Te despiertas con un gato encima. Estás en un sofá, arropado con una manta. Después de unos instantes reconoces el apartamento de Megan. La cama está hecha. El reloj de la mesilla de noche marca las 11.13. De la mañana, a juzgar por la luz del sol. Lo último que recuerdas es un arrebato amoroso con Megan, en algún momento de la noche, presumiblemente fallido. Tienes la impresión de que quedaste en ridículo.
Te sorprende el increíble pijama que tienes puesto. Vas a la cocina y encuentras una nota sobre la mesa: «Hay huevos, pan y zumo de naranja en la nevera. Tu ropa está colgada en el baño. Te llamaré más tarde. Besos. Megan».
Al menos no te odia. Quizá no hiciste un papel tan vergonzoso. Mejor no pensar en ello. Encuentras tu ropa en el baño, seca y como recién planchada. El gato atigrado sube al lavabo y frota su cabeza contra tus piernas mientras te vistes.
Deberías dejarle una nota a Meg. En el living ves un lápiz y un block de hojas cuadradas en cuyo margen superior dice MEMO en letras mayúsculas.
«Querida Meg: gracias por la cama y por lavarme la ropa. La cena estuvo deliciosa». Y ahora qué. ¿Deberías reconocer tu lamentable conducta? «Creo que me dormí un poco pronto». La cuestión es qué hiciste antes de quedarte dormido. Y qué hiciste después. Lo que necesitas es una excusa que cubra todas las posibilidades. «Disculpa mi escasa caballerosidad después de la cena. Te llamaré uno de estos días, para almorzar o tomar algo».
Arrancas la hoja, la rompes y escribes lo siguiente:
Querida Megan:
Perdón. Ya sé que siempre estoy diciendo lo mismo, pero esta vez va en serio.
Gracias por todo.
Cuando llegas a casa está sonando el teléfono. Lo coges con cautela. Es Richard Fox, el periodista. Dice que se enteró de tu despido de la revista. Y te comenta que leyó una crítica tuya que se publicó en el Village Voice hace tiempo. Nadie lee las críticas de libros en el Voice; pero admiras la eficacia de los ayudantes de Fox para rastrear tus antecedentes. Agrega que hay una vacante en la editorial Harper y que él conoce a uno de los directivos. Es muy amable. No se mostró tan amistoso cuando fuiste a saludarlo en la presentación de su último libro.
—Conocí a Clara Tillinghast hace un par de semanas —dice—. Pienso que nadie con un mínimo de dignidad sería capaz de soportarla durante mucho tiempo. Mis informantes me han contado que la tomó contigo desde el primer momento.
—No le caí muy simpático —dices.
—Por lo que he oído es una hija de puta.
—Es un tanque Sherman, pero sería bastante delicado verificar esa aseveración.
—Supongo que ya sabes que estoy escribiendo algo sobre la revista.
—¿De verdad?
—Y me parece que podrías proporcionarme algunos datos interesantes. Ya sabes; anécdotas, opiniones de la gente de la redacción.
—¿Incluso opiniones indecentes?
—Lo que sea.
Una cucaracha está trepando por la pared frente al teléfono. No sabes si aplastarla o perdonarle la vida.
—Era sólo un empleado más. No creo que mis opiniones tengan mucho interés.
—Pues yo tengo la teoría de que los empleados gozan, por lo general, de una visión privilegiada de sus patrones.
—Es un lugar bastante aburrido —dices. Todos los chismes y demás asuntos de la oficina te resultan lejanos y escasamente atractivos.
—¿Qué les debes? Te echaron de una patada en el culo, ¿no es cierto?
—Todo este asunto me aburre.
—Comamos juntos; quizá surja algo interesante de la charla. ¿Qué te parece hoy a la una y media en el Russian Tea Room?
Le dices que es muy improbable que surja algo interesante, al menos de vuestra parte. Tu información es escasa y confusa. Todo lo que creías saber resultó equivocado. Dices que eres una fuente muy poco fiable. El apela al derecho que el público tiene de saber, a tu deseo de revancha. Por fin te da su número de teléfono, por si cambias de opinión. No lo anotas.
Más tarde sales a comer y compras el Post. Son casi las dos de la tarde. Te preguntas por enésima vez por qué todas las cafeterías de la ciudad tienen dueños griegos. Las tazas y los platos tienen grabados de figuras clásicas griegas semidesnudas.
Abres el diario sobre el mostrador y te enteras de que el Bebé Coma nació seis semanas antes de término en una cesárea de emergencia y que Mamá Coma murió en el quirófano.
Cuando doblas la esquina de la calle Doce con la Séptima Avenida, ves a alguien sentado en los escalones de entrada de tu casa. Se parece extraordinariamente a tu hermano Michael. Mierda. Te frenas en seco. Es Michael. ¿Qué está haciendo aquí? Debería estar en Massachusetts. No tiene nada que hacer en la ciudad.
Él te ve, se levanta y viene a tu encuentro. Inmediatamente das media vuelta y corres hacia la entrada del metro, a mitad de manzana. Bajas los escalones, de dos en dos, sorteando a los zombis que suben. En el andén hay un tren con las puertas abiertas, listo para salir. Evitas la fila frente a la ventanilla y saltas los molinetes. Oyes una voz metálica por el altavoz encima de la ventanilla: «¡Deténgase!». Consigues entrar en el momento en que se cierran las puertas del vagón. La gente te mira. Cuando el tren arranca vuelven a sus problemas y a la lectura del Post.
Al mirar por la sucia ventanilla ves a Michael, detrás de la hilera de molinetes, y te alejas de la ventana. No quieres verlo. No es un mal tipo, pero te sientes culpable por todo. Es posible que en este mismo instante un policía te esté buscando, vagón por vagón.
Te sientas y te dejas aturdir por el estrépito del tren. Cierras los ojos. Al poco rato el traqueteo ya no atruena en tus oídos y el vaivén del vagón no te molesta. Podrías quedarte dormido.
Abres los ojos y lees los anuncios, ¡ESTUDIE UNA NUEVA CARRERA! ¡GANE CON WINGO! APRENDA A PEINARSE COMO UNA MODELO.
Te bajas en la Cincuenta y subes las escaleras hasta la calle. Mientras caminas sientes el brusco cambio de temperatura entre las zonas de sombra junto a los enormes edificios y las breves franjas de la calle que reciben la luz del sol. Te detienes en la esquina de la Quinta Avenida. Cruzas la calle, hacia Saks. Te diriges directamente al tercer escaparate empezando por la esquina.
El maniquí de Amanda ya no está. Vuelves a contar los escaparates. En su lugar han colocado uno con peluca acrílica marrón y nariz respingona. Recorres todos los escaparates de Saks, miras todos los maniquíes. Por un momento te parece reconocerla en la calle Cincuenta, pero la cara es demasiado angulosa y la nariz es diferente.
Has venido hasta Saks con el propósito de demostrarte que la imagen de Amanda ya no ejerce ninguna influencia sobre ti, pero el hecho de no encontrarla ha complicado las cosas. ¿Qué significa? Llegas a la conclusión de que ha desaparecido porque ya la has olvidado y consideras que es una buena señal.
En la Avenida Madison pasas junto a un edificio en construcción, rodeado de una tapia de madera cubierta de carteles de estrellas de rock y fotos de Mary O’Brien McCann. Treinta pisos más arriba, una viga solitaria cuelga del brazo de una grúa. Desde la acera la viga parece de juguete, pero hace unos meses leíste que un peatón murió en este lugar aplastado por una que le cayó encima, LA MUERTE CAÍDA DEL CIELO, lo tituló el Post.
En la entrada de Helmsley Palace hay una muchedumbre de curiosos y fotógrafos. Una mujer con una credencial en la solapa les pide que circulen. «Primer plano», dice alguien. Los miembros del equipo de filmación se sienten importantes. En la parada del autobús, un chico con una camiseta que dice Escuela María Santísima baja el volumen de su casete y te pregunta:
—¿Quiénes son?
Te encoges de hombros. Él sube el volumen nuevamente.
Datos simples y concretos,
Datos breves y discretos,
Datos, y las opiniones fenecen.
Datos, que jamás me obedecen.
Sigues caminando y piensas brevemente en la Chica Desaparecida, en lo afortunada que es. Más adelante ves la mole del Plaza, que se alza blanquecina a la luz del sol, como un templo del lujo. Cuando llegaste a Nueva York con Amanda pasasteis una noche allí. Hubieras podido pedir alojamiento a algún amigo, pero preferías pasar la primera noche en el Plaza. Cuando bajasteis del taxi, junto a la célebre fuente, fue como si asistierais al estreno de una película que narraba vuestras vidas. En las escaleras os saludó un portero uniformado. En el salón Palm Court estaba tocando un cuarteto de cuerda. La habitación del décimo piso era pequeña y daba a un patio interior, pero a pesar de ello sentisteis que la ciudad estaba a vuestros pies. Las limusinas que se detenían a la entrada del hotel parecían carrozas y te dijiste que algún día habría una esperándote en ese mismo lugar. Hoy te parecen coches fúnebres y te resulta increíble que soñaras con algo tan superficial.
Tipos como tú son los que definen el perfil del consumidor: creyentes del Sueño Americano. «Si pasa su luna de miel en el Plaza, ¿no es lógico pedir el mejor whisky y alquilar una limusina para ir al teatro?».
Ya habías estado ahí una vez, muchos años antes, con tu familia, entre dos traslados laborales de tu padre. Tú y Michael os pasasteis el día subiendo y bajando en los ascensores. Al día siguiente debíais embarcaros en el Queen Elizabeth rumbo a Inglaterra. Cuando le dijiste a Michael que en Inglaterra no existían los cubiertos y que la gente comía con las manos, se puso a llorar. No quería ir a Inglaterra, no quería comer con las manos. Le dijiste que no se preocupara. Esa noche robasteis unos cubiertos de plata del carrito del servicio de habitaciones del hotel y los escondisteis en las maletas. Michael preguntó si tampoco había vasos en Inglaterra; robasteis algunos, por si acaso. En la aduana de Liverpool se puso a llorar otra vez. No quería que le cortaran las manos. Le habías contado que en Inglaterra imponían terribles castigos a los contrabandistas.
Hace dos años pasabas un fin de semana en casa de tus padres y encontraste una cuchara de plata con el monograma del Plaza en el cajón de los cubiertos.
Cruzas la Quinta Avenida hacia Central Park. En los escalones del Metropolitan hay un mimo con la cara maquillada, rodeado de gente. Cuando pasas a su lado oyes risas; el mimo está imitando tu manera de caminar. Al verse descubierto se saca el sombrero y te dedica una reverencia. Le das una moneda de veinticinco centavos y le devuelves el saludo.
En la ventanilla dices a la empleada que eres estudiante. Ella te pide la credencial y alegas haberla olvidado. De todos modos, te cobra tarifa estudiantil.
Te diriges al ala egipcia del museo. Caminas entre obeliscos, sarcófagos y momias. Es el único salón del Metropolitan que conoces. Hay todo tipo de momias, algunas parcialmente desenvueltas para mostrar el aspecto de los cadáveres embalsamados. También hay gatos y perros momificados y una criatura recién nacida, eternizada en su envoltura mortuoria.
A la salida del museo vas al apartamento de Tad, en Lexington. Son algo más de las seis. Llamas al portero automático y nadie contesta. Decides ir a tomar algo y volver dentro de un rato. A los pocos minutos estás en pleno paraíso de los bares de solteros, en la Primera Avenida. Entras en uno lleno de gente y consigues que te sirvan una copa. Es la hora punta y el lugar está lleno de abogados inescrupulosos y secretarias ambiciosas. Las mujeres han gastado una pequeña fortuna en maquillaje y los tipos en cadenas de oro. Algunos llevan crucifijos o estrellas de David y otros cucharitas colgando del cuello; los primeros se confían a su dios para conseguir compañera de cama, los segundos a la cocaína. Alguien debería hacer una encuesta sobre los porcentajes de éxito y publicarla en el New York.
Estás sentado junto a una chica con el pelo rizado que huele a madreselva. De vez en cuando, mientras charla con su amiga, te dedica breves miraditas. No tiene más que diecisiete años. Se ha pintado dos rayas oscuras debajo de los ojos para realzar los pómulos. Ya sabes lo que va a pasar, es una simple cuestión de tiempo. Y te preocupa tu reacción. Pides otra copa.
—Perdona —te dice la chica—. ¿No sabes dónde se puede conseguir un poco de cocaína?
—Ni idea.
—Nosotros sí: Lo que pasa es que no nos llega la pasta para un gramo. ¿Quieres poner algo? Mientras tanto, te puedo pasar unas anfetas.
No estás tan desesperado, piensas. Aún te queda algo de dignidad.
Te despiertan las voces de Elmer Gruñón y del Pato Lucas. «¡Te mataré!», grita Elmer. Te sientes víctima de asesinato. Después ves a una chica de pelo rizado y ojos saltones acostada a tu lado. Te preguntas si has cometido una violación.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —dice ella—. Absolutamente nada. La aventura de mi vida. Conozco a un tipo en un bar, me lo traigo a la cama y se queda dormido como un tronco.
El informe de lo ocurrido te alivia un poco el dolor de cabeza. Te encuentras en una cama extraña, frente a una televisión encendida. Dibujos animados en la pantalla. Al menos, no estás completamente desnudo.
—Menos mal que no vomitaste.
—Toca madera.
—Más te vale no…
—¿Dónde estamos?
—En mi asquerosa casa.
—¿Y dónde queda eso?
—En Queens.
—Es una broma.
—¿Te parece gracioso? —dice ella, y su expresión se suaviza. Te acaricia la frente—. ¿Quieres probar de nuevo?
—¿Qué hora es? Se me ha hecho tarde. Tengo que ir a trabajar.
—Para el carro; es sábado.
—Trabajo los sábados. —Te incorporas y te zafas de su mano. Sientes un terrible dolor generalizado. En la pantalla, el Coyote está preparando una trampa para atrapar al Correcaminos. En las paredes hay fotos de gatitos y de estrellas de rock. Oyes voces al otro lado de la puerta.
—¿Quién está ahí? —preguntas.
La chica está poniendo un disco.
—Mis padres —dice.
Llegas a Manhattan a las dos de la tarde, agotado como si hubieras atravesado océanos y montañas. Los padres de la chica estaban mirando la televisión cuando por fin tuviste coraje para salir de su cuarto. Ni siquiera repararon en ti.
Jamás te alegró tanto llegar a tu apartamento. Abres la nevera en busca de líquidos. La leche está cortada. Te tiras en el sofá y al rato te despierta el portero automático.
Preguntas quién es. Una voz masculina dice: «Paquete postal». Quizá alguna alma generosa te envía un corazón de repuesto. La voz suena como sofocada por un pañuelo. ¿Dónde mierda está el portero? ¿Los carteros trabajan los sábados? Qué importa. Aprietas el botón y vuelves al sofá. Pronto suena el timbre. Miras quién es por la mirilla. Michael está en medio del hall, considerablemente reducido de tamaño pero igualmente amenazador. Decides huir por la escalera de incendios. El golpea la puerta con el puño. Por la mirilla su mano parece una criatura monstruosa. Si no haces ruido puede que se vaya. Vuelve a golpear, con más fuerza.
Abres. Tu hermano parece más grande que el marco de la puerta.
—Michael —dices, y al cruzarte con sus ojos recibes una mirada implacable. Bajas la cabeza y descubres que Michael lleva auténticas botas de trabajo.
Dejas la puerta abierta y vuelves al living. Él no se mueve. Luego cierra de un portazo y te mira. Estás acostado en el sofá.
—Siéntate —dices. Él se queda de pie, a poca distancia del sofá. No es justo, piensas; esa posición destaca más la diferencia de altura que hay entre los dos.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? —Crece por segundos. Te encoges de hombros—. Hace una semana que intento localizarte. Te he llamado a la oficina y aquí un millón de veces, por lo menos.
—¿Cuándo llegaste? —preguntas.
—Entonces cojo el maldito autobús, vengo a Nueva York y me siento a esperarte en la puerta de tu casa, y cuando me ves sales disparado.
—Te confundí con otra persona.
—No seas imbécil. Te dejé mil mensajes en tu oficina. Y cuando estuve por allí hoy me dijeron que ya no trabajabas para ellos. ¿Qué coño pasa? —Tiene los puños apretados. Ni que fuese él quien había perdido su trabajo.
—¿Para qué querías verme?
—No quería verte. Por mí puedes hundirte en cocaína o en la mierda en que estés metido. Pero papá estaba preocupado por ti y yo estaba preocupado por él.
—¿Cómo está papá?
—¿Acaso te importa?
Siempre pensaste que Michael sería un fiscal excelente. Tiene una notable concepción de la culpa humana y un olfato infalible para toda evidencia circunstancial. A pesar de que es un año menor que tú, ha asumido el papel de hermano mayor. Y se toma todos tus deslices y flaquezas como afrentas personales.
—Papá está en California, trabajando. Por lo menos estaba ahí anoche. Me pidió que te llamara para que fueras a casa el fin de semana. Y, como no contestabas a mis llamadas, vine a la ciudad. Para llevarte, aunque sea a la fuerza.
—Ya veo.
—¿Dónde está tu coche? —pregunta.
—Hubo un pequeño problema. Se lo presté a un amigo y lo destrozó.
—¿Dejaste que un tipo te destrozara el coche?
—En realidad, le dije que sólo le hiciera un par de abolladuras. Pero se entusiasmó.
Michael sacude la cabeza y suspira. Ya se ha acostumbrado a no esperar nada bueno de ti. Por fin se sienta; buena señal. Mira el apartamento, que todavía no conocía, y vuelve a sacudir la cabeza ante el desorden.
—Mañana es el aniversario —dice—, por si lo habías olvidado. Vamos a arrojar las cenizas al lago. Papá quiere que estés allí.
Asientes. Sabías que se acercaba este momento. No has estado muy atento al calendario estos últimos tiempos, pero sabías que se estaba acercando la fecha. Cierras los ojos y dejas caer la cabeza contra el sofá. Te rindes.
—¿Dónde está Amanda? —pregunta Michael.
—¿Amanda? —Abres los ojos.
—Tu esposa. Alta, rubia, esbelta.
—Salió de compras.
Por una eternidad permanecéis en silencio. Piensas en tu madre. Tratas de acordarte de su aspecto antes de que enfermara.
—Has olvidado completamente a mamá, ¿no es verdad?
—No empieces con tus sermones.
—Y a papá. Me dijo que no lo has ido a ver desde Navidad.
—Por qué no te callas.
—Claro. Nunca tuviste que esforzarte y no vas a empezar ahora; siempre tuviste lo que quisiste. Chicas, becas, un trabajo envidiable; todo servido en bandeja, ¿no es cierto? No te hizo falta ni buscarlo. Y mamá y papá no ocupan precisamente un lugar muy alto en tu escala de valores. A fin de cuentas, sólo te dieron lo que merecías: todo.
—Debe de ser espantoso cargar con esa omnisciencia. ¿No te cansas nunca, Michael?
—El Muchacho Maravilla que irrumpió en casa procedente de Nueva York como un maldito caballero andante, con su coche deportivo inglés, justo a tiempo para asistir al dramático finale de mamá. Como si se tratara de una fiesta de mierda a la cual no hay que llegar demasiado temprano.
—Cállate.
—No me digas que me calle.
—¿Y qué te parecería si te hiciera callar?
Te pones de pie. Michael también.
—Me voy —dices y te diriges a la puerta. Apenas consigues ver el camino. Tienes los ojos empañados. Chocas contra una silla.
—No vas a ningún lado —dice Michael y te agarra del brazo cuando estás a punto de abrir la puerta.
Te sueltas con violencia. Él te empuja contra la puerta y tu cara se golpea contra el marco. Te tiene atrapado. Le das un codazo en la barriga y te zafas. Te giras y lo golpeas en la cara con toda tu fuerza. Le has pegado con la mano que te mordió el hurón, y te duele una barbaridad. Caes de espaldas al suelo.
Te levantas como puedes y miras en qué estado ha quedado Michael. Aún está de pie. Alcanzas a pensar: «Va a pegarme».
Cuando abres los ojos estás nuevamente en el sofá. Tu cabeza parece a punto de estallar en mil pedazos. Sientes que el epicentro del dolor está situado exactamente debajo de tu sien izquierda. Michael sale de la cocina. Tiene un pañuelo de papel contra la nariz. Manchado de sangre.
—¿Estás bien? —preguntas.
Él asiente.
—El grifo de la cocina gotea muchísimo.
—Amanda no ha salido de compras —dices—. Se fue.
—¿Qué?
—Me llamó desde París y dijo que no pensaba volver.
Michael te mira largamente, como si quisiera asegurarse de que no le mientes. Después se echa atrás en su silla y suspira.
—No sé qué decir —dice. Sacude la cabeza—. ¡Mierda! Perdón. Perdóname. —Se levanta y se sienta a tu lado en el sofá—. ¿Estás bien?
—Echo de menos a mamá —dices.