La casa te agobia. Michael ronca en el sofá. En tu cabeza resuenan todo tipo de revelaciones. Recorriste las líneas de polvo blanco sobre el espejo en busca del punto de convergencia en donde todo se ordenara según una clave universal. Por un momento te sentiste maravillosamente. Las cosas se aclaraban. Entonces se acabó la cocaína; aspiraste la última línea y te topaste con tu imagen reflejada, una cara de ojos dilatados y un billete enrollado de veinte dólares en la nariz. Tu propósito se desvirtuó, fuera cual fuere. Es imposible arreglarlo todo en una sola noche. Estás demasiado excitado como para seguir pensando y demasiado cansado como para dormir. Te aterra la idea de no despertar, si te acuestas.
El teléfono suena como una alarma estridente. Descuelgas al segundo timbrazo. A pesar del ruido y del críptico lenguaje reconoces la voz de Tad, que quiere encontrarse contigo en el Odeon. Hay una fiesta y se solicita tu presencia. Le dices que estarás ahí dentro de diez minutos.
Tapas a Michael con una manta y te pones una chaqueta. Tu cartera está casi vacía. Cierras con llave el apartamento y sales a la calle trotando. Insertas tu tarjeta de plástico en la puerta del cajero automático del Citibank de Sheridan Square y entras. La caseta parece una piscina iluminada. Un tipo con ropa militar de camuflaje está frente a la pantalla, como si fuera un juego de vídeo. Si no se da prisa, piensas, tendrás que matarlo.
Por fin se vuelve y resopla.
—¡Computadoras de mierda! Jamás conquistarán el mundo, a este paso. Ese cacharro no sirve para nada. No podría ni tomar Staten Island un domingo por la mañana. Prueba, si quieres. A lo mejor tienes suerte. —En su guerrera lleva una chapa que dice: NO COLOCADO TAN COMO ESTOY CREEN.
La habilidad de manejar el cajero automático que pueda tener tu compañero de unidad bancaria nocturna no te merece mucha confianza; todavía esperas obtener un poco de efectivo. Te acercas a la pantalla y lees el mensaje de bienvenida en inglés y español. La máquina te pregunta en cuál de los dos quieres realizar tu operación. Pulsas el botón que dice «inglés», pero no pasa nada. Vuelves a apretarlo. Pulsas todos los botones del aparato, que se limita a darte la bienvenida en dos idiomas. No eres la clase de persona que golpea las máquinas automáticas recalcitrantes. Pero esta vez te gustaría romper en mil pedazos la maldita pantalla. Aprietas con furia todos los botones, pateas la pared. Te vienen a la mente toda clase de tacos y maldiciones. Odias los bancos. Odias las máquinas. Odias a todos los idiotas que están en la calle.
Con tus últimos cinco dólares coges un taxi. Empiezas a sentirte mejor una vez que estás en movimiento.
Cuando llegas al Odeon, Tad está en la puerta con su amigo Jimmy Q, de Memphis. Afortunadamente, Jimmy tiene un cochazo. Subís los tres y Jimmy da la dirección al chófer. El Cadillac flota sobre la calle. Puedes determinar que os movéis por las luces fugaces que pasan por detrás de las ventanillas ahumadas. Algunas tienen halos difusos, otras esparcen fragmentos cristalinos en la noche.
El coche frena delante de un almacén. El estruendo de la fiesta es como un helicóptero que desciende sobre la calle. Estás ansioso por subir. Tamborileas con los dedos en la pared mientras esperáis el ascensor.
—Tranquilo, chico —dice Tad—. Estás a punto de estallar.
Le preguntas quién da la fiesta. Tad menciona el nombre de la heredera de un imperio de comida rápida.
Las puertas del ascensor se abren directamente a un salón enorme, del tamaño y la población de un estado del Medio Oeste. No hay paredes, tres de los lados son ventanales y el cuarto está ocupado por un espejo enorme. En un extremo hay una mesa con bebidas y el buffet, en el otro, cerca de Nueva Jersey, la pista de baile.
Mientras os servís, Tad te presenta a Stevie. Es rubia, muy alta, lleva una ceñida túnica negra y una chalina de seda blanca en el cuello.
—¿Quieres bailar? —dice Stevie.
—Cómo no.
La coges de la mano y te abres paso hacia la pista de baile, donde os sumáis a la confusión. Realizas tus contorsiones patentadas al ritmo de la voz de Elvis Costello. Stevie labra sinuosas figuras sin seguir el ritmo. La música es tan atronadora que impele todo lo que hay entre tus oídos por la columna vertebral hasta las terminaciones nerviosas más remotas.
Stevie apoya las manos en tus hombros y te besa. Luego se va un minuto al lavabo y vuelves junto a las bebidas. Tad está esperándote.
—¿Has visto a tu amiga?
—¿Quién?
—Tu supuestamente fallecida aún no exesposa.
Recorres el lugar con la mirada.
—¿Amanda?
—Justamente. El rostro que multiplicó las ventas de Bloomingdale’s.
—¿Dónde?
Tad te pone la mano en la nuca y apunta tu cabeza hacia un grupo que acaba de salir del ascensor. Está de perfil, a unos siete metros de distancia. Al principio sólo te resulta parecida a Amanda, pero de pronto se lleva una mano al hombro y empieza a juguetear con un mechón entre los dedos. Su agente no se cansaba de repetirle que así se estropearía el pelo. No hay duda, es ella.
Justo ahora, piensas.
Lleva unos pantalones de torero y una chaqueta plateada. A su lado ves a un tipo grandote mediterráneo con camisa de seda blanca, del que emana un aire de posesión. Mientras lo miras el tipo sonríe a Amanda y le pellizca el culo. Au contraire, Pierre. Abandono sexual. Parece tallado por Praxiteles en el 350 a. C. y retocado por la Paramount en 1947. Te preguntas si su físico es natural o adquirido. ¿Cómo reaccionaría si le arrancaras las orejas?
—¿Quién es el gorila? —pregunta Tad.
Coges una botella y te sirves una generosa cantidad de vodka.
—Será el afortunado Pierre.
—Lo he visto en algún lado.
—En la cubierta de Gentlemen’s Quarterly.
—No. En persona, quiero decir. —Tad mueve la cabeza, como si eso le estimulara la memoria—. En una fiesta, supongo. Fíjate en la cucharita de cocaína que cuelga en su velludo pecho.
—Qué importa.
—Pero, si lo vi, no estaba con Amanda. Con otra.
Stevie vuelve del lavabo y dice:
—Aquí está el rey del baile.
—Prepara tus espolones, amigo. La dama está acercándose —dice Tad y, al instante, Amanda está a tu lado. Es ella, no hay duda.
—Ciao, bello —dice y, antes de que puedas reaccionar, te besa en la mejilla.
¿Está loca? ¿Acaso no sabe que sólo desistes de estrangularla merced a un heroico esfuerzo de autocontrol?
Amanda besa a Tad con la misma frívola benevolencia. Tad le presenta a Stevie. No puedes creer lo que está pasando. Sólo falta alguien que diga: ¿No es una fiesta maravillosa?
—¿Ése es tu semental italiano? —dice Tad, señalando al grandote con la cabeza—. ¿O tu eunuco griego, o tu masajista francés?
—Se llama Odysseus. Es mi novio.
—Ah, el griego, entonces —dice Tad. Ojalá se callara, piensas.
Amanda te sonríe como si fueras un desconocido cuyo nombre no puede recordar. ¿Ni siquiera te insultará por haber irrumpido en su desfile de modas?
—¿Cómo va todo? —te dice. La miras, atento al menor destello de ironía o vergüenza en sus ojos azules.
—¿Cómo va todo? —dices, y te ríes. Ella también se ríe. Te das una palmada en el muslo. Quiere saber cómo va todo. Una pregunta muy graciosa. Hilarante. Amanda es graciosísima. Estás riéndote tanto que te ahogas. Stevie te palmea la espalda. Apenas recuperas el aliento empiezas a reírte con más fuerza. Amanda está alarmada. No sabe lo graciosa que puede llegar a ser. Quieres decírselo pero te resulta imposible hablar. Estás riendo a carcajadas. La gente te está dando palmaditas en la espalda. Es gracioso. La gente es graciosa. Todo es tan gracioso que podrías morirte de risa. No puedes respirar. No puedes ver, tampoco.
—Bebe poco a poco —dice Tad. Te sostiene la cabeza con una mano y con la otra te da de beber de un vaso de plástico—. Apártense un poco —dice a las caras que te rodean. No ves la de Amanda.
—¿Qué le pasa? —pregunta Stevie.
—Es epiléptico —dice Tad—. Yo me encargo; no es la primera vez que le pasa.
Stevie retrocede, comprensiblemente alarmada.
—No soy epiléptico —dices.
—No, solamente hemipléjico emocional.
—Es increíble —dices—. «Cómo va todo». ¿Puedes creerlo? —Y empiezas a reírte otra vez.
—No te excites. —Tad te deposita en una silla Mies van der Rohe—. Si eso te parece gracioso, espera a oír el resto.
—¿Qué?
—¿Recuerdas a Odysseus?
—Cómo olvidarlo.
—He recordado dónde lo había visto antes.
—Con la mano en el culo de Amanda.
—No, no. Escúchame. Tenemos una cuenta en la agencia, no hace falta que dé nombres. Pero la cuestión es que la tipa que maneja la empresa vive en Atlanta y viene un par de veces al año a Nueva York, para hacerse la cirugía y comer gratis en los mejores restaurantes, cortesía de la agencia. Naturalmente, exige compañía para sus veladas nocturnas. Y nosotros se la proporcionamos a través de un útil servicio llamado «Pida su escolta». Acompañantes masculinos, todo muy refinado. Y, en este caso, «acompañantes» es un término de desacostumbrada discreción. Hace un año pedimos un escolta y voilà Odysseus.
—No trates de animarme.
—Es absolutamente cierto. Tuve que acompañar a la vieja en sus paseos nocturnos y, por si te interesa saberlo, el Expreso Allagash descarriló sin remedio. La agencia pagó todos los servicios, que no incluyeron precisamente un recorrido por los museos.
Empiezas a reírte.
—Con cuidado —dice Tad. Pero no hay por qué preocuparse.
—Pida su escolta.
—Exactamente.
—Pida un acompañante follador.
—Eso es gracioso —dice Tad—. Odysseus, el semental.
—Así que Amanda encontró el número que necesitaba —dices, y te gustaría que resultara más gracioso.
Te gustaría que la risa te librara de tu cuerpo exhausto y te llevara lejos, muy lejos de aquí, por encima de los edificios, hasta que el espanto y el dolor se redujeran a un punto irreconocible entre las luces lejanas.
—No sé —dices—. En realidad, no me hace gracia. Me parece patético.
—No la compadezcas —dice Tad.
—¿Adónde fue Stevie?
—También tengo algo que contarte acerca de eso. Te aconsejo mantenerte a prudente distancia de Stevie.
—¿Por qué?
—Porque Stevie, alias Steve, acaba de operarse por tercera vez. Lo que son los milagros de la ciencia, ¿verdad?
—¿Pretendes que te crea?
—No te mentiría. Pregúntale a Jimmy, si no me crees. ¿Por qué crees que lleva esa chalina alrededor del cuello? Es imposible extirpar la nuez.
No puedes determinar si Tad habla en serio; no sería la primera vez que se burla de ti. Pero no te interesan los cromosomas de Stevie. Es demasiado tarde como para preocuparse por eso.
—Iba a avisarte, de todas maneras.
—Gracias —dices. Y te pones de pie.
—Despacio, amigo. —Tad te sostiene del brazo.
—Acabo de darme cuenta de algo.
—Qué.
—Que tú y Amanda haríais una excelente pareja.
—Supongo que eso significa que tú te quedarías con Odysseus.
—Basta, Tad.
Hay una serie de dormitorios al final de un pasillo. Los dos primeros están llenos de cocainómanos y serios conversadores. El tercero está vacío, y hay un teléfono junto a la cama. Sacas un número de la billetera.
—¿Qué hora es? —dice Vicky, una vez que te identificas—. ¿Dónde estás?
—Es tarde. Estoy en Nueva York. Solamente quería charlar un poco.
—Déjame adivinar. Estás con Tad.
—Estaba con Tad.
—Es un poco tarde para charlar. ¿Pasa algo malo?
—Quería avisarte que murió mi madre. —No pretendías ser tan brusco. Te estás precipitando.
—Dios mío —dice Vicky—. Lo siento. No sabía que… ¿Cuándo?
—Hace un año. —La Persona Desaparecida.
—¿Hace un año?
—No te lo había dicho antes y no quería ocultártelo. Me pareció importante.
—Lo siento mucho.
—Está bien. No es tan grave. Quiero decir que fue grave. —Te cuesta decir lo que pretendes—. Me hubiera gustado que la conocieras. Os hubierais llevado muy bien. Tenía el pelo como el tuyo. No solamente eso.
—No sé qué decir.
—Hay otra cosa que no te conté. Estuve casado. Fue un error, pero ya pasó. Quería que lo supieras, en caso de que eso signifique alguna diferencia para ti. Estoy borracho. ¿Prefieres que cuelgue?
En la breve pausa puedes oír el zumbido de la comunicación a larga distancia.
—No cuelgues —dice Vicky—. No sé qué decir; pero estoy aquí, de todos modos. Estoy algo confusa.
—Traté de sacármela de la cabeza. Pero creo que lo menos que puedo hacer por ella es no olvidarla.
—Espera. ¿De quién estás hablando?
—De mamá. Olvida a mi esposa. Estoy hablando de mi madre. Hoy me acordaba de que, cuando supo que tenía cáncer, nos dijo a Michael y a mí…
—¿Michael?
—Mi hermano. Nos hizo prometerle que, si el dolor se volvía insoportable, la ayudaríamos a… acabar con todo. Teníamos permiso médico para inyectarle morfina, de modo que ésa era una opción. Pero la cosa empeoró. Le pregunté qué hacer y ella me dijo que, cuando uno muere, tiene una responsabilidad hacia los vivos. Me impresionó que dijera eso, que sintiera eso. Y ahora se me ocurre que también los vivos tenemos una responsabilidad hacia los muertos. ¿Te parece que lo que digo tiene sentido?
—Supongo que sí. En realidad…
—¿Puedo llamarte mañana?
—Sí, por supuesto. ¿Estás seguro de que te encuentras bien?
Tu cerebro parece a punto de salirse de tu cráneo. Y tienes pavor de casi todo lo que te rodea.
—Estoy bien, no te preocupes.
—Trata de dormir un poco. Si no puedes, llámame.
La primera luz del día dibuja las torres del World Trade Center en una punta de la isla. Empiezas a caminar en sentido contrario. En las zonas de la calle donde se ha gastado el asfalto asoman los adoquines. Piensas que los zuecos de madera de los primeros colonos holandeses pisaron esta misma calle. Y, antes que ellos, los indios algonquinos acechaban silenciosamente su caza por aquí.
No sabes muy bien adónde vas. No te sientes capaz de volver a pie hasta tu casa. Caminas más rápido. Si el amanecer te pesca en la calle sufrirás una espantosa transformación química.
A los pocos minutos reparas en la sangre que hay en tus dedos. Te llevas la mano a la cara. Tienes sangre en la camisa también. Encuentras un pañuelo de papel en uno de los bolsillos de la chaqueta y te lo llevas a la nariz. Sigues caminando con la cabeza echada hacia atrás.
En la calle Canal te convences de que así nunca llegarás a destino. Buscas un taxi. Un mendigo duerme en la entrada de una tienda cerrada. Cuando pasas a su lado se incorpora y dice:
—Dios te bendiga y perdone todos tus pecados. —Te quedas esperando que pida algo de dinero, pero vuelve a su posición anterior.
Cuando llegas a la esquina los restos de tu sistema olfativo envían un mensaje a tu cerebro: pan recién hecho. En algún sitio están cociendo pan. Puedes olerlo a pesar de tu nariz sangrante. Ves un camión estacionado frente a un edificio de la otra manzana. Un tipo con los brazos tatuados carga bolsas de pan. Gracias a su trabajo de madrugada, las personas normales pueden comer pan tierno para desayunar. Las personas decentes que duermen por la noche y desayunan por la mañana. Son las primeras horas del domingo, si no te equivocas, y no has comido desde… ¿cuándo? El viernes por la noche. Cuando te acercas el aroma del pan te acaricia como una suave llovizna. Aspiras con toda tu fuerza, hasta llenarte los pulmones. Tienes lágrimas en los ojos y sientes una piedad y una ternura tales que debes apoyarte en un farol para no caer.
El olor del pan te recuerda aquella mañana en que llegaste a casa de tus padres desde la universidad. Habías conducido toda la noche y estabas ansioso por llegar. Cuando entraste, la cocina estaba invadida por el mismo aroma. Tu madre preguntó a qué se debía la visita. «Me entraron ganas de venir», dijiste y le preguntaste si estaba cociendo pan. «Parece que en la universidad te han enseñado a deducir», dijo ella. Y agregó que debía mantenerse ocupada, ahora que sus hijos se habían ido. Dijiste que tú no te habías ido realmente y te sentaste a la mesa de la cocina. Pronto se empezó a quemar el pan. Tu madre había intentado hacer pan casero dos veces, y las dos le había pasado lo mismo. Una de las cosas que te enorgullecían de ella era que jamás se hubiera sometido a la tiranía de la cocina, que tuviera otras cosas en la cabeza. Tu madre cortó dos rebanadas gruesas. La corteza estaba chamuscada pero la miga te pareció blanda y cálida.
Te acercas al tipo tatuado que carga el camión. Él deja caer una bolsa y te mira. Hay algo extraño en tu manera de caminar. Te preguntas si aún te sangra la nariz.
—Pan. —Eso es lo que dices, aunque intentaste pronunciar una frase más larga.
—¿Cómo lo sabes? —dice él. Ese hombre es fiel a su país y a su familia, que está esperándolo en algún lugar de la ciudad.
—¿Me puede dar un pan? Aunque sea un panecillo.
—¡Esfúmate!
—Se lo cambio por mis gafas —dices. Te las quitas y se las ofreces—. Ray-Ban. Perdí el estuche.
Él se las prueba, sacude la cabeza y se las quita. Pliega las patillas y las guarda en un bolsillo.
—Estás loco, amigo —dice. Sube al camión y arroja una bolsa de pan a tus pies.
Te agachas y, al abrir la bolsa, te envuelve el olor del pan caliente. Al primer bocado te atragantas y reprimes una arcada. Debes ir despacio. Debes aprenderlo todo de nuevo.