Pasta y simpatía

Al atardecer vuelves a la escena del crimen a recoger tus cosas. La revista ha entrado en prensa esta mañana y supones que todos se habrán ido a sus casas. Te sientes raro, como un infiel que penetra en un templo. La resaca del Waldorf no contribuye precisamente a mejorar tu estado de ánimo.

La primera persona que ves al bajar en el piso veintinueve es el Fantasma. Las puertas del ascensor se cierran a tu espalda.

El Fantasma está en el medio de la recepción, con la cabeza inclinada hacia un lado como un petirrojo en busca de gusanos. Te saluda.

Lo primero que se te ocurre es huir. Tu mera presencia allí te avergüenza, especialmente después de lo que hiciste anoche. Cuanto más tardas en hablar, más te cuesta. Es como si el Fantasma fuese sordo y tú fueras mudo.

—Buenas tardes —dices con voz ahogada.

Hace una inclinación de cabeza.

—Me he enterado de que nos deja. Lo lamento mucho —dice él—. Si alguna vez necesita una nota de referencia…

—Gracias. Muchas gracias.

—Adiós —dice él, y desaparece por el pasillo. Este extraño encuentro te hace sentir tristeza de partir.

La puerta de Clara está cerrada y su despacho está a oscuras, lo mismo que la antesala de las cámaras secretas del Druida. Hay alguien en Datos. Te acercas cautelosamente.

Megan está en su mesa. Levanta la cabeza cuando entras y enseguida vuelve a su lectura.

—Hola. ¿Te acuerdas de mí?

—Me acuerdo de una cita para comer —dice ella sin levantar los ojos de la mesa.

—Oh, no… Perdón. Perdón, Meg. De veras.

Ella te mira.

—Siempre estás pidiendo perdón.

—Tenía un compromiso ineludible.

—¿Un dulce y hermoso compromiso, quizá?

—No. Amargo y desagradable.

—Yo también tengo sentimientos, ¿sabes?

—Maldita sea. Perdóname, por favor.

—Sé que tienes la cabeza en otras cosas últimamente —dice ella.

—¿Por qué no vamos a cenar? ¿Quieres?

—Una comida más contigo será mi perdición. —Y te dedica una sonrisa.

—Déjame recoger mis cosas. Termino en un minuto.

Cuando abres los cajones de tu escritorio comprendes que podría llevarte toda la noche. Hay una infinita cantidad de cosas acumuladas: legajos, archivadores, correspondencia laboral y personal, galeradas, cajas de cerillas, libros, hojas sueltas con direcciones y números de teléfono, borradores de cuentos y poemas escritos por ti. Encuentras en el mismo cajón el primer borrador de Pájaros de Manhattan y el Extracto 1981 de Estadísticas Agrícolas del Gobierno de Estados Unidos, que te fue de suma utilidad para verificar el artículo en tres entregas sobre la desaparición de las granjas familiares en Norteamérica, y en cuyo dorso has escrito el nombre Laura Bowman y un número de teléfono. ¿Quién es Laura Bowman? Podrías llamar a ese número, preguntar por ella y decirle que has sufrido amnesia y estás reconstruyendo tu pasado.

En el cajón superior encuentras dos sobrecitos vacíos. En realidad, uno de ellos no está del todo vacío; queda una fina capa de polvo blanco. La rascas con una tarjeta de crédito y preparas dos líneas sobre la mesa. Miras a Megan; está leyendo. Podrías esnifar las dos líneas sin hacer mucho ruido, ella no se daría cuenta. Sacas un billete del bolsillo y lo enrollas con el pulgar y el índice. Si aspiráis una línea cada uno no os hará mucho efecto. Por otro lado, esas dos líneas no te servirán de nada; la primera te exigirá la segunda, y la segunda una tercera, en una reacción en cadena de efectos nefastos para tu persona. ¿Te has iniciado en el conocimiento de ti mismo? Necesitas demostrar a Megan tu buena voluntad. Para ella sería un bonito gesto, fuera de lo común.

—Meg. Acércate; quiero enseñarte algo —dices. Ahora ya no puedes echarte atrás.

Le tiendes el billete enrollado. Ella arquea las cejas.

—Esto te hará olvidar que no has comido.

—¿Qué es?

—El producto que hizo famosa a Bolivia.

Ella aspira una de las líneas.

—Puedes hacerte la otra, si quieres —le dices cuando te devuelve el billete.

—¿Seguro?

—Seguro. —Sólo deseas que se dé prisa.

—Gracias —dice Meg. Carraspea y frunce la nariz como un conejo.

Vacías el primer cajón sobre la mesa y te preguntas cómo librarte de todos esos papeles. Debe de haber algo rescatable pero no se te ocurre ninguna manera de determinar qué es lo que vale la pena.

—Hubo un pequeño escándalo esta mañana —dice Meg, y se apoya en el borde de tu mesa. Resistes el impulso de levantarte de la silla y salir corriendo, con la cabeza oculta por la chaqueta. Sin comentarios. Durante todo el día has evitado cuidadosamente todo pensamiento sobre tu comando nocturno al despacho de Clara. Te gustaría explicarle a Meg que era una broma, que estabas borracho, que fue idea de Tad. No eras tú en realidad, sino un grotesco alter ego sobre el cual no tienes control. A ti no te gustan esas cosas; no eres esa clase de tipo. Pero si a Alex le hubiera ocurrido algo serio, Meg ya te lo habría dicho. Mantienes los ojos fijos en un panfleto titulado Manual de Verificación de Datos y dices:

—¿Qué pasó?

—Bueno, cuando Rittenhouse llegó esta mañana, se encontró a Alex Hardy tendido en el suelo del despacho de Clara. Inconsciente.

Te cuesta pronunciar las palabras:

—¿De verdad? ¿Qué le ha pasado?

—Nada serio. Supongo que estará mejor en cuanto se le desintoxique el sistema circulatorio. Lo internaron en McLean’s, el famoso club de literatos bebedores.

—¿Se hizo daño al caerse?

—Eso es lo más extraño de todo. Había manchas de sangre en las paredes y el suelo del despacho de Clara, pero Alex no tenía ni un rasguño.

—¿Y qué dijo? Sobre lo que pasó, quiero decir.

—Nada coherente. Insistía en que había sido atacado por unos pigmeos.

—¿Llamasteis a la… policía?

—¿Para qué?

—No sé. Como todo suena tan raro… —Empiezas a relajarte. Alex está sano y se desvanece la visión de polis golpeando a tu puerta.

—Ah, otra cosa —dice Megan—. Había un visón en la oficina.

—¿Un visón?

—Se había escondido en una caja llena de manuscritos rechazados. Cuando el botones la cogió esta mañana le dio un mordisco terrible. Tuvieron que llamar a la Sociedad Protectora de Animales.

—Qué raro. —Pobre Fred, piensas.

Meg señala los cajones abiertos.

—¿Qué vas a hacer con todo eso?

—Creo que la situación exige medidas drásticas —dices. Te levantas, recoges todas las papeleras y las alineas frente a tu escritorio. Separas un libro del montón de papeles y se lo entregas a Meg—. Dáselo a Alex de mi parte. Dile que es uno de los Nuevos Valores.

Acto seguido, vacías los cajones de tu escritorio en las papeleras, uno por uno.

—Listo. Ya nos podemos ir.

En el taxi preguntas a Meg dónde quiere cenar.

—¿Qué te parece en casa? —dice ella.

—¿Vas a cocinar?

—Noto cierto escepticismo en tu voz.

—No, me parece perfecto.

—Si prefieres ir a otro lado…

—No, en absoluto.

Bajáis en la calle Bleecker, y os metéis en un supermercado. Megan sacude un paquete en tus narices.

—Tallarines italianos —dice—. Te voy a enseñar lo que hay que comprar para hacer una buena comida. —En la sección enlatados Meg elige dos latas de almejas. Por lo general, te explica, prefiere pastas y almejas frescas, pero no quiere abrumarte en la primera lección.

Salís del supermercado y camináis hacia la Sexta Avenida. Megan te explica la diferencia entre la pasta fresca y la envasada. A cada paso os acercáis más a tu viejo apartamento de la calle Cornelia, el primero que compartiste con Amanda al llegar a Nueva York. Estás en tu viejo barrio. Hacías las compras en estas tiendas. Te sentías tan dueño de estas calles como si tuvieras un título de propiedad. El aspecto ha variado un poco: alguien ha inclinado el suelo algunos grados y todo es igual y diferente a la vez.

Pasáis por delante de la carnicería Ottomanelli y ves las reses, pollos y conejos despellejados colgando de los ganchos. No hay hurones. A Amanda le asqueaba eso. Ya soñaba con mudarse al Upper East Side, donde los carniceros cubren la mercancía con papel crêpe. En la esquina de Bleecker y Jones, un restaurante chino ha reemplazado al bar de las lesbianas. En las noches de verano en que no podíais dormir por el calor, Amanda yacía a tu lado sobre las sábanas y escuchabais la música del bar por las ventanas abiertas. Poco antes de que os mudaseis, una banda de estúpidos de Nueva Jersey lo destrozó con bates de béisbol, después de que las dueñas echaran a uno de ellos armadas con tacos de billar. Hubo bajas considerables en los dos bandos y finalmente se clausuró el lugar por orden de algún departamento municipal.

Más allá está el establecimiento de Madame Katrinka, la obesa gitana que adivina el porvenir en su diván de terciopelo rojo. ¿Qué te hubiera pronosticado hace un año?

—Aquí hacen el mejor pan de la ciudad —dice Megan, señalando la panadería de Zito. Cuando entráis suena la campanilla de la puerta. El aroma te recuerda a esas mañanas en que despertabas en tu apartamento de la calle Cornelia y aspirabas el olor a pan recién cocido. Amanda aún dormía, generalmente. Parece que hubieran pasado siglos, pero todavía puedes verla dormida a tu lado. Te cuesta, en cambio, recordar de qué hablabais.

—¿Blanco o de centeno? —pregunta Meg.

—No sé. Blanco.

—No sabes lo que es bueno para tu salud.

—Está bien, de centeno.

De allí vais a la verdulería. ¿Por qué todos los verduleros de la ciudad son coreanos? Rozagantes hortalizas de colores resplandecen entre las verdes legumbres. Te preguntas si los tipos combinan sus productos a base de secretas reglas orientales de control mental. Quizá sepan que la vecindad de los rojos tomates con las doradas calabazas produce en los consumidores un irresistible deseo de comprar naranjas. Megan pide ajos, lechuga, unos tomates y un poco de albahaca.

—Aquí tienes un auténtico tomate —dice, mostrándote una roja hortaliza. ¿O es una fruta?

Megan vive en un viejo edificio en Charlton y la Sexta. Dos gatos, uno siamés y otro atigrado, están esperándola detrás de la puerta. Ella te los presenta: Rosencrantz y Guildenstern, o Rose y Guildy, para los amigos. Resabios de su primera experiencia teatral; hizo de Gertrudis en una versión rockera de Hamlet.

—No sabía que fueras actriz.

—Mi primer amor. Pero me cansé de trabajar de camarera.

El apartamento consiste en una gran habitación, amueblada de tal manera que causa la impresión de áreas independientes. Contra la pared del fondo hay una cama de matrimonio con una colcha de patchwork. En el centro de la habitación un gran sofá y, frente al ventanal, unas sillas a juego. En el otro extremo hay una biblioteca y un escritorio. La decoración se combina con salvajes irrupciones de plantas.

Los gatos se frotan contra las pantorrillas de Meg, mientras cuelga su chaquetón en un ropero junto a la puerta.

—¿Un vaso de vino? —dice.

—Bueno. Gracias.

Los gatos la siguen a la cocina. Te acercas a los estantes. Una biblioteca ofrece datos clave en el análisis de la personalidad de su dueño. Los estantes de Meg son de roble y tienen un poco de todo. Están lo suficientemente desordenados como para sugerir uso habitual y lo suficientemente ordenados como para indicar respeto por lo que contienen. Los libros están clasificados en amplias categorías: un estante de poesía, otro de enormes libros de arte, también hay livres de poche franceses, libretos de ópera y de teatro y una serie de memorias de personajes relacionados con la revista, este último un género en sí. Sacas el chismoso volumen de Franklin Woolcraft; en la primera página hay una dedicatoria: «A Meg, que preserva mi honestidad, con cariño». Cuando lo vuelves a guardar descubres un lomo estrecho que dice Ejercicios de estímulo sexual.

Megan aparece con dos copas de vino tinto.

—Dame un minuto para cambiarme —dice—, y te enseñaré a preparar la cena más sencilla del mundo.

Va hacia el ropero que hay junto a la cama. ¿Dónde piensa cambiarse? ¿Qué grado de confianza hay entre los dos?

Mientras busca algo en uno de los cajones inferiores observas que tiene un hermoso culo. Has trabajado con ella durante dos años y no te has dado cuenta hasta ahora. ¿Cuántos años tiene? Meg descuelga algo de una percha, dice que enseguida estará lista y entra en el baño. El gato siamés se frota contra tu pierna. Ejercicios de estímulo sexual.

Megan sale del baño. Se ha puesto una blusa de seda marrón, desabotonada lo estrictamente necesario como para evitar toda interpretación.

Un botón más significaría «insinuante», pero lo que ves sugiere «distraída elegancia».

—Siéntate —dice Meg, y señala el sofá.

Os sentáis.

—Me encanta el apartamento —dices.

—Es un poco pequeño, pero no me alcanza para algo más grande.

La conversación no promete mucho. Hace unos minutos erais colegas que salíais a comer algo. Ahora sois un hombre y una mujer solos en una habitación con una cama.

Una de las fotografías de la mesita junto al sofá muestra a Meg, un poco más joven, en un escenario junto a dos tipos.

—Fue la última obra que hice. Quién teme a Virginia Woolf. En Bridgeport, Connecticut.

Coges otra de las fotos enmarcadas, un adolescente con una caña de pescar en una mano y una trucha en la otra, contra un fondo boscoso.

—¿Algún novio del colegio?

Meg niega con la cabeza y contempla la foto con seriedad.

—Mi hijo —dice.

—¿Tu hijo? —Ella asiente sin levantar los ojos de la fotografía.

—Se la sacaron hace dos años. Acaba de cumplir trece. Hace casi un año que no lo veo. Vendrá a visitarme cuando termine las clases.

No quieres parecer curioso. El tema es más bien delicado. En la oficina nadie te dijo nunca que Meg tuviera un hijo. De pronto te resulta una persona mucho más interesante de lo que creías.

Cuando se estira para dejar la foto en su lugar sientes su aliento en tu mejilla.

—Vive con su padre en Michigan. Es un buen lugar para un chico. Puede hacer las cosas que le gustan: cazar, pescar. Su padre es leñador. Cuando lo conocí era un dramaturgo desconocido que no conseguía productor para sus obras. Eran tiempos difíciles. Todos los demás tenían dinero, nosotros estábamos en la calle. Y yo no era la mejor esposa del mundo, precisamente. Jack, mi exmarido, no quería que su hijo creciera en la ciudad y yo no quería irme. Por supuesto, tampoco quería que mi hijo se fuera, pero cuando llegó el momento decisivo estaba en Bellevue, dopada con Librium. Obviamente, en ese estado no podía obtener la custodia.

No sabes qué decir. Estás avergonzado. Quieres saber algo más del asunto. Megan bebe un trago de vino y mira por la ventana. Te preguntas cuánto ha sufrido.

—¿Te internó tu marido?

—No tenía otra alternativa. Yo era un desastre; desvariaba. Me catalogaron como maníaco-depresiva. Finalmente descubrieron que todo se debía a una simple insuficiencia de algo llamado carbonato de litio. Ahora tomo cuatro pastillas al día y estoy bien. Pero ya es un poco tarde para reasumir mi maternidad. Dylan, mi hijo, tiene una madrastra maravillosa y lo veo todos los veranos.

—Es lamentable —dices.

—No tanto. Yo estoy bien y Dylan es feliz. Fue un arreglo justo, a mi modo de ver. ¿Qué tal si preparamos la cena?

Preferirías oír toda la historia, con sus más ínfimos detalles, especialmente los gritos y gemidos de Bellevue, pero Megan se ha puesto de pie y te tiende la mano.

En la cocina te da un cuchillo y tres ajos. Se supone que debes pelarlos, tarea difícil. Meg te explica que es más sencillo si primero los golpeas varias veces con el borde romo del cuchillo. De pronto repara en tu venda.

—¿Qué te ha pasado en la mano?

—Me la pillé con una puerta. Nada grave.

Megan se encarga de lavar la lechuga. Cuando retrocedes para adoptar una posición más cómoda en tu trabajo, los dos traseros se tocan. Ella se ríe. Va de acá para allá, abre una de las puertas de la alacena y coge una botella.

—Aceite de oliva.

Vierte un poco en una sartén y enciende un hornillo. Te sirves otro vaso de vino.

—¿Está listo el ajo? —pregunta Meg. Has conseguido pelar dos. Parecen desnudos—. No muy eficiente, ¿verdad? —dice, y te quita el cuchillo, pela el tercero y los pica en pedacitos—. Ahora se coloca el ajo en la sartén y se lo dora. Mientras tanto, se pica la albahaca y se abren las latas de almejas. ¿Podrás encargarte de eso?

Tu tarea principal es no estorbar a Meg en sus eficientes movimientos. Cuando estás en su camino, te hace a un lado. Es agradable sentir sus manos sobre tus hombros.

—¿Cómo van las cosas con Amanda? —te pregunta mientras se sirve ensalada. Estáis sentados frente a frente a la luz de las velas—. No muy bien, ¿verdad?

—Amanda no existe —afirmas—. Es un personaje ficticio. Y no lo supe hasta que, hace poco, otra mujer también llamada Amanda me llamó desde París para plantarme. ¿Te importa si descorcho otra botella?

Terminas contándole toda la historia. Megan dice que Amanda debe de estar terriblemente confundida. Brindas por ello.

—Habrá sido espantoso, supongo. —Te encoges de hombros. Estás mirándole las tetas, tratando de determinar si lleva sostén o no—. Estaba muy preocupada por ti —dice ella.

Pasáis de la mesa al sofá. Megan dice que todos proyectamos nuestros anhelos en los demás y que los demás no siempre son capaces de satisfacerlos plenamente. No lleva sostén, decides.

Te levantas y vas al baño. Enciendes la luz y cierras la puerta. El desorden reinante le da un toque hogareño. Hay unas flores secas sobre la cisterna; la tapa del váter está cubierta con una funda blanca y peluda. Corres la cortina de la ducha. A un lado se amontonan los frascos: Vitabath, gel de baño. Te gusta cómo suena eso. Champú y acondicionador Pantén. Debería hacerte pensar en panties, pero no. Coges la esponja, te la frotas contra la mejilla y la vuelves a su lugar. En la jabonera hay una maquinilla de afeitar de color rosa.

Abres el botiquín: cosméticos y el surtido habitual de aspirinas y demás productos inofensivos. Hay un tubo de Crema Anticonceptiva Gynol II. Incolora. Inodora. Insípida. Buena noticia. En el estante superior se alinean varios tubos de pastillas. En la etiqueta de uno de ellos dice: «Megan Avery, carbonato de litio. Cuatro tabletas diarias». Otro es de tetraciclina, pero no tienes constancia de que te aquejen enfermedades venéreas. El tercero dice: «Valium. Para todo tipo de tensiones. Posología: según indicación médica». Decididamente tienes todo tipo de tensiones. Sostienes el frasco contra la luz. Casi lleno. Lo abres, sacas un comprimido y te lo tragas. Pero la última vez que tomaste un Valium no te hizo el menor efecto. Claro que la última vez que tomaste un V estabas bajo los efectos de la C. Por si acaso, te sirves otro y dejas el frasco en su sitio.

Megan está lavando ruidosamente los platos en la cocina cuando sales del baño.

—Enseguida estoy —dice.

Te sientas en el sofá y te sirves otro vaso de vino.

—Aproveché para quitar los platos —dice Megan y se sienta a tu lado.

—Buena medida. ¿Un poco más de vino?

—No, gracias. Ya no bebo casi nada.

—Buena medida, también. —Te sientes magnánimo.

—¿Estás escribiendo, últimamente? —pregunta ella.

Te encoges de hombros.

—Estuve puliendo algunas cosas.

—Bien. No te abandones. Quiero verte entrar pronto en la redacción, no a nuestro despacho ni al de Clara, sino a cobrar tus colaboraciones en Narrativa. Te esperaré con una botella de champán.

Te preguntas cómo ha hecho Megan para creer en ti, teniendo en cuenta que ni tú crees en ti mismo. Pero te sientes agradecido. Tratas de imaginar el retorno triunfal a la revista y terminas admirando los pies de Meg. Está descalza, con las piernas sobre el sofá.

—¿Qué piensas hacer mientras tanto? —pregunta ella—. ¿Tienes algún contacto?

—Más o menos.

—Yo podría llamar a alguna gente. Basta que prepares un currículum que interese tanto a editoriales como a redacciones de diarios y revistas. Conozco un tipo en Harper & Row que seguramente tendrá interés en conocerte. Y hablé con Clara ayer; me dijo que, por su parte, la despedida fue amistosa y que puedes contar con una buena recomendación de la revista.

Te reconforta la extraordinaria eficiencia de Megan, pero el despido te dejó planchado y por el momento prefieres no pensar en tu futuro laboral. Te conformas con beber unos vasos más de vino y hundirte aún más en el sofá. Debes demostrarle a Meg tu agradecimiento. Le coges la mano y dices:

—Gracias.

—Y si necesitas un poco de dinero, no dejes de avisarme.

—Eres una maravilla.

—Solamente quiero echarte una mano.

No te vendría nada mal que te dejara, además, apoyar la cabeza en su regazo, una semana o dos semanas. La cama está a pocos pasos de distancia. Te inclinas hacia Meg y le pasas la mano sobre los hombros. La seda se desliza suavemente bajo tus dedos. No palpas ningún tirante. La miras a los ojos. Es una mujer extraña. Ella sonríe y te despeina cariñosamente.

—Todo saldrá bien.

Asientes. Ella baja los ojos y pregunta:

—¿Cómo está tu padre?

—Bien —dices—. Excelente. —Y te acercas más. Le apoyas la mano en la nuca y cierras los ojos mientras la besas. Tratas de alcanzar su lengua, perderte en su boca. Pero ella aparta la cara y trata de liberarse de tu abrazo. Metes la mano bajo la blusa. Te la coge y la conserva entre las suyas.

—No. No es eso lo que quieres. —Su voz es dulce y suave. No está enfadada; pero cuando tratas de abrazarla de nuevo te detiene con firmeza. Quieres besarla otra vez, te sientes como un río que corre hacia Meg, que es el mar. Apoyas la cabeza en su regazo. Ella te acaricia el pelo—. Tranquilo. Tranquilo.

—¿Te encuentras mejor? —te pregunta, cuando levantas la cabeza de su regazo.

El apartamento da vueltas. Todos los objetos se acercan y retroceden en un vaivén oceánico. No te sientes mucho mejor que digamos. Más bien peor.

—Me parece que tengo que… ir al baño. —Es tu voz; a pesar de la dicción. Un, dos, tres, probando.

Meg te ayuda a levantarte y te lleva del brazo hasta la puerta.

—Si necesitas algo avísame.

Los azulejos del baño no cesan de moverse. Te paras frente al espejo y tratas de determinar si estás enfermo. No parece, o al menos todavía no. Podrías aprovechar para mear, ya que estás aquí. Te abres la bragueta y apuntas al váter. Hay un cartelito en la pared, frente a tus ojos. Te adelantas para leerlo y retrocedes bruscamente, para conservar el equilibrio. Pero no frenas a tiempo. Intentas agarrarte a la cortina de la ducha, pero se te desliza de la mano.

—¿Estás bien? —pregunta Meg, al otro lado de la puerta.

—Sí, sí. —Estás dentro de la bañera, salvo los pies, que cuelgan allá lejos, en el extremo inferior de tu cuerpo. La posición no es tan incómoda si exceptúas la creciente humedad que se extiende por tu bajo vientre. Deberás investigar a qué se debe. En un minuto.

Se abre la puerta. Rescate a la vista.