Turno de noche

Michael tiene hambre y tú tienes sed; le propones hacer una incursión y él acepta. Toda la gente de los barrios altos parece dirigirse a los barrios bajos dispuesta a disfrutar del sábado por la noche. Todos parecen tener diecisiete años, incansables. En Sheridan Square veis a un tipo harapiento arrancando los carteles pegados en las paredes. Los despega con las uñas, después tira de ellos y, una vez arrancados, los pisa.

—¿Qué le pasa? —pregunta Michael—. ¿Es cosa de política?

—No. Está cabreado, simplemente.

Entráis en el Lion’s Head, pasáis junto a los retratos de todos los escritores famosos que se emborracharon aquí y os sentáis en un reservado. James, negro y pelilargo, salta sobre la mesa. Es el gato de la casa.

—Amanda nunca me cayó bien, ¿sabes? —dice Michael—. Me parecía falsa. Sí algún día me la encuentro le arrancaré las entrañas.

Karen, la camarera, se acerca a la mesa. Se la presentas a Michael. Ella pregunta cómo va tu literatura. Pedís dos vodkas dobles. Os entrega dos menús y desaparece.

—Al principio no podía creer que me hubiera dejado —dices—. Ahora no puedo creer que estuviera casado con ella. Me acuerdo, por ejemplo, de lo fría y distante que estaba cuando nos enteramos de lo de mamá. Era como si le molestara que muriese.

—¿Te habrías casado con ella si mamá no hubiera enfermado?

Has conseguido evitar todo pensamiento relacionado con la muerte de tu madre; incluso negándola. En esa época ya vivías en Nueva York con Amanda y el matrimonio no era uno de tus más ansiados objetivos, aunque sí lo fuera para ella. Tenías tus dudas, relacionadas con aquello de «en la prosperidad y en la adversidad, hasta que la muerte os separe».

Entonces llegó el diagnóstico de la enfermedad de tu madre y todo cambió. Tu primer amor estaba a punto de partir y Amanda figuraba primera en la lista de espera. Tu madre nunca dijo que la haría feliz verte casado, pero estabas tan ansioso por complacerla que hubieras caminado sobre brasas, te hubieras cortado los brazos por ella… Querías verla feliz. Y ella quería verte feliz a ti. Es posible que hayas terminado por confundir lo que ella deseaba con lo que Amanda deseaba.

En un primer momento creíste que no serías capaz de sobrevivir a la muerte de tu madre. Por un lado sentías que tu deber era arrojarte a la pira funeraria, y por otro, estaba el deseo de tu madre de que no malgastaras el tiempo llorándola. Y no veías ninguna alternativa posible. Lo pensaste tanto que cuando sobrevino su muerte no supiste siquiera lo que sentías. Después del funeral eras un zombi que vagaba buscando señales de vida en los cuartos vacíos de tu alma. Te preguntabas cuándo arremetería el dolor, que empiezas a pensar te atacó nueve meses después, cuando la partida de Amanda.

Michael pide pastel de carne y te tiende el menú. Lo dejas a un lado. Habláis del pasado y del presente. Preguntas cómo están los mellizos, Peter (en Amherst) y Sean (en Bowdoin). Luego de contarle todo lo ocurrido en la revista, incluida la incursión nocturna con el hurón, le preguntas cómo va su trabajo. Michael restaura casas viejas. Dice que no se puede quejar, está remodelando un establo abandonado en New Hope.

—Voy a necesitar mano de obra temporal. Quizá te interese. Al menos para cambiar de aires por tres o cuatro semanas.

Le dices que lo pensarás. Te sorprende su propuesta. Siempre te ha considerado un inútil. Desde que tenía doce años es más grande que tú. Y ha desarrollado una ética del esfuerzo físico según la cual todos tus logros y aptitudes son altamente sospechosos.

Bebéis y charláis un buen rato y el efecto del alcohol atenúa las diferencias. Michael, Peter, Sean, tú y tu padre os enfrentaréis al mundo. No importa que hayáis recibido unos cuantos golpes últimamente, nadie podrá derrotaros. Ni esa puta de Amanda, ni los médicos que fueron incapaces de salvar la vida de tu madre, ni Clara Tillinghast, ni el cura que, frente al lecho de muerte de tu madre, dijo: «He asistido a muertes de cáncer conmovedoras».

Después de unos cuantos tragos, Michael dice: «Necesito un poco de aire».

En el camino de vuelta pasáis por casa de un amigo, que casualmente tiene medio gramo de cocaína al irrisorio precio de sesenta dólares. Crees que ya has superado el vicio. Sólo quieres celebrarlo. Estás un poco borracho y no quieres perder impulso.

—Debiste contárnoslo todo —dice Michael, desde el sofá—. ¿Para qué está la familia, si no? —Golpea enfáticamente la mesa—. ¿Para qué?

—No lo sé. ¿Quieres hacer unas líneas?

Michael se encoge de hombros.

—¿Por qué no? —Te mira descolgar el espejo de la pared y dice—: Lo que me resultó más duro fue que no podía dejar de imaginarme a mamá tal como estaba al final, débil y consumida. Pero ahora conservo otra imagen de ella: de una vez que volví a casa cuando tú ya estabas en la universidad. La vi recogiendo las hojas del jardín con un rastrillo. Era en octubre, creo, y tenía puesto tu viejo anorak de esquí, que le quedaba enorme. —Cuando lo miras tiene los ojos cerrados y crees que se ha dormido. Pones un poco de cocaína en el espejo. Michael abre los ojos—. Me acuerdo incluso del aroma que había en el aire, de las hojas caídas en el pelo de mamá, del aspecto del lago detrás de ella. Así la recuerdo. Recogiendo hojas caídas, con tu anorak de esquí.

—Me gusta esa imagen —dices. Puedes imaginártela. Tu madre usó ese anorak durante años, cuando terminaste la secundaria y archivaste en un ropero todo lo que te traía recuerdos de esa época. Nunca lo habías pensado antes, pero te gusta esa imagen.

Haces ocho líneas. Michael esnifa un par. Le das una palmada en el hombro y murmuras su nombre.

Él se deja caer sobre los almohadones. Tú esnifas dos líneas y te sientas en una silla. Hace exactamente un año pasaste toda la noche junto a la cama de tu madre.

Cuando llegaste a Massachusetts, tres días antes de que muriera tu madre, y viste su estado, creíste que te desmayarías. Incluso su sonrisa había cambiado. Después de varios meses de infructuosos esfuerzos, los médicos admitieron que no había nada que hacer y le permitieron quedarse en casa, si la familia se comprometía a atenderla en todo momento. Cuando llegaste, Michael y tu padre estaban exhaustos; habían hecho turnos de doce horas seguidas junto a tu madre durante la última semana. En los tres días siguientes te encargaste del turno de medianoche hasta las ocho de la mañana. Debías darle la inyección de morfina cada cuatro horas y atenderla lo mejor posible.

A pesar de que Michael te había prevenido, apenas la viste quisiste huir. Pero pasó el horror, y te alegraba poder hacer algo por ella, estar a su lado. Si no hubiera sido por esas horas, no la habrías conocido verdaderamente. Como ella no podía dormir, os pasabais la noche charlando.

—¿Has probado la cocaína alguna vez? —te preguntó la última noche.

No sabías qué decir. Era una pregunta extraña, para una madre. Pero estaba muriéndose. Dijiste que la habías probado, algunas veces.

—Es buena —dijo ella—. Cuando aún podía tragar me daban cocaína con morfina. Para evitar la depresión. Me gustó.

Tu madre, que no había fumado en su vida, que se emborrachaba con una copa de vino. Te dijo que la morfina reducía el dolor pero la atontaba demasiado. Y prefería estar lúcida, saber lo que pasaba. Después te dijo:

—¿Necesitan los jóvenes tener relaciones sexuales?

Le preguntaste qué quería decir con «necesitar».

—Ya sabes. Es algo que nunca me atreví a preguntar. No me queda mucho tiempo y hay montones de cosas que me intrigan. De chica me metieron en la cabeza la idea de que las relaciones sexuales eran el precio que debía pagar toda mujer casada. Me llevó mucho tiempo superar esa idea arcaica. Y me sentí engañada.

Siempre habías creído que tu madre era una auténtica puritana.

—¿Te has acostado con muchas chicas?

—Mamá, por favor.

—¿Qué hay de malo? Me habría gustado enterarme antes de estar a punto de morir. Hubiéramos podido conocernos mucho mejor. Hay tantas cosas que no sabemos…

—Está bien. Me acosté con varias.

—¿De verdad? —dijo y levantó la cabeza de la almohada.

—Mamá, no voy a entrar en detalles.

—¿Por qué no?

—No lo sé; me da vergüenza.

—Ojalá la gente no perdiera el tiempo avergonzándose. Vamos, cuéntame.

Al poco rato perdiste conciencia de su debilitado aspecto y empezaste a verla joven, más joven de lo que la hubieras visto nunca. Su rostro enjuto era una ilusión. Tu madre era una mujer joven.

—¿Te gusta hacerlo?

—Sí. Sí, me gusta.

—¿Te has acostado con chicas que no amabas? ¿Es diferente cuando estás enamorado?

—Mucho mejor.

—¿Te acostaste con Sally Keegan?

Sally Keegan era tu novia en el instituto.

—Una vez.

—Me lo imaginaba. —Le alegró verificar su intuición—. ¿Y con Stephanie Bates?

Más tarde, dijo:

—¿Eres feliz con Amanda?

—Sí, creo que sí.

—¿Para el resto de tu vida?

—Eso espero.

—Yo he tenido suerte —dijo tu madre—. Tu padre y yo sí que hemos sido felices. Pero no creas que siempre fue fácil. Una vez estuve a punto de abandonarle.

—¿De veras?

—Éramos humanos. —Ahuecó la almohada e hizo una mueca—. Inconscientes. —Sonrió.

Su candor era contagioso. Te remontaste a la infancia y trataste de explicarle, en lo posible, las dificultades que te causaba ser como eras. Describiste la sensación de estar siempre en el lugar equivocado, de contemplarte como a un extraño y pensar si a los demás les pasaba lo mismo. La sensación de que todos los demás parecían tener una idea más concreta de lo que pretendían y no se preocupaban demasiado de los porqués. Le contaste tu primer día de clase, cómo llorabas y te aferrabas a ella. Incluso recordabas la aspereza del tejido de su falda contra tu mejilla. Ella te había enviado a la parada del autobús escolar —aquí te interrumpió para explicarte que se sentía tan infeliz como tú—. Pero te escondiste detrás de los árboles hasta que viste pasar el autobús, regresaste y dijiste que lo habías perdido. Te llevó en coche a la escuela; entraste en tu clase una hora tarde. Todos te vieron entregar la notita de tu madre a la maestra y todos te oyeron explicar que habías perdido el autobús. Cuando al fin te sentaste en tu pupitre comprendiste que jamás recuperarías el tiempo perdido.

Entonces ella te contó que estaba perfectamente al tanto del truco del termómetro en el agua caliente, pero simulaba creer que estabas enfermo cada vez que parecías necesitarlo.

—Eras terrible. Caprichoso y gritón. —Y cerró los ojos con fuerza. Por un segundo creíste que aún oía tus berridos. Le preguntaste si quería que le inyectaras un poco de morfina, pero dijo que aún no. Quería seguir charlando, estar lúcida.

Por la ventana entraba una luz grisácea. En las otras habitaciones dormían tu padre, tus tres hermanos y la tía Nora. Amanda estaba en Nueva York.

—¿Era peor que Michael y los mellizos?

—Mucho peor —dijo ella y sonrió, como si eso fuera una gran distinción—. Muchísimo peor. —Su sonrisa se convirtió en un rictus de dolor y sus dedos retorcieron las sábanas.

Le rogaste que te permitiera darle la morfina. Pero pronto pasó el espasmo y notaste cómo se relajaba.

—Todavía no —dijo.

Te contó lo insoportable que eras de niño: siempre vomitando, mordías, llorabas toda la noche.

—¿Aún te cuesta dormir? Había noches en que teníamos que pasearte en coche para que te durmieras. —Parecía satisfecha—. Eras una criatura muy particular. —Volvió a cerrar los ojos y gimió—. Dame la mano —dijo. Le cogiste la mano y te la apretó con más fuerza de la que esperabas—. Este dolor.

—Mamá, por favor, déjame darte la morfina.

No podías soportar verla sufrir un segundo más, te sentías a punto de desmayarte. Pero ella dijo que esperaras un poco.

—¿Sabes cómo es? —te dijo—. ¿El dolor?

Negaste con la cabeza. Ella se quedó un rato en silencio. Fuera oíste piar los primeros pájaros.

—Como cuando naciste. Suena absurdo, pero es exactamente igual.

—¿Tanto te dolió?

—Fue horrible —dijo—. No querías salir. Creí que no sobreviviría. —Aspiró con los dientes apretados y te agarró la mano muy fuerte—. ¿Comprendes ahora por qué te quiero tanto?

No estabas seguro de haber oído bien, pero su voz era tan débil que no te atreviste a interrumpirla. Sostuviste su mano y la miraste a los ojos. Pestañeaba, parecía que estaba a punto de dormirse. Fuera cantaban los pájaros. Jamás habías oído tantos pájaros juntos.

Al cabo de un rato pareció volver en sí. Describió una mañana en un piso encima de un garaje de Manchester, Nueva Hampshire.

—Estaba frente al espejo, mirándome como si jamás hubiera visto mi cara. —Tuviste que acercarte para poder oírla—. Era tan extraño… Sabía que había pasado algo, pero no entendía qué era.

Tenía los ojos entreabiertos, pero comprendiste que ya no te miraba. La claridad del amanecer se insinuaba por la ventana.

—Papá —dijo—. ¿Qué haces ahí?

—¿Mamá?

Permaneció un rato en silencio y, de pronto, abrió totalmente los ojos. La presión de su mano se atenuó.