Sueñas con el Bebé Coma. Entras a hurtadillas en el hospital, eludes enfermeras y periodistas; nadie puede verte. Hay una puerta con una placa que dice L’Enfant Coma. La abres y entras en el Departamento de Verificación de Datos. Elaine y Amanda, que están esnifando cocaína en el escritorio de Wade, maldicen en francés. Mamá Coma está tendida sobre tu mesa, con una bata blanca. De los estantes cuelgan varias botellas de suero, conectadas por cánulas a los brazos de Mamá Coma. Tiene la bata abierta. Cuando te acercas descubres que su barriga es una burbuja transparente. Dentro está el Bebé Coma, que abre los ojos y te mira.
—¿Qué quieres? —te pregunta.
—¿Vas a salir o no? —dices.
—Ni hablar, tío. Me gusta estar aquí. Me inyectan todo lo que necesito.
—Pero tu mamá está a punto de dejarnos…
—Si la vieja se va, yo me voy con ella.
Y se mete el violáceo pulgar en la boca. Tratas de hacerlo entrar en razón, pero no te hace el menor caso.
—Debes salir —le dices.
Alguien llama a la puerta y oyes la voz de Clara Tillinghast.
—¡Abran! Soy el médico.
—¡No me cogerán vivo! —dice el Bebé Coma.
Está sonando el teléfono. El auricular se te escapa de los dedos como si fuera una trucha. Siempre esperas que las cosas sean sólidas, y no lo son. Recoges el auricular del suelo y dices:
—Allô?
Supones que tu interlocutor debe de ser francés. Pero es Megan Avery. Quería asegurarse de que estuvieras levantado. Sí, por supuesto, justamente estaba preparándome unos huevos revueltos y café.
—Perdona —dice—. Es que no quería que Clara te metiera un puro.
¿Un puro? Tomas nota de esa expresión.
El reloj marca las nueve y cuarto. No has oído el despertador a las ocho y media. Le das las gracias a Meg y le dices que la verás luego.
—¿Seguro que estás despierto?
Eso parece: jaqueca, acidez, todos los síntomas matinales.
El malestar generalizado que te invade cuando te despabilas adopta las facciones de Clara Tillinghast. Puedes afrontar el hecho de que vayan a despedirte, pero te sientes incapaz de enfrentarte a ella, después de cuatro horas de sueño poco reparador. Tampoco soportarías la visión de esas galeradas que son la evidencia de tu fracaso. En algún momento de la noche soñaste que estabas en comunicación telefónica con París, esperando una información que te salvaría la vida. Te habías encerrado en el Departamento de Verificación de Datos. Alguien estaba derribando la puerta a golpes. De vez en cuando se oía la voz de la telefonista, pero hablaba en un idioma que no entendías en absoluto. En las palmas de la mano tienes marcas de uñas. Has dormido boca arriba, con los brazos rígidos y los puños apretados.
Consideras la idea de llamar a la oficina y declararte enfermo. Clara llamaría en algún momento para decirte que estás despedido; podrías colgar antes de que se pusiera pesada. Pero hoy es día de cierre y tu ausencia recargaría de trabajo a tus compañeros. Y esconderse le restaría dignidad a tu fracaso. Piensas en Sócrates, en su serenidad a la hora de beber la cicuta. En realidad, aún tienes una remota esperanza de escapar a tu destino.
Antes de las diez estás vestido y camino de la estación. El metro aparece apenas pisas el andén. Decides dejarlo ir; aún no estás preparado. Necesitas pulir el acero de tu resolución, planear tu estrategia. Las puertas se cierran con un suspiro neumático. Pero alguien mantiene una de ellas abierta; un hombre corre por el andén hacia allí. Las puertas vuelven a abrirse. Entras. El vagón está lleno de judíos de Brooklyn, gnomos barbudos vestidos de negro, con maletines llenos de diamantes. Te sientas junto a uno de ellos. Lee el Talmud, recorriendo la página con el dedo. La extraña escritura te recuerda a la de los graffiti del vagón; pero él no se fija en ellos, ni trata de leer tu ejemplar del Post por encima de tu hombro. Ese tipo tiene un Dios, una Historia, una Comunidad. En su perfecta economía mística, el dolor y la pérdida son meros elementos de una hoja de balance trascendental, en donde ambas columnas coinciden y la muerte no es una muerte verdadera. Si el precio es vestir esa gruesa ropa negra en verano, no parece mal negocio. Seguramente se siente uno de los Elegidos, mientras que tú eres un elemento más de una ecuación absurda. Sin embargo, lleva una mierda de peinado.
En la estación siguiente suben tres rastafari y pronto todo el vagón huele a sudor y a marihuana. A veces te parece que eres el único habitante de la ciudad que no pertenece a ningún grupo. Una viejecita te mira desde el otro lado del pasillo como si te preguntara qué va a ser del mundo, entre esos judíos que son como Drácula y esos africanos colocados, pero cuando le sonríes desvía los ojos. Podrías crear tu propio grupo: la Hermandad de los Inocentes Desahuciados.
El Post confirma tu sensación agorera. Feroz Pesadilla en la página tres (un incendio nocturno en Queens), Huracán Asesino Asoló Nebraska en la página cuatro. En el campo la tragedia suele ser voluntad de Dios. En la ciudad, raptos, violaciones e incendios son obra de los hombres; y cualquier cosa que ocurra fuera del país es debida a la brutalidad extranjera. Una visión del mundo simple y tranquilizadora. El Bebé Coma ha sido relegado a la página cinco. No hay mucha información; sigue vivo y los médicos estudian la posibilidad de intentar una cesárea.
Llegas a Times Square a las diez y diez. Entras en el edificio a las diez y cuarto. El ascensorista es un chico joven, con aspecto de delincuente juvenil. Dices buenos días y te apoyas contra la pared del fondo. Un minuto después él se da la vuelta y te mira.
—¿Va a decirme a qué piso va o pretende que le adivine el pensamiento?
Veintinueve, dices. Acostumbrado a la simpatía de Lucio, el chico te parece un intruso maleducado. Cierra la puerta y hace girar la palanca.
A mitad de camino saca un inhalador nasal y lo utiliza ruidosamente. Eso hace que sientas un cosquilleo en la nariz.
—Veintinueve —dice cuando el ascensor llega arriba—. Ropa interior femenina y perfumería.
No te esperan guardias armados. Le preguntas a Sally, la recepcionista, si ha llegado Clara.
—Todavía no —dice. No sabes si es mejor o peor. Quizás eso sólo prolongue la agonía. Tus compañeros están apiñados leyendo una página del New York Times, el diario «adecuado», según los cánones del departamento. Cuando te contrataron, Clara te dijo que todos los miembros de la redacción debían leerlo concienzudamente, pero hace semanas que ni lo tocas.
—¿Hay guerra? —preguntas.
Rittenhouse te cuenta que una de las redactoras de la revista, favorita en el Departamento por su escrupulosidad y precisión, acaba de obtener un premio por una serie de artículos sobre el cáncer. Rittenhouse está particularmente satisfecho porque se encargó de la verificación de los artículos.
—¿Qué te parece? —dice, con orgullo, y te muestra el diario.
Estás a punto de fingir entusiasmo cuando ves el anuncio a toda página junto al artículo: tres mujeres con vestidos de noche. Una de ellas es Amanda. Le quitas el diario a Rittenhouse y te sientas, mirando fijamente la foto. Estás aturdido. Es Amanda, no hay duda. No sabías que estuviera en Nueva York, ¿acaso no pensaba quedarse en París? Al menos, podría haberse tomado la molestia de llamar por teléfono, si estaba aquí. Pero ¿qué hubiera podido decirte? ¿Por qué te persigue de esa manera? Si trabajara en una oficina, como cualquier persona normal… Poco antes de irse a París te contó que había firmado un contrato para una campaña de vallas publicitarias. Desde entonces, has temido ver su rostro enormemente ampliado en la pared frente a tu ventana.
—Debemos sentirnos orgullosos de ella —dice Rittenhouse.
—¿Qué?
—¿Estás bien? —pregunta Megan.
Asientes con la cabeza y doblas el diario. Leucemia, dijo Tad. Meg te dice que Clara aún no ha llegado. Le agradeces la llamada para despertarte. Wade te pregunta si has terminado el artículo.
—Más o menos —dices.
Cada primer martes de mes se adjudican los artículos cortos que van en las primeras páginas de la revista. A ti te ha tocado un informe sobre la reunión anual de la Sociedad de Exploradores Polares, en el Sherry Netherland. Los Exploradores Polares son previsiblemente excéntricos. Llevan relojes de buzo y oscuras condecoraciones militares. Entre los platos que se les sirvieron se destacan unos canapés de grasa de ballena y pingüino Emperador ahumado. Subrayas «pingüino Emperador», para verificar el nombre y averiguar si es comestible. Como dice Clara, nunca se peca de excesiva prudencia. En caso de que no existiera el pingüino Emperador, o si se llamara Emperatriz, llegarían no menos de trescientas cartas durante la semana siguiente para comunicar el error. Los lectores más fanáticos de la revista son esa rara clase de gente que entiende de pingüinos; la ornitología es uno de los temas que dominan, y el más ligero error o vaguedad desataría una avalancha de escandalizada correspondencia. Justamente el mes pasado un inocuo artículo sobre comederos de pájaros produjo una conmoción. Los lectores juzgaron imposible que hubiera un pinzón en un comedero de Stonington, Connecticut, como afirmaba el autor. Aún siguen llegando cartas sobre el tema. El Druida llamó a Meg, que había verificado el artículo, y le pidió que se informara en la Sociedad Ornitológica Norteamericana. El asunto aún no se ha dilucidado. Una vez escribiste una sátira sobre el tema titulada Pájaros de Manhattan, que divirtió enormemente a tus colegas, pero desapareció sin dejar rastros cuando la enviaste a Narrativa.
Tu primer paso es buscar en el volumen E de la Enciclopedia Británica. No hay ni rastro de pingüinos Emperadores, pero encuentras un artículo fascinante sobre embriología, con una secuencia del óvulo desde los diez días (una especie de salamandra) hasta las diez semanas de vida (un homúnculo con todas las de la ley). Dejas ese tomo y coges el de la P, uno de tus favoritos: parálisis; paranoia; parasitología para todos los gustos, con subcapítulos dedicados a rizópodos, ciliados, flagelarios y esporozoarios; Pardubice, localidad checoslovaca en el sector oriental de Bohemia, importante nudo de la línea ferroviaria Brno-Praga; París, con ilustraciones a todo color; partícula, Pascal, Pavlov, pecarí, variedad de jabalí americano (v. ilust.), Pedro, nombre de cinco reyes de Portugal. Finalmente, pingüino. No vuela y anda torpemente. Sabes bien a qué se refiere. El pingüino Emperador alcanza una altura de un metro veinte. No hay mención alguna de si es comestible. En la ilustración adjunta, aparecen Exploradores Polares vestidos de etiqueta para una recepción en el Sherry Netherland.
Tus colegas están absortos en la verificación de sus artículos. A Wade le ha tocado uno sobre un inventor que acaba de recibir su centésima patente: un artefacto rotativo para recortarse los pelos de la nariz. Llama al inventor por teléfono y se entera de que también es responsable del sistema de lavado automático de tazas de inodoro, a pesar de que las grandes compañías le robaron la idea y ganaron millones. El inventor hace una larga disertación sobre esta injusticia y luego dice que no puede hablar del tema, por hallarse en litigio. Todo esto debería resultarte extraordinariamente divertido, pero tu risa es forzada. Te cuesta escuchar lo que dicen los demás, o entender las frases del artículo que aparentemente verificas. Lees el mismo párrafo una y otra vez, tratas de recordar la diferencia entre un dato cierto y una opinión. ¿Debes llamar al presidente de los Exploradores Polares y preguntarle si es cierto que uno de ellos llevaba un gorro de piel de morsa? ¿Es importante? ¿Y por qué te preocupa tanto la mayúscula en Emperador? No dejas de vigilar la puerta por si aparece Clara. Resuenan en tu cabeza absurdas frases en francés.
Lo que debes hacer es llamar al autor del artículo y pedirle el teléfono de alguien que pueda confirmar la existencia de dicha sociedad, de esa recepción en ese hotel, en esa fecha, y luego verificar si los nombres corresponden a personas reales y cómo se escriben correctamente.
Rittenhouse dice que acaba de hablar por teléfono con Clara: está enferma y no vendrá: es la tregua que anhelabas. La boa constrictor que envolvía tu corazón afloja su presión. Y ¿quién sabe?, quizá Clara tenga algo serio.
—En realidad —aclara Rittenhouse—, ha dicho que no vendría por la mañana. Puede que por la tarde se encuentre mejor y aparezca. No está segura. —Hace una pausa y se limpia los cristales de las gafas—. Si tenemos cualquier duda, podemos llamarla a casa.
Le preguntas a Rittenhouse si ha dejado algún recado.
—Nada en concreto —contesta.
Es tu oportunidad de redención. Si le dedicas un día de trabajo intensivo, el artículo sobre las elecciones francesas mejorará bastante. Podrías bajar a Composición y pedirles que te esperen hasta última hora. Sólo es cuestión de sacarte de encima a los Exploradores Polares en media hora y darle duro.
Alors! Vite, vite! Allons-y!
Una hora después has terminado con los Exploradores Polares. Son apenas las doce y tus energías ya empiezan a flaquear. Necesitas comer algo antes de enfrentarte con renovado vigor a las elecciones francesas. Quizás una baguette con jamón y Brie, para entrar en el ambiente. Preguntas a tus colegas si quieren algo del mundo exterior; Meg te da dinero para un bocadillo.
Cuando sales te cruzas con Alex Hardy, que está mirando fijamente el depósito del agua. Te mira asustado, y cuando se da cuenta de que sólo eres tú, te saluda. Señala el depósito de cristal y dice:
—Estaba pensando que se podría poner unos peces ahí dentro.
Alex es un editor emeritus de Narrativa, una reliquia de los buenos tiempos, que llama por sus apodos a los venerables fundadores de la revista. Empezó de botones y obtuvo su reputación escribiendo una columna satírica sobre la vida nocturna de Manhattan, que se dejó de publicar de repente por motivos misteriosos. Luego se convirtió en editor, y descubrió y estimuló a muchos de tus autores favoritos. Pero en los últimos tiempos no ha descubierto a nadie; es como si su función principal consistiera en representar los conceptos de Continuidad y Tradición que caracterizan a la revista. En todo el tiempo que llevas aquí, de su despacho sólo ha salido una historia. Nadie podría asegurar si el alcohol ha acelerado su caída o viceversa. En estos casos, causa y efecto son inseparables. Por las mañanas está pensativo e irónico, tal vez algo patético. Después de comer vaga por los pasillos y se pone nostálgico. Supones que le caes bien, al menos tanto como el resto de la redacción. Te envió detalladas críticas de varios de los cuentos que mandaste a Narrativa, tan bruscas como estimulantes. Tomó en serio tus intentos, aunque el hecho de que terminaran en su mesa indique quizá que los demás editores de Narrativa no hicieron lo mismo. El tipo te cae bien. Aunque a los demás les parezca un barco semihundido, tú albergas la ilusión de empezar a escribir y a publicar bajo su tutela. Formaríais una nueva pareja famosa: Scott Fitzgerald y Maxwell Perkins redivivos. Pronto surge una nueva generación de talentos (tus discípulos) y te descubres evolucionando de tu período de juventud al de madurez.
—Seguramente los viejos colegas hubieran pensado en eso —dice él—. Peces siameses luchadores en el depósito del agua.
No se te ocurre ningún comentario adecuadamente ingenioso para contestarle.
—¿Adónde vas? —pregunta.
—A comer —dices, sin pensarlo demasiado. La última vez que le dijiste a Alex que ibas a comer, necesitaste una camilla para volver a la oficina.
Él consulta su reloj.
—Buena idea —dice—. ¿Te importa que te acompañe?
Tardas un rato en encontrar una excusa razonable, y para entonces resultaría grosero decirle que has quedado con un amigo. Además, no tienes por qué beber, a su ritmo. Ni siquiera tienes por qué beber aunque un trago no te vendría mal. Sería lo adecuado para acabar con el dolor de cabeza. Le dirás que estás trabajando en un artículo importante y urgente. Te entenderá. Incluso podrías confiarle algunos de tus problemas; Alex es un experto en problemas.
—¿Alguna vez has pensado en estudiar Administración de Empresas? —pregunta.
Te ha llevado a un restaurante más allá de la Séptima Avenida, lleno de humo, periodistas del New York Times y demás bebedores. Mientras habla, Alex deja caer la ceniza del cigarrillo sobre su plato de carne, que yace frío e intacto frente a él. Te ha hecho saber que ya es imposible encontrar un pedazo de carne asada como antes. Nada es como antes; hacen que las vacas engullan piensos compuestos y les inyectan hormonas. Va por su tercer Martini con vodka. Tú intentas hacer durar el segundo.
—Eso no significa necesariamente que entres en el mundo de los negocios. Pero podrías escribir sobre eso. Creo que es el tema de hoy. Los que entienden de negocios crearán la nueva literatura. Wallace Stevens decía que el dinero es una especie de poesía; pero, por supuesto, no fue muy fiel a esa máxima.
Según Alex, hubo una edad de oro, con Hemingway, Faulkner y Fitzgerald; después una edad de plata, en la que él tuvo un modesto papel. Ahora cree que estamos en una edad de bronce, y que la narrativa está en un callejón sin salida. La nueva literatura tratará de tecnología, economía y reparto de bienestar.
—Eres un tipo despierto —dice—. No te dejes seducir por toda esa mierda de la bohemia del artista.
Y liquida dos Martini más, aunque tu segunda copa aún languidece sobre la mesa.
—Te envidio —dice de pronto—. ¿Qué edad tienes? ¿Veintiuno?
—Veinticuatro.
—Veinticuatro. Toda una vida por delante. Soltero, ¿verdad?
Primero dices que no y después que sí.
—Te falta vivir lo mejor —dice, aunque acabas de enterarte de que el mundo que heredas carece de buena carne asada y de buena literatura—. En cuanto a mí, tengo un enfisema y el hígado hecho polvo.
El camarero trae una nueva ronda de bebidas y le pregunta a Alex si hay algún problema con la carne, si preferiría otra cosa. Alex contesta que no hay ningún problema con la carne, que se la lleve.
—¿Sabes por qué hay tantos homosexuales ahora? —te pregunta cuando el camarero se va.
Niegas con la cabeza.
—Por las malditas hormonas que le inyectan a la carne. Una generación entera destruida por las hormonas. —Asiente para sí y te mira fijamente. Le devuelves la mirada con toda la virilidad que puedes—. En fin. ¿Estás leyendo algo, últimamente? —pregunta—. ¿Cuáles son los nuevos valores?
Mencionas un par de tus lecturas preferidas más recientes, pero él ya no te escucha; está con los ojos entrecerrados. Le haces revivir preguntándole sobre Faulkner, con quien compartió una oficinita durante unos meses en Hollywood, en los años cuarenta. Te cuenta una parranda de tres días, abundantemente regada de bourbon y salpicada de agudezas.
Apenas se da cuenta de que te despides, al salir a la calle. Se aleja, con la nariz apuntando a las alturas y los ojos vidriosos. Tú mismo estás un poco entonado y necesitas tomar un poco el aire para despejarte. Es temprano. Estás en la esquina de Cruce y No cruce, mirando la foto de Mary O’Brien McCann, desaparecida, cuando alguien te toca el hombro.
—Eh, tío, ¿quieres comprar un hurón?
El tipo tiene tu edad, más o menos, restos de acné y mirada huidiza. Sostiene de una correa a un bicho que parece un perro salchicha con abrigo de piel.
—¿Eso es un hurón?
—Ajá. Garantizado.
—¿Y qué hace?
—Es un buen tema de conversación. Conocerás a muchísimas chicas, te lo aseguro. Se llama Fred. Si tienes ratas en tu apartamento, te solucionará el problema en un santiamén.
Fred es elegante, en apariencia bien educado, a pesar de que últimamente las apariencias te engañan. (Recuerda el Austin Healey de segunda mano que tenía un almacén de chatarra bajo el capó y el Cartier auténtico. O la mujer que elegiste). Pero Fred sería una mascota perfecta para el Departamento de Verificación de Datos. Un auténtico hurón entre hurones. No necesitas una mascota, ni siquiera puedes cuidarte a ti mismo, pero quizá Fred sería el compañero ideal para Clara. Tu regalo de despedida, una manifestación de tu cariño.
—¿Cuánto?
—Cien pavos, tío.
—Cincuenta.
—Está bien, ochenta y cinco. Mi última oferta.
Le dices que vas a pensarlo. Él te da una tarjeta de una tienda de revistas pornográficas.
—Pregunta por Jimmy —dice—. También tengo boas y chimpancés. Y nadie puede competir con mis precios. Soy un loco.
Sigues caminando por la Cuarenta y Siete, pasas frente a los escaparates de las joyerías baratas. Un tipo reparte folletos en la puerta de una de ellas: «Oro y plata. Compro y vendo. Oro y plata. Compro y vendo». No hacen preguntas comprometedoras cuando compran algo, por supuesto. El paraíso de los rateros. Te paras a contemplar una tiara de esmeraldas, el regalo perfecto para tu próxima reina por un día. Son fantasías. Cuando tengas dinero no vendrás aquí precisamente a comprar joyas, sino a Tiffany o Cartier. Te sentarás en un sillón del despacho del presidente y un empleado someterá su mercancía a tu consideración.
Judíos barbudos recorren la calle, con la mano en el sombrero, tratando de no mirar a las chicas en minifalda. De cuando en cuando se detienen a conversar con sus iguales. Examinas los artículos en el escaparate de una tienda de deportes y tomas nota del cartel: LOS ENTENDIDOS PESCAN AQUÍ.
Al llegar a la Quinta Avenida cruzas y te diriges a Saks. En uno de los escaparates te topas con un maniquí que es la réplica de Amanda, tu mujer, la modelo. Para obtener el molde del maniquí, Amanda debió permanecer noventa minutos sumergida en una tina de pasta de látex, respirando por una pajita. Eso fue pocos días antes de que partiera a París. Desde entonces no la has visto. Contemplas el maniquí e intentas recordar si Amanda era así exactamente.