estado muy mal —le reprendió Tythanir—. Has asustado a todo el mundo. ¡Deberías disculparte!
Maedrethnir reculó y miró a Imrik con la cabeza ladeada en un gesto de sorpresa.
—¡Ésa no es manera de rendir tus respetos! —espetó el príncipe caledoniano.
—Esta bestia vieja debería postrarse ante nosotros —replicó Tythanir—. Caledor era el Domadragones. Somos sus amos.
—Te equivocas, sobrino —dijo Dorien—. Bien es cierto que Caledor fue el primero en domar a los dragones salvajes, pero ahora son nuestros leales aliados. Son la fuente del poder de nuestro reino, y deberías tratarlos con respeto.
—Inclínate y pídele disculpas —aseveró Imnik.
—¿Qué pasa si no lo hago? —replicó Tythanir.
—Te aplastaré —le advirtió Maedrethnir, adelantándose hacia el muchacho y amenazándole con descargar una de sus garras sobre su cabeza.
Tythanir apenas si se estremeció. Pese a la irritación que le generaba el comportamiento reprobable de su hijo, Imrik sintió cierto respeto por la actitud del muchacho, que se mantenía firme en su enfrentamiento contra el dragón.
—Eso sería una estupidez —dijo Tythanir—. No vas a aplastarme.
Maedrethnir vaciló y miró de nuevo a Imrik, sin saber qué hacer.
—Si no te inclinas, recibirás un castigo —dijo Imrik.
—Pero eso no es justo —refunfuñó Tythanir, cruzando los brazos y volviéndose hacia su padre—. ¡Soy un príncipe dragonero!
—Luego no digas que no te lo advertí —respondió Imrik, e hizo un gesto a Maedrethnir.
El dragón hizo oscilar la cola y con la punta golpeó al muchacho en la espalda con la fuerza imprescindible para tirarlo al suelo. Tythanir soltó un gemido mientras se llevaba las manos a la zona magullada de su cuerpo.
—Su madre se enterará —susurró Dorien al oído de Imrik—, y no va a tomárselo demasiado bien.
—Que se lo tome como quiera —replicó Imrik—. El chico se ha portado mal y ha recibido su castigo. A veces, Anatheria lo mima demasiado.
—¿Has aprendido la lección, joven elfo? —inquirió Maedrethnir, alzando amenazadoramente la punta de su cola.
—Sí —respondió Tythanir entre sollozos, mientras su padre lo ayudaba a levantarse y lo volvía hacia el dragón. El muchacho describió una rápida reverencia—. Lo siento.
—Disculpas aceptadas —respondió el dragón, bajando la cola.
El muchacho retrocedió y buscó refugio detrás de su padre sin apartar la mirada cautelosa del dragón.
—¿Alguno de tus hermanos querría unirse a nosotros? —preguntó Thyrinor, dirigiéndose a Maedrethnir—. Nos sentimos honrados con tu presencia, pero nos gustaría presentar a nuestros vástagos a algunos dragones más.
—Mis hermanos preferirían que no se les molestara —respondió Maedrethnir—. Están durmiendo y no se levantarán por los niños, aunque éstos sean los descendientes de la nobleza de Caledor.
—Es una pena —dijo Imrik—. Hace ya mucho tiempo desde la última vez que os dignasteis a acompañarnos en manada.
—Y tal vez nunca vuelva a suceder —dijo el dragón. Resultaba imposible descifrar el pensamiento del dragón a partir de su expresión de reptil, pero a Imnik le pareció detectar un viso de resignación en sus palabras—. Durante mucho tiempo hemos adecuado nuestras vidas a los elfos, pero nuestro interés está menguando. La atracción por la paz que nos proporciona el letargo es cada vez más fuerte.
—No te molestaremos más —dijo Dorien, haciendo una reverencia a Maedrethnir—. Saluda de nuestra parte a tus hermanos.
Maedrethnir inclinó la cabeza que remataba su largo cuello y miró uno a uno a los niños; sus colmillos medían tanto como los jóvenes elfos.
—Estudiad mucho y sed respetuosos —les aconsejó el dragón—. Si lo hacéis, tal vez algún día seáis dignos de montaros a lomos de uno de mis hermanos.
Una oleada de asentimientos y promesas solemnes se extendió entre los muchachos. Con un gruñido de aprobación, Maedrethnir retrocedió por el montículo rocoso y emprendió el vuelo. Trazó unas cuantas espirales en el cielo, escupiendo fuego, y entró planeando en la cueva de la que había emergido.
Imrik envió a Tythanir con el resto del grupo e hizo una indicación a Dorien para que se reuniera con él.
—Pareces preocupado, hermano —observó Dorien.
—Creo que Maedrethnir nos ha mentido —confesó Imrik—. Temo que sea el último dragón que continua despierto.
—Esperemos que te equivoques —dijo Dorien—. El temor que infunden los dragones y no otra cosa garantiza la seguridad de Caledor. Sería nefasto para nuestro reino que se corriera la voz de que la fuerza de las montañas está agotada.
—Ciertamente —convino Imrik, angustiado—. No comentes nada sobre este asunto, ni siquiera a Caledrian; lo último que necesita en estos momentos es otro motivo más de preocupación.
—Como tú digas, hermano —dijo Dorien—. El día que los príncipes dragoneros no puedan surcar los cielos supondrá el final de nuestro reino.
—Eso no ocurrirá mientras yo viva —gruñó Imrik. Dio unos golpecitos a su espada—. Los dragones no son nuestras únicas armas.
* * *
Pocos días después del regreso a Tor Caled, Calednian citó a Imrik en el gran salón del palacio. Cuando llegó a la cámara, Imrik se encontró con que sus hermanos y su primo, junto con otros príncipes de la ciudad, ya estaban esperándole allí.
Un halcón que estaba posado con la tranquilidad de un pájaro cantor sobre el respaldo del trono de su hermano atrajo la mirada de Imnik. Caledrian sostenía algo en la mano, y sobre el asiento del trono reposaba una bolsita de terciopelo.
—Tu mensaje parecía urgente —dijo Imrik, cruzando a trancos el salón—. ¿Qué es eso que tienes ahí?
—Juzgué conveniente que lo viéramos juntos —respondió Caledrian—. Lo ha enviado Thyriol de Saphery.
Caledrian abrió la mano y dejó al descubierto un brillante cristal amarillo con una diminuta runa inscrita en cada uno de sus numerosas caras. El príncipe tendió la mano con el cristal y leyó un breve conjuro de la nota que lo acompañaba. Imrik sintió el flujo de magia que se propagó por el aire procedente del vidrio.
El cristal empezó a emitir una luz que fue ganando en intensidad hasta convertirse en un resplandor dorado que moteó el suelo. Como los rayos de sol que se cuelan por una ventana, el brillo empezó a oscilar y a moverse, y en su interior empezaron a formarse oscuras figuras. Imrik sentía en la piel las caricias de la magia mientras el fulgor le rozaba los Ojos; reparó en que la luz no proyectaba ninguna sombra en la cámara.
Una figura se perfiló en la luz fluctuante; se trataba de la imagen oscilante de Thyriol, de pie y con los brazos cruzados y las manos sepultadas en las bocamangas de su túnica. Apenas se distinguían los detalles de la escena que se desarrollaba detrás de él: tropas en marcha y una alta torre cuyas líneas se desdibujaban en la imprecisión. La figura espectral miraba al frente, con los ojos clavados en un tramo anodino de la pared que se extendía detrás de Caledrian.
—Mis felicitaciones, príncipe —dijo el mago, cuya voz parecía brotar del mismo aire y no generaba ningún tipo de resonancia—. Me apresuro a comunicarme con vosotros ya que las noticias que tengo del norte son importantes. El príncipe Malekith ha marchado sobre Anlec y ha cosechado una victoria. Ha arrestado a Morathi y ha restablecido su autoridad sobre Nagarythe.
La aparición hizo una pausa y desvió la mirada unos instantes. Pareció murmurar algo antes de devolver la vista al frente.
—Mantenemos la captura de Morathi en secreto, no vaya a ser que sus seguidores emprendan una ofensiva para rescatarla —continuó el mago—. Malekith, acompañado de una reducida escolta, conduce a su madre a Tor Anroc para que responda ante la ley del Rey Fénix. Dadas las quejas que muchos elfos han presentado contra ella, Malekith ha extendido una invitación a todos los reinos para que envíen un representante a la corte de Bel Shanaar para que se entere de primera mano del dictamen del Rey Fénix. Acudid sin demora.
La imagen osciló y desapareció, y en su lugar quedó un tenue resplandor en el interior del cristal que finalmente también se apagó. Caledrian cerró la mano alrededor de él.
—¿Malekith nos invita a Tor Anroc? —Thyrinor fue el primero en hablar, en un tono que fue subiendo dominado por la incredulidad—. Se comporta como si fuera él el Rey Fénix y no Bel Shanaar.
—Malekith tiene que responder a unas acusaciones similares a las que pesan sobre su madre —afirmó Dorien—. Su abandono durante cincuenta años de su reino ha sido causa de desgracia para muchos elfos.
—Yo iré —declaró Imrik.
—¿Estás ofreciéndote a ir? —inquirió Caledrian, incapaz de disimular la sorpresa—. Estás dando por supuesto que voy a pedírtelo.
—Vas a hacerlo —repuso Imrik, suspirando ante lo que parecía inevitable—. Niégalo.
El rubor asomó fugazmente en el semblante de Caledrian, y al fin, el príncipe gobernante asintió con la cabeza.
—No podría —reconoció Caledrian—. Malekith pedirá clemencia para su madre. Debes asegurarte de que no se la concedan.
—No te quepa duda —declaró Imrik—. Morathi tiene las manos manchadas de sangre.
* * *
El palacio de Tor Anroc había continuado su expansión durante el breve espacio de tiempo que había pasado desde la última visita de Imrik a la ciudad de Bel Shanaar. Con la ayuda inestimable, sin duda, de los obsequios recibidos de los agradecidos príncipes, el Rey Fénix había colmado de objetos exquisitos sus dependencias. Las baldosas del suelo tenían incrustaciones de oro, y no menos de seiscientos tapices cubrían las paredes que rodeaban los bancos del salón de audiencias, todos ellos representando escenas de Ulthuan y de tierras de todo el orbe. Imrik se sintió profundamente irritado al reconocer numerosas hazañas propias colgadas de las paredes del palacio de un elfo que no había empuñado una sola vez la espada para conquistar los lugares representados. El salón estaba iluminado por docenas de faroles de diseño enano —cada uno de ellos arrojaba una luz amarilla de un tono sutilmente distinto a la de los demás— que colgaban de unas cadenas de plata prendidas del techo.
Bel Shanaar estaba sentado en su trono, acompañado por Bathinair, Eiodhir, Finudel y Charill de Cracia. Muy cerca de él, aunque permanecía oculto, estaba Thyriol, preparado para contrarrestar los conjuros que pudiera intentar Morathi. Los príncipes de los demás reinos habían declinado la invitación, recelosos de que las precauciones de Bel Shanaar se revelaran insuficientes para evitar que la reina de Nagarythe, llevada por la desesperación, intentara una maléfica maniobra final para eludir el juicio. Imrik se unió al resto de los príncipes que esperaban la llegada de Malekith. El silencio era absoluto, y no se había permitido la presencia de público en los bancos.
El caledoriano percibía la inquietud de sus colegas, pero ni siquiera su desconfianza llegaba tan lejos como para plantearse que aquella situación consistiera en realidad en un truco para matarlos. Si Morathi hubiera incubado el deseo de perpetrar algún tipo de agresión física contra el Rey Fénix, a lo largo de las últimas décadas había dispuesto de multitud de ocasiones para entrevistarse con él.
Las puertas se abrieron, y todas las miradas se volvieron hacia ellas. Malekith entró a grandes zancadas, todavía ataviado con su armadura de oro, seguido a un paso por una figura con el rostro sepultado bajo la capucha de su capa negra.
—Rey, príncipes —dijo Malekith—. Hoy es un día portentoso, pues, como juré, os traigo a la reina bruja de Nagarythe, mi madre, Morathi.
Morathi se despojó de la capa y se mostró ante su tribunal. Llevaba un vestido holgado azul, el pelo recogido con zafiros resplandecientes y los párpados maquillados también de azul. Por todos sus poros rezumaba su condición de reina derrotada, abatida pero impenitente.
—Comparecéis ante nosotros bajo la acusación de hostigar la guerra contra el Rey Fénix y los reinos de los príncipes de Ulthuan —declaró Bel Shanaar.
—No fui yo quien inició los ataques en las fronteras de Nagarythe —replicó de forma pausada Morathi, cuya mirada se posó sucesivamente en los ojos de los príncipes. Imrik escudriñó a sus colegas: Bathinair le mantuvo la mirada impertérrito, Elodhir se estremeció, mientras que Finudel y Charill desviaron la mirada con nerviosismo. Imrik le sostuvo la mirada sin hacer nada por ocultar el desagrado que le provocaba—. No fue Nagarythe la que buscó la guerra con el resto de reinos.
—¿Os consideráis una víctima? —preguntó riendo Finudel—. ¿Nuestra víctima?
—Ningún gobernante de Nagarythe es víctima —aseveró Morathi.
—¿Negáis que los cultos del exceso y del lujo que asolan nuestro imperio os juraron lealtad? —inquirió Bel Shanaar.
—Juraron lealtad a los cytharai —respondió Morathi—. No podéis procesarme por la existencia de los cultos cuando vosotros no sois juzgados como responsables de los actos perpetrados por los elegidos de Asuryan.
—Admitís al menos la naturaleza pérfida de vuestras intenciones —preguntó Elodhir—. ¿No es cierto que conspirasteis contra mi padre con la intención de menoscabar su autoridad?
—No hay una figura que tenga en mayor consideración que la del Rey Fénix —afirmó Morathi, con la mirada fija en Bel Shanaar—. Ya expresé mi opinión en el Primer Consejo y los demás decidieron ignorar mi sabiduría. Mi lealtad es para con Ulthuan, y la prosperidad y la fuerza de su pueblo. No cambio de opinión caprichosamente, y mis reservas todavía no se han disipado.
—Es una víbora —gruñó Imrik, indignado por la proclamación de inocencia de la reina—. No puede continuar con vida.
Morathi se echó a reír, y su risa desdeñosa resonó amenazadoramente por toda la sala.
—¿Quién quiere ser recordado como el elfo que mató a la reina de Aenarion? —preguntó la profetisa—. ¿Cuál de los poderosos príncipes aquí reunidos reclamará ese honor?
—Yo —respondió Imrik, llevando la mano a la empuñadura de plata de Lathrain, la espada que llevaba prendida a la cintura.
—No puedo aprobar esto —aseveró Malekith, adelantándose para cubrir a su madre.
Imrik se puso tenso, pero se contuvo y se quedó mirando fijamente a Malekith, atento a cualquier atisbo de intención de emplear la violencia del príncipe naggarothi.
—En esta misma sala me jurasteis que estabais preparado para este desenlace —apuntó Bel Shanaar—. ¿Renegáis ahora de vuestro juramento?
—No, en la misma medida que tampoco reniego del juramento que hice de mostrarme clemente con todo aquel que me lo suplicara —dijo Malekith—. La muerte de mi madre es innecesaria. Derramar su sangre sólo obedecería al propósito de saciar la sed de venganza del pueblo de Caledor.
—Se trata de justicia, no de venganza —dijo Imrik, recordando el relato de Carathril sobe el suicidio colectivo de la secta de Aeltherin—. Sangre por sangre.
—Viva siempre supondrá una amenaza —señaló Finudel—. No podemos confiar en ella.
—Eso no puedo decidirlo yo —dijo Malekith, dirigiéndose a los príncipes. Luego se volvió al Rey Fénix—. Eso no lo decidiré yo. Que sea Bel Shanaar quien tome la decisión. La voluntad del Rey Fénix es más importante que los juramentos de un príncipe. ¿Será que las palabras del hijo de Aenarion no tienen ningún valor? ¿O existe la posibilidad de que en los príncipes de Ulthuan todavía haya la nobleza que requieren la compasión y el perdón?
Bel Shanaar miró con acritud a Malekith, consciente de que todo lo que estaba ocurriendo allí llegaría, tanto por medios secretos como abiertamente, a los oídos del pueblo de Ulthuan. Imrik consideraba que perdonar la vida a Morathi sería una prueba de debilidad, pero guardó silencio. Él ya había expresado su opinión; al Rey Fénix correspondía tomar la decisión.
—Morathi no puede salir impune de sus delitos —dijo pausadamente el Rey Fénix—. No hay ningún lugar donde pueda ser exiliada, pues regresaría resentida y más ambiciosa que antes. Igual que ella esclavizó a sus víctimas, se la privará de libertad. Permanecerá en unos aposentos de este palacio custodiada día y noche. No recibirá ninguna visita salvo las permitidas expresamente por mí.
El Rey Fénix se puso en pie y miró fijamente a la sacerdotisa.
—Sabed, Morathi —dijo Bel Shanaar—, que la sentencia de muerte no ha sido conmutada de manera definitiva. Vuestra vida depende de mi voluntad. Si alguna vez os cruzáis en mi camino o intentáis minar mi autoridad, seréis ejecutada, sin juicio ni posibilidad de defensa. Vuestra palabra carece de valor, de modo que vuestra vida depende de vuestro buen comportamiento. Aceptad estos términos o aceptad la muerte.
Morathi paseó la mirada por los príncipes congregados en la sala del trono y no vio más que odio en sus rostros, excepto en el de Malekith, que se mantenía impertérrito. Imrik le devolvió la mirada con desdén, ansioso por perderla de vista. Todavía la reina destronada rezumaba un hedor a brujería.
—Vuestra petición es razonable, Bel Shanaar de Tiranoc —dijo finalmente—. Acepto convertirme en vuestra prisionera.
* * *
A la encarcelación de Morathi siguió un periodo de relativa paz. Con Nagarythe de nuevo bajo el control de Malekith y con las sectas del placer desbaratadas, las turbulencias y la violencia que habían asolado Ulthuan amainaron. Como había sido su deseo, Imrik pasó años en Tor Caled con su esposa y su hijo, contemplando a Tythanir crecer y convertirse en un joven orgulloso y capaz. El tiempo, sin embargo, no curó el creciente distanciamiento entre Imrik y Anatheria; daba la impresión de que después de las continuas reprimendas que le había dispensado por sus largas ausencias, ahora su presencia permanente le causaba la misma desazón.
A pesar de ello, Imrik se sentía satisfecho; si bien, no completamente feliz. Tras toda una vida dedicada a la guerra y a las obligaciones, ahora no conseguía relajarse, y a menudo visitaba a Maedrethnir para charlar sobre viejas batallas y conquistas. El anciano dragón confirmó al príncipe caledoriano sus sospechas: sus hermanos no estaban dispuestos a salir de sus guaridas, y muy pronto él mismo se les uniría en el prolongado letargo.
Imrik también encontró tiempo para viajar y visitar zonas de Ulthuan a las que no había regresado desde la infancia. Thyriol hospedó a Imrik y a su familia durante toda una estación en la ciudad flotante de Saphethion. Además, Imrik pasó un verano como invitado del príncipe Charill en la montañosa Cracia, donde se dedicó a la caza de monstruos salvajes de los Annulii con su primo lejano Koradrel, con quien hizo buenas migas, pues Koradrel comprobó con alegría que el carácter tranquilo de Imrik encajaba perfectamente con su propia naturaleza taciturna.
De principio a fin, Imrik se planteaba cómo abstraerse del lento transcurrir de los días, y llegó a entender, que no a compartir, el malestar causado por el aburrimiento que había empujado a tantos elfos a las sectas de los dioses oscuros. Consideró, incluso, la posibilidad de regresar a las colonias; pero el intercambio de correspondencia con sus aliados en Elthin Arvan le dejaba claro que pocos desafíos restaban allí dignos para un elfo de sus capacidades.
Transcurridas más de dos décadas, la armonía de Ulthuan volvió a hacerse añicos.