Ô couture!

Tu interés por la ropa no va más allá de alguna visita ocasional a Brooks Brothers y J. Press (y últimamente has tenido un problemita de crédito con dichos establecimientos). Pero esta mañana te encuentras en la puerta del Waldorf Astoria, dispuesto a asistir al desfile de otoño de un conocido diseñador de modas. Conseguiste una invitación a través de un amigo tuyo que trabaja en Vogue. Te lo debía desde que embistió con tu Austin Healey un ciervo de diez astas en Westchester. Hay gente que se pasa veinte años cazando y jamás obtiene una pieza tan valiosa. Tu coche quedó en un depósito de chatarra cerca de Pleasantville. No sabes quién se quedó con el ciervo y te sería difícil decir adonde fue a parar el dinero del seguro; no te duró más que un par de semanas.

En la entrada, una mujer de pelo plateado examina tu invitación. Flanquean la puerta dos negros enormes, con turbantes y los brazos cruzados. Se supone que son esclavos nubios o algo así. Solamente a un diseñador italiano se le ocurriría una cosa semejante. La mujer pertenece a un grupo étnico indiscernible. No tiene cejas ni pestañas y el nacimiento del pelo descubre una porción considerable de su cabeza. ¿Es un mero accidente o un detalle chic? Está contemplando el vendaje casero de tu mano, que ya tiene varias manchas y un tono grisáceo generalizado.

—Señor…

—Allagash —dices, casi cuadrándote. Es el primer nombre que se te ocurre. No tienes el menor interés en dar a conocer tu verdadera identidad.

—¿De Vogue?

—Desde hace una semana.

La mujer asiente y te devuelve la invitación. Luego entorna los ojos y frunce la nariz, como para dar a entender que te arrojará a los nubios si le has mentido.

Localizas el bar y parece abierto. Los veteranos jefes de compras de los grandes almacenes están apiñados alrededor, aferrando sus vasos. Por su aspecto, se diría que son jubilados de Florida. Sería un error ir directamente hacia el bar; en realidad, según cualquier código razonable, es un error haber venido, haber invocado el nombre de otra persona y violado las reglas de urbanidad.

Te abres paso hacia el bar y pides un vodka.

—Con hielo —dices, cuando el barman te pregunta—. Y otro para mi compañera —agregas.

Con las dos copas en la mano avanzas entre la muchedumbre, mirando despreocupadamente a todos lados, como si buscaras a tu querida amiga la chica Revlon. No quieres hacerte notar. Existe la posibilidad de que alguno de los amigos de Amanda te reconozca y te eche encima a los gigantes nubios antes de que puedas hacer lo que viniste a hacer aquí. Comprendes lo que siente el terrorista mientras espera entre la muchedumbre con una bomba a punto de estallar en su maletín: cree que cualquiera puede leer su mente con facilidad. Te tiemblan las rodillas. Bebes una de las copas. No serías un buen terrorista. Recuerdas haber visto un maletín en el suelo, junto a la barra del bar, y en un ramalazo de lucidez, coincidente con el efecto del alcohol en tu organismo, se ilumina tu mente.

Vuelves al bar. El maletín sigue en el mismo sitio. Su dueño parece ser el calvo con bronceado artificial que charla con esas dos chicas japonesas. Está de espaldas al maletín. Te apoyas en la barra, con expresión aburrida.

—¿Desea algo? —te pregunta el barman. Frunce el ceño cuando dices que no, y te parece ver un destello de sospecha en sus ojos antes de dirigirse a otro cliente.

—No tengo la más remota idea de navegación —dice el calvo a sus chicas—. Les pago a unos griegos para que se encarguen de eso. —Las chicas cuchichean con las cabezas juntas y se ríen. Cuando coges el maletín el calvo les está hablando de unas islas maravillosas. Calma, amigo.

Te sientas cerca del comienzo de la pasarela, en mitad de una de las filas centrales. Cuando empiece el desfile quieres estar en un sitio relativamente protegido. Dejas el maletín bajo el asiento y lo cubres con la chaqueta. El plan comienza a perfilarse.

De pronto la muchedumbre se abre en dos. Estallan los flashes de los fotógrafos. Pronto ves la causa de semejante conmoción: una cara que ha recomendado usar cierta línea de maquillaje, cierta bebida de cola y que ha protagonizado recientemente un escándalo en las revistas del corazón. Es la famosa modelo que acaba de iniciar su carrera de actriz. Lleva unos tejanos gastados, una camiseta oscura y una gorra, como si quisiera decir a todos los presentes: «Cualquier trapo me queda perfecto, chicos». Estás al corriente (vía Amanda, que trabajó con ella una vez) de que es algo así como la mártir de la nariz perfecta. Se la ha operado siete veces por lo menos, y todavía no está satisfecha. Se niega a que la fotografíen de perfil. Desde donde estás, su nariz tiene un aspecto bastante convencional y el resto te resulta insulso. No es lo suficientemente alta para ser maniquí y le sobra busto.

Amanda es, o era, la perfección. Un metro setenta y ocho, ochenta y cinco-sesenta-noventa. Sabes su talla en zapatos, camisas, pantalones, anillos y guantes. Clara se sentiría orgullosa; tienes todos los datos. Si se le agregan al total esos pómulos, «neoclásicos», según un fotógrafo, el resultado es ciento cincuenta dólares por hora, para desfiles o fotos indistintamente.

La gente ocupa sus asientos. Una mujer vestida con una túnica rosa aparece en la pasarela, aparentemente es el maestro de ceremonias. Sonríe y saluda a las primeras filas mientras se dirige al atril. Te tiemblan las manos, necesitas una copa. Embistes a la multitud y corres al bar. Sientes que la gente te mira y adivina tus intenciones. Te tranquiliza pensar que contemplaste a Amanda todos los días durante tres años, sin tener la más remota idea de lo que ocurría en su cabeza. Mostraba todos los signos vitales y emitía los sonidos adecuados. Decía que te amaba.

Se apagan las luces y la mujer de rosa empieza a explicar el motivo de la presencia de todos aquí. Habla de una Revolución en el Gusto. El diseñador lleva el mismo nombre que un famoso pintor del Renacimiento y, para la mujer de rosa, no es arriesgado comparar el impacto producido por el Viejo Maestro en la pintura con el que ha causado nuestro diseñador en el ámbito de la alta costura. Entretanto, el barman te dice que no se sirven bebidas hasta que concluya el desfile, pero hace una excepción ante tu billete de diez dólares. Tiene tu edad, más o menos. Te gustaría hablarle de Amanda. En cambio dices:

—Cuántas joyas. Y no veo mucho personal de seguridad.

—Están por todos lados —dice él, con convicción.

Te felicitas mentalmente por la estupidez que acabas de decir. Creiste que esa frase demostraría claramente que no te preocupaba la cuestión de seguridad, pero no has hecho más que duplicar las sospechas del barman, que ahora te supone un ladrón de joyas. Y seguramente lo considera mucho más grave que un marido víctima de abandono sexual. Si al menos dejaran de temblarte las manos. Es obvio que no le inspiras la menor confianza. En cualquier momento llamará a los de seguridad o a los gigantes nubios. Te torturarán hasta que confieses todo. Amanda contemplará tu infamante salida y pensará: «Cómo ha caído tan bajo».

—Mi acompañante estaba un poco preocupada por su collar —dices—. Le llevaré una copa también, ya que estoy aquí. —El barman empieza a verter vodka en un vaso—. Sin hielo, por favor. —El tipo te dedica una mirada glacial—. A su marido no le haría ninguna gracia que perdiera el collar. Cree que está jugando al bridge. —¿Por qué no puedes mantener la boca cerrada?

Miras furtivamente hacia el bar mientras vuelves a tu sitio. El barman está haciendo discretas señas a alguien. Pasas entre la gente, te disculpas, tropiezas y vuelcas un poco de vodka. La mujer de rosa está hablando del Nuevo Estilo. La primera modelo aparece cuando te sientas. Es negra y alta; parece zulú. La mujer de rosa describe el vestido y pide especial atención a los frunces, destacando su importancia para la nueva elegancia.

Amanda es la tercera en aparecer. Al menos, parece Amanda. Con tanto maquillaje y el pelo recogido, es difícil asegurarlo. Su andar es muy estilizado, pero ese ritmo ondulante te resulta familiar. Antes de que tengas tiempo de pensar, da media vuelta y abandona la pasarela. No estás seguro de que fuera realmente ella. A veces, algún amigo te decía que la había visto en el Times o en algún anuncio y resultaba ser otra modelo. Incluso te mostraban el recorte; te parecía increíble que creyeran que era Amanda. Pero, desde que te abandonó, experimentas la misma sensación. Has hojeado varias veces el álbum de recortes que dejó en el apartamento para adecuar esa imagen a la que tienes de ella. Todas las fotos son levemente diferentes entre sí. Su agente creía que ésa era su mayor virtud como modelo. Un diseñador no dejaba de decirle que tenía un rostro de increíble plasticidad. Empiezas a sospechar que todo lo que creías saber sobre Amanda es tan insustancial como su aspecto en la pasarela. Sólo viste lo que ella ofrecía en ese momento; aquello que querías ver.

Aferras el borde del asiento con las dos manos y esperas su aparición. Has elaborado un plan, más o menos. Te enfrentarás a ella en cuanto la veas. Si alguien trata de detenerte dirás que el maletín contiene una bomba y que los harás volar en pedazos si se te acercan. La zulú reaparece con un nuevo vestido. Después otra modelo. La próxima debería ser Amanda, pero resulta una morena. Te angustias. Te ha reconocido y no ha querido volver a salir. Pero la siguiente es Amanda, o la que crees que es ella. Mientras recorre la pasarela te pones de pie. La mujer de rosa está alabando los pliegues. Quieres gritar el nombre de Amanda, pero no puedes articular palabra. La gente te mira. Un sonido sube por tu garganta y finalmente oyes tu voz.

—¡A-man-da!

Ella sigue caminando hasta el final de la pasarela, gira grácilmente y la falda del vestido ondea. Cuando está frente a ti te mira brevemente. En sus ojos ves odio o indiferencia, difícil precisarlo. Quieres pedirle una explicación; pero ella sigue caminando como si nada hubiera pasado. Quienquiera que sea, es una profesional. Quienquiera que sea, no la conoces. La mujer de rosa está pidiéndote que te sientes. La gente de la primera fila se vuelve para mirarte. Murmuran: «¿Quién es? ¿Qué pretende?». Un fotógrafo te retrata, por si resultas ser noticia. Te imaginas el título del Post: MARIDO ABANDONADO ENLOQUECE EN EL ASTORIA. Dos tipos trajeados se acercan. Tienen unos audífonos en el oído que seguramente están conectados a transmisores de onda corta. Pero te resulta más interesante la posibilidad de que sean robots. ¿Cómo saber si lo que siente la mujer de expresión aterrorizada que está sentada a tu lado es eso que tú llamas terror? Si le pisaras el pie seguramente gritaría, pero ¿cómo saber si sentiría eso que tú llamas dolor? Podrías contemplar a alguno de esos robots durante años y no saberlo. Incluso podrías casarte con alguno sin saberlo.

Los hombres robot se acercan por la fila de asientos, uno por cada extremo. Eficiente maniobra. Alguien ha subido el volumen de la música, seguramente para cubrir el ruido de tu captura. Uno de los robots te coge del brazo y dice: «Vamos». No te resistes. Pides disculpas a la gente de la fila a la que golpeas sin querer. Cuando llegas al extremo te agarran firmemente del brazo y te escoltan afuera. Pasáis junto a un grupo de turistas japoneses detrás de un guía que sostiene una banderita rosa con un ideograma. Uno de tus escoltas dice por su transmisor:

—Tenemos al agitador. Lo escoltaremos afuera.

Antes de dejarte en la puerta, el otro robot murmura en tu oído:

—No queremos verte más por aquí.

Fuera hace un sol radiante, excesivo para ti, gracias. Afortunadamente, por una vez no has olvidado tus Ray-Ban. Park Avenue está llena de gente que ha salido de sus oficinas a almorzar. Esperas que se te queden mirando, horrorizados, pero nadie te mira. En una esquina hay un gordo con gorrita vendiendo bocadillos. Una mujer con un chaquetón de piel trata en vano de parar un taxi. Un autobús pasa rugiendo. Con cautela, como si te sumergieras en una piscina por primera vez desde hace años, comienzas a caminar al ritmo de los demás peatones.

«Las cosas pasan, la gente cambia», fue lo que dijo Amanda. Para ella era suficiente. Esperabas una explicación que repartiera las culpas y te hiciera justicia. Estabas tan dispuesto a la violencia como a la reconciliación. Pero sólo has recibido una premonición del modo en que se desvanecerá tu vida, como un libro leído atropelladamente. Sólo te quedará una confusa mezcla de imágenes y emociones, en donde apenas se destaca un nombre con nitidez.