2: El regreso del príncipe

DOS

El regreso del príncipe

Como los dragones que habían hecho del reino su hogar, Caledor era el reino del fuego. Nubes de ceniza sulfurea cubrían las oscuras cimas de las montañas caledorianas, iluminadas desde abajo por el resplandor rojizo de los volcanes. Entremezcladas con las columnas de humo, había nubarrones amenazadores escindidos por los rayos, y el estruendo de los truenos se fundía con las explosiones de las erupciones. Por las faldas de las montañas descendían torrentes de lava al rojo vivo, y de los lugares donde confluían con los lagos y con los ríos se levantaban enormes columnas de vapor. Plagada de orificios y grietas, la rocosa superficie volcánica daba rienda suelta a su furia subterránea a través de centenares de géiseres y de fumarolas, mientras que en los cráteres de los volcanes dormidos crecían espesas arboledas, exuberantes gracias a la riqueza de los minerales escupidos por las montañas en épocas pretéritas.

Todo ello componía un paisaje de marcados contrastes y de una belleza brutal, e incluso el duro corazón de Imrik se emocionaba al contemplarlo. El príncipe estaba agotado por el largo viaje, que se había desarrollado durante veinte jornadas de vuelo prácticamente ininterrumpido, las últimas once dedicadas a cruzar el océano sin realizar una sola parada. Sin embargo, su fatiga se esfumó de un plumazo en cuanto divisó Tor Caled; su hogar. Situada en la vertiente oriental de la cordillera, la ciudad era un descomunal conjunto de murallas y torres construidas con la ruda roca volcánica por la magia de Caledor Domadragones y de sus seguidores. Las torres, esbeltas y elegantes, se levantaban como estalagmitas desde las empinadas colinas costeras; la muralla de la ciudad, de roca negra recorrida por refulgentes vetas rojas, descendía sinuosamente hasta la orilla. Un foso de lava protegía el otro flanco de la ciudad; un centenar de puentes en arco de granito cruzaban el foso, cada uno de ellos guarnecido por dos torres en cada extremo. Unos monolitos gigantes con ribetes de oro y plata arponeaban el río de fuego, y en ellos refulgían las brasas de las runas que mantenían controladas las llamas.

En toda la vida de Imrik, ningún enemigo había puesto el pie en la capital de Caledor, y en los tiempos del Domadragones había sido un bastión inexpugnable contra los demonios. En aquellos terribles días, las llamas que habían rodeado la ciudad habían alcanzado la altura de las torres, y los puentes se habían desintegrado. Las paredes de los palacios y de las mansiones de los nobles exhibían multitud de cuadros y murales con escenas de las épicas batallas que se habían librado en las montañas.

Fuera de la ciudad se hallaban los campos de los dragones; una vasta extensión de tierra dura y salpicada de arbustos que albergaba las dependencias subterráneas donde se alojaban los criados de las familias nobles de Tor Caled. Despojados de sus arneses, los dragones se despidieron de los príncipes y se alejaron por el cielo en dirección a sus cuevas, en las profundidades de las montañas.

Intramuros, la ciudad no estaba menos fortificada ni era menos imponente. Si bien los siglos de paz habían dado un toque más amable a las almenas y a las torrecillas de las grandes mansiones, recubiertas de grandes murales y mosaicos que alegraban la agreste piedra, era obvio que Tor Caled se había fundado en tiempos de guerra. Las calles, cuyo diseño se había mantenido invariable durante milenios, ascendían en zigzag por la pendiente de la montaña, de modo que cada tramo ofrecía una vista despejada de los inferiores para permitir que las tropas defensoras pudieran arrojar sus flechas y sus encantamientos a cualquier fuerza agresora. Los barrancos, que se levantaban desde los edificios y que separaban los distintos niveles de la ciudad, estaban guarnecidos por baluartes y troneras rodeados por unos salientes en forma de lanza que los protegían de los ataques aéreos. En cada curva de las calles había una enorme torre de entrada que podía cerrarse para bloquear el paso; en total, desde la muralla hasta la cima, se contaban veinte de esas torres. Pese a que se vivía una época de paz, en ellas se habían instalado lanzavirotes y se habían apostado centinelas.

Las calles estaban atestadas. Imrik, Dorien y Thyrinor se montaron sobre unos caballos y emprendieron la ascensión por la tortuosa carretera. Las zonas inferiores de Tor Caled se dedicaban al comercio, y los tres primeros tramos de la carretera estaban ocupados por los puestos de los vendedores y por las fachadas de los talleres de los artesanos. En los siguientes cuatro niveles se encontraban las residencias de la población civil; incluso las casas de estos habitantes más modestos eran unas villas espléndidas con jardín privado. Caledor era un reino con escasa población, y apenas una décima parte de sus habitantes residía en la ciudad; el resto lo hacía en poblaciones amuralladas repartidas por las montañas y a lo largo de la costa del Mar Interior. Justo antes de llegar a la parte más alta de la ciudad se hallaban los estudios de los artistas, donde se producían numerosas obras de una gran belleza con fines ornamentales y donde se exhibían los productos creados por los enanos.

Llegados allí, Thyrinor se excusó y se separó de sus primos para buscar un regalo para su esposa. Dorien e Imrik continuaron su camino, llamándose mutuamente la atención sobre alguna tienda o algún puesto nuevo o desaparecido en los cinco años que habían pasado lejos de la capital. Aparte de algunos detalles menores, Imrik no encontró ningún cambio en la ciudad que recordaba, y se sintió reconfortado por esa estabilidad inmutable.

Cuando llegaron a los palacios —un espectáculo de torres, torrecillas y balcones excavados en la fluida de la montaña—, se les informó de que Caledrian se hallaba fuera de la ciudad ocupado en unos asuntos comerciales. Dorien e Imrik se separaron entonces para reunirse con sus respectivas familias.

La noticia de la vuelta de Imrik había precedido su llegada, tal como el príncipe había esperado, y su esposa, Anatheria, lo recibió en la entrada principal de los palacios. A su lado, un muchacho con el rostro oculto por una rebelde mata de pelo rubio se aferraba al vestido de la elfa. Imrik abrazó en silencio a su esposa y se agachó frente a su hijo.

—Ponte derecho —dijo el príncipe, agarrando del hombro a Tythanir. El chico se encogió aún más, con sus ojos azules abiertos como platos del miedo, e Imrik rompió a reír.

—¿Qué te he enseñado, Tythanir? —le reprendió Anatheria con severidad.

El muchacho se colocó a un lado de su madre, irguió el cuerpo, con los pies juntos y las manos fuertemente cogidas y apretadas contra la barriga, y miró a Imrik con una solemnidad estudiada.

—Bienvenido a casa, padre —dijo Tythanir, inclinando la cabeza.

—Muy bien —le felicitó Anatheria, revolviendo el pelo de su hijo con sus finos dedos. Se volvió a Imrik—. ¿Y tú qué tienes que decir, marido mío?

—Es maravilloso estar de vuelta en casa —respondió Imrik. Tiró hacia sí de su hijo con un brazo alrededor de sus hombros y le plantó un beso en la frente—. Creces muy rápido, hijo.

Tythanir sonrió, rodeó con sus brazos la pierna envuelta en la armadura de su padre y se lo quedó mirando con la cabeza levantada.

—¿Has venido montado en un dragón? —preguntó el chico.

—Así es, hijo —respondió Imrik—. Algún día tú también montarás uno.

A pesar de que a Imrik le parecía imposible que pudiera suceder, la sonrisa de Tythanir se ensanchó aún más, y su mirada se desvió hacia las montañas.

—¡Seré el príncipe dragonero más famoso de todos los tiempos! —afirmó el muchacho—. ¡Y encabezaré ejércitos como tú, y todo el mundo conocerá mi nombre!

—No lo dudo —dijo Imrik, lanzando una mirada con el rabillo del Ojo a Anatheria—. Serás el orgullo de Caledor.

El príncipe cogió de la mano al muchacho y entró en los palacios flanqueado por su esposa. Tythanir se soltó y salió corriendo por delante de sus padres, parloteando consigo mismo mientras iba señalando los tapices que colgaban de las paredes del vestíbulo con los retratos de los señores de Caledor a lomos de sus dragones.

—No permaneceré aquí mucho tiempo —anunció Imrik a su esposa.

—Lo sé —repuso ella—. Caledrian habló conmigo antes de mandarte la carta. Creo que todo esto nos vendrá bien. Tu hermano desprecia en exceso a Bel Shanaar, y el resto de los reinos gozan del favor preferente del Rey Fénix. Los embajadores de Caledrian llevan demasiado tiempo en Tor Anroc, y los encantos de la corte los han embelesado y los han amansado. Hay que recuperar la posición que nos corresponde.

—Me preocupa más Nagarythe —dijo Imrik mientras seguían a Tythanir por la alfombra que cubría el largo pasillo—. El aislamiento que han cultivado durante estas últimas décadas no puede presagiar nada bueno. La ausencia de Malekith ha dejado las manos libres a Morathi para encumbrar su propia figura. Los naggarothi no sólo son arrogantes, sino que están volviéndose peligrosos. Su dominio de las colonias no deja de acrecentarse.

—En ese caso deberás convencer a Bel Shanaar y al resto de los príncipes para que pongan coto a ese dominio —dijo Anatheria—. Hazles ver el peligro que representan los naggarothi.

—Tú y el chico os quedaréis aquí —dijo Imrik.

—¿Por qué? —inquirió su esposa, volviéndose a él con el ceño fruncido—. Tythanir lleva más de media vida separado de su padre.

—No quiero que nuestro hijo se críe en Tor Anroc —respondió Imrik—. Los próximos años son cruciales en la formación del chico, y debe aprender las tradiciones de Caledor.

El razonamiento de su marido no aplacó a Anatheria, que apretó el paso para alcanzar al pequeño. Imrik dio unas cuantas zancadas y la agarró del brazo. Anatheria se soltó, pero se detuvo.

—Ya sé que para ti la familia es una carga, pero tienes una esposa y un hijo, y eso acarrea una serie de responsabilidades —le espetó sin alzar la voz y sin apartar la mirada de Tythanir—. Tienes un heredero, tal como deseaste; ahora tienes que cumplir tus obligaciones con él.

—He vuelto —replicó Imrik, levantando la voz con fastidio.

—¡Porque no has tenido más remedio! —repuso su esposa, dándole la espalda—. Siempre has antepuesto tu deber con Caledor a tu familia.

—Haré lo mejor para ti y para mi hijo —dijo Imrik, en un tono más calmado—. Por eso tenéis que quedaros aquí. Tor Anroc no está al otro lado del océano. Visitaré con frecuencia a Tythanir.

Imrik no supo si su esposa lo había oído, pues había cogido al pequeño de la mano y ambos se habían alejado del príncipe, que se quedó parado en mitad del pasillo. Imrik sacudió la cabeza, frustrado. Tal vez Anatheria jamás comprendiera las exigencias que conllevaban ser un príncipe de la dinastía Domadragones, pero Tythanir sí lo haría cuando creciera.

Embargado por una repentina sensación de agobio, Imrik se preguntó si sería causada por el peso de la armadura o quizá por otra cosa.

* * *

Transcurridos ocho días desde el regreso a su hogar, Imrik recibió el anuncio de la llegada a Tor Caled de su hermano dos días después. Imrik informó de la noticia al resto de los príncipes y nobles, y envió emisarios a aquellos que residían fuera de la ciudad. Se trataba de una ocasión extraordinaria para que todos los señores de Caledor se reunieran, pues llevaba siglos sin celebrarse una asamblea de tales características en la capital.

La ciudad era un hervidero de rumores, y más de una vez Imrik tuvo que reprender a los miembros de su casa por entregarse a la especulación. Tor Caled bullía de actividad, tomada por los séquitos de los nobles procedentes de fuera de la ciudad, y todas las noches se celebraban festejos para celebrar cada nueva llegada. Los elfos aprovechaban la mínima ocasión para dar rienda suelta a su espíritu festivo, y bailaban y cantaban a la luz roja de los faroles en las plazas y en las calles.

La mañana del día que se esperaba la llegada de Caledrian, otro ilustre elfo apareció en la ciudad: Hotek, el sumo sacerdote de Vaul. Al enterarse de su llegada, Imrik se encaminó a la entrada principal de la ciudad para recibirlo personalmente y acompañarlo a los palacios donde se celebraría la ceremonia. A pesar de que a menudo le aburrían sobremanera las recepciones de Estado y los interminables actos implícitos, Imrik tenía en gran estima las tradiciones ancestrales de Caledor, así que recibió como correspondía a Hotek.

La deferencia no se debía al elfo en sí, sino más exactamente a su cargo, pues el sumo sacerdote de Vaul predecesor de Hotek había ayudado a Caledor Domadragones en la forja de innumerables armas y artefactos durante la guerra contra los demonios, pese a los riesgos que asumió con su cooperación, y en varias ocasiones el santuario del Yunque de Vaul ubicado en el monte había sufrido el asalto los adláteres del Caos. Aunque desde aquello habían pasado ya varios milenios, Imrik se mantenía fiel a la deuda que su dinastía tenía contraída con los sacerdotes, y así se lo hizo saber a Hotek cuando lo recibió.

—Os correspondo en la gratitud, Imrik —le respondió Hotek mientras ambos subían a un carruaje de oro con el toldo de escamas de dragón de tonos verdes y grises. El sacerdote tenía un gesto severo; su rostro era extremadamente delgado, incluso para un elfo, con los pómulos afilados y la frente angulosa; llevaba el cabello cano peinado hacia atrás y recogido con una cinta de cuero negro con incrustaciones de bronce rojizo. Lo que más llamaba la atención de sus rasgos eran sus ojos, completamente blancos. Como el resto de los sacerdotes de la orden, Hotek había cumplido con el ritual, y se había cegado para compartir el sufrimiento de Vaul. No se le apreciaba especialmente incómodo ni mermado en sus capacidades a causa de la pérdida de la vista; el resto de los sentidos, incluida su conciencia mística innata, se habían agudizado para compensar la carencia. Sea como fuere, Imrik siempre se sentía ligeramente desconcertado cuando hablaba con el sacerdote de Vaul, así que prefería no mirarlo directamente a la cara.

—En ti y en tu familia el honor y la fuerza del Domadragones se mantienen intactos —continuó Hotek—. En los tiempos que corren, son pocos los que consiguen que los dragones acudan a su llamada. Eso es señal de que te consideran un aliado, pues muchos de sus hermanos se han entregado al estado letárgico de siglos de duración.

El tiro de cuatro caballos emprendió la ascensión por la empinada carretera; Hotek se arregló la pesada túnica azul para ponerse más cómodo y apoyó la espalda contra el respaldo de su asiento. Entrelazó las manos en el pecho; en cada dedo exhibía un valioso anillo; y alrededor de las muñecas y del cuello llevaba una multitud de delgadas cadenas de plata, de oro y de otros metales brillantes.

—¿A qué debo el placer de esta invitación? —preguntó el sacerdote, volviéndose hacia el príncipe como si pudiera verlo—. La misiva de Caledrian sólo decía que pretendía reunir a toda la corte de Caledor, y que como sumo sacerdote de Vaul, me correspondía, de acuerdo con la tradición, un asiento en tan estimada asamblea.

—No lo sé con certeza —respondió Imrik—. Me pidió que regresara de Elthin Arvan para representar a Caledor en Tor Anroc, pero no he sabido nada nuevo desde mi vuelta. Le preocupa el continuo comportamiento extraño de los naggarothi.

—¿Los naggarothi? —Hotek trató de sonar despreocupado, pero Imrik se percató de la súbita tensión que se apoderaba del cuerpo y de la voz del sacerdote—. ¿Por qué habrían de preocuparse los caledorianos de los asuntos de Nagarythe?

—Tal vez no habrían de hacerlo —respondió Imrik—. Incluso hasta el Yunque de Vaul debe de haber llegado la noticia de que han cerrado sus fronteras. ¿No os parece extraño?

—Los templos están por encima de la política y de las fronteras de cada reino —respondió Hotek, sacudiendo una mano con desdén y recuperando la relajación anterior—. Si los naggarothi quieren aislarse del mundo, bienvenido sea; mejor nos irán las cosas sin sus malas caras y sus observaciones maliciosas.

—Se dice que adoran abiertamente a los cytharai —señaló Imrik—. A Khaine sin duda, y al resto de dioses oscuros del estilo. En las colonias lo hacen de una manera bastante descarada.

—Nosotros no establecemos cómo tienen que apaciguar a los dioses los demás —replicó Hotek, encogiéndose de hombros—. Sé que se han propuesto difundir el culto a los cytharai por otros reinos y ciudades, pero su proselitismo llega a oídos que no están dispuestos a escuchar la mitad de las cosas que dicen. Más vale no prestarle atención y dejar que se enfríe que avivarlo con acusaciones y prohibiciones.

—¿Todo va bien en vuestro templo? —inquirió Imrik.

—Afortunadamente, nuestros días como forjadores de armas para los príncipes pasaron hace tiempo —respondió Hotel—. Hoy en día fabricamos amuletos en vez de espadas, y anillos en lugar de escudos. Y dedicamos mucho tiempo al estudio de los productos fabricados por los enanos que caen en nuestras manos. Son piezas extraordinarias que no tienen parangón con nada de lo que se produce en Ulthuan. Reconozco que a veces no son agradables a la vista, pero contienen sencillos a la vez que poderosos encantamientos.

La conversación continuó por los mismos derroteros hasta que llegaron a los palacios. Imrik confió el cuidado de Hotek a los criados de su hermano mayor, y, liberado de sus obligaciones, pasó el resto de la mañana jugando con Tythanir. Al mediodía, a la hora a la que se esperaba la llegada de su hermano, se dirigió al gran salón, donde se había dispuesto un círculo de sillas con respaldos altos —alrededor de un centenar— para la celebración del consejo. El trono de Caledrian se había situado de frente a las enormes puertas, y sus asesores ya aguardaban a su señor junto a él. También la mayoría de los nobles ya se hallaban presentes.

Imrik ocupó su lugar a la derecha del trono. Al otro lado se sentó Dorien, acompañado por Thyrinor. El salón se llenó rápidamente y sólo un puñado de sillas quedaron vacías por la ausencia de los nobles que no habían podido o no habían querido asistir a la asamblea. El sonido de los clarines llegó apagado desde las murallas de la ciudadela, anunciando la llegada de Caledrian. Los elfos congregados se pusieron en pie, a la espera de la aparición del príncipe; un murmullo quedo resonaba en las paredes pintadas del salón.

Una retahíla de pasos precedió la apertura de las puertas, y todas las miradas se volvieron a Caledrian cuando entró en el salón. El señor de Caledor iba vestido con una larga túnica blanca con sinuosas llamas bordadas con hilo de oro, con un cinturón ancho ceñido a la cintura y con una delgada corona abierta en la cabeza. El príncipe se adentró en el salón a trancos y sin demasiada ceremonia, saludando con la mano a varios de sus asesores e inclinándose para mantener una breve conversación con otros. Su sonrisa asomaba con facilidad a sus labios, y no era parco en estrechar manos y en dar palmaditas en la espalda; aun así, a Imrik le pareció advertir cierta rigidez en los movimientos de su hermano y que achacó a que traía consigo una gran carga.

Imrik se acercó para recibir a su hermano cuando éste alcanzó el trono y abrazó a Caledrian; también Dorien lo hizo, y los tres permanecieron en exclusivo conciliábulo unos instantes.

—Me alegra veros a ambos aquí —dijo Calednian. Llevó la mirada más allá de Dorien y sonrió a Thyrinor—. Y también a ti, primo. Ojalá nuestro encuentro se produjera en momentos más felices, pero traigo noticias desalentadoras. Después del consejo compartiremos un banquete y nos pondremos al día como es debido.

Caledrian hizo una indicación entonces para que los participantes en la asamblea tomaran asiento, si bien él permaneció en pie. Imrik se percató de que otro elfo se había unido a la reducida hilera de dignatarios que se situaba detrás del trono; era un poco más bajo y fornido que los demás, de pelo ceniciento y de piel palidísima. Sin duda, no era de Caledor. Llevaba puesta una túnica púrpura confeccionada con una tenue tela, de modo que a la menor corriente de aire se le ceñía a los brazos y a las piernas. Se mantenía en un estado relajado, aunque atento, y sus ojos no paraban quietos, escudriñando hasta el último detalle del salón y de sus ocupantes.

—Os agradezco a todos que hayáis acudido a mi llamada con tan poco tiempo de antelación —declaró Caledrian, que con sus palabras atrajo la atención de Imrik, hasta ese momento centrada en el desconocido—. Se han hecho muchas especulaciones sobre mis recientes actividades, así que permitidme que entierre todos esos rumores de una vez.

»No hace demasiado tiempo recibí a una delegación de Bel Shanaar. —Hizo un gesto con la mano al elfo que Imrik había estado observando—. Éste es Tirathanil, heraldo del Rey Fénix. Se presentó ante mí con noticias alarmantes, y hemos pasado varios días debatiendo sobre la trascendencia de las mismas y sobre los deseos de Bel Shanaar. Los asuntos son de tal importancia que, de acuerdo con nuestras tradiciones, debo presentarlos ante esta asamblea y organizar una votación para conocer los deseos de Caledor.

El príncipe se sentó en su trono y guardó silencio; los miembros del consejo se incorporaron en sus sillas y clavaron sus ojos en Caledrian, ansiosos por oír lo que tenía que decir su regente.

—Llevamos cuatro años oyendo noticias inquietantes sobre el crecimiento del culto impúdico a los cytharai —continuó el príncipe—. Todos nosotros conocemos historias de las depravaciones relacionadas con esos rituales que han tenido lugar en otros reinos, y doy gracias a que ese tipo de prácticas no hayan asolado los dominios de Caledor. Bel Shanaar sospecha, y concuerdo con él, que esos cultos están proliferando bajo el influjo de Nagarythe. Para ser más específicos, que han jurado lealtad a Morathi. No vamos a permitir que este asunto siga así.

»Si este consejo así lo decide, acudiremos a la invitación de Bel Shanaar para asistir a su corte en Tor Anroc, donde se discutirá un plan de actuación. Como muchos de vosotros ya sabéis, ya he tomado la decisión de que el noble Imrik acuda en mi nombre, y la tremenda urgencia que nos acucia únicamente refuerza mi convencimiento en la idoneidad de la decisión.

Caledrian miró fugazmente a Imrik y luego devolvió la vista a los miembros del consejo.

—No han de ser la voluntad de Imrik ni la mía lo que le hagan asumir esa responsabilidad, sino de este consejo —prosiguió Caledrian—. Bel Shanaar no ha presentado ninguna propuesta concreta de acción, y yo desconozco los deseos de los demás príncipes. De modo que Caledor, como ya ha ocurrido en los tiempos pretéritos, será un reino pionero en este asunto. Con todo el respeto que me merece la sabiduría que atesora esta asamblea, he de manifestar mi convencimiento de que los reinos deben compartir un mismo propósito y unir sus fuerzas para exterminar esas sectas allá donde afloren. Hay quienes no ven la necesidad de actuar, e incluso encontramos príncipes que auspician esos cultos en secreto. Debemos erradicar a esos siervos de Morathi y someterlos al juicio del Rey Fénix.

—¿Y por qué no ir más allá? —sugirió Dorien. El resto del consejo reaccionó a esta interrupción con murmullos de desaprobación y ceños arrugados; no era apropiado hablar sin la previa invitación a hacerlo del príncipe regente. Dorien no hizo caso de los cuchicheos reprobatorios—. Habéis dicho que Nagarythe es la fuente de esa amenaza. Malekith ha abandonado su reino y lo ha dejado hundirse en la barbarie y en el hedonismo. Todos sabemos que Morathi no es digna de confianza. Propongo que el Rey Fénix asuma el control de Nagarythe hasta el regreso de Malekith… Si alguna vez se da. Llevamos demasiado tiempo haciendo la vista gorda a las díscolas prácticas de nuestros hermanos del norte. Ha llegado la hora de que rindan cuentas por ello y de que se restablezca la estabilidad.

Muchos miembros del consejo asintieron con la cabeza, y aun algunos aplaudieron tímidamente o se dieron palmadas contra el muslo para demostrar su conformidad con las palabras de Dorien. Imrik compartía el sentimiento de su hermano pequeño, pero sabía que una acción directa contra Nagarythe equivalía a una invasión, y albergaba la sospecha de que Caledrian no deseaba llegar tan lejos. Además, era indudable que Bel Shanaar no emprendería una acción de esa naturaleza a menos que mediara una provocación inaceptable. Imrik no veía motivos para dar a conocer su opinión, pues sabía que el consejo tomaría su decisión sin tener en cuenta su parecer en el asunto.

Varios miembros de la asamblea manifestaron su deseo de hablar, entre ellos Hotek. El sacerdote recibió el beneplácito de Caledrian y se levantó, dio unos pasos en dirección al trono y, tal como dictaba el protocolo, expresó sus pensamientos mirando al trono, si bien sus palabras estaban destinadas a la totalidad del consejo.

—Me preocupa que se acometa cualquier tipo de persecución a las sectas —declaró Hotek en un tono dulce y melodioso—. No porque las apoye, sino por el riesgo que supondría que un foco de violencia aislado se convierta en una revuelta general. Deploro esos ritos abyectos tanto como cualquiera de vosotros, y sé que por cada uno de los perturbadores relatos de sus prácticas que han llegado a nuestros oídos, probablemente exista un episodio más repugnante aún que escapa a nuestro conocimiento. A menos que puedan presentarse pruebas de que esas sectas están actuando de manera organizada, de que la mano de Morathi las controla, sería un error levantar las armas contra nuestro propio pueblo. Mi orden proveyó una vez a Aenarion y a vuestros antepasados de las armas necesarias para extirpar la muerte de esta isla; en ningún caso aportaremos las armas que se utilicen contra aquellos a los que juramos proteger. Esas gentes son en su mayoría pobres elfos que no adolecen de un corazón corrompido, sino que se han dejado arrastrar por sujetos malintencionados, o que simplemente han caído presas de la indolencia y del aburrimiento. Es cierto que Bel Shanaar, con su pasividad, ha permitido que se dieran las circunstancias para que esto ocurriera, pero sería poco inteligente reaccionar de manera desmesurada. Todavía estamos a tiempo de que la paz prevalezca.

—Ése es un sentimiento que compartimos todos —dijo Caledrian—. Sin embargo, no podemos permitir que esa depravación del espíritu siga degenerando. Sólo la severidad de nuestro empeño ha mantenido a Caledor libre de esas sectas; otros no han tenido el mismo éxito. Los demás reinos dudan de sus fuerzas y no están dispuestos a hacer todo lo necesario para desterrar de Ulthuan la amenaza de la rebelión. Debemos asumir el liderazgo allí donde otros han eludido sus obligaciones.

—Tal vez, si pudiéramos hablar con Tirathanil… —sugirió Eltaranir, uno de los miembros más veteranos del consejo y a quien Imrik consideraba un tío. Había sido amigo íntimo de su padre, Menieth, y juntos habían asistido al Primer Consejo cuando Bel Shanaar había sido elegido sucesor de Aenarion. También Eltaranir había traído desde las colonias el cuerpo sin vida de Menieth, muerto durante las guerras de la conquista.

Caledrian indicó al heraldo del Rey Fénix que se acercara. Tirathanil obedeció y se adelantó con un ligero aire arrogante, complacido por la repentina atención que suscitaba. Sin embargo, su afectación se desinfló bajo el escrutinio al que lo sometió Eltaranir.

—Poco puedo añadir yo que vuestro príncipe no os haya contado ya —dijo el heraldo—. Sin embargo, responderé todas las preguntas que tengáis a bien formularme.

—¿Ha recibido Bel Shanaar noticias de Malekith? —inquirió Hotek—. Me parece discutible debatir sobre el reino de un príncipe que no puede defenderse.

—El Rey Fénix no sabe de Malekith más que cualquiera de vosotros —respondió Tirathanil—. Es probable que siga vivo y embarcado en la exploración de las desiertas inmensidades septentrionales. En cuanto a lo de defenderse, ha sido Nagarythe el que ha roto los vínculos con Tor Anroc pese a los intentos infructuosos, tanto míos como de mis colegas, de establecer relaciones diplomáticas. En el caso de que Morathi siga en el poder, no ha respondido a las invitaciones del Rey Fénix para acudir a la corte.

—¿En el caso de que siga en el poder? —Thyrinor hizo hincapié en la duda implícita en la frase—. ¿Y por qué no iba a ser así?

—Corren rumores de luchas internas entre los naggarothi —admitió Tirathanil—. Sin embargo, desconocemos la intensidad o la violencia de las mismas. El Rey Fénix sospecha que la ausencia prolongada de Malekith ha desatado una lucha por el poder entre los príncipes naggarothi.

—Tal vez deberíamos apoyar a quienquiera que pretenda derrocar a Morathi —sugirió una voz desde el consejo.

—¡Esa es una propuesta vergonzosa! —espetó Eharanir—. Entrometerse de esa manera en la soberanía de un reino es una invitación a la discordia en el resto de los reinos. Sólo nuestros pactos de no interferencia nos permiten gobernar como corresponde en nuestros respectivos territorios. Debemos ser precavidos en las acusaciones que lancemos contra Nagarythe, pues hay muchos príncipes que contemplan con envidia el poder de Nagarythe y aprovecharán la mínima oportunidad para menoscabarlo. Nosotros tampoco estamos a salvo de sufrir las consecuencias de esa envidia. ¿Os gustaría que cualquier rumor insidioso u acusación contra Caledor se utilizara como pretexto para inmiscuirse en nuestras vidas?

El miembro del consejo que había lanzado aquella propuesta volvió a sentarse con una expresión de disgusto en el rostro. Más de una docena de elfos levantaron la mano pidiendo la palabra, y un murmullo generalizado se extendió por el salón. Caledrian les permitió hablar por turnos, aunque ninguno de ellos añadió nada significativo al debate, que se prolongó durante toda la tarde. Imrik escuchó con atención todas las intervenciones con la voluntad de cimentar su propia opinión sobre el asunto. Su instinto le decía que debían actuar con premura y con contundencia, pero según iba escuchando las distintas propuestas y objeciones, su resolución inicial se tambaleaba.

Cuando el cielo ya empezaba a oscurecer al otro lado de las altas ventanas, Imrik se sintió preparado para hablar. Se revolvió en la silla y atrajo la mirada de Caledrian. A la primera oportunidad que se presentó, Caledrian dirigió un gesto con la cabeza a su hermano para concederle la palabra.

El príncipe se puso en pie con los pulgares afirmados a su ancho cinturón. Miró primero a Dorien y luego al resto del consejo. El silencio se había instalado en el salón, y las postreras conversaciones privadas se disiparon en cuanto Imrik se volvió a Caledrian. No se había presentado ni una sola objeción a su nombramiento como embajador, y todos los elfos congregados estaban ansiosos por conocer su opinión sobre el asunto.

—Debemos luchar —dijo Imrik. Alzó una mano reclamando silencio cuando la oleada de protesta estalló en la sala—. No podemos atacar Nagarythe. Ningún príncipe puede enviar sus soldados a los dominios de otro monarca sin el permiso pertinente. Bel Shanaar debe actuar como mediador para que todos los reinos alcancen un acuerdo. Cada uno de los reinos ofrecerá sus ejércitos al Rey Fénix y operarán únicamente bajo su mando. Se purgarán uno a uno todos los reinos. Aquellos sectarios que renieguen de los cytharai y soliciten clemencia, la recibirán. Aquellos que, por el contrario, se enfrenten a la voluntad de los príncipes serán detenidos, o ejecutados en el caso de que opongan resistencia y utilicen la violencia.

Imrik volvió a sentarse.

El silencio se prolongó mientras los miembros del consejo digerían la propuesta del príncipe. Caledrian se mantuvo sentado en su trono, absorto en sus pensamientos, rodeado por la cohorte de asesores que le susurraban al oído.

—¿Creéis que Bel Shanaar aceptará? —preguntó Imrik a Tirathanil. Todas las miradas se posaron en el heraldo; la expectación por oír su respuesta era mayúscula.

—En lo esencial, sí —dijo Tirathanil. Inspiró hondo antes de continuar—. También creo que hallaréis apoyo en algunos príncipes. La participación de Caledor influirá en la opinión de los más indecisos.

Caledrian se levantó e indicó a Tirathanil que se retirara detrás del trono. El príncipe cruzó los brazos y paseó lentamente la mirada por el círculo de elfos.

—Tenemos una propuesta, formulada por Imrik, que debe ser sometida a votación —anunció Caledrian—. Dad a conocer vuestra decisión. Renuncio a mi derecho a pronunciarme en este asunto. Si el consejo la aprueba, la decisión será definitiva.

Un puñado de elfos se puso en pie al punto, en muestra de adhesión al plan de Imrik. Tras unos instantes de conversaciones y de ajetreo, fueron poniéndose en pie todos los elfos salvo Hotek, que permaneció sentado. El sacerdote de Vaul sonrió y dirigió un gesto de asentimiento a Imrik antes de levantarse.

—El voto es unánime —declaró Caledrian. Un murmullo de autofelicitación se extendió por el círculo de nobles elfos. El príncipe se volvió a Imrik—. Tirathanil regresa mañana a Tor Anroc, hermano. ¿Te parece demasiado precipitado acompañarlo?

Imrik meditó unos instantes. No le apetecía nada embarcarse en las negociaciones que exigiría su plan. Además, en el escaso tiempo que llevaba en Tor Caled se había esforzado por reconciliarse con Anatheria y por qué Tythanir conociera mejor a su padre. Llevaría algún tiempo que el resto de los príncipes respondieran a la llamada de Bel Shanaar, y la espera se le haría dura. Ya se imaginaba a sí mismo en el palacio del Rey Fénix, consumido por la impaciencia y obligado a compartir el tiempo con la nobleza de Tiranoc en interminables banquetes y fiestas.

No obstante, sería impropio permanecer en Tor Caled entregado al ocio cuando había asuntos importantes que exigían su atención.

—No tiene sentido retrasarlo —respondió—. Partiré mañana.

* * *

La enorme cantidad de príncipes, de nobles y de emisarios puso a prueba las capacidades del palacio del Rey Fénix, que era uno de los mayores edificios de toda Ulthuan. Imrik y Thyrinor se habían embarcado rumbo a Ellyrion siguiendo la costa del Mar Interior, y luego habían continuado a caballo hasta Tor Anroc a través de las Montañas de Annuhi. Lo primero que les llamó la atención de la ciudad fue el bullicio que imperaba en sus calles, y una sensación de claustrofobia se apoderó de ellos, acostumbrados a las colonias y a Tor Caled.

Imrik se sintió aliviado por el hecho de que el séquito caledoriano, que incluía a un puñado de escribientes y criados además de los príncipes, fuera alojado en una de las casas del centro de la ciudad, en vez de en el propio palacio. Esto proporcionaba a Imrik cierto grado de la soledad que necesitaba, y los sucesos que acontecieron durante los primeros días en la ciudad indujeron al príncipe a buscar el refugio de la soledad repetidamente.

Había tantos elfos que conocer, tantas presentaciones, ceremonias y banquetes, que Imrik dependía absolutamente de Thyrinor para recordar quién era quién y dónde se suponía que se encontraba. Cada día llegaban nuevas delegaciones, lo que no hacía más que acrecentar la perplejidad de Imrik. Daba la impresión de que la mayoría de los asistentes no entendía la gravedad de la situación y veía la reunión en la corte del Rey Fénix como una oportunidad para dar rienda suelta a su habitual espíritu festivo y a las intrigas políticas. En situaciones dudosas, Imrik se había mordido la lengua en numerosas ocasiones, aconsejado por Thyrinor de que cultivara su paciencia y evitara importunar a nadie; un comportamiento que a Imrik le suponía un esfuerzo descomunal, ya que muchos elfos juzgaban su natural personalidad taciturna rayana en el insulto.

Habían acudido menos príncipes de los que Imrik había esperado. Muchos de los reinos orientales se habían limitado a enviar embajadores. Si bien éstos se preciaban de poder hablar y actuar con la misma autoridad que los nobles, Imrik no podía tratarlos como iguales, y todos los acuerdos que alcanzara con ellos debían ser ratificados posteriormente por sus señores. Eso significaba que el gran debate sobre el problema creciente de las sectas y de la situación en Nagarythe acababa reducido a una serie de interminables discusiones menores sobre la redacción precisa de una propuesta o sobre el verdadero significado de las palabras de otro delegado.

Unos pocos príncipes habían realizado el viaje, e Imrik descubrió con sorpresa que, en general, eran más tolerantes que el resto de los participantes en la asamblea. En concreto le llamaron la atención la calma y la inteligencia que Thyriol de Saphery exhibía en medio del caos, y profesaba un respeto considerable al mago que había aprendido las artes misticas tutelado por el abuelo de Imrik. Finudel y Athielle, soberanos de Ellyrion, también le resultaban una compañía agradable; a pesar de que ambos hacían gala de un humor encantador y de un agudo ingenio, eran plenamente conscientes de la trascendencia del consejo.

Imrik había pasado mucho tiempo escuchando la opinión de estos tres elfos sobre Nagarythe y expresándoles la propuesta de Caledor de reunir un ejército unido bajo el estandarte del Rey Fénix. Aparte del sucinto recibimiento que le había dispensado a su llegada, Imrik no había tenido tiempo para trasladar su propuesta a Bel Shanaar, y sólo pudo hacerlo el sexto día del consejo, cuando le llegó el turno de hablar ante el Rey Fénix.

Previamente se reunió con Thyrinor y con Thyriol y les expresó sus dudas sobre cómo exponer su plan para obtener el favor del monarca.

—Carezco del don de la elocuencia —confesó Imrik a sus compañeros mientras bebían zumo de frutas en el jardín de la casa donde se alojaba su delegación. Las nubes y el sol otoñal se fundían en el cielo y trazaban franjas de luces y de sombras en el césped inmaculado; los pájaros y las abejas revoloteaban alrededor de los cuidados setos y árboles—. Soy demasiado brusco. Bel Shanaar pensará que estoy diciéndole qué tiene que hacer.

—Tal vez deberías formular tu propuesta mediante preguntas, primo —sugirió Thyrinor, reclinándose en un banco de piedra blanca junto a una charca poco profunda de agua cristalina; las burbujas estallaban en la superficie y los peces de escamas verde jade se deslizaban perezosamente como destellos dorados—. Deja que Bel Shanaar pronuncie las respuestas que quieres oír.

—Ésa es una habilidad que no poseo —repuso Imrik—. Nunca fui un buen estudiante de retórica.

—No te obsesiones con las formas —le tranquilizó Thyriol. Ataviado con una elegante túnica amarilla y dorada. El mago de Saphery estaba sentado a la sombra, bajo un árbol, con los ojos cerrados—. Tú no conoces bien a Bel Shanaar, pero está versado en las artes de gobierno y no prestará atención a las palabras que emplees, sino al mensaje que le transmitas. Ha tenido que superar algunas dificultades personales para reunir el consejo. Tiene sus detractores, y hay quien está dispuesto a clamar a los cuatro vientos que el Rey Fénix es tan débil que no puede emprender acciones por sí mismo.

—Es indudable que esas patrañas nacieron de los labios de Morathi y de sus lacayos —dijo Thyrinor—. Incluso en las colonias se ha llevado a cabo una campaña, silenciosa pero persistente, en contra de Bel Shanaar. Siempre con la idea de fondo de que Malekith debía haber sido elegido Rey Fénix en su lugar.

—Que lloriqueen si quieren —dijo Imrik—. Mi padre, como sucesor del Domadragones, tenía tanto derecho como él. Caledor no siente ningún afecto por el Rey Fénix, pero Bel Shanaar obtendrá de mí todo el respeto que se gane.

—Tal vez para ti no tenga importancia el lloriqueo de los naggarothi, pero aquí cualquier rumor o chismorreo tiene valor —le advirtió Thyriol, abriendo los ojos—. Hasta tú debes haberte percatado de que, pese a la impopularidad de los naggarothi, los caledorianos no disfrutáis de un afecto mayor del resto de los reinos. Sienten pavor de vuestros dragones.

—Y así debe ser —aseveró Imrik—. No es culpa de Caledor mantenerse fuerte mientras el resto de los reinos no hacen nada para atajar su debilitamiento.

—No son tan débiles como en otro tiempo —dijo Thyrinor—. El puerto de Lothern, en Eataine, está convirtiéndose en una de las mayores ciudades de Ulthuan, y al lado de su flota las nuestras parecen ridículas. Cothique e Yvresse tienen puestos de avanzada por todo el mundo. Incluso la pacífica Saphery, nuestro reino amigo, es famosa por la habilidad y por el poder de sus magos. No podemos depositar todas nuestras esperanzas en los dragones eternamente. Sólo un puñado de ellos no se han entregado al letargo en las montañas, y aun éstos no tardarán en unirse a sus hermanos en el prolongado sueño.

—Por eso estamos aquí —contestó Imrik—. Sólo el Rey Fénix puede ponerse al mando de una fuerza de tal magnitud.

—Pero ¿estará dispuesto a hacerlo? —Thyrinor dirigió la pregunta al mago.

—Bel Shanaar está preocupado, pero no inquieto —respondió Thyriol—. Sabrá valorar el mérito de tu propuesta, pero si el resto de los reinos expresa su rechazo a ella, no conseguirás su respaldo.

—Tu voz inclinaría la balanza a nuestro favor —dijo Thyrinor—. No sólo porque eres príncipe de Saphery, sino porque encaramaste a Bel Shanaar al trono del Rey Fénix.

—Algo de verdad hay en eso —reconoció Thyriol, con media sonrisa en los labios—. Bel Shanaar y yo luchamos contra los demonios comandados por Aenarion, y quedan pocos elfos que puedan proclamar ese mérito.

—Deberíamos irnos ya —observó Imrik, echando un vistazo al sol. Se acercaba el mediodía, la hora señalada para su audiencia con Bel Shanaar—. No quisiera hacer esperar al Rey Fénix.

En los pasillos exteriores del palacio reinaba la tranquilidad en comparación con el bullicio que asolaba el resto de la ciudad. Se había hecho saber que el Rey Fénix había reservado todo ese día para los despachos con los príncipes que habían acudido al consejo, y que no se permitía la presencia de elfos de menor rango. Thyriol recibió las reverencias y las palabras educadas e Imrik los comentarios típicos del puñado de elfos que se cruzaron de camino al salón principal del palacio.

A pesar de que llegaron antes de la hora acordada, el chambelán de Bel Shanaar, Palthrain, estaba esperándolos a las puertas del salón. Palthrain los recibió con una reverencia y les agasajó con algunos cumplidos.

—¿Todavía está ocupado con una audiencia Bel Shanaar? —preguntó Imrik.

—Entrad cuando gustéis —respondió Palthrain—. En estos momentos, el Rey Fénix está escuchando a Athielle y a Finudel, pero me han comunicado que seréis bien recibidos si decidís uniros a su conversación.

Imrik respiró hondo y dirigió un gesto afirmativo con la cabeza al chambelán, quien a su vez indicó a los criados que abrieran las puertas. El salón que se extendía al otro lado era amplio, con el techo apoyado sobre unos delgados pilares con inscripciones de runas en oro. El techo estaba astutamente pintado para representar un cielo primaveral, iluminado por docenas de ventanas en arco.

Al fondo del salón se divisaba a Bel Shanaar, sentado en su trono tallado con la forma de un fénix con las alas desplegadas. Una larga capa de plumas blancas caía desde sus hombros formando pliegues sobre el trono, ribeteada con una cinta de hilo de oro de la que colgaban zafiros. El Rey Fénix iba vestido con una túnica formal, con capas blancas y doradas superpuestas, con sinuosas llamas plateadas y brillantes runas delicadamente bordadas. Los elfos no suelen mostrar signos del paso del tiempo en la piel, con independencia de la edad, y el rostro de Bel Shanaar apenas estaba surcado por unas tenues arrugas a pesar de sus centurias de vida. No llevaba puesta la intrincada Corona del Fénix; en su lugar, una cinta dorada, decorada con una solitaria esmeralda en la frente, le ceñía la pálida melena rubia, recogida hacia atrás. Tenía los ojos de un azul refulgente que se mantenían alerta mientras escuchaba a Athielle, cuya voz, a pesar de hablar en un tono suave, llegaba hasta los oídos de Imrik gracias a la perfecta acústica del salón.

—Son unos cuatreros, simple y llanamente —dijo la princesa—. Recorren las montañas y se llevan las caballadas cuando nadie las vigila. Llevarse los corceles de Ellyrion es el peor robo que puede cometerse.

—Sin embargo, no estás ofreciéndome ninguna prueba del delito —señaló Bel Shanaar—. Tus caballadas desaparecen y lo primero que haces es acusar a los naggarothi, cuando una explicación mucho más probable sea la incursión de algún tipo de monstruo depredador de los Annuii. Un hipogrifo tal vez, o una hidra. ¿No te parece?

—Y Nagarythe no es un reino pobre —añadió otro príncipe. Imrik lo reconoció como Elodhir, hijo de Bel Shanaar—. Si los naggarothi quisieran caballos, los comprarían.

—A nosotros no —dijo Finudel—. Nos preocupa que no traten bien a los animales. Su arrogancia ha alcanzado cotas inadmisibles, y su actitud con las bestias roza lo criminal.

Palthrain anunció la llegada de los nuevos príncipes mientras Imrik, Thyrinor y Thyriol se adentraban en el salón. Los elfos que ya se encontraban allí interrumpieron su conversación y esperaron a que los recién Regados se unieran a ellos. Pakhrain hizo las presentaciones formales pese a que todos los elfos ya se conocían.

—Es un honor dar la bienvenida a esta cámara a los representante de Caledor —dijo Bel Shanaar, despidiendo a Palthrain con un gesto informal con la mano—. Espero que todo esté en orden en vuestro reino, así como que Caledrian se encuentre bien.

—La fortuna no nos ha dado la espalda —respondió Imrik—. Mi hermano está preocupado por la proliferación de las sectas que corrompen buena parte de Ulthuan. Caledor se mantiene limpio de esos cultos, pero la empresa no es fácil.

—También están los que se han esforzado en vano por detener el avance de las sectas —dijo Athielle—. La falta de vigilancia no es la responsable de su crecimiento. Tal vez Caledor debe más su éxito a la patrulla de nuestra frontera común que a la vigilancia de los líderes de los cultos.

—Mi respuesta no llevaba implícita una acusación —aclaró Imrik—. Lo que ha ocurrido ya no tiene vuelta atrás. Lo que hay que decidir es qué vamos a hacer a partir de ahora.

—Imrik trae una propuesta que juzgo estimable escuchar —dijo Thyriol, cuya túnica resplandecía bañada por la luz del sol que se desparramaba desde las ventanas altas. El mago se volvió a Imrik y le cedió la palabra con un movimiento de la cabeza.

—Todos los reinos han tratado de contener individualmente la expansión de las sectas y han fracasado —declaró Imrik. Se encogió de hombros en señal de disculpa a Finudel y a Athielle—. Tengo la impresión de que el problema atañe a toda Ulthuan. Sólo vos, Rey Fénix, podéis proclamar una autoridad sobre toda la isla. Utilizad vuestra posición para reunir un ejército con fuerzas procedentes de todos los reinos. Nombrad un general, o lideradlo vos mismo, y purgad uno a uno los reinos de los cultos.

Tanto el Rey Fénix como el resto de elfos guardaron silencio, tal vez a la espera de que Imrik entrara en los pormenores de su plan. Sin embargo, el caledoriano no tenía nada más que añadir por el momento y permaneció callado. Al fin, Bel Shanaar se revolvió y se incorporó en su trono.

—¿Un ejército? —inquirió en un tono calmado aunque firme—. ¿Ésa es la solución que proponéis?

Imrik miró de refilón a Thyrinor, pero no halló consuelo en el rostro impasible de su primo.

—Los cultos suponen una amenaza —replicó Imrik—. Hay que encargarse de ellos. Quizá un ejército no sea lo más civilizado, pero sí lo más efectivo.

—La violencia jamás ha sido la cura de ninguna enfermedad —dijo Bel Shanaar.

—Los orcos y las bestias de Elthin Arvan no estarían de acuerdo —repuso Imrik—. Querer evitar la violencia es plausible; sin embargo, eludir vuestras obligaciones como protector de Ulthuan, no lo es.

—¡Vigilad vuestros comentarios! —espetó Elodhir—. ¡Estáis dirigiéndoos al Rey Fénix! No olvidéis vuestro juramento de lealtad ante la llama sagrada de Asuryan. Caledor sigue formando parte de Ulthuan y todavía es un dominio del Rey Fénix.

—No he olvidado mi juramente —respondió Imrik, desviando su mirada iracunda de Elodhir para posarla en Bel Shanaar—. ¿Acaso lo ha hecho el Rey Fénix? Él recuerda los días de tinieblas que vivió nuestro pueblo; los tiempos difíciles que requerían respuestas difíciles. Las sectas llevan campando a sus anchas demasiado tiempo.

—Esa falta de respeto es intolerable —insistió Elodhir, pero Imrik no le prestó atención y siguió pendiente del Rey Fénix.

—Guarda silencio, hijo —dijo Bel Shanaar—. Imrik tiene motivos para quejarse, aunque haya optado por no suavizar la crudeza de su mensaje con palabras más afables. No le falta razón; juré defender Ulthuan contra todos los enemigos y los peligros que la amenazaran. Que el peligro lo hayamos creado nosotros no lo hace mejor que aquellos que nos acechan desde el otro lado de nuestras fronteras. En muchos sentidos es más bien peor.

—Una demostración de intenciones sería suficiente para la mayoría de las sectas —intervino Athielle—. La justicia debe caer con toda su fuerza sobre sus líderes, esos que captan a los desesperados y a los incautos. A sus seguidores, quienes simplemente buscan un sentido para sus existencias o que se entregan a la vida sin sentido, se les puede mostrar lo erróneo de su comportamiento sin necesidad de someterlos a un castigo.

—Un ejército es una invitación a la resistencia —observó Elodhir—. La amenaza de la violencia inducirá a los sectarios a defenderse con uñas y dientes.

—Ellos ya han empleado la violencia —dijo Thyriol, que se tiraba de las mangas de la túnica con sus finos dedos mientras hablaba—. Han realizado sacrificios y han arrebatado vidas. Por todos los reinos circulan historias que hablan de que los sectarios han preferido luchar y morir a someterse a la clemencia de los príncipes y de sus guerreros.

—Y esa violencia se intensificará —dijo Bel Shanaar—. Las sectas componen grupos diseminados y desorganizados, y suponen más una amenaza espiritual que física.

—No estoy de acuerdo —repuso Finudel—. Estoy convencido de que cuentan con el respaldo de Nagarythe.

—De eso no hay duda, pero carecemos de pruebas que lo corroboren —declaró Bel Shanaar—. Estáis pidiéndome que condene a todo un reino basándonos en rumores.

—No son rumores —dijo Athielle, cada más furiosa—. Hemos encontrado cadáveres de cuidadores de caballos con signos de violencia. Otros han desaparecido sin dejar rastro; además, los ancianos de las ciudades remotas han sufrido acosos o han sido asesinados.

—¿Y los cuerpos de los naggarothi fallecidos en esos asaltos? —inquirió Elodhir—. ¿Habéis encontrado alguno?

El silencio fue la única respuesta que Athielle y Finudel fueron capaces de ofrecer. Elodhir meneó la cabeza y miró a su padre.

—Al parecer, no hemos obtenido una perspectiva más clara del problema —dijo el príncipe tiranocii—. No estamos más cerca de hallar una solución que ayer a esta misma hora.

—Hay que actuar —afirmó Imrik—. La pasividad, precisamente, ha propiciado el afloramiento de las sectas.

—No tomaré ninguna decisión precipitada —anunció Bel Shanaar—. La inestabilidad de la situación sigue creciendo, y no me arriesgaré a que explote sin un motivo de peso. Meditaré vuestra propuesta, Imrik. Por favor, descansad un poco y reuníos conmigo esta noche.

Imrik se disponía a continuar la discusión, pero se percató de que el resto de los asistentes acataban la petición del Rey Fénix y ya hacían una reverencia de despedida y daban media vuelta. El caledoriano prefirió no poner a prueba la paciencia de Bel Shanaar, se guardó sus severas palabras para otro momento y secundó a sus colegas.

Cuando abandonaron el gran salón, Thyrinor hizo señas a Imrik para que se separara de los demás y ambos entraron en una cámara vacía no demasiado alejada de la sala de audiencias. Las paredes de la sala circular estaban cubiertas por murales que representaban la costa tiranocii y que pasaban sutilmente, según se paseaba la mirada por ellas, de las plácidas playas en verano a las tempestuosas escenas invernales.

En la cámara había bancos acolchados y mesitas atiborradas de fruta, vino y agua. Thyrinor levantó una jarrita y se escanció vino dorado en una copa de cristal, entonces cayó en la cuenta de ofrecer lo mismo a Imrik, que declinó la invitación.

—Tengo que mantener la cabeza despejada —argumentó Imrik, desplomándose en uno de los bancos. Cogió una manzana de una fuente cercana, le dio un buen mordisco y saboreó la pulpa refrescante de la fruta—. Bel Shanaar es demasiado precavido. Sin embargo, cuanto más lo presione menos conseguiré.

—La fuerza de tu carácter ha sido el motivo de tu elección, primo —dijo Thyrinor. Tomó un sorbo de vino con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos segundos después—. Un vino realmente exquisito. De todos modos, no es Bel Shanaar quien ha de preocuparte en estos momentos. El Rey Fénix está inquieto por la recepción que podría tener tu propuesta entre las demás delegaciones. Finudel y Athielle te apoyarán, de eso no me cabe duda. Diría que también Thyriol, pues no ha puesto pegas a nuestro plan. Debes convencer a los demás.

—¿Y cómo lo hago? —preguntó Imrik, terminando la manzana—. Tengo la impresión de que ningún reino quiere asumir ninguna responsabilidad.

—Entonces demuéstrales que posees la capacidad de liderazgo de la que carece Bel Shanaar —repuso Thyrinor—. ¿Por qué no te ofreces a encabezar las fuerzas unidas?

—No —respondió al punto Imrik—. No lo haría por nada del mundo.

—¿Por qué no? Naciste general y gozas del respeto, cuando no de la amistad, de muchos príncipes.

—No puedo comandar a los guerreros de otros reinos —dijo Imrik—. No confió en ellos.

—Pero ¿confiarías en que fuera otro quien los liderara?

Imrik dejó la pregunta sin responder. Su única preocupación era la seguridad de Caledor. Eso significaba que había que liberar el resto de Ulthuan de las perniciosas sectas consagradas a los cytharai, del mismo modo que había tenido que exterminar a los pieles verdes y a las bestias de la jungla que amenazaban las colonias de su reino. Era un papel que no le hacía gracia interpretar, si bien lo henchía de orgullo. La idea de rendir cuentas directamente a Bel Shanaar lo importunaba, y la posibilidad de trabajar codo con codo con los príncipes de otros reinos lo perturbaba.

—¿Hablarás por lo menos con los representantes de los demás territorios? —le suplicó Thyrinor, sirviéndose otra copa de vino—. Si te ganas su apoyo, Bel Shanaar no tendrá más remedio que respaldar nuestra propuesta.

—¿Y cómo lo hago? —inquirió Imrik—. Lo interpretarán como que Caledor intenta acumular más poder. Lo ven todo filtrado por un velo de envidia.

Thyrinor lanzó un hondo suspiró, dejó la copa y cruzó los brazos.

—¿Te arrepientes de haber aceptado este cometido? —inquirió—. Me resulta fragoso soportar tu negatividad, primo, y los demás compartirán mi sensación. Rezumas pesadumbre en vez de irradiar esperanza. Ofréceles algo en lo que puedan depositar su confianza. Si quieres que tu propuesta prospere, has de conseguir el apoyo de Bel Shanaar y hacer confiar a los demás en su capacidad para liderar a nuestro pueblo.

—Una confianza que yo no tengo —dijo Imrik—. ¿Quieres que mienta?

—¡Puedes llegar a ser insufrible! —Thyrinor agitó los brazos en el aire—. ¿Para qué has venido entonces si no confías en el éxito de nuestra empresa?

—Porque es mi deber —respondió Imrik.

—¿Eso es todo? ¿Acaso no temes por la Ulthuan en la que crecerá tu hijo?

—Mientras Caledor se mantenga fuerte estará libre de esta plaga —declaró Imrik—. Ésa es mi única preocupación.

—Caledor no puede mantenerse ajeno al resto de Ulthuan eternamente —dijo Thyrinor, recuperando la copa de vino y dándole un sorbo con impaciencia—. Los dragones no pueden luchar contra los susurros que carcomen el espíritu de nuestro pueblo. Las montañas no representan un baluarte contra la esencia insidiosa de la melancolía y el aburrimiento. Para que Caledor esté libre del influjo de las sectas, el resto de Ulthuan debe ser liberado de ellas previamente.

—Entiendo —dijo Imrik, perplejo por la demostración de frustración, totalmente fuera de lugar, de su primo—. Entiendo tu posición. Con el respaldo de Caledor, el Rey Fénix infundirá la autoridad que le corresponde.

—Entonces, ¿hablarás con los demás?

—Sí —respondió Imrik, poniéndose en pie—. Pero no con todos a la vez. Conversaré con las delegaciones una a una. No soporto verme arrastrado a sus disputas.

—Entonces organizaré los encuentros —dijo Thyrinor, apurando el contenido de su copa. Dio un par de pasos en dirección a la puerta, pero entonces se detuvo—. Por favor, intenta mostrarte civilizado con ellos.

* * *

Durante toda la tarde, Imrik trató con todas sus fuerzas de mostrarse civilizado, obviando los desaires velados que llovían sobre Caledor y las insinuaciones procedentes de las delegaciones de los demás reinos. Mantuvo entrevistas con los embajadores desplazados a Tor Anroc y les explicó pormenorizadamente el plan caledoriano de la campaña contra las sectas. Thyrinor llevó el peso de las conversaciones, y puso mucho cuidado en resaltar la importancia de cada uno de los reinos en el plan general, asegurándose de que sus interlocutores creyeran que serían ellos quienes asumirían buena parte del control de la fuerza. Cuando Palthrain se encontró con la pareja de caledorianos a última hora de la tarde, al menos cinco reinos más habían garantizado su apoyo a los planes caledorianos y habían prometido elevar su parecer a Bel Shanaar; si bien ninguno se había mostrado dispuesto a expresar abiertamente su respaldo.

Al igual que había sucedido por la mañana, Imrik se reunió con Bel Shanaar, Elodhir, Thyriol, Finudel y Athielle en el salón de audiencias del rey. También asistían al encuentro otros elfos repartidos por los bancos del gran anfiteatro que rodeaba el Trono del Fénix. Imrik no les prestó atención y se dirigió a grandes zancadas hasta Bel Shanaar.

—¿Habéis tomado una decisión? —preguntó Imrik.

—Has estado ocupado —respondió Bel Shanaar—. Desde nuestra última conversación he recibido visitas constantes de embajadores con la propuesta de un ejército reunido compuesto por fuerzas de todos los reinos.

—Nada más lejos de mi intención que emplear artimañas —dijo rápidamente Imrik al notar que estaba acusándole de haber recurrido a algún tipo de subterfugio.

Bel Shanaar sonrió, aunque no se dignó a compartir con los demás lo que le hacía tanta gracia. Hizo una indicación a Thyriol, y el mago extendió la mano con un rollo de pergamino.

—Ésta es la primera versión de una resolución —dijo Thyriol, ofreciendo el pergamino a Thyrinor—. En ella se declara ilegal el culto a los cytharai y se conmina a los elfos a renegar de los dioses oscuros.

—¿Eso es todo? —preguntó Imrik—. ¿Qué hay del ejército unido?

—Vayamos por partes —dijo Elodhir—. Primero debe llegarse a un consenso sobre la necesidad de emprender acciones. Después se decidirá la naturaleza de dichas acciones.

—Pronto llegará el invierno —observó Imrik—. Si no atacamos ahora, habremos de esperar hasta la próxima primavera para ponernos en marcha. Reunir a guerreros de toda Ulthuan nos llevará días. El requerimiento debe ser realizado inmediatamente.

—Vuestro descaro es asombroso —espetó Elodhir—. No permitiremos que intimidéis a los demás reinos para ponerlos a vuestro favor.

—¿Permitiremos? —Imrik clavó la mirada en Bel Shanaar—. Sólo un elfo es el Rey Fénix.

—También me pronuncio como príncipe de Tiranoc —aseveró Bel Shanaar—. Sobre mis hombros recae el peso de ambos cargos. ¿Estáis pidiéndome que declare la guerra contra mis súbditos?

Imrik oyó el bullicio de más elfos entrando en el salón, pero hizo caso omiso de los recién llegados. En su corazón la ira pugnaba con la decepción. Antes de esta segunda comparecencia en el salón de audiencias, había tenido la impresión de que había hecho progresos durante la tarde; sin embargo, apenas si dispondrían de tiempo para alcanzar acuerdos menores.

—El capitán Carathril de Lothern, majestad. —La voz del chambelán retumbó por toda la cámara.

—Cracias, Palthrain —dijo Bel Shanaar, que aún no se había vuelto a los recién llegados.

Imrik volvió la vista atrás, por encima del hombro, y vio que Palthrain hacía una reverencia y se retiraba dejando en el salón a dos elfos enfundados en unas armaduras con los colores de Lothern. Ambos parecían oficiales, pero Imrik no reconoció en ellos a ningún miembro de la delegación de Eataine. Decidió que eran dos tipos irrelevantes y los desterró de sus pensamientos.

—No podemos mostrarnos clementes —dijo Imrik, meneando la cabeza—. El pueblo necesita nuestra fuerza.

—Pero muchos tienen tanto de víctimas como de verdugos —señaló Bel Shanaar—. Sus propios demonios los han empujado al abismo. Los sacerdotes juegan con sus miedos y manipulan sus aflicciones. He hablado con algunos que afirman que no eran conscientes del envilecimiento que se había operado en ellos. La magia negra está involucrada en este asunto. Todo esto encierra un propósito mis maléfico aún que todavía no hemos desvelado.

—Entonces debemos encontrar a los cabecillas e interrogarlos —sugirió Elodhir. El príncipe dio un paso para acercarse aún más a su padre—. No podemos permitirnos que las sectas se expandan libremente. Si dejamos que eso ocurra, nuestros ejércitos acabarán devorados por ellas y nuestro pueblo consumido por sus propios deseos. ¡No! Aunque haya quien lo juzgue severo en exceso, debemos aplicar la ley con una firmeza y una determinación implacables.

—Todo eso está muy bien, Elodbir, pero ¿a quién le aplicamos la ley? —preguntó Thyriol. Como siempre, el príncipe mago pronunció en tono sosegado unas palabras colmadas de sentido.

Mientras mesuraba las palabras apropiadas para continuar con su exposición, el mago elfo paseó los delgados dedos de su mano por su cabellera plateada. Sus oscuros ojos verdes se fijaron de uno en uno en sus compañeros de debate.

—Todos sabemos dónde se encuentra la raíz del problema aunque ninguno de nosotros pronuncie su nombre: Nagarythe. Ya veis, lo he dicho y el mundo sigue girando.

—Los chismes y los rumores no son ninguna base para la política —replicó Bel Shanaar—. Quizá nuestros invitados traigan nuevas que arrojen luz a la discusión.

Carathril se quedó atolondrado un instante, sorprendido por su repentina inclusión en la conversación. El Rey Fénix y los príncipes lo miraban inquisitivamente. El capitán se aclaró la garganta y puso en orden sus pensamientos.

—Traigo malas noticias, majestad —dijo suavemente Carathril—. Mi teniente y yo hemos cabalgado hasta aquí con la mayor presteza para informaros de que el príncipe Aeltherin ha fallecido.

La noticia no auguraba nada bueno, e Imrik frunció el ceño. Una baja entre los príncipes gobernantes sólo podía provocar nuevas demoras.

—Sin duda es muy triste para nosotros que el extraordinario príncipe cayera en desgracia, majestad —continuó Carathril—. Desconozco las circunstancias que lo llevaron a ello, pero el príncipe Aeltherin se había convertido en un adepto de los cultos del placer. No sabemos desde cuándo, aunque parece ser que llevaba bastante tiempo confabulado con la sacerdotisa de Atharti y que desde su cargo desencaminaba nuestros esfuerzos por descubrir las tramas de la secta. Sólo un suceso casual, un nombre balbuceado en sueños por un prisionero, nos puso en el siniestro camino que conducía a las puertas de la mismísima mansión del príncipe.

—¿Y cómo es que el príncipe no está aquí para defenderse de tales acusaciones? —inquirió Elodhir—. ¿Por qué no se encuentra bajo arresto?

—Se quitó la vida, alteza —explicó Carathril—. Intenté por todos los medios hacerle entrar en razón, le imploré que dejara su caso en manos de los tribunales, pero sufrió un ataque de locura y no accedió a mis demandas. No sé qué pudo llevarlo a actuar así, y no me atrevo a especular.

—¿Un príncipe gobernante afiliado a esas malignas prácticas? —musitó Thyriol, volviéndose al Rey Fénix.

Imrik se carcomía por dentro. Caledrian había recelado del príncipe, pero oír la confirmación de la sospecha era una noticia de extrema gravedad para los caledorianos. Rápidamente acudieron a su cabeza los demás miembros de la corte y la duda de si quedaría alguno en quien pudiera confiarse.

—El asunto es aún más grave de lo que nos habríamos atrevido a admitir —prosiguió Thyriol—. Cuando se difunda la noticia de la muerte de Aeltherin, lo que vendrá a continuación será miedo y sospechas.

—No me cabe duda de que ésas eran las intenciones de los urdidores de esta tenebrosa conspiración —aseveró Bel Shanaar—. Una vez que los gobernantes de los reinos pierdan toda la confianza de sus ciudadanos, ¿hacia quién volverá las miradas el pueblo? Cuando ya no pueda confiar en las autoridades, mayor será el temor de nuestro pueblo y mayor será su entrega a las sectas.

—¿En quién deberíamos confiar sino en nuestros pares? —inquirió Imrik, dando voz a la duda que lo consumía en silencio, buscando con la mirada indicios de traición en los semblantes de sus interlocutores.

—La deserción del príncipe Aeltherin pone en entredicho a todos los príncipes —dijo Bel Shanaar, meneando la cabeza con pesadumbre—. Si queremos librar a nuestro pueblo de las tentaciones de las sectas, debemos permanecer unidos. Sin embargo, ¿cómo podemos actuar juntos si persiste la duda de que los seres en los que confiamos podrían estar obrando en contra de nuestros intereses?

—Si permitimos que nos dividan, se iniciará un terrible período de anarquía —advirtió Thyriol, deambulando frente al trono del rey—. El gobierno de los reinos se halla en un momento tremendamente delicado, y nuestros líderes más carismáticos se encuentran más allá de nuestras costas, en las colonias del otro lado del océano.

—Nuestro líder más carismático está sentado en este trono —aseveró Elodhir, entornando los ojos.

—No estaba personalizando —se explicó Thyriol, alzando una mano conciliadora—. No obstante, desearía que el príncipe Malekith estuviera aquí, aunque sólo fuera para resolver el asunto del pueblo de Nagarythe. En su ausencia nos resistimos a indagar en su reino.

—Bueno, Malekith no está aquí y nosotros sí —dijo Bel Shanaar con sequedad. Se acarició la frente en silencio durante unos instantes—. No tiene importancia. Thyriol, ¿qué consejo nos ofrecen los magos de Saphery?

El príncipe mago interrumpió su paseo y giró sobre los talones para encarar al Rey Fénix. Cruzó los brazos y éstos desaparecieron en el interior de las mangas de su voluminosa toga; meditó unos momentos con la boca fruncida.

—Habéis hablado acertadamente de magia negra, majestad. Nuestros augurios advierten de una acumulación cada vez mayor de energía maligna en el Vórtice, en el espacio circundado por las Montañas de Annulii, provocada por las prácticas de las sectas. Los sacrificios de seres sobrenaturales están alimentando los vientos malignos. Si ése es el propósito de los cultos o una consecuencia no buscada de sus ceremonias, es algo que no podemos afirmar. Esta magia es poderosa y peligrosa, y no hay mago que pueda manejarla.

—¿No hay modo de extinguir de manera segura esta magia negra? —preguntó Imrik. En mente tenía el sacrificio de su abuelo, atrapado eternamente en el Vórtice con el propósito de que esa magia negra no contaminara el mundo.

—El Vórtice disipa parte de su poder, y con el tiempo, podría limpiar los vientos si no continuara alimentándose ese tipo de magia —explicó Thyriol—. Desgraciadamente, no podemos hacer nada para acelerar el proceso, aparte de poner fin a las sectas que realizan las prácticas de brujería.

—Eso nos devuelve a la cuestión principal —suspiró Bel Shanaar—. ¿Cómo podríamos librarnos de esas sectas?

—Actuando con firmeza —masculló Imrik—. Reunid a los príncipes; llamad a las armas. Valeos de la hoja y el arco para barrer esta plaga.

—Vuestra sugerencia podría desembocar en una guerra civil —advirtió Thyriol.

—Quedarse con los brazos cruzados provocará una destrucción igual —dijo Elodhir.

—¿Vos os pondrías a la cabeza de ese ejército? —preguntó Bel Shanaar, revolviéndose en el trono para fijar la mirada en el príncipe de Caledor.

—Yo no —respondió con acritud Imrik—. Caledor todavía está libre de esta plaga, y mi intención es mantener la paz que disfrutamos en estos momentos.

—Saphery carece de generales de renombre —dijo Thyriol, encogiéndose de hombros—. Me parece que el resto de los reinos se mostrarán reacios a correr los riesgos del estallido de una guerra abierta.

—Entonces, ¿quién liderará la cacería? —inquirió Elodhir, cuyo tono revelaba la exasperación que lo embargaba.

—¿Capitán Carathril? —inquirió Bel Shanaar.

Carathril dio un respingo, sorprendido.

—¿Cómo podría serviros, majestad? —preguntó Carathril.

—Os eximo de vuestras obligaciones con la Guardia de Lothern —declaró el rey, poniéndose en pie—. Sois leal honorable, os entregáis con dedicación a vuestro pueblo y al mantenimiento de la paz y del gobierno legítimo. Desde este momento os nombro mi heraldo, seréis la boca del Rey Fénix. Os entrevistaréis con los príncipes del Imperio. Quiero saber si hay uno entre todos ellos dispuesto a acometer la aniquilación de estas sectas intolerables. El peligro que nos acucia no es otro que la división de nuestro pueblo y la destrucción de nuestra civilización. Debemos mostrarnos firmes y orgullosos y expulsar estos infieles profesionales del engaño. La gratitud del Imperio y de este trono colmará al príncipe que nos libere de estas tinieblas.

Imrik advirtió que Thyrinor enarcaba las cejas al oír aquella declaración sin precedentes.

—Vuestro cambio de parecer es bienvenido —dijo Finudel—. ¿Qué lo ha provocado?

—Ha muerto un príncipe —respondió Bel Shanaar—. A partir de este momento, lo que nos depare el futuro sólo puede ser un camino tenebroso, y ese camino se alargará si seguimos esperando. Imrik tiene razón; el problema ya ha superado los límites, y quién puede predecir qué nueva revuelta dentro de las fronteras de Nagarythe podría propagarse al resto de los reinos. Hemos de actuar con presteza antes de que las tinieblas nos engullan. No podemos regalar el invierno al enemigo para que lo emplee en movilizarse contra nosotros.

—Seguís sin contar con un general —señaló Thyriol.

Todas las miradas se volvieron a Imrik.

—No —dijo el caledoriano—. Otros elfos han participado en las guerras de las colonias; incluso quedan algunos príncipes que lucharon al lado de Aenarion y que están capacitados para liderar vuestro ejército.

Reacio a seguir discutiendo el tema, Imrik abandonó a trancos el salón, satisfecho por haber logrado su objetivo. Thyrinor salió precipitadamente tras él y lo alcanzó justo cuando las puertas se cerraban a sus espaldas.

—Es una oportunidad única para Caledor —le recriminó su primo—. Piensa con la cabeza, Imrik. Sabes que los príncipes elegirán a un general de entre ellos y que el cargo acarreará un prestigio enorme. Se repartirán otros rangos importantes dentro del ejército y la estima por el reino se acrecentará. Los días de Bel Shanaar están acercándose a su final, y ya hay príncipes tomando posiciones para reclamar el Trono del Fénix.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —inquirió Imrik.

—Imagina lo que supondría para Caledor que uno de sus hijos se convirtiera en el siguiente Rey Fénix.

Imrik se detuvo en seco y se volvió a Thyrinor.

—¿Eso es todo lo que te preocupa? —le espetó—. ¿O tal vez sea tu propio prestigio el objetivo de tus planes? Caledor no necesita la Corona del Fénix para ser el reino de referencia.

—Tus acusaciones son duras, primo —aseveró Thyrinor, si bien su semblante abochornado delataba su culpabilidad—. La acumulación de poder es beneficiosa para todos los príncipes de Caledor, incluido tú.

—No quiero más de lo que ya tengo —respondió Imrik, reanudando sus largas zancadas por el pasillo del palacio—. Si deseara más gloria, asumiría el mando como general de Bel Shanaar.

—Estás siendo egoísta. Estás privando a tus hermanos de la oportunidad que se nos presenta —replicó Thyrinor.

—Sí, lo sé. Desde que soy mayor de edad he hecho todo lo que se me ha pedido sin rechistar. He pasado la mayor parte de mi vida conquistando riquezas y gloria para Caledor. Ahora lo que quiero es tiempo para ver a mi hijo crecer y madurar y quién sabe si, incluso, para darle un hermano.

Exasperado, Thyrinor dio media vuelta y dejó que su primo abandonara los palacios solo. Imrik atravesó la plaza exterior de los palacios en dirección a la casa que se había dispuesto para los caledorianos. El jefe de los criados, Lathinorian, acudió a su encuentro en cuanto cruzó la puerta.

—Ha llegado un mensajero del príncipe Caledrian —anunció Lathinorian—. Está esperándoos en la segunda cámara.

—No necesito enviar ningún mensaje —respondió Imrik—. Mándalo de regreso a Caledrian con la noticia de que nuestra propuesta ha sido aceptada. Yo mismo explicaré los detalles a mi vuelta.

—¿Nos marcharemos pronto, alteza? —preguntó Lathinorian—. ¿Queréis que inicie los preparativos para la partida?

—Nos marcharemos mañana. Estoy cansado de Tor Anroc.

Sin añadir palabra, el príncipe se dirigió a su dormitorio en el piso superior y dio instrucciones para que no lo molestaran.

* * *

Nada perturbó los pensamientos de Imrik; no oyó otro ruido que el silbido del viento que peinaba las montañas. Se asomó a la ventana y se quedó contemplando a Anatheria y a Tythanir; el muchacho empuñaba una espada de madera y un escudo, y, siguiendo las instrucciones de Celebrith, lanzaba estocadas contra un muñeco de paja colocado en mitad del césped. El joven elfo había insistido en que le permitieran practicar con la espada. A Anatheria le había preocupado que llegaran a los oídos de su hijo las tétricas conversaciones sobre las sectas y la guerra que proliferaban últimamente en los pasillos del palacio, pero Imrik no había tenido el coraje de negarse a los deseos de su hijo.

El príncipe sabía que la placidez que rezumaba la escena era una anomalía. Tor Caled llevaba algún tiempo recibiendo a heraldos llegados de uno u otro reino; muchos de ellos con el ruego de que Caledrian o alguno de sus príncipes aceptara el puesto de general del Rey Fénix. Todas las súplicas habían sido rechazadas. Caledrian no albergaba un deseo mayor que el de su hermano de abandonar su reino durante aquellos tiempos turbulentos, y había prohibido al resto de los príncipes responder a la llamada del rey. Caledrian insistía, respaldado por Imrik, en que Caledor no debía enredarse en los intríngulis políticos de aquel nuevo ejército. Cuando se nombrara al candidato adecuado, el reino enviaría a todos los guerreros que pudiera ceder para luchar bajo el mando de otro elfo.

Thyrinor y Dorien habían levantado su voz en contra de la decisión del par de elfos, y no sin razón. Ambos afirmaban que era una estupidez permitir que los demás reinos eligieran un general sin contar con la opinión de Caledor. Si los guerreros caledorianos iban a luchar, sus príncipes tenían la obligación de saber quién iba a comandarlos. Caledrian había pedido a Imrik que regresara a Tor Anroc para participar en los debates para la elección, pero su hermano se había negado en redondo.

Después de haber tenido que partir nada más regresar la primera vez, Imrik estaba resuelto a no permitir que nada le robara el tiempo con su familia. Su relación con Anatheria había mejorado considerablemente, y el apego de Tythanir a su padre no dejaba de crecer. De modo que Imrik no estaba dispuesto a correr el riesgo de que esos avances se truncaran abandonándolos de nuevo, aunque fuera por un breve espacio de tiempo.

Distraído con las payasadas de su hijo, Imrik apenas si prestó atención a la puerta que se abrió a su espalda, pues supuso que se trataba de un simple criado, así que se volvió sorprendido al oír la voz de su hermano mayor.

—Imrik, tengo que hablar contigo —dijo Caledrian.

El monarca de Caledor exhibía un semblante adusto, e Imrik intuyó por la expresión de su rostro que la última cosa que le apetecía hacer era mantener aquella conversación.

—¿Qué ocurre? —preguntó Imrik—. Podrías haber enviado a alguien por mí.

—No he venido para hablarte de regente a príncipe, sino para charlar contigo de hermano a hermano —dijo Caledrian, tomando asiento en un sofá y llevando la mirada más allá de Imrik, al otro lado de la ventana—. He recibido a Carathril, el heraldo del Rey Fénix. Los príncipes van a reunirse al fin en Tor Anroc para elegir a un general. No sólo eso; circula el rumor de que se ha declarado la guerra total en Nagarythe entre Morathi y los que desean verla derrocada.

—La noticia es nefasta, pero era esperar —repuso Imrik, dando la espalda a la ventana y apoyándose en el alféizar—. ¿Qué podemos hacer nosotros?

—Quiero que acudas a Tor Anroc. —Caledrian bajó la mirada al dar su respuesta.

—No —replicó Imrik—. Ve tú mismo, o envía a Dorien o a Thyrinor.

—No puedo —dijo Caledrian—. Dorien tirará por el suelo todos los progresos que hemos hecho con su impetuosidad, y Thyrinor está demasiado deseoso de satisfacer a Bel Shanaar. Has de ir tú.

—¿Y por qué no puedes ir tú? El resto de los príncipes regentes esperan tu presencia.

—Me esperan para ajustar viejas cuentas pendientes —respondió Caledrian—. No he cimentado la prosperidad de Caledor en el cultivo de la amistad con mis pares gobernantes. Mi presencia tendría el mismo efecto perjudicial que la de Dorien.

—Decías que venías como hermano, no como mi señor —recordó Imrik—. No obstante, tus palabras suenan a una orden.

—Sin embargo, no lo es —respondió Caledrian—. No te obligaré a ir.

—Tampoco podrías.

—Esta vez no será como la última —prometió Caledrian—. Bel Shanaar está a punto de alcanzar un acuerdo con los demás reinos para intervenir en el asunto de Nagarythe. Sus intenciones van mucho más allá de una campaña contra las sectas; el Rey Fénix quiere convencer a todos los reinos para que se unan y obliguen a Nagarythe a entablar una negociación. Bel Shanaar cree que si Caledor no participa en ella, los demás rechazarán la propuesta.

—¿Qué ha pasado con tu juramento de no interferir en los asuntos de los demás reinos? —inquirió Imrik—. Estás hablando de una invasión.

—No es una posibilidad que desee, pero los acontecimientos nos obligan. —Caledrian cruzó la sala y posó una mano en el brazo de su hermano—. Con la revelación de la traición de Aeltherin, no deja de crecer la desconfianza entre los príncipes. Saben que no podemos permitir caer bajo el influjo de Nagarythe. Es más, tú eres quien goza de su respeto. Tu presencia tranquilizará a nuestros aliados e intimidará a quienes pretendan oponerse a nuestros planes.

Imrik se soltó el brazo y se quedó con la mirada perdida al otro lado de la ventana, contemplando a Tythanir, que soltaba torpemente un tajo al muñeco mientras Celebrith lo aleccionaba en sus acometidas.

—¿Qué clase de mundo verán los ojos de tu hijo? —le preguntó Calednian a su espalda—. Nuestro abuelo dio la vida para protegernos de los demonios. Nuestro padre depositó su confianza en Bel Shanaar y se sacrificó por mor de la prosperidad de nuestro reino. Lo que estoy pidiéndote apenas si es nada; sólo un poco de tu tiempo.

La mención de sus antepasados lo enervó, pero Imnik no podía rebatir los argumentos de Caledrian. ¿Qué podía alegar él para sustentar su negativa? Todo sonaba a excusas fútiles; y en realidad lo eran. Calednian lo despreciaría por aferrarse a ellas. Sin embargo, imperaba su deseo de no convertirse en el embajador de Caledor, y aún menos de verse involucrado en una guerra contra Nagarythe.

La conflagración era inevitable. Pese a que Bel Shanaar adolecía de la falta de arrojo para actuar directamente contra Nagarythe, la purga de las sectas sería interpretada como un puñetazo en el orgullo de los naggarothi. Aunque sólo fueran ciertos la mitad de los rumores sobre las revueltas que estaban asolando Nagarythe, la situación del reino distaba mucho de ser estable.

Mientras observaba a Tythanir jugando a ser un guerrero, una sensación de asco se apoderó de él. Claro que quería que su hijo adquiriera destreza con la espada, la lanza y el arco, pero ¿qué derecho tenía él, como padre, para tomar esa decisión por él? Existía la posibilidad real de que Bel Shanaar cambiara de parecer y renunciara a su profundo compromiso por erradicar las sectas y poner en vereda a Nagarythe. Hacía cincuenta años que Malekith había abandonado a su propio pueblo, y cualquier cosa podía suceder en el siguiente medio siglo si no se producía un cambio.

—Iré —afirmó Imrik, con los nudillos pálidos de la fuerza con la que se aferraba al alféizar de la ventana—. Saldré esta noche; retrasar mi partida no la hará más fácil.

—Te amo, hermano, y nunca habría pedido esto a nadie más —repuso Caledrian, posando una mano en el hombro de Imrik—. Asegúrate de que Bel Shanaar persevere en la campaña hasta el final y ayuda a los demás príncipes a elegir un buen general. Una vez cumplidos esos objetivos, no te pediré nada más.

La sinceridad del propósito de Caledrian estaba fuera de toda duda, pero Imrik sabía que su hermano sería incapaz de mantener su promesa. Estaba a punto de estallar una guerra en Ulthuan, y hasta que concluyera, Imrik y el resto de los príncipes no disfrutarían de un momento de paz.

* * *

Imrik encontró Tor Anroc aún más revolucionada que en su visita anterior. Había viajado sin Dorien ni Thyrinor para evitarse distracciones. Ambos se habían quejado amargamente de su decisión, tal como Imrik había esperado, hasta que les había dejado claro que su presencia le supondría un motivo de irritación y un estorbo. Dorien se calmó ligeramente cuando Imrik le encargó la custodia de Anatheria y de Tythanir, puesto que el joven príncipe todavía no tenía una familia propia de la que cuidar. Thyrinor se había mostrado más terco, y el asunto sólo se zanjó cuando Caledrian ordenó personalmente a su primo que permaneciera en Tor Caled.

Numerosas decisiones se habían tomado ya a la llegada de Imrik, circunstancia que el príncipe caledoriano recibió con agradecimiento. Al parecer, y pese a las dudas a este respecto de Imrik y Caledrian, Bel Shanaar había tomado la firme determinación de perseguir las sectas.

Varios príncipes habían anunciado ya qué casas nobles de sus reinos aportarían los guerreros para la causa común, si bien Imrik no había recibido instrucciones de su hermano sobre este asunto. Si todo iba bien, los príncipes de Caledor no recibirían ningún requerimiento; hacía mucho tiempo que los dragones de Caledor habían luchado por última vez en suelo de Ulthuan, y en el reino preferían que ese recuerdo siguiera vigente. El despliegue de una fuerza de las características de las bestias aladas no sólo resultaba poco práctica en una campaña contra unos grupos sectarios pequeños y dispersos, sino que incuestionablemente indignaría a los naggarothi y desataría su ira.

Por tanto, Imrik se dedicó a escuchar en silencio en el salón de audiencias de Bel Shanaar a los nobles y a los príncipes que, uno tras otro, ofrecían sus guerreros para el ejército unido y reclamaban el puesto de general. El Rey Fénix y el resto de los príncipes desestimaban rápidamente la candidatura de la mayoría de los aspirantes; hacía tiempo que los elfos más aguerridos y los oficiales más dotados habían partido de las costas de Ulthuan en busca de una vida más intrépida como conquistadores o guardianes de las colonias.

Al segundo día de la llegada de Imrik a Tor Anlec, Finudel y Athielle comparecieron en la corte y prometieron el apoyo de Ellyrion. Thyriol juró su respaldo en nombre de Saphery y puso sus propios poderes mágicos al servicio de la causa. Los príncipes de Yvresse, Cracia y Gothique se ofrecieron voluntarios en respuesta a la demanda de Bel Shanaar.

Pese a todas las declaraciones y las poses marciales, todavía quedaban sin resolver dos cuestiones en lo que atañía al ejército: quién lo comandaría y adónde se enviaría. Al parecer, ello había desencadenado una batalla entre los príncipes, velada aunque no por ello menos tenaz que cualquier lucha entre dos ejércitos armados. Incluso en el seno de las distintas delegaciones había posiciones encontradas: algunos de los nobles que aportaban tropas al ejército querían ser los primeros en beneficiarse de su acción, mientras que otros veían más provechoso que el levantamiento fuera aplastado primero fuera de sus fronteras.

Una y otra vez, Imrik rechazaba las proposiciones de quienes querían verlo como general del Rey Fénix. Finudel volvió sacar a la palestra la idea dos días después de su llegada.

—Nadie está mejor preparado que tú para asumir tal honor —declaró el príncipe ellyriano cuando la asamblea se reunió en el salón de Bel Shanaar—. Salvo, tal vez, Malekith con sus proezas, nadie ha cosechado más méritos militares que tú en nuestra historia reciente.

—Precisamente por eso alguien debe tomar mi relevo —replicó Imrik.

Se oyó alguna carcajada aislada entre los asistentes, si bien el gesto fruncido de Imrik dejaba claro que no había tenido intención de hacer un chiste, y rápidamente regresó el silencio.

—Quizá podríamos traer de regreso a Aerethenis —sugirió Thyriol—. Ha ganado experiencia en la guerra como guardián de Athel Maraya.

—Ya ha rechazado el ofrecimiento —señaló Bel Shanaar, exhalando un largo suspiro—. Como también han hecho Litheriun, Menathuis, Orlandril y Cathellion.

—En ese caso, si no hay nadie más para asumir la responsabilidad, lo haré yo —declaró Elodhir.

—Tu oferta es noble, pero no puedo aceptarla —respondió el Rey Fénix—. Ya te he dicho que el general no puede ser de Tiranoc. Si el ejército va a luchar bajo mi autoridad, debe ser comandado por un príncipe de otro reino para que no se pueda levantar ninguna acusación contra mí de que favorezco a mi reino en detrimento de los demás.

—Ha de haber alguna manera de resolver esta cuestión —dijo Finudel—. En Ellyrion hay veinte mil caballeros y diez mil lanceros a la espera de un general que los comande. ¿Quién va a hacerlo?

—No importa que los jinetes expertos de Ellyrion estén preparados para atacar —dijo el príncipe Bathinair de Yvresse—. ¿A quién se suponen que van a atacar, mi querido Finudel? No podéis encabezar una carga de caballería contra cada pueblo y ciudad de Ulthuan.

—Quizá estáis intentando alterar la armonía que reina entre los dominios en provecho de vuestros intereses —añadió Caladryan, otro miembro de la nobleza de Yvresse—. No es ningún secreto que últimamente las fortunas de Ellyrion han menguado. La guerra conviene a quienes tienen poco que perder y las sufragan los que disponen de los medios. Nuestros esfuerzos al otro lado del océano, en las colonias, nos reportan riquezas y bienes. Quizá Ellyrion tenga celos.

Finudel abrió la boca para replicar, con la frente surcada de arrugas por la ira, pero Athielle posó rápidamente una mano en el brazo de su hermano para detenerlo.

—Es cierto que quizá no hemos prosperado en la misma medida que otros reinos —dijo suavemente la princesa de Ellyrian—. En parte eso se debe a que los Reinos Interiores tenemos que pagar tributos a Lothern para llevar nuestras flotas al Gran Océano. Si no fuera por esos tributos, sospecho que los Reinos Exteriores quizá no gozarían del monopolio del comercio.

—No podemos entretenemos con consideraciones sobre particularidades geográficas —gruñó el príncipe Langarel, pariente de Haradrin de Lothern—. Los canales necesitan un mantenimiento, y nuestra flota de guerra permanece lista para entrar en acción en beneficio de todos. Es justo, pues, que todos contribuyamos al mantenimiento de las fuerzas de defensa.

—¿Y de quién nos defendéis? —inquirió Finudel con acritud—. ¿De los hombres, unos salvajes que viven en chozas, que tienen dificultades incluso para cruzar un río y de quienes nos separa un océano? ¿De los enanos, que son de lo más felices excavando montañas y encerrados en sus cavernas? ¿De los esclavos de los Ancestros? Sus ciudades yacen en ruinas y su civilización ha sido engullida por las selvas tropicales. No necesitamos tu flota. No es más que un recuerdo de la arrogancia de Lothern que mantiene su lustre gracias a los esfuerzos del resto de los reinos.

—¿Es que cada día tienen que salir a relucir ante mí todos los viejos resentimientos y rencillas? —se quejó Bel Shanaar, elevando su voz cortante por encima de los bramidos de los príncipes—. No conseguiremos nada con esta discusión; al contrario, sólo puede conducirnos al desastre total. Mientras reñimos sobre el reparto de las riquezas de las prósperas colonias, aquí, a la vuelta de la esquina, el hedonismo y las actividades prohibidas están arrasando nuestras ciudades. ¿Acaso deseáis abandonar la tierra que nos vio nacer y estableceros en las jóvenes ramificaciones del imperio? El mundo ofrece suficientes riquezas para todos. ¿Podemos dejar de lado estas constantes discusiones?

—El poder de las sectas no deja de crecer, eso es evidente —afirmó Thyriol, sentado en una de las filas de bancos más recónditas del anfiteatro. Todos se volvieron con expectación hacia el mago—. De momento, el Vórtice mantiene controlados los vientos de la magia, pero la magia negra está acumulándose en las montañas. Se han avistado criaturas extrañas en las cumbres más altas, seres sobrenaturales generados por el poder del Caos. La hoja de Aenarion y el Vórtice de Caledor no acabaron con todas las criaturas de las tinieblas. En rincones inexplorados de las montañas todavía habitan monstruos híbridos de carne y hueso, mutantes y depravados. La magia negra los alimenta, los envalentona y los hace más fuertes y astutos. Los peligros que entraña atravesar los pasos montañosos se han multiplicado. Cuando llegue el invierno y los cazadores y los soldados no puedan mantener controlado el número cada vez mayor de esas bestias, ¿qué ocurrirá? ¿Dejaremos que las mantícoras y las hidras desciendan a las tierras bajas y asalten las granjas y destruyan las ciudades? Si permitimos que las sectas sigan creciendo descontroladamente, puede ser que incluso el Vórtice falle y el mundo quede sumido de nuevo en una época de tinieblas y demonios. ¿Alguien de los presentes está dispuesto a evitarlo?

Los príncipes permanecieron mudos, cruzándose las miradas y evitando la de los ojos del Rey Fénix. Imrik sintió todo el peso de las expectativas sobre sus hombros. Siempre había sabido que aquel momento llegaría, y había hecho todo lo posible para evitarlo.

El príncipe caledoriano cerró los ojos y se imaginó a su hijo absorto en sus juegos mientras hacía acopio de fuerzas para recibir una nueva embestida de su sentido del deber. Abrió la boca para responder.

—Quizá haya alguien dispuesto a asumir el reto —apuntó una voz que resonó por la cámara de audiencias procedente de la puerta; poseía un timbre firme y grave, cargado de autoridad.

Los gritos ahogados de asombro y los murmullos se propagaron por la corte cuando el recién llegado avanzó resuelto y a grandes zancadas por el suelo de madera lacada. Las pisadas de sus botas de montar producían un ruido atronador, como de tambores de guerra. Llevaba una larga falda de malla dorada y el pecho protegido por una placa de armadura que tenía repujado un león encogido y listo para atacar. De los hombros le colgaba una capa negra, cerrada con un broche de oro en forma de rosa con una gema también negra engastada. Debajo de un brazo sostenía un yelmo alto de batalla con un extraño aro de metal gris oscuro del que sobresalían unas puntas que parecían púas de espino. Una intrincada cinta tejida con hilo de oro le mantenía la frente despejada de la cabellera azabache que le caía sobre los hombros, recogida en unas trenzas sujetas por unos huesos en forma de anilla con runas grabadas. Sus ojos penetrantes y oscuros clavaban la mirada en el corro inquieto de príncipes y cortesanos. Irradiaba fuerza por los cuatro costados, un halo de energía y vigor lo envolvía como el resplandor desprendido por un farol.

Los príncipes se apartaron al paso del recién llegado como el mar cortado por la proa de un barco, pisándose las togas y enredándose los pies en ellas en las prisas por apartarse. Algunos le dedicaron una reverencia o inclinaron la cabeza con una deferencia espontánea cuando pasó junto a ellos antes de plantarse frente al Rey Fénix, con la mano izquierda envuelta en un fino y flexible guante de piel negra posada en el pomo de la espada, que estaba envainada en una lustrosa funda oscura prendida de la cintura.

La aparición del recién llegado desencadenó en el interior de Imrik una lucha entre la ira y la sensación de alivio; alivio porque otro elfo estaba dispuesto a asumir el mando del ejército, e ira por no haber aceptado antes el cargo.

—Príncipe Malekith —dijo Bel Shanaar al fin, dándose golpecitos con un delicado dedo en el labio inferior—. Si hubiera sabido de vuestra llegada, habría preparado un recibimiento apropiado.

—Ese tipo de ceremonias no son necesarias, majestad —replicó Malekith. Su voz era cálida y sus gestos suaves como el terciopelo—. Me pareció prudente no anunciar mi llegada para no dar ocasión a nuestros enemigos de enterarse de mi regreso.

—¿Nuestros enemigos? —preguntó Bel Shanaar, cuya mirada posada en Malekith se endureció.

—Incluso encontrándome en el otro lado del océano, combatiendo contra bestias inmundas y feroces orcos, me llegaron noticias de los males que acucian nuestro hogar —explicó Malekith. Hizo una pausa para volverse hacia los consejeros del rey—. Junto con los enanos, codo con codo con sus reyes, mis camaradas y yo luchamos para salvaguardar nuestras tierras. Amigos míos dieron su vida protegiendo las colonias, y no permitiré que sus muertes sean en vano ni que las ciudades e islas de esta parte del mundo sean aniquiladas mientras erigimos torres resplandecientes y fortalezas inexpugnables por todos los rincones del globo.

—Y habéis decidido regresar con nosotros cuando más lo necesitamos, ¿no es eso, Malekith? —inquirió Imrik, adelantándose con los brazos cruzados para encarar a Malekith. La entrada exageradamente pomposa del príncipe naggarothi confirmaba todas las suposiciones que Imrik se había hecho sobre el hijo de Aenarion.

—Ése es el motivo de mi regreso —respondió Malekith, clavando su mirada penetrante en los ojos afilados de Thyriol—. Nagarythe no está menos corrompida por esta maligna plaga que el resto de los dominios; he llegado a oír que su situación es incluso peor. Somos una isla, un reino único gobernado por el Rey Fénix, y Nagarythe no formará parte de una insurrección, ni tolerará la magia negra ni los rituales prohibidos.

—Sois el general más competente de los elfos, el estratega más hábil, príncipe Malekith —señaló Finudel con la voz temblorosa por la emoción. Imrik reprimió un gruñido ante aquel repentino cambio en el destinatario de las lisonjas del príncipe ellyriano—. Si todos los presentes muestran su conformidad, ¿aceptaríais portar el estandarte del Rey Fénix y liderar la lucha contra esos miserables desgraciados?

—Por vuestras venas corre la sangre más noble de todos los príncipes. —Las palabras, en extremo forzadas, salieron como un torrente de la boca de Bathinair. Imrik meneó la cabeza, repugnado, sin que nadie se percatara, pues todas las miradas estaban depositadas en Malekith—. ¡Igual que luchasteis contra las tinieblas al lado de vuestro padre, podríais devolver la luz a Ulthuan!

—¡Eataine os apoyaría! —le prometió Haradrin, llevándose el puño al pecho.

Imrik se apartó, alejándose de los demás mientras un coro de súplicas y agradecimientos se levantaba de la muchedumbre de nobles. Malekith alzó una mano y la asamblea enmudeció al punto. El príncipe de los naggarothi se volvió a Bel Shanaar y se quedó mirando al rey en silencio. El monarca permanecía pensativo, con la boca fruncida y la barbilla apoyada sobre el campanario que componían sus manos unidas por las yemas de sus delicados dedos. Bel Shanaar se volvió hacia el semblante severo de Imrik y enarcó una ceja inquisitiva.

—Si ésa es la voluntad del Rey Fénix y de los miembros de su corte, Caledor no se opondrá a Malekith —declaró lentamente Imrik. Dicho lo cual, el príncipe se dio media vuelta y abandonó con paso vivo la cámara.

* * *

Imrik regresó a Tor Caled resentido por la noticia del regreso de Malekith. El momento era tan conveniente que sospechaba que el príncipe naggarothi debía de estar involucrado en la proliferación de las sectas. Para Imrik, los hechos se habían sucedido de una manera demasiado oportuna como para tratarse de una mera coincidencia. El asunto apestaba a argucia, a ardid concebido y dirigido con el único propósito de acrecentar la grandeza de Malekith.

Así se lo hizo saber a Caledrian, si bien su hermano confesó sentir cierto alivio porque Malekith restituyera el orden en Nagarythe. El señor de Caledor convocó a los nobles más poderosos de sus dominios para diseñar la respuesta de su reino al desarrollo de los acontecimientos.

—No tenemos ninguna necesidad de involucramos —declaró Imrik al consejo—. Malekith se ha arrogado el deber. Dejémosle restablecer su autoridad sobre su pueblo rebelde.

—La razón sugiere que no deberíamos permitir actuar a Malekith sin imponerle un contrapunto —apuntó Thyrinor—. Con el mandato de Bel Shanaar y la bendición de los demás reinos, podría utilizar el poder otorgado para hacer alguna diablura. Si Caledor tuviera algún representante en el ejército unido, unas tropas equiparables a los aguerridos soldados de Malekith, se conseguiría un equilibrio de fuerzas.

—Una propuesta sabia pero que naufragará —respondió Caledrian.

—¿Qué queréis decir? —inquirió Thyrinor.

—¿Quién de los presentes luchará para Malekith? —Caledrian se dirigía a los príncipes y nobles reunidos.

—Yo no —respondió Imrik, dando voz a un sentimiento que halló eco en los demás.

—Nunca blandiré mi hoja bajo el estandarte de los naggarothi —aseveró Dorien—. Luchar al lado de los parias del norte sería un insulto a la memoria del Domadragones.

Caledrian sonrió con amargura a Thyrinor tras escuchar las respuestas que lo cargaban de razón.

—¿Y tú, primo? —preguntó el príncipe regente. Thyrinor echó un vistazo al resto de la asamblea e hizo un gesto de negación con la cabeza—. Entonces, la decisión está tomada; ninguna casa de Caledor se unirá al ejército de Bel Shanaar ni los dragones surcarán los cielos de Ulthuan.

—Una decisión que sólo corresponde a vos tomar —dijo Hotek, que había permanecido en silencio desde el comienzo del consejo—. Sin embargo, Caledor debería dar alguna muestra de respaldo a la empresa; de lo contrario, nuestro reino podría ser acusado de desatender sus obligaciones con el Rey Fénix.

—¿Tienes alguna sugerencia, Hotek? —inquirió Caledrian.

—Ofreced armas para la causa —respondió el sacerdote de Vaul—. Al igual que hizo vuestro abuelo con Aenarion, que las artes del Yunque de Vaul sean vuestro regalo a Bel Shanaar.

Caledrian paseó la mirada por los asistentes, recopilando gestos de conformidad.

—Que sea como proponéis —dijo al fin—. ¿Qué debo hacer?

—No tenéis que hacer nada —respondió Hotek—. Yo supervisaré en vuestro nombre las labores de forja y la entrega. Estaría bien que me acompañarais al templo para presentar vuestras ofrendas a los sacerdotes.

—Por supuesto —dijo Caledrian—. Será como deseéis.

—Como desee Vaul —apuntó Hotek de manera harto significativa.

—Sí, eso es; como desee Vaul —se corrigió rápidamente Caledrian.

* * *

Pese al nerviosismo que imperó en los días subsiguientes, el camino elegido por los príncipes de Caledor se reveló el más acertado. Las primeras noticias que llegaron del norte resultaron inquietantes. La primera tentativa de Malekith de restablecer su autoridad en Nagarythe había fracasado. De ello tuvieron conocimiento Caledrian, Imrik y el resto de los príncipes por medio del heraldo Carathril, que había cabalgado junto a Malekith en la desdichada ofensiva.

A pesar de que este revés causó cierta consternación en Caledor, los nobles y los sabios del reino reiteraron su decisión de no participar en la guerra. Cuando las primeras armas del Yunque de Vaul —seis espadas con runas encantadas— estuvieron listas, fueron entregadas con la ceremonia pertinente a Bel Shanaar. El Rey Fénix agradeció de buen grado el presente, si bien se mostró entristecido porque los príncipes dragoneros no sumaran su poderío a sus fuerzas en la batalla.

Aunque la primera incursión de Malekith en Nagarythe se había saldado prácticamente con un desastre, había servido para adquirir una ingente información sobre el enemigo. Morathi era la verdadera cabecilla de las sectas y había usurpado el trono a su hijo para asumir el control del reino. Fortalecidos por la confirmación de esa sospecha, los príncipes de los demás reinos redoblaron sus esfuerzos para hostigar a las sectas asentadas en sus pueblos y ciudades y las declararon ilegales. Además enviaron más tropas para que se unieran al ejército de Malekith, quien preparaba una nueva ofensiva para la primavera.

Durante los duros días del invierno, Imrik consiguió desterrar de su mente los problemas del norte y dedicó buena parte de su tiempo a Tythanir. A diferencia de sus hermanos y de los otros príncipes, no le importaban nada las noticias sobre los lances de Malekith, pues juzgaba que ya había terminado su participación en la guerra que estaba teniendo lugar.

Un día llevó a su hijo a las montañas, a los picos que se cernían sobre Tor Caled. Le mostró la ciudad desde las alturas y le contó historias sobre la fundación de la ciudad a manos del bisabuelo de Tythanir.

—Nuestra sangre está en estas rocas —dijo Imrik, pateando el suelo helado—. Debajo de ellas se hallan el fuego de las montañas y las cuevas de los dragones. De las minas que pueblan estos picos se extrajo ithilmar por primera vez. Caledor Domadragones llevó el metal fabuloso a los herreros de Vaul y les pidió que forjaran una hoja, un escudo y una armadura para Aenarion.

—¿Y también las otras armas? —preguntó el muchacho.

—Así es, pero eso fue un poco después —respondió Imrik—. Las primeras fueron para Aenarion, que había atravesado la llama de Asuryan y había renacido. A continuación, Caledor dio las instrucciones para la fabricación de su equipo, hecho con oro, plata y hierro. Para su hijo Menieth, ni abuelo, se forjó una espada sobre el yunque del dios de los herreros.

Imrik desenfundó su espada. La hoja refulgió con las incrustaciones de khilmar que componían runas de bravura y de muerte. En la mano de Imrik no pesaba más que una pluma, y tan delgado era su filo que ni el más leve copo de nieve se posaba en él.

—Es la repartidora de ira, Lathrain —dijo Imrik, que se agachó, cogió la mano de Tythanir y la cerró alrededor de la empuñadura gastada, de modo que ambos aferraban juntos la espada—. A tu tío Caledrian, tu abuelo le legó el reino. A tu otro tío le entregó el estandarte de Caledor. A mí me dio esta hoja. Murió con ella en las manos. Blandirla supone el mayor honor que pueda haber en Caledor; llevarla también significa portar el honor del reino.

—¿Cuántos demonios mató el abuelo? —preguntó Tythanir, con los ojos abiertos como platos de la emoción.

—Tantos que no pueden contarse —respondió Imrik.

—¿Y orcos? ¿Y hombres bestia?

—Muchos más.

El chico se quedó mirando asombrado la espada. Acercó un dedo a la hoja, pero Imrik lo detuvo.

—No es necesario afilarla nunca —dijo el príncipe—. Mira.

Imrik apretó el puño alrededor de la empuñadura y se levantó. Apuntó a un saliente rocoso cubierto de nieve, y con un ligero movimiento cercenó la parte superior de la piedra, que cayó rodando por la pendiente. Tythanir rompió a reír, entusiasmado por la demostración.

—¡Otra vez! —gritó el muchacho.

—No —respondió Imrik, enfundando la espada—. No es un juguete.

A Tythanir le temblaron los labios y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Quiero verte cortar cosas con la espada —dijo con la voz quebrada por el desconsuelo.

—Algún día será tuya y entenderás por qué no hay que jugar con ella —aseveró Imrik, acercando hacia sí al muchacho para abrazarlo.

—Pero… —balbuceó Tythanir. Sin embargo, la mirada impertérrita de su padre cortó de cuajo cualquier intento de protesta.

—No está bien discutir —dijo Imrik—. Tu madre te consiente demasiado.

El muchacho caminó arrastrando los pies y con un mohín en la cara, cogido de la mano de su padre, durante el descenso por el camino de regreso a casa. A Imrik le rompía el corazón ver a su hijo tan alicaído, pero no se le ocurría nada que pudiera mitigar la decepción infantil de Tythanir.

Este episodio evocó en el príncipe el recuerdo de sus largos días de juventud, en las épocas de ausencia de su padre, durante las cuales, Imrik estudiaba diligentemente, ansioso por mostrar a su progenitor todo lo que había aprendido en las escasas ocasiones que Menieth regresaba a casa. Grandes elogios le dedicaba su padre entonces, pero siempre acompañados por un recordatorio de sus obligaciones como príncipe de Caledor. Imrik recordó que su padre siempre le repetía que, si bien Caledrian era su sucesor, él era el más fuerte de los tres hermanos, y que cuando Caledrian gobernara, él tendría que proteger a la familia.

Tales pensamientos desembocaron en el recuerdo más feliz de su juventud, e Imrik sonrió. Tiró de la mano de Tythanir para atraer su atención. El muchacho levantó la mirada con el ceño tan fruncido que podría haber pasado por el mismo Imrik, y el príncipe no pudo contener la risa. Esto sólo sirvió para disparar el enfado de Tythanir, pero cuando éste intentó soltarse de su padre, Imrik lo retuvo tirando suavemente de él.

—¿Te gustaría ver a los dragones? —le preguntó, y recibió como respuesta un grito ininteligible de entusiasmo. Todo rastro del recuerdo de espadas mágicas se había esfumado de un plumazo de la cabeza de Tythanir.