Mientras desayunas café y huevos revueltos lees el Times y el Post, incluyendo las páginas deportivas. Mamá Coma se debilita cada vez más. Boston venció en baloncesto pero perdió en béisbol. La camarera te ha llenado seis veces la taza de café y sólo son las ocho y media. Te has despertado a las seis de la mañana como si estuvieras acostumbrado, con una claridad meridiana, fruto de tu maravillosa velada con Vicky y de la espantosa mañana que te espera con Clara. Llamaste a Vicky apenas te despertaste. Te dijo que Tad no había aparecido y que durmió perfectamente una vez que se las arregló para que el portero le diera las llaves del piso. Quieres llamarla de nuevo, quizá para contarle tu desayuno.
Llegas a la oficina a las nueve y media. Meg ya está en su puesto. Parece avergonzada cuando te ve. Puedes imaginarte lo que pasó ayer cuando apareció Clara. A estas alturas todo el mundo debe de estar al tanto de tu incompetencia. Ni te molestas en preguntar. De todos modos, Meg no soporta el suspense. Se acerca a tu escritorio y dice:
—Clara está furiosa. Dice que tu artículo es un desastre y ya no hay tiempo de retirarlo del número que viene. Ayer hubo una especie de conciliábulo para decidir qué hacer.
Asientes sin decir una palabra.
—¿Qué pasó? —pregunta Meg, como si el asunto tuviera una sencillísima explicación que ella no capta.
Rittenhouse entra en la oficina y os dedica su saludo ritual, una combinación de reverencia e inclinación de cabeza. Extrañarás sus corbatas de pajarita y sus modales de bibliotecario del siglo pasado. Después de colgar su sombrero y su chalina en el perchero se une a Megan con una mirada más grave y patética que de costumbre.
—Estábamos hablando del artículo de las elecciones francesas —dice ella.
Rittenhouse asiente.
—Creo que ese adelanto fue realmente desafortunado. Aunque habrán tenido sus razones.
—No te dieron tiempo para hacerlo bien —dice Meg—. Todos sabían que estaba lleno de errores. El tipo es un farsante.
—Estamos todos contigo —dice Rittenhouse.
No es que sea un gran consuelo pero aprecias el gesto.
Ves entrar a Wade arrastrando los pies. Te mira, se acerca y chasquea la lengua.
—¿Qué flores quieres para tu entierro? Ya tengo el epitafio: «Fue incapaz de afrontar los hechos».
—No nos hace gracia, Yasu —dice Megan.
—Bueno, hasta Lear tenía un bufón.
—Podría haberte pasado a ti, a cualquiera de nosotros —dice Megan—. Debemos hacer causa común, todos.
Niegas con la cabeza.
—Es culpa mía, exclusivamente. Me hundí solo.
—No te dieron tiempo suficiente —dice Megan—. Era un artículo espantoso.
—A todos nos han pasado cosas —agrega Rittenhouse.
—¿Quedó muy mal? —pregunta Meg—. Lo corregiste casi todo, ¿no es cierto?
—En realidad no lo sé —dices.
Ellos parecen preguntarse: «¿Podría pasarme a mí?» y sólo quieres asegurarles que fue por tu culpa. Es casi imposible para ellos ponerse en tu lugar. Anoche Vicky hablaba de lo inefable de la experiencia interior. Te dijo que te imaginaras que eras un murciélago. Incluso aunque supieras lo que es un sonar y cómo funciona, dijo, jamás sabrías lo que significa tener uno en el cerebro o ser una pequeña criatura peluda colgando cabeza abajo del techo de una cueva. Según ella, ciertos hechos sólo son accesibles desde un punto de vista: el de la criatura que los experimenta. Supones que lo que quiso decir es que uno no puede ponerse en el lugar de nadie, sólo en el de uno mismo. Meg no puede imaginarse qué es ser tú; sólo puede imaginarse a sí misma en tu situación. Quieres agradecerles su preocupación, pero jamás podrías explicarles cómo caíste.
El grupo se dispersa. Son casi las diez. No tienes nada que hacer. Tus manos recorren la mesa ordenando lápices, clips y papeles sueltos. El Druida aparece por el pasillo. Sus ojos se cruzan con los tuyos y desvía la mirada. Te emocionas. Al menos por una vez, sus modales han fallado. Podrás contarles a tus hijos que fuiste el único ser en la Historia desairado por el Druida.
En uno de los cajones encuentras las pruebas de un cuento corto que querías leer. Recorres las líneas de la primera página; es como conducir sobre hielo sin neumáticos especiales. Vas a prepararte una taza de café. Tus compañeros trabajan aplicadamente. Puedes oír el sonido de los lápices sobre el papel y el murmullo de la nevera. Te acercas a la ventana y miras a la calle. Quizá veas a Clara y puedas arrojarle una maceta. Aunque los peatones son indiscernibles, alcanzas a ver un tipo sentado en la acera, tocando la guitarra. Abres la ventana pero el ruido del tránsito te impide oír la música. Alguien te da con el codo. Te das la vuelta y ves a Wade señalando la puerta. Clara está allí.
—Quiero hablar contigo en mi despacho. Inmediatamente.
—Yo que tú hubiera saltado —murmura Wade.
De la ventana al despacho de Clara hay muy poca distancia. Demasiado poca. Llegas enseguida. Ella cierra de un portazo, se sienta frente a su mesa y te mira fijamente. No te dice que te sientes pero lo haces. Esto pinta peor de lo que imaginabas. Aun así, sientes cierta resignación, como si ya hubieras pasado por todo y esto fuera un flashback. Ojalá le hubieras prestado más atención a una chica que te habló de la meditación zen y pudieras pensar que todo esto es una ilusión. Clara no puede hacerte daño. Nada puede hacer daño al samuray que entra en combate dispuesto a morir. Ya has aceptado la inevitabilidad del fin, como dicen. De todas maneras, preferirías evitártelo.
—Me gustaría saber qué ha pasado —dice Clara.
Una pregunta estúpida. Demasiado amplia. Respiras hondo.
—Lo arruiné todo. —Podrías agregar que el autor del artículo fue quien lo arruinó todo, que lo mejoraste infinitamente y que ese adelantamiento fue un golpe bajo. Pero no dices nada más.
—Lo arruinaste todo.
Asientes. Es cierto. En este caso, de todos modos, la honestidad no sirve de mucho. Te cuesta mantenerle la mirada.
—¿Me permites el atrevimiento de pedir una explicación más detallada? De verdad, me interesa.
Vaya. Sarcasmo, además.
—¿Cómo lo arruinaste, exactamente?
De tantas maneras…
—Estoy esperando.
Tienes la cabeza en otra parte. Piando allá fuera, con los pájaros. Pensando que las trenzas que se ha hecho Clara le quedan espantosas, como la cofia de la Novicia Voladora. Sospechas que, en el fondo, está disfrutando de este momento, que ha esperado durante mucho tiempo.
—¿Te das cuenta de la gravedad del asunto? Has puesto en peligro la reputación de la revista, construida durante años, merced al escrupuloso rigor con que se trata todo el material a publicar. Nuestros lectores cuentan con nosotros para enterarse de la verdad.
Te gustaría dedicarle un gesto de asombro. Para no mencionar que su última frase no resistiría el proceso de verificación. Pero ya se ha embarcado en su discurso.
—Cada vez que sale a la calle un número de la revista está en juego esa reputación, y cuando aparezca el próximo número tu irresponsabilidad comprometerá seriamente esta reputación. ¿Sabes que en cincuenta años sólo ha habido una retractación?
Oh, sí, lo sabes.
—¿Se te ocurrió pensar que has comprometido el buen nombre de todo el personal de la redacción con tu irresponsabilidad?
El despacho de Clara no es muy grande que digamos, y se achica cada vez más. Levantas una mano para interrumpir sus palabras.
—Me gustaría saber qué errores encontró en el artículo —dices.
Clara ya tiene la lista en la mano: dos acentos mal puestos, un distrito electoral del centro de Francia mencionado como del norte, una alusión a un ministro en un ministerio equivocado.
—Eso es sólo lo que he encontrado hasta ahora. Y no quiero pensar en todo lo que todavía no he verificado. Las galeradas son un desastre. No sé qué verificaste y qué dejaste como cierto. No has seguido el procedimiento, cosa que ya debería serte algo absolutamente automático. Este procedimiento, claramente delineado en el Manual de Verificación y fruto de largos años de labor colectiva, asegura que, dentro de lo humanamente posible, no se filtren errores en los artículos de esta revista.
Clara está congestionada. Aunque Wade dice que practica jogging, respira entrecortadamente.
—¿Tienes algo que decir en tu defensa?
—Creo que no.
—Y no es la primera vez. Pero hasta ahora te concedí el beneficio de la duda. Mi conclusión es que no estás capacitado para asumir las responsabilidades que implica este trabajo.
No tienes el menor deseo de discutir con ella. Estarías dispuesto a asumir la culpabilidad de todos los crímenes detallados en el Post de hoy a cambio del permiso de retirarte en este mismo momento. Asientes solemnemente con la cabeza.
—¿No tienes nada que decir?
—Supongo que estoy despedido.
Ella parece sorprendida. Tamborilea con los dedos sobre la mesa y te mira sin pestañear. Te alegra notar que le tiemblan las manos.
—Correcto —dice al fin—. Despido inmediato y efectivo.
—¿Algo más? —preguntas y, como no contesta, te levantas para irte. Te tiemblan las piernas, pero no crees que ella lo note.
—Lo siento —dice Clara cuando ya estás llegando a la puerta.
Vas al lavabo a reponerte. A pesar de tu alivio y de la sensación de que todo salió como suponías, tus manos se aferran como garfios a tus rodillas. Para distraerte revisas los bolsillos y encuentras el sobrecito que te dio Tad anoche. Quizá sea el remedio adecuado para tu decaído ánimo. O tal vez lo contrario.
Te pones una buena dosis en el dorso de la mano. Cuando te la acercas a la nariz, el sobrecito se te escurre de los dedos y cae con desesperante precisión en la taza del inodoro, rebota y se sumerge en el agua con un insolente chapoteo, que te recuerda a una trucha zafándose del anzuelo y perdiéndose en las profundidades.
Parece que éste no es tu día. Debiste haber leído tu horóscopo en el Post.
Tus compañeros están congregados alrededor de la mesa de Rittenhouse. Te miran en silencio cuando llegas.
—¿Cómo ha ido? —pregunta Megan.
A pesar del temblor de rodillas tienes una rara sensación de omnipotencia. Podrías salir por la ventana y volar por encima de los tejados.
Podrías levantar tu mesa con una sola mano. Tus excolegas llevan el signo de la opresión en sus frentes.
—Ha sido un placer trabajar con vosotros.
—No es posible —dice Megan—. No se habrán atrevi…
—Se atrevieron.
—¿Qué te dijo exactamente? —pregunta Rittenhouse.
—En pocas palabras, que estoy despedido.
—No pueden hacerlo —dice Megan.
—Quizá podamos someter tu caso al comité de empresa —dice Rittenhouse—. Como sabes, soy uno de los miembros.
Niegas con la cabeza.
—Gracias, pero preferiría que no.
—Al menos podrían permitirte renunciar, si lo que quieren es que te vayas —dice Wade.
—No importa —dices—. De verdad, no importa.
Ellos quieren saber qué te dijo Clara exactamente y les informas hasta donde te acuerdas. Te aconsejan elevar una queja, apelar la decisión, pedir clemencia, alegar cualquier excusa. No comprenden que prefieres aceptar la medida que cuestionarla. Clara no reaparece. Wade sugiere que aproveches la oportunidad para hacer un dramático gesto de despedida. Cuando Megan te pregunta qué harás le dices que no lo sabes.
—De momento me iré a casa. Mañana vendré a buscar mis cosas.
—¿Podemos comer juntos, mañana? —pregunta—. Me gustaría hablar contigo.
—De acuerdo.
Te despides de todos. Megan te alcanza en el ascensor.
—Me olvidaba. Tu hermano Michael volvió a llamar. Parece bastante ansioso por encontrarte.
—Lo llamaré. Gracias. Gracias por todo.
Megan apoya sus manos en tus hombros y te besa.
—No te olvides de la comida. Hasta mañana.
Apenas sales a la calle te pones las gafas de sol y te preguntas adonde ir. Una pregunta que te haces cada vez con mayor frecuencia. Has perdido todo el coraje que te embargaba hace unos minutos. Poco a poco vas comprendiendo que no tienes trabajo. Ya no perteneces a la famosa revista donde, tarde o temprano, llegarías a ser un famoso escritor o colaborador. Recuerdas cómo se alegró tu padre cuando conseguiste el trabajo y te imaginas cómo se sentirá cuando sepa que te han despedido.
Te acercas al guitarrista callejero y escuchas un par de canciones antes de seguir caminando.
Está tocando blues y cada frase es un golpe bajo para ti. En la Quinta Avenida se te acerca un muchacho.
—Costo. Anfetas. Ácido.
Niegas con la cabeza. El muchacho aparenta unos trece años.
—También tengo coca. Peruana, pura, lo más parecido a Dios que hay sobre la Tierra.
—Cuánto —preguntas.
—Cincuenta el medio.
—¿Medio qué? ¿Medio de talco y medio de bórax?
—Coca de primera, tío. Peruana.
—Seguro. Treinta y cinco.
—Soy un hombre de negocios, no un filántropo.
—No tengo cincuenta dólares.
—Está bien, cuarenta y cinco. Es un robo.
Sigues al muchacho hacia el parque, por detrás de la Biblioteca. Miras a todos lados. Su hermano podría estar escondido con un bate de béisbol. Hay dos viejos arrojando migas de pan a las palomas. El chico te lleva bajo un árbol, te dice que esperes y se aleja corriendo. No puedes creer que estés haciendo una cosa así: estimular la delincuencia juvenil, malgastando tu dinero en droga callejera. El muchacho reaparece detrás de la fuente y se acerca corriendo.
—Quiero probarla.
—Mierda —dice él—. ¿Quién crees que eres? Sólo me estás comprando medio. Ya te dije que es buen material.
La reacción clásica. Su sonrisa profesional desaparece. Te das cuenta de que van a estafarte, pero no pierdes del todo la esperanza.
—Al menos, déjame verla.
Él te lleva detrás del árbol y abre la papelina. Lo que estás comprando es un polvo blancuzco y el peso parece correcto, aunque eso no signifique mucho. Le das el dinero. Él se lo guarda en el bolsillo y se aleja, mirándote furtivamente cada dos o tres pasos.
El árbol te protege de miradas indiscretas y decides probar un poco. Usas la llave de la oficina. La primera esnifada te produce náuseas. La segunda no está tan mal, aunque tu nariz echa chispas. Esperas que la mezcla no resulte letal y que al menos tenga algo de cocaína. Cierras la papelina y te parece que las cosas van mejorando. Crees que te está haciendo efecto. Quieres ir a algún sitio, hacer algo, hablar con alguien; pero son las once de la mañana y todo el mundo, menos tú, está trabajando.
Más tarde, cerca de medianoche, vuelves a la oficina. Te acompaña Tad Allagash. Estáis considerablemente colocados. Has llegado a la conclusión de que ese trabajo era una mierda, y que debes dar gracias al cielo por haberte librado de él. Tu permanencia prolongada en el Departamento de Verificación de Datos hubiera degenerado en un estreñimiento crónico y perpetuo. Esta conclusión no absuelve a Clara Tillinghast de sus innumerables crímenes contra la humanidad, y particularmente contra tu persona. Tad lo considera una cuestión de honor. En su tierra estos asuntos se resuelven con un látigo o un bastón de mango de marfil. Según él, los bastonazos y azotes a editores de libelos tienen una larga y dignificada historia. Pero este caso exige un escarmiento más sutil. Habéis destinado las primeras horas de la noche a idearlo y ejecutarlo. Parte del plan implicó ponerse en contacto con Richard Fox, el periodista que estaba buscando información confidencial sobre la revista, para hacerle saber algunos de los turbios secretos que descubriste en dos años de trabajo. La idea no te atraía demasiado pero Tad apeló a tu espíritu de lucha y dejó un mensaje en el contestador automático de Fox. Dijo que era Garganta Profunda y prometió revelaciones sensacionales. Dejó el número de Clara. Luego procedisteis a la segunda fase de la operación.
El sereno contempla tu credencial de empleado, asiente y te pide que te registres en el libro. Te anotas como Ralph Kramden y a Tad como Ed Norton. Tad le dice que tenéis un trabajo urgente, que hay cosas muy importantes en juego. El sereno está acostumbrado a ver entrar y salir redactores de la revista a las horas más insólitas, y no se sorprende mucho por vuestro grado de ebriedad. Señala el montacargas y sigue leyendo su revista de culturismo. Ni siquiera os pregunta por la bolsa que lleva Tad.
Una vez en el ascensor, del interior de la bolsa emanan chirridos estridentes. Los sonidos del animal cautivo te inquietan. Empiezas a pensar que es una mala idea. No te preocupas por Clara sino por Fred el Hurón, convertido arteramente en cómplice.
—Calma —dice Tad—. No habrá problemas. Quizá debimos llevarnos el lobo, en vez de Fred. —Al principio Tad había pensado en un murciélago, pero cuando mencionaste al hurón se le iluminaron los ojos de placer.
Bajáis en el piso veintinueve y esperáis, atentos a cualquier ruido. Silencio absoluto. Tad te mira. Sorteas la recepción por delante de él. El ruido de las puertas del ascensor al cerrarse te deja en vilo. Hay un eco sordo de cables y engranajes y al instante vuelve el silencio. Tad te susurra al oído:
—No quiero prisioneros. A degüello.
Avanzas por el pasillo, con la bolsa al hombro. Por ahora todos los despachos están a oscuras, pero sigues nervioso. El Druida es famoso por sus horarios insólitos y por un momento te imaginas un encuentro con él en el pasillo en penumbras. Te morirías de humillación. Pero la adrenalina te impide detenerte. Toda emoción implica riesgo. El espejo de la esquina no refleja ninguna luz en el pasillo.
La puerta de Clara está cerrada con llave, pero no hay problema. Tienes la llave del Departamento, y detrás del tomo K de la Enciclopedia Británica (¿dónde si no?) hay una llave de su despacho.
Entráis en el despacho de Clara y Tad susurra:
—Entran en la guarida del dragón.
Enciendes la luz.
—¿Esto es un despacho? —dice Tad—. Parece el cuarto de la criada.
No sabes bien qué hacer. Fred el Hurón se mueve salvajemente dentro de la bolsa.
—¿Dónde está la correa? —preguntas.
—Yo no la tengo.
—Te la di en la tienda.
—No la necesitamos —dice Tad—. Me parece mucho más divertido esconderle el bicho en un cajón.
Y abre la bolsa. Luego da un paso atrás y te mira.
—Sácalo de la jaula —dice.
Todo sucede muy rápido. Cuando abres la bolsa el hurón te clava los dientes en la mano. Sacudes el brazo pero el animal no te suelta. El dolor es espantoso. Mueves el brazo con toda tu fuerza y el hurón sale volando en dirección a Tad. Antes de aterrizar alcanza a rasgarle el pantalón de una dentellada, y apenas toca el suelo empieza a correr de un lado a otro hasta ocultarse en uno de los estantes inferiores de la biblioteca, detrás de la colección encuadernada del Scientific American.
La mano te arde horriblemente. Es como si tuvieras unos cables al rojo vivo conectados desde tu mano al cerebro. Sacudes el brazo una vez más y salpicas la pared con gotitas de sangre. Tad está pálido. Se agacha y contempla el roto de su pantalón, junto a la ingle.
—¡Dios mío! Estuvo a punto de arrancármelos.
Oís entonces un golpe en la puerta y una voz ronca:
—¡Abran! Sé que están ahí.
Reconoces la voz enseguida y te llevas un dedo a los labios. Después coges un lápiz y un papel de la mesa de Clara y escribes torpemente, con la mano izquierda: «¿Está cerrada con llave?».
Tad te mira con ojos desorbitados y se encoge de hombros.
Se oyen resoplidos y nuevos golpes detrás de la puerta. El picaporte gira hacia uno y otro lado. Allagash te coge el brazo y profiere silenciosas preguntas. Se oye el clic de la cerradura y la puerta se abre. Alex Hardy está en el umbral. Resopla gravemente, como si fuerais las únicas personas que esperaba encontrarse en el despacho de Clara pasada la medianoche. Tratas de pensar en alguna excusa que justifique tu presencia y la de Tad en ese lugar.
—Nos has dado un susto, Alex —dices al fin—. No sabíamos quién podría ser, a estas horas de la noche. Vine a buscar mi cartera. Creo que se me cayó aquí esta mañana…
—Pigmeos —dice Alex.
Tad te mira perplejo.
—¡Estoy rodeado de pigmeos!
Alex está gloriosamente borracho. Te preguntas si será capaz de reconocerte.
—Yo conocí a los gigantes —dice—; yo trabajé con los verdaderos gigantes. Aquellos hombres cuyas palabras perforaban el mundo hasta el mismísimo centro. Y mujeres, también. Seguro. Estoy hablando de ambición, de talento. Nada que ver con los gusanos que se arrastran por esta redacción. ¡Malditos pigmeos! —Alex da un puñetazo a la pared. El hurón salta de su escondite y busca la puerta, por entre las piernas de Alex.
Él trata de apartarse y pierde el equilibrio. Primero intenta agarrarse al marco de la puerta y, cuando empieza a caer, da un manotazo al perchero y a la biblioteca, que se derrumban con él. Los ganchos del perchero pasan a escasos centímetros de la cara de Tad. Alex queda tendido en el suelo bajo una montaña de libros. No sabes si se ha dado un golpe muy fuerte.
—Vámonos antes de que reaccione —dice Tad.
—No puedo dejarlo así. —Te agachas y observas el estado de Alex. Respira; la habitación entera comienza a oler a whisky.
—Vamos. ¿O quieres explicarle qué hacemos aquí?
Apartas los libros que cubren el pecho de Alex y le estiras las piernas. En la recepción suena un teléfono.
—Ya está bien, por Dios. Si nos cogen estamos perdidos.
—La bolsa —dices. Quitas el almohadón de la silla de Clara y se lo pones a Alex bajo la cabeza. Sus pies te impiden cerrar la puerta. El ascensor tarda una eternidad y hace un ruido espantoso.
Abajo, el sereno sigue inmerso en su revista. Mientras os abre la puerta conservas la mano herida en el bolsillo. Apenas salís a la calle echáis a correr.
No decís una palabra hasta que estáis dentro del taxi. En casa de Tad te lavas la herida y la examinas, mientras Allagash se cambia los pantalones. Al principio te preocupa. Tratas de acordarte cuándo te pusiste la vacuna antitetánica y de pronto te acuerdas de la rabia. La marca de los dientes del hurón abarca parte del pulgar y del índice. La mordedura no es ancha, pero sí profunda. Tad te asegura que no hace falta que te den puntos. Echa un poco de vodka sobre tu herida. Dice que si el animal hubiera estado rabioso, no hubiera estado tan simpático antes de meterlo en la bolsa. Estás deseando que te convenza. No quieres ir al hospital. Odias los hospitales y los médicos. El mero olor de desinfectante te descompone. Y de pronto piensas en Alex. Quizás ha sufrido una conmoción cerebral. Sólo el Post sería capaz de hacerlo sonar gracioso: FLEMÁTICO FABULADOR FIEL A FAULKNER FENECE POR FATÍDICA FELONÍA.
—Estará durmiendo la mona —dice Tad.
—Ojalá.
—Me encantaría estar allí cuando lleguen tus compañeros.
Mientras te vendas la herida con algodón y esparadrapo que sacas del botiquín del baño, Tad prepara unas líneas de cocaína sobre la mesa del comedor. Después de esnifar la anestesia, el dolor y el sentimiento de culpa ceden y el episodio adquiere ribetes cómicos.
—Gigantes —dice Tad—. Me cago en sus gigantes. Lo miraba y pensaba: «¿Quién es este enano que me llama pigmeo?». Y de repente, Fred el Hurón al ataque. De casibus virorum illustrium, como decía mi profesor de latín.
—¿Qué?
—Es algo referente a la caída de los grandes.
Tad sugiere aprovechar la noche, aunque todavía es un poco temprano para él. Le dices que es tardísimo y él señala que ya no tienes que madrugar para ir al trabajo. Aceptas dar una vuelta por Heartbreak.
En el taxi dice súbitamente:
—Gracias por encargarte de Vicky. Inge está infinitamente agradecida.
—Fue un placer.
—¿Sí? ¿Quieres decir que…?
—No quiero decir nada. Y, además, no es asunto tuyo.
—¿Hablas en serio? —Se acerca y te mira con curiosidad—. Sí, hablas en serio. Bueno… Cada cual a lo suyo.
El taxista sortea automóviles y cambia de carril mientras maldice en algún idioma del Oriente Medio.
—De todas maneras, me alegra que te hayas repuesto de Amanda. No es que no estuviera buena, al contrario. Pero nunca entendí por qué te casaste con ella.
—Es algo que últimamente me pregunto con frecuencia.
—¿No te hizo sospechar el cartel que tenía en la frente?
—¿Qué cartel?
—Ese que decía: «Espacio disponible».
—La conocí en un bar. Estaba demasiado oscuro como para vérselo.
—No tanto como para que ella no se diera cuenta de que podías ser su pasaporte para salir de ese barrio de roulottes. Luces de la ciudad. Si realmente querías jugar a la pareja perfecta debiste impedirle ser modelo. Una semana en la Séptima Avenida corrompería hasta a una monja. Los valores domésticos y tradicionales terminan por perecer en un ambiente tan superficial. Amanda necesitaba alejarse todo lo posible de lo provinciano. Y su carrera de modelo le permite conseguirse tipos más sofisticados que tú.
Para Tad, la partida de Amanda no sólo era previsible sino inevitable. Confirmaba su visión del mundo. Tu angustia es una nueva versión de la historia de siempre.
De madrugada estás metido en un cochazo, con un tipo llamado Bernie y sus dos secretarias, Maria y Crystal. Crystal está en el asiento trasero, con un brazo sobre los hombros de Allagash y el otro sobre los tuyos. Bernie y Maria están sentados en los estrapontines. Bernie acaricia el muslo de Maria. No sabes si Allagash los conocía con anterioridad o si su amistad se remonta a un par de horas atrás. Tad cree que hay una fiesta en algún sitio. Maria dice que quiere ir a New Chursey. Bernie te pone una mano en la rodilla.
—Ésta es mi oficina —dice—. ¿Qué te parece?
No estás seguro de querer saber cuál es la actividad laboral de Bernie.
—¿Tú tienes una oficina como ésta?
Niegas con la cabeza.
—Por supuesto que no. Porque apestas a Ivy League. Pero yo podría comprarte el club de golf donde juega tu papaíto, si quisiera. Yo tengo tipos como tú para que me hagan los recados.
Asientes y te preguntas cuánto pagará. Quizás haya alguna vacante.
—Querrás saber dónde tengo la mercancía, ¿verdad?
—No, no —dices.
—Seguro que quieres saberlo —dice Bernie—. ¿Y sabes qué? Te lo voy a decir. En el Lower East Side, Avenida D, en medio de la mierda. No muy lejos de la fábrica donde mis viejos se rompieron el espinazo para que sus criaturas pudieran ir a la escuela. Ahora no hay más que yonquis. Te enseñaré el vecindario. Te contaré incluso cómo hacemos circular la mercancía. ¿Te interesa?
—No creo.
—Muy inteligente por tu parte, chico. Porque, ¿sabes qué les pasa a los que saben demasiado?
—Qué.
—Se convierten en comida para perros. Comida para perros de mierda de nuestra fábrica Purina.
Tad levanta la cabeza.
—¿Purina? Nuestra agencia le hace la campaña publicitaria. —Tad parece interesado.
Te preguntas cómo has llegado hasta aquí. La mordedura de Fred te arde horriblemente. Temes que sea la rabia. Te gustaría saber cómo estará Alex Hardy.
—Durante un tiempo —dice Bernie—, este negocio era nuestro puntal. Lo llevaban los apestosos italianos y portorriqueños, con sus poses de machos y sus navajas. Pero había sitio para los espíritus emprendedores. Ahora están apareciendo unos señorones de traje y chaleco, con aspecto de banqueros y cuentas numeradas en Suiza. Es una de esas cosas que pasan con los negocios. No es grave. Se puede negociar con ellos. Lo que me preocupa son mis hermanos judíos. Parece que este negocio es más lucrativo que los diamantes. Y no son estúpidos. Aprovechan todas las oportunidades. Ya están organizándose: capital líquido, contactos de costa a costa, secreto, confianza… Por si no lo sabéis, casi todo lo que se esnifa por ahí tiene sello yídish.
—¿Los tipos esos de sombrero negro y barba hasta la barriga? —pregunta Tad.
—¿Crees que no se afeitan porque no les llega la pasta? ¿Y qué te parecen los Yankees este año?
En el siguiente semáforo en rojo consigues bajarte del coche, alegando que estás mareado. Antes de arrancar Bernie te grita:
—¡Eh! No te olvides. ¡Comida para perros!