La conociste en Kansas City; habías ido allá para hacer de reportero, después de la universidad. Ya habías vivido en ambas costas y en el extranjero, pero no conocías el interior del país. Estabas seguro de que allí se escondía algo virtuosa y típicamente norteamericano y querías descubrirlo.
Amanda se había nutrido de ese algo desde la niñez. La conociste en un bar y, al principio, no podías creerlo. Jamás se te hubiera ocurrido cómo llamarle la atención, pero de pronto ella se te acercó y empezó a charlar con total naturalidad. Mientras hablabas con ella pensabas: «Es una modelo perfecta, y no tiene la más remota idea». Su ingenuidad te parecía típica del lugar. Te la imaginabas en el crepúsculo, entre ambarinas olas de espigas que le llegaban hasta las rodillas. Su desmañada figura te hacía pensar en un potrillo recién nacido. Tenía el pelo del color del trigo, o al menos eso te imaginabas; después de dos meses en Kansas no habías logrado ver el famoso trigo. Te pasabas la mayor parte del día en reuniones de agentes inmobiliarios y constructores. Como tu apartamento te deprimía, te pasabas las noches en bares, leyendo un libro.
Ella supuso que venías de Manhattan. Todo el mundo en Kansas suponía que venías de Nueva York cuando decías Massachusetts, Nueva Inglaterra o incluso la Costa Este. Te preguntó por la Quinta Avenida, Studio 54, The Carlyle. Aparentemente, sabía más que tú de esos lugares, por las revistas. Creía que el Este era una especie de country club irrumpiendo entre las torres de cristal y acero de Manhattan. Te preguntó por la Ivy League, como si fuera una auténtica organización, y esa noche te presentó a su compañera de cuarto como miembro de ella.
A la semana se mudó a tu apartamento. Trabajaba en una floristería y quería hacer algún curso en la universidad. Tu educación la intimidaba y atraía a un tiempo. Su deseo de cultivarse te conmovía. Te pidió una lista de los libros que debía leer. Le gustaba fantasear sobre el momento en que se publicaría tu libro. Los planes de ambos apuntaban al Olimpo. Ella quería vivir frente a Central Park, tú querías acceder al gotha literario neoyorquino. Amanda pasó a máquina tu currículum y pidió folletos a las universidades de Nueva York.
Cuanto más sabías de la vida de Amanda, menos te sorprendía que quisiera empezar de nuevo en otra parte. Su padre había abandonado el hogar cuando ella tenía seis años. Trabajaba en pozos de petróleo, y lo último que Amanda supo de él era que estaba en Libia, por una tarjeta postal de una mezquita que le envió una Navidad. A los diez años, su madre se la llevó con ella a la granja de un primo, en Nebraska. No era gran cosa como hogar. Luego la madre se casó con un vendedor de grano y se mudaron a Kansas City. El vendedor no estaba mucho en casa, y cuando aparecía, intentaba seducir o golpear a la madre y a la hija. Amanda debía arreglárselas sola, y era evidente que su madre no se preocupaba mucho por ella. Por fin, a los dieciséis años, se fue a vivir a la casa de su novio. Pocos meses antes de conocerte, el tipo la abandonó sin despedirse y se fue a California.
Había sido una niñez peor que la de la mayoría, y cada vez que te molestaba algún defecto de Amanda, recordabas el valor que suponía haberla resistido.
En los ocho meses que convivisteis en Kansas sólo visitasteis una vez a la que sería tu suegra. Antes de salir, Amanda estaba esquiva y excitada. Te llevó hasta un barrio de roulottes en una calle sin árboles. Su madre se llamaba Dolly. El vendedor de grano había desaparecido de escena, supusiste. Enseguida notaste la tremenda tensión que había en el ambiente. Dolly fumaba un cigarrillo mentolado tras otro, flirteaba contigo y lanzaba puyazos verbales contra Amanda. Parecía acostumbrada a vivir de su aspecto físico, y detestaba y envidiaba la juventud de su hija. El parecido entre ambas era considerable, salvo que Dolly tenía más busto, cosa que hizo notar varias veces. Amanda se avergonzaba de su madre, del color de las paredes del living, de los platos sucios en la cocina, de que fuera estheticienne. Cuando Dolly fue al baño («a refrescarse», según sus palabras), Amanda levantó la reproducción de la estatua de la Libertad que había sobre el televisor y dijo:
—Mira. Es típico de mi madre.
Quizá temiera que pensaras que ésos eran sus gustos, que la identificaras con Dolly.
Dos años después, Amanda respiró aliviada cuando Dolly escribió para decir que le sería imposible asistir a la boda. La tarjeta que envió a su padre regresó con la mención Destinatario Desconocido y una serie de vistosos sellos árabes. Por parte de la novia sólo acudieron a la ceremonia unos tíos lejanos de Amanda, para demostrar que su pasado se remontaba más allá del día en que pisó Nueva York. Por otra parte, eso pareció satisfacerla.
A tus padres no les gustó demasiado que vivierais juntos antes de casaros, pero enseguida se encariñaron con Amanda. Tu madre era incapaz de volver la espalda a un perro descarriado y bastaba que se le mencionara las criaturas desamparadas de algún rincón del mundo para que ofreciera su ayuda, física y económica; y recibió a Amanda como si se tratara de una refugiada. Su deseo de agradar la hacía más adorable. Era como esos anuncios de las revistas: «Puede volver la página o salvarle la vida a esta criatura». Pero la criatura en cuestión estaba frente a ella. Mucho antes de casaros, Amanda llamaba a tus padres «papá» y «mamá». Todos sucumbisteis a su encanto. El único gesto de reserva por parte de ellos fue cuando tu padre te preguntó si las diferencias de extracción social y educación no se convertirían a la larga en un problema.
Antes de que te acostumbraras a la situación, todo el mundo parecía esperar que os casaríais. Era lo correcto, después de haber convivido durante dos años. Te inquietó. ¿Habías vivido lo suficiente como para dar el gran paso? Pero el análisis de la situación no reveló grandes objeciones. Y Amanda lo deseaba desesperadamente. Siempre te decía que tarde o temprano la abandonarías, como si lo lógico fuera que te portaras como los demás cerdos en su vida, y aparentemente creía que el matrimonio demoraría o incluso anularía tu partida. Por tu parte, sentías que no alcanzabas a hacerle conocer los aspectos más profundos de tu carácter, ni a desentrañar los de ella. A veces temías que no los tuviera. Pero finalmente atribuiste eso a un estúpido idealismo adolescente. Madurar implicaba admitir que no se podía tener todo.
Tu declaración no fue muy romántica que digamos. Una noche llegaste tardísimo de una fiesta a la que Amanda no había querido ir. Entraste de puntillas, la encontraste despierta, mirando la televisión en el living. Estaba furiosa. Dijo que te comportabas como un tipo soltero, que no asumías las responsabilidades de vivir en pareja con ella. Y que no estaba dispuesta a repetir los errores de su madre. A tu sentimiento de culpa se sumaba un terrible dolor de cabeza. Estaba amaneciendo, y sentiste que Amanda tenía razón. Eras un mal tipo. De pronto quisiste enmendarte. Quisiste compensar a Amanda por la vida de mierda que había padecido hasta ese momento y le propusiste matrimonio. Después de los gruñidos y sollozos de rigor, Amanda aceptó.
Te intrigaba saber qué haría Amanda cuando llegarais a Nueva York. Había mencionado la posibilidad de hacer algún curso en la universidad, pero perdió interés antes de llenar la solicitud de ingreso. No sabía lo que quería. Durante meses se pasó el día mirando la televisión.
La gente siempre estaba diciéndole que podría ser modelo. Un día pasó por una agencia y volvió a casa con el contrato en la mano.
Al principio odiaba hacer de modelo, y lo tomaste como una señal de personalidad. Todo iría bien mientras no se lo tomara en serio, pensabas. Y fue mejor aún cuando empezó a ganar tanto dinero. Al menos una vez por semana, te decía que iba a dejarlo. Odiaba a los fotógrafos, a los maquilladores, a los ayudantes. Odiaba a las modelos. Se avergonzaba de ganar tanto por su aspecto, que no consideraba gran cosa. Entonces le preguntabas si creía que era divertido ser secretaria. Le decías que lo mejor sería que ganara un poco más, y que luego hiciera lo que más le gustara. Pensabas que era buena cosa que se dedicara a eso, siempre que no se convirtiera en una verdadera modelo.
Los dos os reíais de las modelos de verdad: de las que tenían un ataque cada vez que se descubrían un grano en la cara y creían que la menopausia llega a los veinticinco años. Os burlabais de la gente que consideraba el no va más ser invitada al cumpleaños de X en Magique. Pero ibais a Magique, de todos modos, riéndoos por lo bajo, y mientras Amanda circulaba por ahí te dedicabas a esnifar el polvo rosado peruano que X guardaba para los amigos.
Su agente se desvivía por convencerla para que se tomara las cosas con más profesionalismo y dejara de cortarse el pelo por diez dólares en la peluquería de la esquina. Amanda se reía. Hacía una imitación burlona de su agente, una modelo famosa en los años cincuenta, con carácter de gobernanta y corazón de alcahueta.
Pero con el tiempo empezasteis a ir a buenos restaurantes, y Amanda empezó a frecuentar un coiffeur del Upper East Side.
La primera vez que fue a Italia a presentar las colecciones de otoño, lloró en el aeropuerto. Te repetía una y otra vez que era la primera noche que os separabais en un año y medio. Quería mandar al carajo su carrera y a la mierda las colecciones de otoño. Con esfuerzo y paciencia la convenciste. Te llamó todas las noches desde Milán. Pero las siguientes separaciones le resultaron cada vez menos traumáticas. Pospusisteis indefinidamente la luna de miel porque Amanda tuvo que presentar las colecciones de primavera tres días después de la boda.
A ti también te absorbía el trabajo. A veces llegabas a casa tan tarde que ella ya estaba dormida. A la hora del desayuno parecía mirar a través de las paredes del piso y de la ciudad hacia su tierra, como si hubiera olvidado algo allí y no pudiera acordarse de qué. Sus ojos tenían la vastedad de su tierra natal. Apoyaba los codos sobre la mesa, retorciendo un mechón de pelo entre los dedos con la cabeza inclinada, como si intentara oír voces en el viento. Siempre hubo algo esquivo en ella, algo que te resultaba misterioso e inquietante. Sospechabas que ni siquiera ella sabía identificar esa nostalgia, que a veces atribuía a su trabajo, a su padre ausente, a ti o al anhelo de casarse. A fin de cuentas, ya estabais casados, y Amanda seguía añorando algo. Pero después te preparaba una cena especial o te dejaba cartitas de amor en los bolsillos de la chaqueta y en los cajones.
Hace unos meses estaba haciendo las maletas para ir a París y de pronto empezó a llorar. Le preguntaste qué le pasaba. Dijo que estaba nerviosa.
Cuando llegó el taxi a buscarla, ya estaba bien; te besó y te dijo que regaras las plantas.
El día anterior a su regreso te llamó desde allá. Su voz te pareció extraña. Dijo que no volvía. No entendiste.
—¿Han suspendido el vuelo?
—Me quedo —dijo.
—¿Cuánto tiempo más?
—Lo siento, de veras. Que te vaya bien.
—¿Qué… qué quieres decir?
—Me voy a Roma la semana que viene y luego a Grecia; me ha contratado Vogue. Es un momento decisivo para mi carrera. Lo siento, no quiero hacerte daño, pero…
—¿Carrera? —dijiste—. ¿Desde cuándo ser modelo es una carrera?
—Lo siento —te repitió ella—. Tengo que colgar.
Le exigiste una explicación. Te dijo que en los últimos meses no había sido feliz. Y ahora sí. Que necesitaba espacio. Dijo adiós y colgó.
Estuviste tres días llamando por teléfono y poniendo télex hasta localizarla en un hotel de la Rive Gauche. Su voz sonó molesta.
—¿Estás con otro? —preguntaste. Ésa era la pregunta que te había hecho perder el sueño durante las tres últimas noches. No tenía nada que ver, dijo ella, pero sí; estaba con otro hombre. Un fotógrafo. Que seguramente se consideraría un artista. No podías creerlo. Le recordaste que, según ella, todos los fotógrafos eran unos maricones.
Ella dijo: «Au contraire, Pierre», y con esas palabras desgarró las últimas fibras que sustentaban tu corazón. Cuando volviste a llamarla, se había ido del hotel.
Pocos días después te llamó un tipo que dijo ser el abogado de Amanda. Lo mejor sería que demandaras a su cliente por abandono sexual. Sólo un legalismo, por supuesto, dijo. Podríais dividir vuestras posesiones en partes iguales, aunque ella quería quedarse con toda la plata y la cristalería. Le colgaste el teléfono y te echaste a llorar. Abandono sexual. El tipo te llamó de nuevo, días después, para anunciarte que el coche y la cuenta conjunta del banco eran tuyos. Le dijiste que querías saber dónde estaba Amanda. Él te preguntó qué cantidad ibas a solicitar. Lo acusaste de proxeneta. «Exijo una explicación», gritaste.
Eso fue hace varios meses. No se lo has contado a nadie en la oficina. Cuando te preguntan por Amanda dices que está muy bien, gracias. Tu padre tampoco lo sabe. Cuando hablas por teléfono con él le dices que todo anda a las mil maravillas. Crees que tu deber filial es parecer feliz y próspero. Es lo menos que puedes hacer por él después de todo lo que él hizo por ti. No quieres que se preocupe, ya tiene demasiados problemas. Además, contárselo sería irrevocable; jamás perdonaría a Amanda. Mientras exista la posibilidad de que ella vuelva no quieres que se entere de su deslealtad. Prefieres pasar el mal trago solo. Inventas compromisos, reuniones de trabajo, comidas con Premios Nobel para quedarte en la ciudad, aunque Massachusetts queda apenas a dos horas de viaje. Tarde o temprano tendrás que ir, pero prefieres demorarlo todo lo posible.
Estás parado frente al escaparate de Saks en la Quinta Avenida, mirando el maniquí. La semana pasada, cuando empezaste a gritarle, se te acercó un policía y te dijo que circularas. Así es como era Amanda al final, la mirada en blanco, los labios apretados y reticentes.
¿Cuándo se convirtió en un maniquí?
Cuando vuelves a la oficina, después de la comida con Alex Hardy, tu decisión de seguir con el artículo de las elecciones francesas se ha marchitado. Lo que más te atrae es una siestecita en alguno de los despachos vacíos de Narrativa. Pero es imposible. Te preparas un café instantáneo bien cargado. Megan te comunica que ha habido tres llamadas para ti: una del presidente de los Exploradores Polares, otra de Francia y otra de tu hermano Michael.
Vas al despacho de Clara para robarle las galeradas, pero no están en su escritorio. Le preguntas a Rittenhouse y dice que Clara llamó para que enviaran las pruebas a Composición. También pidió que le hicieran un juego de fotocopias y se lo mandaran a casa.
—En fin —dices, no sabes si horrorizado o aliviado—. Eso es todo, supongo.
—¿Tenías que hacer algún cambio de última hora? —pregunta Rittenhouse—. Creo que aún hay tiempo.
Niegas con la cabeza.
—Necesitaría unos tres años para hacer todos los cambios necesarios.
—Supongo que te olvidaste del bocadillo —dice Meg—. No te preocupes, no tengo mucha hambre. Y no me conviene comer pan.
Le pides perdón. Te disculpas. Dices que tienes muchas cosas en la cabeza. Tu memoria es un desastre para las cosas pequeñas. Puedes decirle la fecha del hundimiento de la Armada Invencible pero no el saldo de tu cuenta corriente. Todos los días pierdes las llaves o la cartera. Ésa es una de las razones por las cuales siempre llegas tarde. Es tan difícil llegar hasta la oficina por la mañana, por no mencionar todo lo demás que se supone que debes hacer. Te cuesta prestar atención cuando te hablan. Tantas cosas nimias. Las importantes, al menos, te declaran la guerra abiertamente. Pero esas cosas intrascendentes que te acosan cuando en tu cabeza se está librando una batalla de vida o muerte…
—Perdón, Meg. De verdad, de verdad, te pido que me perdones. Estoy echándolo todo perder.
Todos te están mirando. Megan se acerca y te pasa el brazo por los hombros. Te acaricia el pelo.
—Tranquilo —dice—. Es sólo un bocadillo. ¿Por qué no te sientas y te relajas un poco? Todo irá bien.
Alguien te trae un vaso de agua. Las plantas en las ventanas te dan la impresión de un horizonte africano. Piensas en islas, palmeras, frutas silvestres. En escapar.