UNO
El orgullo de Caledor
Durante los años más oscuros de Ulthuan, los dos elfos más extraordinarios que jamás conoció la civilización elfa encabezaron sus huestes en la guerra contra los demonios del Caos. Los dos señores de Ulthuan, el primer Rey Fénix, Aenarion el Defensor, respaldado por su consejero, Caledor Domadragones, mantuvieron a raya las hordas de demonios.
Caledor fue quien comprendió que los ataques de los demonios nunca cesarían hasta que los vientos mágicos dejaran de barrer el mundo. Domadragones estudió largo y tendido los secretos místicos del Caos, y alcanzó un conocimiento del reino inmaterial sin parangón entre los mortales. Él adivinó que la magia que fluía al mundo desde el reino septentrional del Caos sustentaba a los demonios, de modo que se afané en preparar un poderoso hechizo para crear un vértice de energía en Ulthuan que desviara los vientos mágicos. Numerosas fueron las discusiones que mantuvo con Aenarion sobre su medida; Aenarion temía, con razón, que las armas y las armaduras de los señores elfos hubieran sido forjadas con la misma magia que sustentaba a los demonios, y, que sin ella, la isla que gobernaba quedara indefensa.
Nunca alcanzaron un acuerdo; y Aenarion, cuando su esposa, la Reina Eterna, fue asesinada, hizo oídos sordos al consejo de Caledor y salió en busca de la Espada de Khaine para aniquilar las huestes de demonios. El Rey Fénix se convirtió en un guerrero oscuro y vengativo, fundó el reino de Nagarythe en el norte de Ulthuan y lo gobernó desde la ciudadela de Anlec. El Domadragones disolvió su alianza con Aenarion, y su reino, llamado Caledor en su honor, volcó todos sus esfuerzos en la creación del vórtice mágico.
Los dos extraordinarios señores elfos, en otro tiempo amigos, nunca más volvieron a profesarse una confianza ciega. Sin embargo, cuando el peligro alcanzó cotas supremas, tanto Caledor como Aenarion jugaron un papel fundamental en la derrota de los demonios. Caledor emprendió la ejecución de su hechizo final en las tierras de una isla del Mar Interior de Ulthuan. Cuando los demonios descubrieron las intenciones del Domadragones, arrojaron sus ejércitos contra Caledor y sus magos. Aenarion acudió entonces en ayuda de Caledor y contuvo a las legiones del Caos el tiempo necesario para que los magos pudieran concluir sus encantamientos.
Ambos hubieron de sacrificar sus vidas. Si bien es cierto que Aenarion y su dragón Indraugnir salieron victoriosos de la batalla, lo hicieron gravemente heridos, y fiel a su juramento, Aenarion surcó los cielos en dirección norte, con destino a la Isla Marchita, para devolver al Espada de Khaine a su altar negro. Ya nadie volvió a ver jamás al señor elfo ni a su dragón. Caledor y sus seguidores quedaron recluidos en el ojo del vórtice, atrapados en el tiempo por el encantamiento y condenados a una existencia eterna como conductores de la energía mágica.
Así pues, tanto los dominios de Caledor como los de Aenarion se quedaron sin sus señores; Caledor ubicado en las montañas meridionales, y Nagarythe en las inhóspitas tierras del norte. La desconfianza que sentían ambos reinos el uno por el otro, no desapareció con la muerte de sus fundadores, sino que aumentó. Los sucesores de ambos reyes elfos no estaban dispuestos a someterse a su rival, y los dos reclamaron sus méritos en la victoria sobre los demonios.
Cuando el hijo de Aenarion, Malekith, quiso suceder a su padre como Rey Fénix, los príncipes de Caledor se opusieron y recordaron a los elfos de los demás reinos que Malekith había sido criado en un lugar de tinieblas y desesperación, y que el Domadragones había profetizado que los descendientes de Aenarion siempre estarían corrompidos por la maldición de la Hacedora de Sangre de Khaine.
El Primer Consejo de los príncipes eligió a Bel Shanaar de Tiranoc nuevo Rey Fénix, de modo que se aseguraban de que ni Caledor ni Nagarythe controlaran el poder de Ulthuan. Malekith aceptó la decisión con dignidad, y los caledorianos refrendaron con igual elegancia la elección de Bel Shanaar.
Bajo el reinado del nuevo Rey Fénix, los elfos reconstruyeron sus ciudades y exploraron el mundo. Se fundaron colonias al otro lado de los océanos, y la influencia de los reinos elfos se propagó a lo largo y a lo ancho del mundo. Siempre recelosos del estatus y el poder del otro, la rivalidad entre Nagarythe y Caledor se mantuvo durante siglos, y, si bien la paz persistía entre ambos, la desconfianza que se profesaban no dejó de aumentar, y los príncipes de los dos reinos se acusaron mutuamente de ser envidiosos, arrogantes e interesados.
Así pues, el príncipe Imrik de Caledor recibió con cierta irritación y algo de temor la noticia de que se habían divisado estandartes naggarothi aproximándose a su campamento. General de los ejércitos de Caledor desplegados en Ekhin Arvan, las tierras al este del Gran Océano, y nieto del Domadragones, Imrik era el hermano menor de Caledrian, el príncipe que regía el reino de Caledor.
La llegada de los naggarothi resultaba inoportuna. Imrik y sus guerreros llevaban doce días persiguiendo a una horda de orcos y goblins salvajes por las tierras inexploradas del sur de Elthin Arvan, y ese día iban a enfrentarse por fin al enemigo en el campo de batalla.
—Los naggarothi quieren arrebatarnos la gloria —dijo Imrik a sus interlocutores, su hermano pequeño Dorien y su primo Thyrinor.
El trío estaba sentado en el pabellón de Imrik, enfundados ya en sus lorigas de oro y plata. El mensajero que había traído la noticia de la llegada de los naggarothi aguardaba nervioso las instrucciones de su general.
—Se creen que pueden quedarse con la victoria y reclamar estas tierras —espetó Dorien—. ¡Adviérteles de que están pisando suelo caledoriano y échalos!
Thyrinor se revolvió incómodo en su asiento y levantó una mano en gesto apaciguador hacia Dorien.
—Sería un error provocarlos —observó Thyrinor, y, volviéndose al mensajero, preguntó—: ¿Cuántos calculáis que son?
—Unos doce mil, alteza —respondió el heraldo—. De los cuales, cuatro mil caballeros. Los contamos mientras vadeaban el río Laithem.
—Llegarán mucho antes del mediodía —repuso Imnik—. Han estado marchando durante toda la noche.
—Deberíamos aprestar nuestro ejército y atacar a los orcos antes de que lleguen los naggarothi —sugirió Dorien, poniéndose en pie—. No podrán reclamar los méritos de una batalla finalizada antes de su llegada.
—Todavía no —respondió Imrik—. No me dejaré arrastrar a una batalla precipitada.
—Entonces, ¿qué quieres que hagamos? —inquirió Dorien—. ¿Qué compartamos la gloria con esos asesinos despiadados?
—Les daremos una prueba de nuestra grandeza —dijo Imrik. Hizo una indicación al heraldo para que se le acercara—. Cabalga hasta los naggarothi y comunica a sus príncipes que desearía que vinieran a reunirse conmigo.
El mensajero se despidió con una reverencia y partió prestamente. Los señores caledorianos permanecieron en silencio. Imrik aguardó pacientemente, con los brazos cruzados, mientras que Dorien deambulaba con nerviosismo por el pabellón.
Thyrinor, por su parte, se acercó a una mesa, se escanció un poco de vino aguado y lo bebió a sorbos, con una expresión de inquietud en el rostro. Transcurridos unos instantes, se volvió a Dorien con el ceño fruncido.
—Siéntate, por favor, primo —le pidió con sequedad. Dio otro trago de vino—. Te mueves como un león craciano recluido en una jaula.
—Esto no me gusta —confesó Dorien—. ¿Cómo se han enterado los naggarothi de nuestra campaña y cómo se las han arreglado para darnos caza tan pronto? Y si mi inquietud te irrita tanto, eres libre de marcharte, primo ¿O acaso no soportarías estar tan alejado de la jarras de vino?
—Dejad de discutir. —La orden, pronunciada en un tono calmado por Imrik, apaciguó a los príncipes—. Dorien, siéntate, y Thyrinor, no bebas más. Reñís como niños mientras nuestro ejército está preparándose para la batalla. Esperad.
Dorien obedeció y se sentó; su larga capa escarlata barrió el brazo de su silla. Thyrinor apuró su copa de vino y la depositó en la mesa antes de regresar a su silla.
—¿Cómo puedes estar tan tranquilo, primo? —preguntó Thyrinor—. ¿Esperas que los naggarothi se alíen con nosotros?
—No —respondió Imrik sin inmutarse.
—Estás dándoles la oportunidad de desairarnos —repuso Thyrinor. Levantando los brazos al cielo preguntó—: ¿Por qué organizar una embajada de la que sabemos de antemano que va a saldarse con un fracaso, primo?
—Porque ellos no lo harían —respondió Imrik—. Nosotros nos conducimos con dignidad.
—Como si a los naggarothi les importara nuestra dignidad —dijo Dorien, con un bufido desdeñoso—. Lo entenderán como un gesto de debilidad.
—¿Tú lo ves como un gesto de debilidad, hermano? —inquirió Imrik, con la mirada clavada en Dorien.
—No —contestó Dorien, un tanto vacilante—. Sé que no somos débiles.
—Eso es lo único que importa —señaló Imnik—. Las opiniones de los naggarothi me traen sin cuidado.
Los elfos volvieron a sumirse en un silencio prolongado. Desde el exterior llegaban los gritos y el bullicio del ejército congregándose. El sonido estridente de los clarines llamando para la batalla salpicaban los bramidos de los capitanes que reunían a sus compañías.
Imnik meditaba sobre la batalla inminente. Los naggarothi suponían una distracción inoportuna, y él no se había convertido en el general caledoriano más laureado gracias a las distracciones. Sabía que sus compañeros lo tenían por un elfo brusco, incluso frío; él, por su parte, los consideraba unos tipos irritables y exaltados. Imrik estaba satisfecho con su vida, y la oportunidad de demostrar su valor en la batalla, de probar sus méritos como sucesor del Domadragones, le bastaba. Aun las discusiones más insignificantes con su hermano y su primo lo dejaban en un estado de agitación, y le suponían un motivo de alegría por hallarse lejos de la corte caledoriana. En las colonias, un elfo podía labrarse un nombre con las empresas que acometía, al margen de los personalismos y el politiqueo de Ulthuan.
Precisamente esas permanentes discusiones lo habían empujado a embarcarse con destino a Elthin Arvan. Pese a descender por línea directa de Caledor, Imrik siempre había demostrado pocas aptitudes para la magia y escaso interés, de modo que había cultivado su habilidad en las artes de la espada y la lanza y en el mando de los ejércitos. Compartía con sus compatriotas la desconfianza hacia los naggarothi, aun así les profesaba una especie de respeto mal llevado; ningún reino, ni siquiera el suyo, podía rivalizar con las importantes victorias que los naggarothi habían cosechado en el campo de batalla.
Imrik admiraba especialmente al señor de los naggarothi, el príncipe Malekith. Nunca lo habría admitido delante de ningún elfo, pero se había marcado los logros de Malekith como un ejemplo a seguir. No obstante, esa admiración no estaba exenta de cierta irritación, pues de no haber sido coetáneo de Malekith, Imrik habría sido reconocido como el general más extraordinario de Ulthuan. Bien es cierto que gozaba de fama en Caledor y en un puñado de ciudades coloniales donde se conocían sus hazañas; sin embargo, sus victorias y sus conquistas quedaban eclipsadas por los honores que llovían sobre el príncipe de Nagarythe.
Imrik frunció los labios como dejando escapar un gruñido silencioso, fastidiado por haber permitido, pese a sus esfuerzos, que los naggarothi entorpecieran sus preparativos para la batalla. Dorien y Thyrinor se volvieron hacia su comandante, apercibidos de su irritación.
—Ordenad formar al ejército —dijo Imrik, poniéndose en pie.
Cogió la espada apoyada contra el costado de su silla y prendió la funda de oro al cinturón, afirmó el yelmo ornamentado bajo el brazo y salió de la tienda seguido por los otros dos elfos, arrastrando el dobladillo de la capa por las alfombras bordadas de intrincados diseños.
La humedad pesaba en el aire y el cielo estaba encapotado; una tenue neblina difuminaba los brezales donde se había montado el campamento caledoriano. Los banderines colgaban lacios de la parte superior de las tiendas, abatidos por los vestigios de la lluvia de la noche anterior, todavía presentes en el aire quieto. El poblado de tiendas de alegres colores era un hervidero de actividad en el que los criados corrían de un lado a otro atendiendo las necesidades de los capitanes y de los caballeros. Las compañías de lanceros marchaban con paso brioso para reunirse con el resto de tropas en el sureste del campamento, ataviados con sus armaduras plateadas y con sus escudos verdes moteados por el rocío.
Imrik enfiló a trancos hacia el oeste por un paso elevado, construido con troncos, que se extendía sobre la hierba y los brezos. De fondo se oía el tintineo de los arneses resplandecientes con incrustaciones de rubíes y esmeraldas de un escuadrón de caballería que cruzaba el camino que se extendía delante; los jinetes, que cabalgaban con paso resuelto sobre sus corceles blancos, inclinaron las lanzas a modo de saludo cuando pasaron frente a su general. Imrik les correspondió levantando la mano.
El trío de señores caledorianos dejó atrás la tienda de tres paredes de un arsenal y un almacén con la puerta abierta y llegó al campo de dragones. Tres de las portentosas bestias holgazaneaban en el prado rocoso, expulsando nubes de humo por el hocico. Dos de los dragones eran del color de las brasas; tenían el cuerpo cubierto de rojísimas escamas y la barriga de color naranja. El tercero tenía la parte superior del cuerpo de un oscuro color azul que evocaba el crepúsculo, y la parte inferior y las piernas, del color de la pizarra. Las tres bestias levantaron las enormes cabezas que sobresalían de sus largos cuellos al oír la voz de Imrik.
—¡Ha llegado la hora de la batalla! —gritó el general.
Los dragones se irguieron, gruñendo y bufando, y sus ojos amarillentos pestañearon lánguidamente. El mayor de ellos, uno de los que lucían escamas rojas, extendió las alas, bostezó abriendo por completo la boca, y el humo salió despedido de su garganta.
—¿Ya? —preguntó el monstruo con su voz retumbante.
—¿Acaso estás cansado, Maedrethnir? —replicó Thyrinor—. ¿Preferirías estar durmiendo apaciblemente con tus hermanos a los pies de las montañas de Caledor?
—Elfo insolente —espetó el dragón—. Algunos no podemos dormir porque tenemos que sacaros de los problemas en los que os metéis.
—A lo mejor preferiríais caminar —sugirió la dragona azul, de nombre Anaegnir y montura de Thyrinor. Batió dos veces las alas y las rachas de viento que levantó zarandearon a los elfos.
Un puñado de jóvenes elfos vestidos con la librea de la casa de Imrik emergieron del campamento cargados con los tronos de montar profusamente decorados y con las armas de los príncipes dragoneros. Cuando los arneses estuvieron afirmados —una complicada operación que exigía la absoluta cooperación de los dragones—, los tres príncipes se encaramaron a los lomos de sus monturas ayudados por cuerdas y se abrocharon los cinturones alrededor de las piernas y de la cintura, dejando que las piernas protegidas por la armadura les colgaran libremente a ambos lados del cuello de los dragones. Cada uno de los jinetes recibió una lanza de su criado; unas armas plateadas forjadas en ithilmar, de una longitud que triplicaba la estatura de un elfo y engalanadas con banderines verdes y rojos. Los príncipes cogieron sus escudos altos y los colgaron de las sillas trono.
Una vez los criados se retiraron hasta una distancia de seguridad, Imrik se inclinó hacia delante por el cuello de Maedrethnir y le acarició las escamas.
—Hacia el sureste; en dirección al ejército —dijo el general.
Maedrethnir emprendió el vuelo, y la hierba del suelo se combó impelida por la fuerza de las batidas de sus alas. Los otros dos dragones lo secundaron rápidamente y los dragones montados por los príncipes se elevaron trazando círculos en el cielo que se desplegaba sobre el campamento.
La altura ofrecía a Imrik una vista impresionante de su ejército congregándose a sus pies. Dos mil caballeros formaban escuadrones de cien unidades cuyos estandartes y banderines ondeaban mientras atravesaban al trote los brezales. A su izquierda se desplegaban las compañías de lanceros, repartidos en nueve secciones de quinientos soldados en filas de diez en fondo por detrás de los estandartes. Tras los lanceros se extendía una columna compuesta por veinte carros, cada uno tirado por cuatro caballos y cargado con un lanzavirotes y con la cuadrilla encargada de su manejo. Por, último, junto a los lanceros esperaban alrededor de tres mil arqueros repartidos en compañías.
Las huestes elfas, ataviadas con armaduras verdes y rojas, se desplegaban por el oscuro páramo. Imrik volvió la vista hacia el sudeste y divisó el meandro lejano del río que descendía desde las elevadas cumbres que se alzaban en el horizonte. Desde allí arriba era fácil distinguir la franja zigzagueante de hierba y de arbustos pisoteados que delataba la ruta seguida por los orcos en dirección al río. El humo de centenares de hogueras no dejaba ver el ancho cauce del río más hacia el sur, donde los pieles verdes habían montado su campamento.
Maedrethnir inclinó un ala y descendió en picado hacia las huestes caledorianas. Imrik oyó entonces un grito distante; echó la vista atrás por encima del hombro y vio que Dorien agitaba su lanza reclamando su atención. Cuando éste advirtió que Imrik estaba mirándolo, apuntó con la lanza hacia el oeste. Imrik ordenó a Maedrethnir que girara a la derecha para poder ver con sus propios ojos lo que había alertado a Dorien.
Una columna negra y púrpura se deslizaba siguiendo un estrecho y serpenteante arroyo: los naggarothi. El oro de sus armaduras refulgía; los caballeros que la encabezaban habían impuesto un ritmo vertiginoso que la infantería se esforzaba por seguir. Imrik divisó algo más, una figura que sobrevolaba el ejército de Nagarythe.
—¿Qué es eso encima de los naggarothi? —preguntó el príncipe. Maedrethnir se volvió para echar un vistazo, girando el cuello lentamente y sin esfuerzo aparente hacia las huestes elfas rivales.
—Un grifo con un jinete —respondió el dragón, con cierto desagrado en la voz—. ¿Quieres que les enseñemos que no deben invadir nuestro espacio aéreo?
—Llévame hasta ellos —ordenó Imrik.
Maedrethnir batió las alas para ganar altura y viró para dirigirse hacia los naggarothi. Imrik se volvió atrás y vio que Dorien y Thyrinor los seguían. El general hizo un gesto con su lanza para indicarles que regresaran con su ejército. Thyrinor acató inmediatamente la orden y dio media vuelta. Dorien, sin embargo, obedeció a regañadientes.
Mientras volaba en dirección a los naggarothi, Maedrethnir inclinó su alargada cabeza hacia el suelo.
—Un jinete —anunció el dragón.
Imrik bajó la mirada y divisó la figura solitaria de un elfo que cabalgaba sobre un corcel blanco en dirección al campamento caledoriano.
—Llévame hasta él —ordenó Imrik—. Escuchemos la respuesta de los naggarothi.
El jinete frenó su montura cuando vio que el dragón y el príncipe descendían en picado hacia él. El caballo piafó inquieto y soltó un relincho de nerviosismo cuando Maedrethnir aterrizó a escasa distancia. El heraldo le dio unas palmadas en el lomo y lo obligó a acercarse un poco más al dragón para que el príncipe pudiera oírlo sin tener que gritar.
—General, el príncipe naggarothi declina vuestra invitación —anunció el mensajero.
—¿Y tiene nombre ese príncipe? —inquirió Imrik.
—Su nombre es Maldiar, alteza —respondió el emisario—. Es un señor de Athel Toralien.
—Nunca he oído hablar de él —repuso Imrik—. Debe de ser uno de los advenedizos que Malekith nombró príncipe antes de desaparecer en las yermas tierras septentrionales.
—Habéis acertado, alteza —respondió el heraldo—. Me ha pedido que os diga que los naggarothi no aceptan demandas de los caledorianos. Lo siento, alteza, pero Maldiar también me ha pedido que os solicite que desistáis de cualquier ataque a los orcos y que os comunique que sólo él tiene derecho a conquistar estas tierras.
—Ya veremos —refunfuñó Imrik—. Regresa junto al ejército y comunica a mis capitanes que se preparen para avanzar.
—Como ordenéis, alteza. —El heraldo dio media vuelta a su corcel y el caballo, agradecido, se alejó al galope de Imrik y de su monstruosa montura.
—Vayamos a conocer a ese tal Maldiar —dijo Imrik, dirigiéndose a Maedrethnir.
Un estruendo que podría haber pasado por una risotada sacudió el pecho del dragón, y la bestia emprendió el vuelo. Bestia y jinete se dirigieron hacia los naggarothi sobrevolando los brezales a no mayor altura que la de los escasos árboles que salpicaban el agreste paisaje.
El jinete del grifo —que Imrik dio por supuesto que debía tratarse de Maldir— se percató de la llegada del príncipe caledoriano y orientó su propia montura alada hacia él. A medida que se acercaba a ellos, el príncipe caledoriano descubría nuevos detalles en Maldiar y en su criatura. El jinete lucía una armadura de plata y oro con incrustaciones de rubíes; la cabeza de águila del grifo estaba cubierta de plumas azules, negras y rojas, mientras que sus cuartos traseros exhibían vetas blancas y negras y sus garras eran del color de la sangre.
El grifo emitió un chillido estridente cuando los dos príncipes se encontraron. Maedrethnir dio una sacudida y dejó escapar un profundo rugido, seguido por el humo despedido por su hocico.
—Oblígalos a descender —ordenó Imrik a su montura.
Maedrethnir ganó altura rápidamente para situarse por encima del grifo y luego se encorvó con las alas recogidas y se lanzó directo hacia el príncipe naggarothi. El dragón, con el cuello erecto y la mandíbula abierta, parecía decidido a embestir al grifo y a su jinete. Sin embargo, en el último momento abrió las alas y se detuvo en seco, y la corriente de aire que generó impactó en Maldiar y en su montura. El grifo osciló en el aire zarandeado por el viento y tardó unos segundos en enderezarse. Hasta los oídos de Imrik llegaron los gritos y los insultos de Maldiar, pero el caledoriano no hizo caso de ellos y señaló el suelo.
Acosado por arriba y por detrás por Maedrethnir, Maldiar descendió y condujo a su grifo hasta un montículo rocoso que sobresalía del manto de aulaga y de hierba. Imrik y su dragón dibujaron tres círculos en el cielo antes de descender hasta una altura que dejaba al naggarothi al alcance de la lanza del caledoriano. El grifo era una bestia enorme que, triplicaba el tamaño de un caballo, pero su figura quedaba empequeñecida al lado de Maedrethnir, que con las alas extendidas se levantaba por encima del jinete y de su montura tapando el sol matinal.
—¡Pero, cómo te atreves! —rugió Maldiar—. ¡Esto es un insulto! ¿Con qué derecho te interpones en mi legítimo avance?
—Soy Imrik de Caledor. Careces de derechos aquí. Estas tierras pasarán a ser de mi dominio.
—¿Imrik? Ya he oído hablar de ti. Y de la envidia que sientes por el príncipe Malekith. Esto es un intento descarado de robarle unas tierras que le corresponden por legítimo derecho.
—Aquellos orcos no dirían lo mismo —respondió Imrik—. Retira a tu ejército. Aquí no sois bienvenidos.
—Yo no pierdo el tiempo con ladrones caledorianos —espetó Maldiar—. ¡Te juro, por el puño ensangrentado de Khaine, que ésta me la pagarás!
—No dejes de intentarlo, por favor —replicó Imrik. Maedrethnir se levantó sobre las patas traseras y soltó un bramido ensordecedor. El penacho de plumas púrpura del yelmo de Maldiar se agitó bravamente y el grifo se lanzó hacia delante, bufando y graznando. El príncipe naggarothi forcejeó con las riendas de su montura para refrenarla.
—Tus amenazas son vanas, Imrik —dijo Maldiar—. Limpiaré estas tierras de orcos y reclamaré la región para Nagarythe. Vuestro Rey Fénix no tendrá una buena opinión de Caledor si decidís discutir mi victoria en la corte.
Imrik observó impertérrito a Maldiar sin responderle. El naggarothi bregó con las riendas del grifo durante unos instantes antes de dar media vuelta y emprender el vuelo. El príncipe naggarothi regresó disparado a su ejército.
El caledoriano suspiró. Maldiar tenía razón, no podía atacar a otro ejército de elfos. La única solución era aniquilar a los orcos antes de que los naggarothi tuvieran tiempo de entrar en acción. No obstante, mientras Maedrethnir reemprendía la ascensión hacia las nubes, Imrik vio que tampoco eso sería sencillo, pues los caballeros de Athel Toralien se habían adelantado bastante al resto del ejército naggarothi y estaban reduciendo rápidamente la distancia que los separaba del campamento orco.
Maedrethnir regresó todo lo rápido de lo que fue capaz al ejército caledoriano. Las columnas ya habían iniciado la marcha, sin duda siguiendo las instrucciones que Dorien había transmitido adelantándose al regreso de Imrik. Los caballeros se habían escindido en dos alas que flanqueaban a la infantería, de modo que, a diferencia del imprudente avance naggarothi, los caledorianos mantenían la formación. Divididos en tres columnas, los arqueros y los lanceros marchaban hacia el sur; dos, en línea recta hacia el campamento de los orcos y de los goblins, mientras que la tercera enfilaba hacia el este para cortar la retirada de los pieles verdes desde el río. La llegada inminente de los naggarothi dejaba a los orcos sin vías de escape.
Imrik sobrevoló a gran altura su ejército y la sombra de Maedrethnir atravesó las líneas de guerreros. La neblina matinal se había disipado bajo el sol cada vez más intenso, y los nubarrones se habían dispersado ligeramente, de modo que en los brezales aparecían brillantes trechos tocados por los rayos del sol. Dorien y Thyrinor giraron sus dragones para reunirse con Imrik y se situaron a ambos lados del general; el trío de dragones se adaptó sin dificultad con su constante batir de las alas al paso que marcaban las columnas.
—Ya avisé de que no nos escucharían —gritó Dorien—. Hemos perdido el tiempo intentando dialogar con los naggarothi.
Imrik no respondió. Los caballeros de Athel Toralien se habían alejado peligrosamente, con su rápido avance, de la infantería y de las máquinas de guerra naggarothi, de modo que no podían contar con su apoyo. Maldiar se había reunido con su veloz columna de vanguardia y surcaba el cielo de un lado a otro por encima de sus caballeros.
El general caledoriano depositó la atención en el verdadero enemigo. Piquetes de goblins montados sobre lobos cruzaban los páramos. Los dragones eran fácilmente distinguibles en el cielo, y el impetuoso y distante sonido de los cuernos anunciaba la amenaza del ataque. Imrik contempló mejor el campamento orco al otro lado de las columnas de humo de las hogueras; era mayor de lo que había previsto y se extendía a lo largo de la orilla del río. El príncipe vio las aguas contaminadas que se deslizaban corriente abajo desde la posición de los pieles verdes; una marea asquerosa que discurría hacia el sur.
Si bien los orcos no necesitaban tiendas de campaña para cobijarse, se había levantado un puñado de empalizadas rudimentarias para albergar manadas de lobos gigantes y de descomunales verracos. Imrik divisó orcos y goblins adentrándose en aquellas estacadas empuñando fustas y aguijadas.
Una figura de mayores dimensiones atrajo su mirada. Casi en el centro del campamento ardía la mayor hoguera, rodeada por estandartes andrajosos y rudimentarios tótems. A un lado del fuego, una bestia alada y con el cuerpo recubierto de escamas tiraba de las cadenas que se deslizaban por unos aros que tenía incrustados en el cuerpo y que la mantenían confinada en el suelo. Era casi tan grande como un dragón, aunque carecía de patas delanteras; sus escamas eran de un intenso color verde, y en la cabeza tenía cuernos y una cresta amarilla.
—Un wyverno —gruñó Maedrethnir, también con la mirada fija en el monstruo. El dragón se agitó enfurecido—. Deforme bestia de las montañas. La mataremos.
—Y a su amo —añadió Imrik cuando un orco descomunal emergió de la muchedumbre de pieles verdes y se acercó al wysrerno.
Los orcos estaban congregándose rápidamente, repartidos en grupos tribales, alrededor de primitivos estandartes elaborados con cráneos y huesos y coronados por unos rostros feos y con colmillos tallados en madera. Los goblins, de menor tamaño, parecían más reacios a abandonar el campamento, y se apiñaban en varios grupos nutridos detrás de sus primos grandores.
Un grito estridente rasgó el aire, y el wyverno emprendió desmañadamente el vuelo con el caudillo orco sobre el lomo. La algarabía de vítores y chillidos de satisfacción se propagó por el páramo, salpicada por el vigoroso tamtán de los tambores y las notas discordantes de los cuernos.
Imrik hizo descender a Maedrethnir, y ambos se deslizaron por encima del ejército caledoriano a una altura menor que la del alcance de una flecha. El general indicó a sus capitanes que prepararan la línea de ataque y luego remontó el vuelo para vigilar los movimientos del enemigo. Debajo de él se desplegaron dos columnas de infantería en las que se iban intercalando las compañías de los arqueros y de los lanceros; por otro lado, se descargaron los lanzavirotes de los carros y se colocaron en los flancos de las largas filas de guerreros elfos. Un ala de caballería avanzó en dirección al río, mientras que la otra permaneció en la retaguardia como reserva, lista para repeler una incursión o para responder a cualquier tipo de contratiempo generado por los orcos.
Al oeste, a la derecha de Imrik, la caballería naggarothi se había escindido en escuadrones de varios centenares de unidades que cabalgaban en formación en flecha, con los estandartes ondeando al viento en el vértice de cada cuña. Todo hacía indicar que planeaban cargar contra las entrañas del campamento de pieles verdes; una estrategia temeraria. Imrik vio también a los orcos —montones de guerreros musculosos y con colmillos, armados de escudos de madera y de todo tipo de mazas, espadas, hachas y cuchillas— formando para repeler la carga de los caballeros.
Imrik había perdido de vista momentáneamente al wyverno y volvió a localizarlo en el corazón de las hordas de orcos y de goblins que se congregaban en el suelo. El caudillo gesticulaba enloquecido intentando transmitir algún tipo de plan de batalla rudimentario a sus subordinados. Las bandas de goblins a lomos de los lobos estaban agrupándose en la porción de terreno que mediaba entre los caballeros naggarothi y la infantería que los seguía a cierta distancia. Los goblins hostigaron a la caballería elfa con arcos cortos que disparaban en descargas irregulares desde sus monturas lupinas. Los proyectiles impactaban sin apenas consecuencias en los caballeros protegidos por sus pesadas armaduras, pero aquí y allá caía algún jinete elfo o alguna montura moría, y el raudo avance naggarothi iba dejando una tenue estela de muertos y heridos.
Los orcos también habían reunido su caballería; dos masas de jinetes a lomos de sus verracos se habían congregado en el extremo más lejano, al oeste, de la línea de ataque orca que no dejaba de crecer. Intimidados por los orcos, una manada de goblins se vio obligada a marchar hacia el noreste, en dirección a los caledorianos. A los ojos expertos de Imrik, el sencillo plan enemigo resultaba obvio: los goblins mantendrían ocupados a los caledorianos mientras las unidades más resistentes y fuertes de sus ejércitos responderían al ataque naggarothi.
El plan del caudillo orco perfectamente podía funcionar, concluyó Imrik. El deseo de Maldiar de dejar en evidencia a Imrik le había nublado el juicio, y en una carga sin apoyos, la destreza de los caballeros naggarothi no tenía nada que hacer contra el número excesivo de pieles verdes que los aguardaban.
La situación ponía a Imrik en un dilema: podía cambiar rápidamente su plan y apoyar el ataque naggarothi o podía mantener la posición y dejar que aniquilaran a los caballeros de Athel Toralien.
Levantó en alto su lanza, una señal que indicaba a Dorien y a Thyrinor que debían acercarse a él a una distancia en la que pudiera hablarles sin gritar. Los señores caledorianos obedecieron a su general y se situaron justo detrás de él, con las puntas de las alas de sus dragones casi rozándose.
—Thyrinor, ordena al ejército un avance general —dijo Imnik—. Exterminad a los goblins y atacad el flanco de los orcos.
—Los naggarothi no te agradecerán que los rescates, hermano —señaló Dorien—. Si quieren entregar la vida arrojándose contra el muro del orgullo, déjalos.
—Cada elfo asesinado por la mano de un orco es una mancha en el honor de Ulthuan —aseveró Imnik—. No puedo permitirlo. ¡Seguidme!
Imnik hizo caso omiso a las protestas de su hermano y ordenó a Maedrethnir que virara a la derecha y se dirigiera hacia los naggarothi. No se volvió para comprobar si Dorien lo seguiría, pues, pese al desprecio que su hermano profesaba a los naggarothi, nunca desobedecería una orden de su general.
Dragón y príncipe ascendieron hacia las nubes y el viento soplaba más frío a medida que se elevaban. Cuando llegaron hasta los naggarothi, Imrik despedía vaho por la boca y tenía la piel helada. Volvió la vista hacia el este y divisó a Thyrinor liderando el ataque caledoriano. Los arqueros y lanzavirotes causaban estragos entre los goblins mientras los lanceros se aproximaban de frente y el ala izquierda de la caballería avanzaba siguiendo el río. Imrik bajó la mirada y vio que la tercera columna de infantería no distaba demasiado de los caballeros de Athel Toralien, ligeramente adelantados al ejército naggarothi.
Los jinetes de los verracos fueron incapaces de contener su entusiasmo y abandonaron en tropel las líneas orcas con las lanzas caladas para embestir. La caballería naggarothi había previsto esa acción, y los escuadrones que encabezaban el ataque se escindieron ante la acometida de los pieles verdes para dejar que las compañías que los seguían se encargaran de ellos. Confundidos por la maniobra elfa, los orcos intentaron detener sus monturas, que galopaban frenéticamente, y la anarquía se cebó en los jinetes, que intentaban redirigir la carga. Pero ya era tarde, y centenares de lanzas se calaron al unísono empuñadas por los caballeros elfos de doradas armaduras que los embistieron por el flanco.
Desde su privilegiada posición en las alturas, Imrik pudo apreciar la precisión de la carga naggarothi; tres puntas de flecha de caballeros embistieron escalonadamente a los verracos y sus jinetes. La primera carga escindió la primera línea de los orcos del resto de la horda, y las otras dos arremetieron contra los costados de la retaguardia orca, irrumpiendo en la masa oscura como rayos fulgurantes que resquebrajan las sombras.
Los jinetes que habían esquivado a los verracos siguieron galopando y giraron a la izquierda para atacar el tramo de la línea orca donde sus tropas eran más escasas. Imrik leyó las intenciones de Maldiar: penetrar en la masa de orcos y goblins y luego atacar la línea por la retaguardia. El caledoriano corrigió su opinión inicial sobre la pericia militar de Maldiar. La táctica era atrevida, pero si salía bien, el ejército de los pieles verdes se vería sumido en el caos, teniendo que combatir sanguinarios caballeros por la retaguardia y varios millares de soldados de infantería por el frente.
El problema radicaba en que cuando la caballería se situara detrás de los orcos quedaría acorralada por el río, como lo habían estado los orcos, y la superficie cenagosa le dificultaría las maniobras. Los caballeros estaban demasiado alejados de las fuerzas de apoyo, y los pieles verdes tendrían tiempo para dar media vuelta y atacarles antes de la llegada de la infantería naggarothi.
—¿Qué plan tienes, hermano? —inquirió Dorien voz en grito.
—¡Matar orcos! —respondió gritando Imnik, y dirigió a Maedrethnir para emprender el descenso en picado.
Dorien siguió a su hermano y la pareja de dragones se lanzó hacia el suelo a una velocidad endiablada, con el viento azotando las capas de los príncipes y amenazando con arrancar a Imrik la lanza de la mano cuando la irguió para el ataque. A sus espaldas, las astas de los estandartes de las sillas trono se combaban violentamente y los banderines flameaban.
Maldiar tenía su propia idea sobre cómo apoyar la carga de sus caballeros y, con la caballería arremetiendo contra los pieles verdes, el grifo pasó a ras de sus filas de retaguardia despedazándolas con las garras mientras el príncipe naggarothi rebanaba pieles verdes a puñados con el llameante rayo azul de su espada.
En pleno descenso vertiginoso, a escasos metros del suelo, Maedrethnir soltó un rugido aterrador. Los orcos desplegados por el páramo salieron despavoridos en todas las direcciones, presas del terror, olvidándose de los caballeros que devastaban sus tropas. Muchos cayeron durante la huida, otros dieron media vuelta para enfrentarse desesperadamente a la caballería elfa, pero sucumbieron víctimas de su escasa preparación y los caballeros de Athel Toralien penetraron en sus filas con la facilidad con que la proa de un barco escinde el agua, dejando el suelo sembrado de cuerpos en su camino hacia el campamento enemigo.
Dorien e Imrik embistieron simultáneamente a los orcos, con sus dragones escupiendo fuego oscuro por las fauces, abriendo brechas descomunales en las turbas de orcos y arrancándoles jirones de carne verde. La lanza de Imrik emitía un fulgor blanco de las runas grabadas en ella, e iba dejando en el aire una estela de motas danzarinas según rajaba gargantas y perforaba cuerpos sin cesar.
Maedrethnir se posó en tierra aplastando otro puñado de orcos con su cuerpo cubierto de escamas, e Imrik se dio la vuelta para coger el escudo. El dragón lanzó por los aires una docena de orcos con una sacudida de la cola mientras una llamarada negruzca envolvía a otras dos docenas de pieles verdes.
A una distancia menor de la que alcanza una lanza arrojada con fuerza, Dorien y su montura infligían el mismo castigo, y los orcos se cocían a su alrededor, descargando inútilmente las hachas y las cuchillas contra el dragón, en cuyas enormes escamas rebotaban sin causar daño los golpes que recibía. Imnik oía con claridad la voz de su hermano, que entonaba a pleno pulmón un poema de batalla de su patria.
Maedrethnir apretó la mandíbula con dos orcos apresados en la boca y los partió en dos. Imrik paseaba la mirada a su alrededor, preguntándose qué habría sido del caudillo del wyverno, cuando la respuesta apareció en forma de una oscura figura imprecisa que se lanzaba en picado hacia Dorien por la espalda.
El general lanzó un grito de advertencia que se reveló al punto innecesario, pues Dorien había estado haciéndose el despistado, y cuando el wyverno se abalanzó sobre él, el dragón del príncipe caledoniano contraatacó desde el suelo con las alas desplegadas. Las fauces y las garras del wyverno no alcanzaron su objetivo por menos de lo que mide una espada, sin embargo, la cabeza negra del hacha del caudillo orco encontró la cola del dragón y una lluvia de sangre y escamas regó el páramo.
Las dos criaturas monstruosas emprendieron a toda velocidad el vuelo, girando en espiral y gruñendo, intentando situarse la una por encima de la otra. El dragón de Dorien era más fuerte que el wyverno, y las poderosas batidas de sus alas le otorgaban mayor velocidad que la de su rival. El wyverno frenó en seco y el dragón giró con una agilidad sorprendente, estiró un ala para tirarse hacia abajo de nuevo y destrozó el cuello de la bestia rival con sus garras.
Dorien hincó la lanza en el ala derecha del wyverno mientras el caudillo orco descargaba su hacha contra la espalda del dragón; el acero, envuelto por un misterioso fuego, se hundía en la carne de la montura alada del caledoriano. Wyverno y dragón se engancharon y se arañaron y se mordieron. Dorien guardó la lanza y extrajo una espada larga que brillaba como la luna. Príncipe y caudillo se asestaron golpes mientras las bestias caían en picado; el orco descargaba frenéticamente su hacha mientras que la espada de Dorien se había convertido en un rayo de luz titilante en constante movimiento.
Imrik apartó la atención del duelo, atraído por el repiqueteo de las puntas de las flechas repelidas por la armadura y las escamas. Descubrió que los orcos que lo rodeaban habían huido y los había sustituido un puñado de goblins que disparaban con nulo éxito flechas con los astiles torcidos desde una hondonada llena de maleza que había a su izquierda.
—¡Quémalos! —ordenó Imrik a su montura.
Maedrethnir sacudió la cabeza y abrió su boca abismal, y justo en el instante previo a que la pequeña depresión quedara sumida en el humo y el fuego, los goblins rompieron a chillar estridentemente. Imrik devolvió la atención a su hermano a tiempo para ver cómo el dragón de Dorien soltaba a la montura de su contrincante como paso previo a posarse en el suelo. El wyverno, con un ala herida y sangrando por montones de tajos, se estrelló de costado contra el suelo yermo, desparramando escamas a diestro y siniestro mientras agitaba enloquecidamente las patas y la cola. El impacto lanzó por los aires al caudillo, que aterrizó en un pequeño riachuelo que discurría varias decenas de metros más allá.
Dorien enfundó la espada y volvió a empuñar la lanza mientras su dragón trazaba círculos alrededor del wyverno, escupiéndole llamas. La bestia bufaba y rugía, pataleando en vano para ponerse en pie y sacudiendo desesperadamente la cola envuelta en fuego.
—¡Arriba! —ordenó Imnik. Maedrethnir se elevó por los cielos para obtener una vista panorámica de la batalla.
Cualquier similitud con dos líneas de batalla bien definidas había desaparecido. Las tropas goblins se habían dispersado ante el avance de los caledorianos, y se retiraban por centenares hacia el campamento mientras los caballeros de Imrik se les echaban encima desde el río. Varias compañías de arqueros se habían escindido del grueso de las huestes y descargaban sus flechas —cada uno de los proyectiles con la punta envuelta por una llama mágica blanca— sobre el campamento orco.
Más allá del wyverno agonizante, Maldiar y su grifo exterminaban a los restantes jinetes de los verracos; el monstruo híbrido agarraba a los puercos con el pico y las garras y los lanzaba chillando por el aire mientras el príncipe naggarothi trinchaba las cabezas y las extremidades de los jinetes. La infantería naggarothi ya se había sumado a la batalla, y con sus lanzas y sus flechas abría brechas entre las líneas de los goblins que marchaban a lomos de los lobos. A lo largo de la orilla del río, los caballeros naggarothi recuperaban la formación para emprender una nueva carga contra las tropas enemigas.
Imrik atisbó al caudillo orco emergiendo apresuradamente de un carrizal, todavía blandiendo el hacha.
—A ver qué argumenta Maldiar cuando tenga en mi poder la cabeza del caudillo —dijo Imrik, dirigiéndose a Maedrethnir. El dragón soltó un portentoso rugido de aprobación y enfiló hacia el cabecilla orco. Maldiar también había divisado al caudillo enemigo, y su grifo se deslizó a toda velocidad por el cielo, por encima del avance naggarothi, en dirección al jefe orco.
—El muy idiota se atreve a echar una carrera a un dragón —señaló Maedrethnir, que cruzó el páramo con las veloces batidas de sus alas, tan cerca del suelo que las puntas de sus alas peinaban los matorrales.
Sin embargo, el dragón había cantado victoria antes de tiempo con su comentario desdeñoso, pues el caudillo salió disparado hacia Maldiar, gritando como un loco y enarbolando su hacha. Maldiar levantó su espada y ordenó a su grifo que se lanzara en picado contra el orco, e Imrik vio la hoja de su rival envuelta en el fuego mágico.
El caudillo fue frenando hasta detenerse con las piernas, cortas y fornidas, abiertas, y aguardó la embestida del príncipe naggarothi con la hacha aferrada con ambas manos. Imrik oyó el gruñido de su dragón y sintió las vibraciones del cuerpo de su montura, que tensaba hasta el último músculo en un sobreesfuerzo para acortar la distancia antes de que Maldiar acometiera su ataque.
Imrik sabía que no llegaría a tiempo. Maldiar ya se había inclinado hacia un costado y sujetaba la espada en posición horizontal para asestar un golpe letal mientras la sombra del grifo se deslizaba sobre el suelo sinuoso dispuesta a engullir al orco.
Los dos príncipes volaban directos y con resolución hacia su presa. Si Maldiar fracasaba, la lanza de Imrik impactaría contra el cuerpo del orco antes de que el naggarothi pudiera dar media vuelta para acometer un segundo ataque. El caledoriano apretó el puño alrededor de la lanza con la moharra centelleante dirigida hacia el caudillo pese a que el grifo estaba a punto de asestar el golpe mortal.
Como un nubarrón rojo y atronador, el dragón de Dorien impactó contra la montura de Maldiar, y ambas bestias se estrellaron de mala manera contra el suelo.
Desconcertado, Imrik estuvo a punto de errar su acometida; sin embargo, en el último momento corrigió la posición de la lanza para orientarla hacia su objetivo y, con Maedrethnir en pleno vuelo, la punta de ithilmar atravesó sin dificultad la armadura del orco y le perforó el pecho. La fuerza del impacto casi arrebató el arma de las manos de Imrik y lo empujó contra los arneses de la silla; Maedrethnir se ladeó y remontó el vuelo con el orco ensartado en la lanza.
El cuerpo oscilante del caudillo se deslizó por el asta y se precipitó al vacío por la moharra de ithilmar, arrancando a su paso el banderín prendido a ella, que descendió revoloteando como una capa mientras el cadáver del orco se estrellaba contra las rocas y los matojos. Maedrethnir soltó un bramido triunfal que hizo vibrar el cuerpo de Imrik.
El príncipe caledoriano estaba más preocupado por lo que ocurría en tierra. Maldiar y Dorien estaban cara a cara, espadas en mano y con las figuras de sus respectivas monturas elevándose amenazadoramente detrás de sus respectivos jinetes. El general no confiaba en que ninguno de los dos fuera capaz de contenerse, y ordenó a Maedrethnir que se posara junto al escenario de la refriega. Imrik no quitó el ojo de la pareja de elfos, que se lanzaban miradas fulminantes y se insultaban a grito pelado, mientras su dragón trazaba círculos cada vez más estrechos para reducir la velocidad. Maedrethnir aterrizó sobre las cuatro patas junto al dragón de Dorien. Imrik ya había guardado la lanza y estaba desabrochándose los arneses que lo mantenían asido a la silla cuando las garras del dragón tocaron tierra.
—¡Bajad las armas! —gritó el general caledoriano, saltando de la silla trono y aterrizando con agilidad en el suelo polvoriento.
—¡Nos está llamando ladrones! —protestó Dorien, con los ojos clavados en el naggarothi.
—Yo no acepto órdenes de caledorianos cobardes —replicó Maldiar, sin apartar la mirada de Dorien.
—¡Cobardes! —gruñó Dorien, dando un paso adelante. Maldiar levantó un poco más la espada—. ¡Por tus insultos mereces que te corte la cabeza!
—¡Pero no lo harás! —espetó Imnik, que se situó delante de su hermano y lo agarró por el brazo que empuñaba la espada—. Guarda tu hoja, hermano.
—¡Haz caso a tu amo, perro ladrador! —dijo Maldiar—. No oses utilizar tu espada contra mí.
Imrik giró en redondo hacia el naggarothi, y en un abrir y cerrar de ojos se llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—¡Bien podría hacerlo yo!
Maldiar vaciló un instante, y la punta de su acero tembló ligeramente hasta que consiguió mantenerla firme de nuevo. Entornó los ojos y apretó la mandíbula.
—Sin embargo, no lo haré —añadió Imnik—. La batalla todavía no está ganada.
—¡La victoria ya es mía! —dijo Maldiar—. La chusma ya se ha dispersado, y sólo es una cuestión de tiempo que mis guerreros los cacen.
—¡No es tu victoria! —espetó Dorien, soltándose el brazo de Imrik y quitándose a su hermano de en medio—. Tus caballeros estarían muertos si no hubiéramos acudido en tu ayuda.
—¿En mi ayuda? —El rostro de Maldiar era la viva imagen del odio preñado de desprecio—. Vuestra intervención ha estado a punto de hacerme perder esta batalla.
—Vete —dijo Imrik, tirando del hombro de su hermano para volverlo—. Acaba con los restos del ejército enemigo.
Dorien miró a los ojos a Imrik; le temblaban las mejillas. Imrik le sostuvo la mirada con el semblante gélido que tan bien conocía su hermano. Dorien se despidió con un gesto desdeñoso, enfundó la espada y se dirigió echando humo hacia su dragón.
Imrik se volvió de nuevo a Maldiar, que había bajado la espada pero no la había envainado.
—Nos repartiremos el botín —dijo Imrik.
—¿Y eso, por qué? —respondió el príncipe naggarothi, que, riendo con acritud, añadió—: Puedes quedarte con los cadáveres; yo me quedaré con las tierras.
—No —replicó Imrik—. Tú te quedarás con las tierras al oeste del río, y Caledor, las de la orilla oriental.
—¿Por qué iba a aceptar tu propuesta? —Maldiar guardó la espada y cruzó los brazos con gesto desafiante—. ¿Por qué iba a darte la mitad de mis nuevos dominios?
—Porque algo es mejor que nada —respondió Imrik—. Si Malekith tiene alguna queja, que me la comunique.
—Sabes perfectamente que nuestro querido príncipe se encuentra realizando una campaña en los territorios septentrionales —dijo Maldiar—. Lleva cerca de cincuenta años sin poner un pie en las colonias.
—¿Acaso careces de la autoridad pertinente para aceptar mi trato? —inquirió Imrik.
Maldiar resopló, sulfurado por la insinuación implícita en la pregunta.
—Soy príncipe de Nagarythe, y estoy autorizado a hablar en nombre del príncipe Malekith y de la reina Morathi.
—¿La reina Morathi? —Imrik frunció el ceño al oír el nombre de la madre de Malekith, viuda de Aenarion—. Morathi ya no es reina.
—En Nagarythe sigue siéndolo —respondió Maldiar, con una sonrisa maliciosa—. Acepto los términos de tu propuesta. Da igual. Cuando Malekith regrese, reclamaremos la totalidad de los territorios, y nuestra demanda será aceptada. Disfruta de tu prosperidad mientras puedas, caledoriano. Nagarythe ya está hartándose de verter su sangre en provecho ajeno. En el futuro no podréis hacer este tipo de peticiones.
Maldiar giró sobre los talones y regresó a trancos a su grifo. La bestia se agachó hasta el suelo y el príncipe se agarró a las riendas con incrustaciones de piedras preciosas. Antes de encaramarse a la silla, el naggarothi se volvió a Imrik.
—Deberías hablar y actuar con más sabiduría, príncipe. Khaine ha posado su mirada sangrienta en ti, Imrik de Caledor. Más te vale que no se haya enfadado.
La mención del sanguinario dios dejó pasmado a Imrik. De todos era conocido el descaro con el que los naggarothi rendían culto al señor de la muerte y a muchos otros dioses oscuros de los cytharai, pero oír pronunciar el nombre de Khaine tan abiertamente suponía una sorpresa mayúscula incluso para Imrik. El príncipe caledoriano se quedó contemplando a Maldiar mientras éste se alejaba por los cielos, preguntándose qué habría querido decir con aquella advertencia.
—Acabemos esto —dijo Imrik a Maedrethnir, desterrando al naggarothi de sus pensamientos. Ese tipo de insultos y amenazas imprecisos eran típicos de su pueblo.
* * *
La marcha de regreso a la colonia de Caledor era larga, pero las huestes caledorianas estaban pletóricas tras su victoria sobre las hordas orcas. Sin embargo, Imrik no compartía el alborozo de sus tropas, inquieto por las palabras de Maldiar y por los sucesos que había presenciado tras la batalla. Buena parte de los naggarothi habían reunido a los orcos moribundos y, en vez de darles una muerte rápida, tal como él había ordenado a sus guerreros, se los habían llevado al campamento naggarothi. Imrik no sabía a ciencia cierta qué destino aguardaba a aquellos prisioneros, pero después de oír el nombre de Khaine saliendo de la boca de Maldiar y de ver distintas versiones de las runas del dios sangriento en algunos de los estandartes y de los escudos de los naggarothi, se hacía una idea.
La noticia de la victoria sobre los orcos se adelantó a la llegada del ejército, y las murallas de la Ciudad Gris, Tor Arlieth, y las calles que la recorrían, estaban atestadas de elfos que esperaban a los guerreros para festejar la hazaña. La ciudad se levantaba sobre las estribaciones montañosas que sobresalían del manto boscoso que se extendía desde el mar al noroeste de donde había tenido lugar la masacre de orcos. Diecisiete torres de un apagado color gris se erguían desde las colinas arboladas, y en sus azoteas de pizarra azul ondeaban las banderas de Caledor. Una muralla que era diez veces más alta que un elfo rodeaba la ciudad, envuelta por otra muralla de la mitad de esa altura. Entre ambas defensas se levantaban el campamento y las dependencias del ejército, y por esa franja de terreno los caballeros y la infantería desfilaron entre los aplausos de su pueblo. Los techos de los edificios estaban unidos por guirnaldas de flores y se había cubierto el pavimento con una alfombra de hojas. Desde las azoteas y los balcones llegaba la música de harpas, cuernos y gaitas, mientras que en el suelo, los ciudadanos vitoreaban el regreso de sus guerreros.
Tras sobrevolar tres veces la ciudad junto con su hermano y su primo para que los agradecidos súbditos pudieran entonar sus alabanzas a los heroicos príncipes, Imrik descendió hasta la colina donde se habían construido, excavando en la roca misma de la montaña, las torres y los palacios. La ciudadela tenía la forma de un dragón gigante, y sus muros se desplegaban como si fueran unas alas que sobresalían de las faldas de la montaña. La torre principal se alzaba hacia el cielo coronada por una caperuza de oro. Centenares de banderas, cada una de ellas perteneciente a un noble de la casa de Caledor, ondeaban en las almenas, y por encima de todas ellas, el estandarte de la ciudad flameaba agitado por la brisa de la montaña. Las notas de las trompetas se propagaron por el aire frío, anunciando la llegada de los príncipes, y una guardia de honor formó junto a las descomunales puertas, en cuya oscura madera rojiza se había tallado en relieve una representación de las montañas de Caledor sobrevoladas por un puñado de dragones.
Los tres nobles jinetes aterrizaron sobre el inmaculado manto de césped que escindía la vasta explanada que rodeaba la ciudadela. Despojados de los arneses y de las sillas trono, los dragones se despidieron de sus jinetes y reemprendieron el vuelo en dirección a las cuevas que jalonaban las montañas que se levantaban en torno a la ciudadela. Imrik, acompañado por Dorien y por Thyrinor cruzó a grandes zancadas las puertas que se abrían ante él mientras recibía el saludo con las lanzas alzadas de la compañía de guardia.
Imrik deseaba dirigirse a sus aposentos, pero Hethlian, el canciller de la ciudad, lo abordó en el extenso vestíbulo del palacio. Vestido con una larga túnica que combinaba el color del jade con el dorado, el anciano elfo emergió de una nube de sirvientes y reclamó la atención de Imrik. El canciller llevaba puesto el atavío de gala, con el cinturón de oro y rubíes, símbolo de su cargo, alrededor de la cintura, y portaba en la mano izquierda un cetro ornamental rematado por un zafiro del tamaño de un puño y tallado con la intrincada forma de una rosa.
—Vuestro bienaventurado regreso es un acicate para todos, altezas —dijo Hethlian, dirigiendo una breve reverencia a cada uno de los príncipes—. Es para mí un placer y un orgullo inmensos transmitiros mi felicitación personal y trasladaros la gratitud de toda la ciudad por vuestra victoria.
Imrik pensó en los más de seiscientos elfos que habían sido traídos de regreso metidos en féretros, pero no dijo nada; estaba seguro de que se les rendirían los honores que merecían a su debido tiempo.
—El consejo de ancianos ha decretado tres días de celebraciones —continuó Hethlian—. Por supuesto, vos seréis los invitados de honor.
—¿Nosotros? —inquirió Imrik. El canciller lo miró desconcertado.
—Será un honor para mis primos y para mí aceptar vuestra gentil invitación —respondió Thyrinor, colocándose al lado de Imrik—. Sin embargo, estamos exhaustos después del viaje de regreso a casa, y agradeceríamos un poco de tiempo para descansar antes de discutir los detalles del festejo.
Imrik se volvió a Thyrinor con una ceja enarcada y reprimió un suspiro. Sólo sus ojos, que arrojaban una mirada ligeramente suplicante, rompían la impasibilidad que se había instalado en el semblante de su primo. Luego devolvió la vista a Hethlian e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, con una sonrisa alentadora en los labios.
—Asistiremos —dijo Imrik. Hethlian sonrió e hizo otra reverencia. Abrió la boca para añadir algo, sin embargo, Imrik lo interrumpió cuando el canciller se disponía a emprender un nuevo monólogo—. ¿Alguna noticia de Ulthuan?
—¿Eh…? Sí. Han llegado varias caravanas vía Tor Alessi cargadas de mercancías y de noticias —respondió Hethlian, recuperando rápidamente la compostura—. Nada destacable, diría yo. El comercio marcha bien. Las colonias al oeste de Ulthuan siguen creciendo, si bien no con tanta pujanza como aquí, en Elthin Arvan. El príncipe Laetan de Cothique tuvo una hermosa hija en la primavera. Bel Shanaar asistió a la boda de… —La voz de Hethlian brotaba de su boca ante la mirada impertérrita de Imrik. El canciller concluyó con una breve sonrisa—. Como ya dije, nada destacable.
—¿Nada sobre Nagarythe? —insistió Imrik—. ¿Ni sobre su príncipe?
—No nos han llegado noticias de Malekith —respondió Hethlian—. Por lo que yo sé, las fronteras de Nagarythe siguen cerradas para el comercio y los visitantes. Sin embargo, hemos recibido varias delegaciones de Athel Toralien. Al parecer, su disposición a mantener contactos es mejor que la de sus hermanos de Ulthuan.
—¿Hay naggarothi en la ciudad? —preguntó Dorien.
—Unos cuantos, sí —respondió el canciller—. Simples comerciantes, os lo aseguro. Ya sabéis que sus vínculos con los enanos son mucho más estrechos que los nuestros, y la demanda en la ciudad de productos manufacturados por los enanos se encuentra en su punto álgido. La circulación de ese tipo de mercancías no es frecuente. ¿Supone eso algún problema?
—Lo supondrá como me tope con alguno de ellos —espetó Dorien—. Mantenlos alejados de la ciudadela; no queremos verlos fisgando por aquí.
Hethlian se quedó sin respuesta, y los cuatro elfos permanecieron en silencio unos segundos. Imnik lanzó una mirada de impaciencia a Dorien.
—Confío en que nuestras dependencias estarán en orden y en que habrá comida y vino a nuestra disposición —dijo Thyrinor.
—Así es. Lo encontraréis todo a vuestra entera satisfacción, altezas —respondió Hethlian, con una expresión de gratitud en el rostro—. Vuestros criados os esperan en vuestras respectivas cámaras. Si me permitís, no seguiré interponiéndome entre vos y sus cuidados.
El canciller hizo otra reverencia y se retiró prestamente por el vestíbulo, y, antes de desaparecer tras las cortinas que colgaban de una puerta en arco, lanzó una última mirada por encima del hombro a los príncipes. Imrik se dispuso a enfilar por el pasillo que conducía a sus aposentos reales, pero antes de que pudiera dar dos pasos se vio abordado por un criado ataviado con la librea real.
—¿Qué ocurre? —espetó Imrik al sirviente.
—El canciller mencionó que esta mañana llegó una carta de vuestro hermano, alteza —respondió el elfo, ofreciendo un sobre lacrado con el sello con la runa de Caledor.
—Cracias —dijo Imrik, cogiendo la carta—. ¿Algo más?
—Nada más, alteza —respondió el criado, apartándose del camino del príncipe.
Imrik continuó por el pasillo; las pisadas de sus botas retumbaban en los suelos de mármol. A su estela lo seguían Dorien y Thyrinor.
—Pareces más irascible aún de lo que es habitual en ti, primo —comentó Thyrinor, apretando el paso para no quedarse atrás—. ¿Qué te inquieta tanto?
—Los naggarothi —respondió Imrik.
—¡Al fin! —exclamó Dorien—. ¿No llevaba yo tiempo advirtiéndote sobré Nagarythe? Deberíamos vetarles la entrada en la ciudad.
—La ciudad no es lo que me preocupa —repuso Imrik, girando a la derecha para pasar bajo un arco ojival; una gruesa alfombra roja con rosas blancas y amarillas bordadas amortiguaba el ruido de sus pisadas.
—¿La carta es de Caledrian? —preguntó Thyrinor—. ¿Tienes alguna idea de qué puede tratarse?
—No —respondió Imnik—, pero cuando recibo una carta personal del señor de Caledor y no una remitida por su corte, presagio que debe contener malas noticias.
Se detuvieron frente a la puerta de doble hoja de los aposentos de Imrik. Dos criados abrieron las pálidas puertas de madera y se inclinaron al paso de Imrik, que entró sin acortar sus zancadas.
—Voy a mis aposentos a quitarme esta armadura —dijo Dorien, continuando por el pasillo con las paredes cubiertas de retratos.
Imrik respondió con un simple gesto de asentimiento con la cabeza sin siquiera mirar a su hermano. El personal de la casa del príncipe formaba en fila a lo largo de las paredes del foyer. Cuando Imnik pasó junto a su castellana, Elirithrin, ésta dio un paso adelante sosteniendo en las manos una bandejita de plata sobre la que descansaba un sobre.
—¿Deseáis leerla? —inquirió la castellana.
—Cracias —respondió Imrik, cogiendo la carta de la bandeja según pasaba—. Traedme vino y una fuente con comida fría al estudio.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Thyrinor, deteniéndose junto a Elirithrin—. Me refiero a que quería leer la carta.
—Por experiencia —respondió la castellana, haciendo una mueca de sorpresa—. Llevo doscientos treinta y ocho años sirviendo al príncipe, así que conozco sus prioridades.
—Sí, claro —repuso Thyrinor, que salió rápidamente detrás de Imrik y entró en el estudio con las paredes forradas de librerías en el mismo momento en el que su primo se sentaba tras un ampuloso escritorio.
En comparación con los gabinetes de otros nobles elfos, cuyas bibliotecas estaban atiborradas de obras de ficción y de poesía, de tratados filosóficos y de volúmenes sobre genealogía, las librerías de Imrik estaban prácticamente vacías. Una de ellas estaba a rebosar de rollos de pergamino con mapas de Ulthuan y Elthin Arvan, y otra, con tratados militares. Las dos librerías restantes exhibían un puñado escaso de elementos decorativos de lo más extraños y variados; entre ellos, el cráneo bañado en oro de un orco con diamantes en las cuencas oculares, una selección de dagas fabricadas tanto por elfos como por enanos, varios yelmos ornamentados para las ceremonias, y la escama plateada de un dragón del tamaño de una mano abierta fijada a una placa, y que al parecer había pertenecido a Indraugnir, la montura de Aenarion.
Imrik se puso en pie, se desabrochó la capa y la depositó con cuidado en el respaldo de su silla antes de volver a sentarse. De un cajón del escritorio sacó un abrecartas dorado con la forma de un arpón para cazar dragones, con la punta ancha y en forma de hoja de árbol. Inspeccionó el sello, comprobó con satisfacción que había llegado intacto a sus manos y abrió el sobre de un único rasgón con el abrecartas.
Mientras leía la carta y examinaba por encima la letra fluida de su hermano mayor, Imrik no prestó atención a Thyrinor, que rondaba por el borde del escritorio. La carta era breve y concisa. Caledrian había oído rumores cada vez más abundantes de disturbios en las fronteras de Nagarythe, y temía que las revueltas se extendieran a los reinos vecinos de Tiranoc, Ellyrion y Cracia, y que Bel Shanaar se negara a actuar. Pedía a Imrik que regresara a Ulthuan, con Dorien y con Thyrinor si quería, para representar a Caledor en el consejo del Rey Fénix.
Imrik pasó la carta a Thyrinor sin decir una palabra, se dejó caer contra el respaldo de la silla con los brazos cruzados y contempló a su primo mientras éste leía la carta con el ceño cada vez más fruncido.
—¿Vendrás conmigo? —inquirió Imrik cuando vio que Thyrinor llegaba al final de la carta.
—¿Cómo? —dijo Thyrinor, que releía algunos fragmentos—. No lo sé. ¿Te parece conveniente que regresemos todos?
—El príncipe de Caledor reclama mi presencia, y debo responderle —aseveró Imrik. Se inclinó hacia su primo apoyando una mano en la superficie del escritorio—. Me gustaría que me acompañaras.
—¿Quieres que te acompañe? —Thyrinor soltó una carcajada—. Siempre he pensado que la compañía que más te gusta es la tuya propia, primo, aunque te agradezco la invitación.
—No puedo ir solo a Tor Anroc —confesó Imrik, torciendo el gesto—. La vida cortesana me exasperará sobremanera.
—¿Por qué crees que te ha elegido Caledrian? —preguntó Thyrinor, acercándose a un sofá bajo que había delante de la estantería con mapas—. No es que seas la persona más diplomática del mundo…
—Tal vez ése sea el motivo —respondió Caledor, encogiéndose de hombros—. No entiendo por qué no va Caledrian personalmente. He de preguntárselo.
—Los preparativos para el viaje llevarán algún tiempo —dijo Thyrinor, dejando la carta sobre el brazo del sofá—. Ordenaré al personal que se ponga manos a la obra.
—¿A qué te refieres con los preparativos? —preguntó Imrik.
—Al viaje hasta Tor Alessi, a la reserva de los pasajes en un buque que se dirija a Ulthuan, en el transporte desde Lothern… Todo eso no se organiza solo.
—No necesitaremos nada de eso —dijo Imrik, con media sonrisa en los labios.
—¿No? —Thyrinor miró fijamente a su primo, y sus ojos fueron abriéndose cada vez más a medida que comprendía el significado del gesto sonriente de Imrik—. ¿Quieres hacer todo el viaje hasta Caledor en los dragones?
—Es más rápido —respondió Imrik—. No tiene sentido que perdamos el tiempo.
—¿Y qué pasa con el equipaje? ¿Con los criados? ¿Los llevaremos colgando de la panza de las bestias?
—Ellos pueden llegar después. —Imrik tamborileó con los dedos enguantados sobre el escritorio—. Bel Shanaar es célebre por el lujo que rodea la vida en su palacio; disfrutarás de todas las comodidades.
—Aún así, realizar todo el viaje a lomos de los dragones… —Thyrinor abrió las manos hacia su primo con gesto implorante—. ¿Por qué?
Imrik se levantó y dobló la capa sobre su brazo.
—Somos príncipes dragoneros —respondió, dándose golpecitos con el dedo en el peto de la armadura—. ¿Por qué ir por mar si podemos hacerlo por aire?